¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XII

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Capítulo XII

Lo que temía Palafox acababa de suceder. Muy superiores en campo abierto, los franceses habían empujado a las avanzadillas del ejército español hasta encerrarlas en el interior de los muros de Zaragoza.

El coronel Falcó mandaba las defensas del monte de Torrero, desde las que se dominaba toda la ciudad, y las perdió ante el ataque francés. Fue acusado de traición. Dos días antes había sido ejecutado el corregidor de las Cinco Villas, tras un proceso lleno de irregularidades. Falcó también sería fusilado, tras un juicio sumarísimo, un mes después. Palafox no quería que nadie se relajara en su atención en el combate.

De cuantos enfrentamientos se habían producido en las últimas semanas, sólo el que había tenido lugar en las puertas de la ciudad había resultado favorable a los españoles. Fracasados los intentos de vencerlos en campo abierto, Palafox confiaba en detener a los imperiales ante los muros de Zaragoza. El general sabía que cada zaragozano sería un soldado, y que nadie se rendiría sin sacrificar antes todo cuanto tuviera dentro.

Las grandes batallas en espacios abiertos favorecen la huida de los soldados cuyo ejército es batido en el primer envite. Como apasionado estudioso de la historia, eso lo sabía bien Napoleón, de ahí el interés del emperador en lograr un gran impacto destructor con la primera carga, a fin de debilitar la moral del enemigo. Pero ante los muros de una ciudad, esa táctica no servía, de modo que la única manera de quebrantar la moral de sus defensores era bombardeando sin cesar las casas, para causar grandes daños y hacer cundir así el desánimo entre los defensores.

Encerrado el ejército de Palafox en Zaragoza, los franceses se desplegaron al sur de la ciudad, en un amplio arco que cubría todos los barrios de la orilla derecha del Ebro. En esta segunda ocasión, el experimentado mariscal Verdier no iba a repetir el tremendo error estratégico de Lefévbre. Escarmentado en cabeza ajena, Verdier no subestimó en principio la capacidad de defensa de los zaragozanos y ordenó a todos los coroneles de cada uno de los regimientos que mantuvieran una situación de permanente alerta y que en ningún caso llevaran a cabo ninguna acción sin antes contar con su aprobación.

—No quiero ninguna sorpresa, caballeros. En el primer ataque contra Zaragoza cometimos el error de subestimar a esa gente. Es cierto que los hemos vencido en todas las batallas libradas en campo abierto, pero derrotar a los defensores de una ciudad es mucho más difícil. Cada hombre, cada mujer incluso, lucha por su casa, por su vida, por sus hijos, por todo cuanto tiene. De una ciudad sitiada no se puede escapar corriendo, como en una batalla convencional, de ahí que cada puesto de combate se defienda con una fiereza inusitada.

»Comenzaremos con un ataque masivo de la artillería. Tenemos cañones y morteros suficientes como para someter a esa ciudad a un bombardeo permanente durante días. Se trata de destruir sus defensas, pero sobre todo de minar su moral y su capacidad de resistencia.

Mientras Verdier se dirigía a sus generales, en Zaragoza se oyó una enorme explosión. Rápidamente, todos los jefes del alto mando francés salieron fuera de la tienda y observaron a lo lejos una gigantesca columna de polvo y humo que se alzaba desde el interior de Zaragoza en medio de numerosas y terribles detonaciones.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha ordenado disparar? —demandó furioso el mariscal.

—Esas explosiones no proceden de nuestras baterías, excelencia. Nada tenemos que ver con ello —repuso de inmediato el oficial de guardia.

En efecto, la serie de deflagraciones que se sucedían en el barrio zaragozano de la Magdalena se debían a un terrible descuido. A fin de acercar las municiones a las baterías instaladas sobre los muros protectores de la ciudad, Palafox había ordenado el traslado del polvorín situado en el seminario, en la calle del Coso Bajo, al convento de San Agustín, cuyas paredes lindaban con los muros medievales y donde se había dispuesto uno de los principales bastiones para la defensa. Uno de los soldados que participaban en el acarreo de las municiones se encendió un cigarro mientras descansaba unos minutos. Durante unos instantes, dejó el cigarro encendido en el suelo para beber agua de un botijo. Y en ese preciso momento, una racha de viento arrastró el cigarro hasta uno de los carros cargados con la pólvora. Aquel día de fines de junio era terriblemente caluroso y el aire era tan seco que había borrado cualquier resto de humedad. Unos sacos de paja colocados junto a los barriles de pólvora para amortiguar el traqueteo de los carros prendieron de inmediato con la brasa del cigarro, avivada por el cálido viento del sureste, y comenzó una serie de explosiones en cadena a las que siguieron varios incendios y nuevos estallidos.

En cuanto se enteró de lo que sucedía, Palafox corrió hacia el polvorín, pero sólo llegó a observar cómo la mayoría de las municiones se había volatilizado y numerosas casas arruinadas ardían en medio de un caos de humo y polvo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el capitán general de Aragón.

—Lo siento, excelencia, uno de los hombres que trabajaban en el traslado de la munición cometió el error de encender un cigarro… —un capitán le relató lo sucedido.

—Tráiganlo ante mí de inmediato —ordenó Palafox.

—Me temo que es imposible, mi general. Ese desdichado voló por los aires al intentar apagar el fuego que él mismo había originado.

—¿Está usted al mando de esta operación, capitán?

—Sí, mi general.

—Pues preséntese dentro de una hora en mi despacho de Capitanía. Pero ahora ayude a apagar ese fuego, ¡vamos!

El capitán saludó con marcialidad y cierto temor, y se alejó raudo hacia las casas que ardían.

—Esos hombres no están preparados para este trabajo, mi general —comentó Faria, que se había trasladado junto a Palafox al lugar de las explosiones.

—Lo sé, Francisco, lo sé, pero no tenemos otros, ni tiempo siquiera para adiestrar a éstos.

—Va a ser imposible detener a los franceses.

—Lo intentaremos con todas nuestras fuerzas, aunque me temo…

Las palabras de Palafox fueron interrumpidas por una enorme deflagración que obligó a todos los presentes a tumbarse o a buscar refugio en algún lugar cercano.

Acababa de estallar el ala del seminario donde se almacenaban las municiones que no se habían podido rescatar. Se habían perdido en el incendio treinta mil libras de pólvora.

Una vez disipado el humo, Palafox añadió:

—A partir de ahora, fabricaremos la pólvora día a día. Es peligroso tener almacenada tanta munición. Ojalá no echemos de menos esa pólvora más adelante.

En cuanto Verdier supo con certeza lo que había pasado, cambió sus planes y ordenó el bombardeo inmediato, previo al asalto, de Zaragoza. A primera hora del día siguiente a la pérdida del polvorín del seminario de la Magdalena, las baterías francesas ubicadas en las alturas de los cerros del sur, donde había emplazados treinta cañones, cuatro morteros y doce obuses, empezaron a vomitar fuego con una violencia inusitada para preparar el asalto de la infantería.

A pesar de que el mariscal había planeado otra estrategia, creyó que el desastre del seminario habría despistado la atención de los defensores de la zona norte, y tras el intenso bombardeo ordenó a varios regimientos de infantería que se lanzaran al asalto.

Sin embargo, la noche anterior, Palafox, suponiendo que los franceses aprovecharían el desconcierto para organizar un ataque, había ordenado reforzar la defensa de esa zona. Para avisar de inmediato de los movimientos enemigos, había dispuesto un sistema de alarma mediante el toque de campanas. Desde lo alto de la llamada Torre Nueva, un campanario exento de ladrillo ubicado en el centro de la ciudad, unos vigías provistos de catalejos y en turnos permanentes de guardia avisaban con toque de campana de cualquier movimiento que observaran en las filas enemigas.

Los primeros ataques se dirigieron a las puertas del Carmen y de Santa Engracia y al cuartel de la Aljafería, pero fueron rechazados y cosecharon enormes pérdidas; en la zona de Torrero, algo alejada de la ciudad, los infantes franceses consiguieron avanzar y consolidar nuevas posiciones.

En plena refriega, un rayo de esperanza iluminó a los defensores. Por el camino de Barcelona, libre de presencia francesa, aparecieron varios batallones de voluntarios reclutados en Lérida y en Monzón. No eran demasiados hombres y tampoco estaban bien adiestrados, pero su llegada supuso una ración adicional de ánimo y de alegría para los sitiados.

Faria y Morales salieron de Capitanía al frente de las tropas de refresco y corrieron hacia la puerta del Carmen, donde se estaban librando algunos combates. El coronel de la guardia de corps observó que las calles estaban llenas de socavones producidos por las bombas francesas. Donde habían caído los proyectiles, el empedrado había desaparecido porque se había convertido en metralla añadida a la de las bombas. Varios muertos y heridos jalonaban la calle, muchos de ellos alcanzados por las piedras reventadas del suelo.

—Fíjese, Isidro, los guijarros del pavimento han causado más estragos que las mismas bombas. Observe que cuando un proyectil impacta en una casa, los daños no son muy importantes, pero cuando lo hace sobre el suelo empedrado, cada fragmento de piedra se convierte a su vez en un proyectil de efectos devastadores.

—Tiene usted razón, coronel. ¡Mire allí! —le indicó el sargento Morales.

Un magnífico edificio de ladrillo se mantenía en pie orgulloso y altivo en medio de dos calles cuyos pavimentos estaban reventados. La fachada del palacio renacentista había sufrido abundantes impactos, pero sus paredes resistían perfectamente y, aunque mostraba numerosos desperfectos, los efectos más graves de las explosiones se habían producido con los cascotes de las piedras de la calzada.

—Le diré al general Palafox que ordene levantar los pavimentos de piedra, los materiales nos servirán para construir trincheras y barricadas —dijo Faria.

Cuando llegaron a la puerta del Carmen, el tiroteo entre los dos bandos se había reducido a un intercambio de disparos de francotiradores. Los franceses se habían retirado hacia Casablanca y Torrero, dejando algunos muertos en el frustrado intento de ocupar la ciudad. Los recién llegados de Monzón y Lérida creyeron que era su presencia la que había espantado a los franceses, y gritaron como si acabaran de ganar la guerra.

• • •

Pese a su veteranía y experiencia, el mariscal Verdier estaba totalmente desconcertado. Desdeñando su plan inicial y el antecedente del fracaso de Lefévbre, había lanzado un ataque sorpresa al observar el estallido del polvorín del seminario. Al inspeccionar las defensas de Zaragoza, había advertido que no se trataba de una ciudad bien amurallada, por lo que no había calculado semejante tenacidad en la resistencia por parte de sus defensores.

—Las verdaderas murallas de Zaragoza son sus hombres y sus mujeres —dijo a sus generales.

Tan sólo dos días después de ser rechazado su ataque, Verdier recibió un refuerzo de varios cañones de artillería pesada. Los espías y observadores destacados por Palafox se asombraron al contemplar con sus catalejos el gran tamaño y el calibre de los cañones que, tirados por varias recuas de mulas, llegaron desde Pamplona por el camino del Ebro. Con los cañones de grueso calibre vino también una orden directa de Napoleón: Zaragoza debía ser conquistada a cualquier precio.

Palafox había realizado una salida con el batallón de voluntarios de Aragón para intentar batir la retaguardia francesa y cortar las líneas de suministros que llegaban desde Pamplona, pero fue derrotado en el barranco de Osera, y tuvo que replegarse a toda prisa hasta Zaragoza.

En la madrugada del primer día de julio, las nuevas baterías francesas recién instaladas en los altos de Torrero comenzaron a lanzar una densa lluvia de fuego, hierro y metralla sobre Zaragoza. Treinta cañones de gran calibre, cuatro enormes morteros y doce grandes obuses arrojaron durante veintisiete horas seguidas más de mil doscientos proyectiles. Muchos de ellos apuntaron al cuartel de la Aljafería, cuya posición avanzada había sido considerada por Verdier como un puntal clave para la defensa de la ciudad. Si caía la Aljafería y se lograba establecer allí una cabeza de puente, la toma del resto de las posiciones fortificadas sería mucho más fácil.

El cuartel de la Aljafería, el viejo alcázar de los reyes musulmanes de Zaragoza y de los reyes de Aragón, estaba protegido por un amplio foso que dificultaba enormemente un intento de asalto mediante el uso de la infantería. Pero, pese a ello, por la noche se habían desplegado cinco columnas de infantería con la idea de asaltarlo, confiando en que la guarnición estaría muy ocupada en protegerse del intenso fuego artillero a que estaba siendo sometida. El foso y el valor de los defensores fueron suficiente defensa, y los franceses se retiraron sin poder ocupar el antiguo castillo.

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