¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXVIII

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Capítulo XXXVIII

La mañana era fresca y soleada. Un ligero viento del norte barría las huertas deshechas y los campos desnudos que otrora fueran hermosos olivares. Lannes había ordenado que, cumpliendo la voluntad de Napoleón, los presos capturados en Zaragoza fueran conducidos a Francia.

El comandante Bertrand había comprobado personalmente que entre ellos estaba el coronel Faria. Para el traslado de los prisioneros se había elaborado una compleja hoja de ruta. Viajarían por tierra, a pie, desde Zaragoza hasta Pamplona y de allí se dirigirían hacia Francia por Irún. El camino por los Pirineos aragoneses era más corto, pero a comienzos de marzo los puertos del Pirineo central estaban todavía cubiertos de abundante nieve y los franceses no estaban seguros de controlar esas rutas.

Lannes había calculado que, en las lamentables condiciones en las que se encontraban los prisioneros, morirían no menos de trescientos a cuatrocientos cada día de viaje, y comoquiera que tardarían entre diez y quince en llegar a sus destinos en Francia, un tercio al menos de ellos fallecería por el camino.

Los presos fueron atados en cuerdas unos a otros en grupos de veinte, de manera que si alguno caía al suelo por desvanecimiento, cansancio o muerte, sus compañeros deberían cargar con su cuerpo o bien arrastrarlo hasta que el oficial de turno francés ordenara detenerse para sacar a la víctima de su cuerda y arrojarla a un lado del camino.

Faria aún sentía un intenso dolor por tantos golpes recibidos. Durante los días que había permanecido encerrado en el recinto de las Eras del Rey, había seguido el consejo del cirujano que le colocó las costillas rotas en su sitio y apenas se había movido. Cuando lo ataron al grupo de presos sintió un terrible y doloroso pinchazo en el costado derecho, pero aguantó el dolor sin pestañear. Al ponerse en marcha, la cuerda a la que estaba amarrado se tensó sobre su cintura y le causó una sensación de vómito que pudo soportar porque el desayuno que le habían proporcionado era tan escaso que su estómago estaba casi vacío.

Escoltados por varios regimientos de fusileros y seis escuadrones de caballería, las cuerdas de presos se pusieron en marcha. Miles de hombres cabizbajos arrastraban los pies por el camino polvoriento, mientras el silencio sólo era roto por el roce del viento en sus rostros y algunas voces de los guardianes franceses que repetían de una manera monocorde: «Allez, allez!».

En la primera jornada de camino recorrieron veinticinco kilómetros, justo la distancia de Zaragoza a la localidad de Alagón, donde el ejército francés había levantado un verdadero campamento estable. Ese primer día murieron más de trescientos presos; la mayoría de los cadáveres fueron arrojados al río o a las acequias, y sólo pudieron ser enterrados los fallecidos en el momento de descanso que se concedió a mitad de camino. Fueron los propios presos quienes cavaron con sus manos, en la tierra yesosa del valle, fosas superficiales en las que depositaron los cuerpos cubiertos por unos pocos puñados de polvo.

Poco antes de llegar a Alagón, al atardecer, unos cuantos presos se amotinaron y comenzaron a protestar por el trato bárbaro que les estaban propinando sus guardianes franceses. El coronel que mandaba la fuerza de guardia ordenó que fueran fusilados de inmediato doscientos cincuenta hombres, y aseguró que si se volvía a producir algo semejante no dudaría en arrojar a todos al río Ebro atados unos a otros de pies y manos.

Ya en Alagón Faria vio a lo lejos a Agustina Zaragoza. La sargento de artillería estaba enferma de tifus y caminaba cansinamente con su hijo de unas pocas semanas en brazos.

En Alagón los presos fueron divididos en varios grupos. El de Faria partió hacia el norte por el camino de las Cinco Villas. Un correo francés había avisado que el paso de Roncesvalles, en el Pirineo navarro, estaba abierto, y por ello se decidió que unos dos mil presos pasaran a Francia por esa ruta, más dura en su trazado pero más corta que la de Irún.

Durante cuatro días caminaron hacia el norte, atravesando las Cinco Villas, hasta que ya en Navarra llegaron a Roncesvalles. Un comandante francés recordó, al comenzar el ascenso al puerto que desde la abadía de Roncesvalles conducía a Francia, que muchos siglos atrás la retaguardia del ejército del emperador Carlomagno había sido abatida en una emboscada al regreso de una frustrada expedición a Zaragoza. Se jactaba ante algunos oficiales españoles, entre los que se encontraba Francisco de Faria, de que lo que no había logrado Carlomagno, conquistar Zaragoza e incorporar todo el valle del Ebro al Imperio carolingio, lo había logrado Napoleón, del que aseguraba orgulloso que era el general más capaz y el monarca más grandioso de toda la historia de Europa.

Faria estaba sentado en un prado, al lado del camino, masticando un pedazo de pan duro y un poco de queso rancio que los guardias franceses habían repartido para comer ese día. A su lado, atado a la misma cuerda, se sentaba Miguel Salamero, que se había destacado en la defensa de Zaragoza en el segundo asedio.

—Coronel —le dijo a Faria en voz muy baja—, no voy a dejar que me lleven a Francia como un corderito sumiso. Voy a intentar huir esta misma noche. ¿Vendrá usted conmigo?

Faria miró a Salamero, dejó de masticar el pan y el queso y dijo:

—Por supuesto, pero me temo que es complicado. Estas cuerdas que nos tienen sujetos son muy gruesas y las revisan todos los días. ¿Cómo piensa escapar?

—Esta mañana, poco después de levantarnos para continuar el camino, un soldado francés estaba comiendo un pedazo de cecina. Lo cortaba con su navaja, que dejó a un lado cuando un sargento lo llamó a voz en grito. El soldado no volvió a por la navaja y yo pedí permiso para hacer de vientre. Aproveché un momento de despiste de mi guardián y logré esconder la navaja en mi bota. He caminado toda la jornada con ella bajo el pie y creo que me ha causado alguna llaga, pero ahí sigue. En cuanto oscurezca, la sacaré de mi bota y cortaré la cuerda; luego es cuestión de correr en la oscuridad hasta ocultarme en estas montañas boscosas. Eso no será difícil.

—Es un buen plan, amigo Salamero, pero dígame, ¿cómo va a sacar la navaja de su bota? Cada tarde, cuando nos detenemos para pernoctar, los franceses nos atan las manos con cordeles…

—Con sus dientes —le interrumpió Salamero.

—¿Cómo dice?

—Que espero que pueda roer el cordel hasta que lo rompa. Las cuerdas que nos atan unos a otros son demasiado gruesas como para cortarlas con los dientes, pero los cordeles con los que nos sujetan las muñecas, no.

»Si está de acuerdo conmigo, esta noche, cuando la oscuridad sea más profunda, empleará sus dientes para romper las ataduras de mis muñecas. Una vez con las manos libres, yo sacaré la navaja de mi bota y cortaré las sogas que nos atan a usted y a mí a los demás. El resto, ya lo sabe, a correr hacia el bosque y a escondernos.

—Lo haremos —asintió Faria.

• • •

Cayetana estaba desesperada. Ricardo Marín le acababa de comunicar en su habitación que, tras muchas indagaciones, había logrado averiguar que Francisco de Faria había sido trasladado a Francia con otros muchos presos, y lo mismo le había ocurrido al sargento Morales. El general Palafox había sido trasladado a Francia como prisionero de Estado y se rumoreaba que sería recluido en algún castillo por una larguísima temporada, pues no en vano Napoleón lo consideraba uno de los principales responsables de sus problemas en España.

—He tenido que pagar una buena cantidad de reales de plata a un oficial francés. Se ha ofrecido a ayudarnos para intermediar por la liberación de Francisco. Ha venido conmigo. Está en el patio.

—¿Quién es? —preguntó Cayetana.

—Su grado es el de comandante. Dice que se llama Jean, Jean Bertrand.

—¿Cómo dice, Ricardo?

Cayetana apenas dio crédito al nombre que acababa de oír.

—¿Qué le ocurre, muchacha, se ha puesto lívida? ¿Acaso…? No, no puede ser, ese mismo Bertrand, ese canalla… Fue él, ¿verdad?, fue él quien la…

—Sí, creo que es el mismo que me… violó.

Cayetana estalló en sollozos, y Marín tuvo que sujetarla para evitar que se desplomara.

—Maldito canalla. Cuando pregunté por Francisco a un sargento de infantería, me indicó que acudiera al comandante Bertrand. El muy cabrón me dijo que lo conocía y que podía conseguir un salvoconducto para que regresara a Zaragoza. Me confesó que el coronel Faria le había dicho que su novia estaba en Zaragoza y que le había confiado un mensaje que sólo a ella debería comunicar. He sido un imbécil, he creído a ese canalla y lo he traído hasta aquí.

—No es culpa suya, Ricardo. Yo fui quien le insistí en que localizara a Francisco.

—No, Cayetana, he sido yo quien ha obrado como un principiante; me ha engañado como a un niño, pero ese hijo de puta va a llevarse una sorpresa con la que no contaba. Aguarde aquí y no salga de su habitación hasta que yo vuelva.

Bertrand esperaba en el zaguán a que regresara Marín, que le había dicho que iba a buscar a Cayetana. Disimulando su ira, Ricardo Marín sonrió a Bertrand y le invitó a pasar a la cocina.

—Sígame, comandante. Cayetana ha salido a hacer un recado, pero volverá enseguida.

Marín le ofreció una silla y el francés se sentó relajado.

—¿Desea un poco de vino? Gracias a que ha finalizado esta batalla, ya disponemos de vino y alimentos en Zaragoza. Es un vino catalán, dulce y espeso, le gustará.

—No será como un burdeos, pero vaya ese vino, amigo —dijo Bertrand en su mal español.

Marín fue a la bodega y llenó una jarra de barro de un vino negro, denso como la miel. Al pasar cerca de los fogones, cogió un cuchillo y lo guardó en su espalda, colocando la hoja dentro de la faja y cubriendo el mango con el chaleco.

El mesonero sirvió a Bertrand el vino, vertiéndolo lentamente desde la jarra a un vaso de vidrio verdoso.

—Salud —dijo Marín.

Bertrand cogió el vaso, olió el vino y lo llevó a sus labios inclinando lentamente la cabeza hacia atrás mientras bebía. El comandante francés dejó al descubierto todo su cuello mientras apuraba un trago. Marín actuó deprisa y con sigilo. Cogió el cuchillo de su espalda con la mano derecha a la vez que con la izquierda sujetó por el pecho a Bertrand y con un rápido y certero tajo rebanó el gaznate del gabacho.

Un fluido oscuro y viscoso, mezcla de sangre y vino, brotó de la garganta del comandante, empapando la mesa de la cocina, mientras se desplomaba cayendo a un lado de la silla como un pelele inerte y roto.

Marín fue a por una talega, un saco grande y muy largo, y metió dentro a Bertrand. Gracias a su corpulencia, lo cargó con facilidad al hombro y lo bajó a la bodega. En cuanto se hiciera de noche, lo llevaría al río Ebro y lo arrojaría a las aguas. Nadie sabría qué le había pasado a aquel tipejo.

Luego limpió la sangre de la mesa y del suelo de la cocina con varios cubos de agua que sacó del pozo del patio, y cuando dejó todo como estaba antes de liquidar a Bertrand, subió a la habitación de Cayetana.

—Bien, ese gabacho ya no la molestará más, señorita.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada que no debiera ocurrir. Un canalla menos no es sino una buena noticia.

—¿Lo ha…, lo ha matado? —le preguntó Cayetana balbuceando.

—Lo he ajusticiado. Así es como lo llamamos aquí.

—¡Dios Santo, Ricardo, pero qué ha hecho!

—No se preocupe. Nadie nos ha visto. El río dará buena cuenta de su cadáver. Tal vez lo echen en falta, pero seguro que nadie lo añorará.

—Pero, Ricardo, Bertrand es…, era un comandante del ejército imperial. Investigarán qué le ha pasado, dónde está, registrarán todas las casas, interrogarán a todo el mundo, torturarán si es preciso… Tomarán represalias…

—Bueno, se me ocurre algo para evitarlo. Ese hombre era un cobarde y sus compañeros de armas debían saberlo… Haremos que parezca una deserción —dijo Marín.

—No será fácil.

—Los desertores abundan en estos tiempos. Deje eso de mi cuenta.

• • •

En el puerto de Ibañeta, aguas arriba de Roncesvalles, las sombras de la tarde comenzaban a apoderarse de las laderas de las montañas. El oficial francés que dirigía la cuerda de presos en la que iban Faria y Salamero ordenó que se detuvieran. Al lado del camino, junto a un prado, unas arrumbadas paredes de piedra indicaban los restos de lo que antaño fuera una posada refugio de comerciantes y peregrinos.

Pasarían la noche ahí. Los presos fueron agrupados junto a las paredes y, en cuanto se colocaron en filas, los guardianes repartieron unas hogazas de pan, queso y unas tiras de tocino seco y rancio. Una vez hubieron comido, les ataron las manos a la espalda con cordeles.

En una de la carretas había varios cadáveres de presos muertos en el camino desde Roncesvalles, que algunos de sus compañeros enterraron junto a los muros derruidos.

Varias hogueras distribuidas en forma de semicírculo iluminaban a los dos centenares de prisioneros, atados en varios grupos en cordadas de veinte.

Cuando la mayoría de los presos dormitaba, Salamero indicó con un gesto a Faria que era el momento de intentar la fuga. El coronel de la guardia de corps se situó con sumo cuidado detrás de Salamero y comenzó a roer el cordel que ataba con fuerza sus muñecas. Tras un buen rato mordisqueando, Faria sintió en su boca el sabor a la vez dulce y salado de la sangre de su compañero, que estaba sangrando a causa del roce que le causaban los dientes de Faria y la presión del cordel. Pero al fin, el cordel cedió y las manos de Salamero quedaron libres. Con una cuidadosa lentitud, sacó la navaja de su bota y comenzó a cortar la soga que lo ataba a los demás presos. Uno de los que estaban a su lado despertó, y al ver lo que estaba ocurriendo dibujó un gesto de sorpresa. Salamero se llevó el dedo a los labios y le indicó silencio. El hombre asintió con un leve movimiento de cabeza.

En un momento, Salamero cortó el cordel de las muñecas de Faria y la cuerda que lo unía a los demás presos. El coronel señaló con un leve movimiento de la mano la dirección hacia la que era más oportuno correr. Desde el lugar donde se encontraban recostados hasta los árboles más cercanos había unos cien pasos de un prado abierto e iluminado por el fuego de las hogueras. Junto a una de las fogatas había tres soldados de guardia que hablaban entre ellos de manera relajada. A unos veinte pasos a la derecha había otra pareja de guardias y tres más a la izquierda; todos tenían sus fusiles al hombro.

—Listo —bisbiseó Faria.

—Listo —respondió Salamero.

—¡Ahora! —dijo Faria.

Los dos presos se levantaron como impulsados por un resorte y corrieron con todas sus fuerzas hacia el bosque. Los dos guardias de la derecha se dieron cuenta de la huida justo cuando pasaban a unos pasos a su lado.

Uno de ellos gritó «Halte, halte!», y descolgándose el fusil del hombro disparó sin acierto sobre los prófugos. Sus compañeros de guardia hicieron lo propio, pero las sombras que proyectaban las hogueras hacían difícil ajustar el blanco; los dos fugados siguieron corriendo hasta que lograron alcanzar la primera línea de árboles del bosque.

Los disparos y los gritos de los guardias despertaron a prisioneros españoles y soldados franceses, todos sumidos en una terrible confusión.

—Eran dos, dos, han huido por allí, por allí —dijo uno de los guardias, señalando el bosque.

—Vamos a por ellos, no pueden ir muy lejos.

El capitán de la compañía ordenó a varios de sus hombres que cogieran unas antorchas, las cebaran en la hogueras y persiguieran a los escapados. Veinte soldados franceses penetraron en el bosque, pero nada pudieron hacer en medio de aquella tupida maleza; sus fusiles, los gorros de reglamento y los correajes se enredaban en el follaje y les impedían avanzar con rapidez. La luz de las antorchas no hacía sino confundir las sombras. Faria y Salamero se habían esfumado.

• • •

La talega cayó al río, que bajaba crecido a causa de las últimas lluvias del invierno. Ricardo Marín había salido de la posada con una carreta llena de sacos y cajas entre las que estaba la talega con el cadáver de Bertrand. La arrojó desde lo alto del Puente de Piedra, poco antes de llegar al puesto de guardia que los franceses habían colocado en la salida del Arrabal. Los guardias lo detuvieron y le preguntaron adónde iba a esas horas. El mesonero contestó que necesitaba comprar harina, vino y aceite para su posada. Tras revisar la carreta con sumo detalle, los guardias le dejaron salir de la ciudad.

Regresó a mediodía, con algunos sacos de harina, unas garrafas de aceite y varios odres de vino que había comprado en San Juan de Mozarrifar. Cayetana lo esperaba en la posada.

—¿Ha ido todo bien? —le preguntó.

—Ningún problema. Ha sido demasiado fácil.

—No puedo olvidar…

—No piense más en ello, Cayetana. Ese gabacho era un miserable que no merecía vivir.

—Usted ha arriesgado su vida y ha matado a un hombre por mí…

—Era un acto de justicia, señorita. Y bien, ¿ha pensado qué va a hacer ahora?

—Iré a buscar a Francisco.

—No creo que sea ésa una buena idea. Puede permanecer aquí el tiempo que desee. Esta ciudad ha quedado deshecha y harán falta varios años para que recupere algo de lo que fue antes de los dos asedios franceses. Hay mucho trabajo que hacer. Y además, si Francisco consigue escapar o es liberado, vendrá a buscarla a Zaragoza.

—No tengo con qué pagarle.

—Puede trabajar en la fonda. En una ocasión me dijo que en Francia sirvió en una posada; bien, aquí podría hacer lo mismo, trabajo es precisamente lo que no faltará en los próximos años.

—Es usted una buena persona.

—Entonces, ¿acepta?

—Sí, claro, no tengo otro sitio adonde ir. Y no hay mejor lugar que éste para esperar a Francisco.

—Él vendrá a buscarla aquí. Ya lo verá.

• • •

Faria y Salamero habían logrado escapar de la cuerda de presos en el puerto de Ibañeta, pero en la huida en medio de la noche y de la espesura del bosque se habían separado para no volver a encontrarse. El conde de Castuera había corrido durante más de dos horas a través del bosque, sintiendo un tremendo dolor en sus costillas. Agotado, se había ocultado en una grieta rocosa y se había tapado con unas ramas para evitar ser localizado por sus perseguidores.

Sin embargo, los franceses habían renunciado enseguida a la persecución. El jefe de la escolta había considerado que dos presos no eran nada relevantes y capturarlos podría distraer a parte de sus efectivos y retrasar su marcha hacia el norte. Con el camino sembrado de tantos cadáveres, dos prisioneros más o dos menos no era nada importante. Pero antes de continuar la marcha hacia Francia, ordenó fusilar a diez cautivos; a los demás les dijo que si alguien procuraba de nuevo una fuga, fusilaría a cinco presos por cada uno que lo intentara.

El amanecer despertó a Faria acurrucado en la grieta rocosa. La mañana era fría y húmeda y en el bosque sólo se oían los trinos de los pájaros y el leve roce de las hojas y las ramas mecidas por el viento. Con sumo cuidado, salió del escondite rocoso en el que había pasado la noche y observó los alrededores intentando aguzar la vista y afinar el oído.

Observando la salida del sol, fijó la situación del este y decidió caminar hacia allí. Sabía que los franceses dominaban toda la zona occidental de Navarra, al menos hasta Roncesvalles, y que con semejante trajín de presos dirigiéndose a Francia habría muchas patrullas destacadas en esa zona. Si quería ocultarse y alejarse del peligro, no le quedaba más remedio que marchar hacia el este, hacia Aragón, y buscar refugio en un territorio al que los franceses todavía no hubieran llegado.

Durante cuatro días caminó hacia levante atravesando montañas, collados y valles. Se alimentó de raíces y de algunos frutos verdes que le causaron afecciones estomacales, y afortunadamente nunca le faltó el agua, que en esas montañas abundaba por todas partes.

Al atardecer del cuarto día desde que huyera de sus guardianes, llegó a una aldea en la que varias casas se amontonaban en la empinada ladera de una montaña que ocupaba el centro de un enorme calvero de un bosque de hayas y robles.

Se aproximó con precaución a través de una senda pedregosa por la que sólo podía pasar una persona o una acémila y, tras percibir que no había tropas francesas por los alrededores de la aldea, se acercó a las primeras casas.

Un aldeano salió de una paridera y al ver a Faria se mostró tan sorprendido como extrañado.

—Perdone, amigo. Me he perdido en estas montañas y ando desorientado. ¿Puede decirme dónde me encuentro?

El aldeano dudó ante Faria, que vestía su casaca azul de coronel aunque en tan penosas condiciones que parecía un pordiosero, pero enseguida dijo:

—Está usted en Aragón. Este pueblo se llama Zuriza; es el último pueblo del valle de Ansó. ¿Viene de Navarra o de Francia?

—Vengo de… Zaragoza. ¿Se ha enterado usted de lo que ha pasado allí?

—No, en los últimos cuatro meses no ha venido nadie por aquí. Hasta la semana pasada, la nieve cubría por completo los caminos. Eso ocurre todos los inviernos. Uno tras otro, aquí arriba quedamos aislados durante tres o cuatro meses del resto del valle.

—Entonces, ¿no sabe nada de la guerra?

—¿La guerra?, ¿qué guerra?

—La guerra contra Francia.

—¡Ah, sí!, algo oímos. Los vecinos de este valle tenemos buenas relaciones con los franceses del otro lado de la montaña. El verano pasado nos dijeron que su rey, al que llaman Napoleón, quería conquistar todo el mundo, pero que nosotros no nos preocupáramos, que ellos respetarían nuestros acuerdos centenarios de paz. Hace siglos que nuestros antepasados firmaron unos pactos de ayuda mutua en caso de guerra entre España y Francia, que siempre hemos respetado. No, aunque los dos países estén en guerra, eso no es cosa nuestra.

Faria le explicó al aldeano de Zuriza lo que había pasado en España en los últimos meses: la destructiva invasión francesa, la guerra despiadada, la renuncia de Carlos IV a la corona, la proclamación de Fernando VII y su posterior abdicación, la vergüenza de la entrevista de Bayona, la proclamación de José I como rey intruso, los dos asedios de Zaragoza, la destrucción de la ciudad por los franceses… Le confesó que era coronel de la guardia de corps y que había escapado cuando lo llevaban preso a Francia. No estaba en condiciones de decir otra cosa, y ocultó su condición de conde de Castuera.

—¿Tiene usted hambre? —le preguntó el aldeano.

—Como un lobo. Hace semanas que no como otra cosa que tocino rancio, pan duro, queso mohoso, sopas de ajo y agua de arroz, y en los últimos cuatro días sólo me he alimentado con algunas raíces y frutos verdes en mi marcha por estas montañas.

Además, creo que tengo dos costillas rotas.

—Venga conmigo. Mi mujer le preparará algo caliente.

—¿Es usted un patriota? —le preguntó Francisco de Faria.

—¿Qué importa eso ahora?

Aquella aldea le pareció a Faria el mismísimo Paraíso.

Unos cuantos kilómetros al sur, dos naciones y millones de hombres estaban librando una guerra cruel y sangrienta, pero allá arriba, en lo más alto de las montañas, el aire parecía impregnado de una paz eterna.

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