¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XIII

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Capítulo XIII

El mariscal Verdier estaba colérico por sus fracasos, y sus generales reclamaban un nuevo y más poderoso ataque. Sabían que el estallido del polvorín había causado algunas bajas y que los zaragozanos habían perdido muchas municiones, por lo que insistieron en un nuevo asalto.

—Esa gente no puede resistir mucho más a nuestros envites —les dijo—. Es imposible. Al amanecer lanzaremos cinco columnas sobre las cinco puertas del sector sur. Tiene que ser un golpe devastador, con toda nuestra fuerza de choque. No admitiré que nadie se retire. La orden del emperador es tajante: Zaragoza debe ser conquistada a cualquier precio.

—Esos españoles pelean como fieras, excelencia —apuntó uno de los generales.

—Pues hagámoslo nosotros también. La gloria y el honor de Francia están en nuestras manos. Muchos de nuestros soldados se han paseado triunfantes por los campos de Europa; una ciudad defendida por militares mal equipados y peor entrenados y por unos miles de paisanos inexpertos no puede detener al mejor ejército de mundo. El emperador espera de nosotros que le ofrezcamos esta victoria.

Al alba del día 2 de julio, cinco grandes columnas que se habían desplegado por la noche se lanzaron sobre las puertas de Zaragoza. Allí los esperaban, parapetados tras las trincheras y barricadas, los zaragozanos. Desde la Torre Nueva, los vigías destacados en lo más alto habían observado algunos movimientos del enemigo en medio de la oscuridad. Bajo la luz de las estrellas, habían podido advertir algunos reflejos de los brillantes entorchados de los oficiales franceses que avanzaban desde sus posiciones en la retaguardia hacia los muros y las tapias de Zaragoza.

Faria descansaba a ratos sobre un catre en una pequeña alcoba adyacente a su despacho de Capitanía. Cada cuarto de hora uno de los vigilantes destacados en la cercana Torre Nueva se acercaba hasta el antiguo palacio de los Luna para informar. El conde de Castuera había dado orden a sus ayudantes para que lo despertaran de inmediato si había novedades.

—¿Qué ha visto usted? —le preguntó al vigía que acababa de llegar con noticias alarmantes.

—Creo que los franceses se están moviendo, señor. Durante toda la noche hemos percibido entre las sombras reflejos plateados que se iban acercando a los muros. Creemos que los franceses están desplegándose para situarse lo más cerca posible de las murallas. Aprovechan la oscuridad de la noche para presentarse ante nuestras líneas.

—¡Sargento! —llamó Faria a Morales.

—¡Mi coronel! —se presentó de inmediato Morales.

—Traslade a los hombres de reserva la orden de que se apresuren a tomar posiciones en las puertas y muros del flanco sur. Si no me equivoco, los franceses lanzarán un ataque con las primeras luces del alba. Yo informaré al general.

Faria ordenó al teniente coronel ayudante de Palafox que despertara de inmediato al capitán general.

—He ordenado que acudan los hombres de reserva, excelencia.

—Bien hecho, Francisco.

—Permítame que vaya con mis hombres, señor.

—De acuerdo, coronel, pero tenga cuidado, lo necesito.

Faria ordenó a todos los hombres bajo su mando en Capitanía que cogieran fusiles y munición y que salieran hacia la puerta de El Portillo. Era una de las más cercanas a Capitanía y conocían bien el terreno, al haber luchado allí mismo el día que hirieron a María Agustín.

Faria avanzó por la calle hasta la plaza, frente a la fachada de la iglesia de Nuestra Señora, junto a cuyas paredes todavía se amontonaban algunos escombros. Era de noche, pero una tenue claridad comenzaba a tintar de un lila pálido el horizonte oriental.

Por algunas calles llegaron varios grupos de paisanos armados con sus propias escopetas de caza y con trabucos y fusiles de los que el ejército había repartido entre la población.

Faria preguntó por el oficial al mando en aquel sector.

—Supongo que ya le han informado de la situación, comandante.

—Sí, mi coronel. Estamos preparados para rechazar el ataque. He ordenado que todos los hombres en condiciones de empuñar un arma en este sector acudan a la defensa de la puerta. Hemos levantado barricadas a los lados y las mujeres están organizando el suministro de municiones y agua y cocinando.

—Bien, comandante. Yo voy hacia la puerta del Carmen. Esté preparado para repeler un asalto inminente, y suerte.

—Gracias, coronel.

Faria avanzó hacia la puerta del Carmen. Cuando estaba a medio camino, oyó los primeros cañonazos.

—¡Ya están ahí! —le dijo a Morales—. Vamos, sargento, corramos.

Los franceses habían desplegado sus baterías y estaban lanzando una serie de terribles descargas sobre las cinco puertas del flanco sur. Aunque la luz del alba ya le había ganado la partida a la oscuridad, los estallidos de la artillería francesa teñían el cielo de un anaranjado intenso que se mezclaba con nubes de humo y polvo negro y gris.

—¡Dios Santo! —exclamó Morales—, jamás había visto semejante potencia de fuego.

—Vamos, vamos —gritó Faria a sus hombres—. Hay que llegar cuanto antes.

En dos minutos el grupo de Faria se plantó en el interior de la puerta del Carmen, cuyos alrededores estaban siendo bombardeados con una violencia despiadada.

—Están preparando el asalto de su infantería. Quieren causarnos todo el daño posible y abrir brechas en los muros para facilitar su avance —dijo Faria—. Hay que resistir como sea; esta puerta es fundamental para la defensa de toda la ciudad.

—¡Coronel, coronel! —le gritó Morales, haciendo oír su vozarrón entre los estruendos de los cañonazos.

—¿Qué pasa, sargento?

—Un mensajero desde El Portillo. Dice que han caído casi todos los hombres, que la situación es crítica. Varios impactos han destruido nuestras baterías defensivas y no hay artilleros vivos para manejarlas.

—¿Quién sabe disparar un cañón? —preguntó Faria.

Cinco o seis de sus hombres levantaron el brazo.

—Yo no he disparado nunca, señor, pero sé cómo se carga —dijo un joven barbilampiño.

—Pues vamos.

Faria y varios de sus hombres corrieron de nuevo de regreso hacia El Portillo. Entre las casas estallaban los disparos que los franceses estaban dirigiendo hacia ese sector. De vez en cuando caían a su alrededor algunos cascotes provocados por el fuego de los morteros.

• • •

Los franceses habían logrado abrir una gran brecha en los muros de El Portillo. Toda la zona de la plaza, la iglesia de Nuestra Señora y la calleja de la puerta estaban llenas de escombros. Muchas casas tenían los tejados derruidos y algunas ardían en medio de una densa humareda gris.

Los disparos de los franceses habían logrado abatir las baterías que defendían ese sector. A unos cincuenta pasos de la puerta, un cañón se mantenía sobre su cureña, pero los hombres que servían esa batería habían caído al recibir el impacto directo de una granada.

Media docena de soldados yacían muertos o gravemente heridos alrededor del cañón. Sólo un cabo respiraba, cansinamente, sentado sobre el suelo y con la espalda apoyada en una de las ruedas de la batería. Sus ojos, apenas entreabiertos, miraban con espanto a un grupo de infantes franceses que se acercaba muy despacio hacia la brecha abierta en la muralla. El cañón estaba recién cargado con bala y metralla, con la mecha lista para ser encendida y apuntando hacia el boquete abierto en el muro, pero el cabo estaba muy malherido, sus piernas habían sido arrancadas de cuajo por la metralla y no tenía fuerza ni siquiera para alzar su brazo a causa de una profunda herida en el centro del pecho. En su mano derecha mantenía encendido el botafuego, pero no podía llegar hasta la piquera del cañón para cebarlo.

Los franceses seguían avanzando, cautelosos ante el silencio y la falta de respuesta desde el interior. Uno de sus oficiales gritó a sus hombres que tuvieran cuidado, pues aquella calma podía ser una trampa. El primero de ellos llegó ante la brecha del muro y se asomó con sigilo. Sus ojos contemplaron la desolación más absoluta y decenas de cadáveres y cuerpos mutilados desparramados por todas partes a causa de las descargas de la artillería.

El cabo mutilado intentó arrastrarse para disparar el cañón, pero sus brazos no tenían fuerza para soportar el peso de su tronco.

Ante la ausencia de defensores, unos veinte franceses se agolparon en la brecha y avanzaron agrupados hacia el interior de la ciudad.

Los pocos soldados españoles que quedaban con vida, todos ellos malheridos, comenzaron a bajar los brazos dando por hecho que los franceses habían ganado la batalla y que Zaragoza había sido vencida, pero en ese momento apareció una joven que portaba una cesta con comida.

Se llamaba Agustina Zaragoza y Doménech, había nacido en Barcelona y era la esposa del sargento segundo de artillería Juan Roca, que estaba destacado en Belchite. Agustina se había quedado en Zaragoza en casa de una hermana porque su marido confiaba en que allí estaría más segura. Ella jamás había disparado un cañón, pero sabía cómo hacerlo por la cantidad de veces que se lo había explicado su marido.

Agustina se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Al ver el cañón listo para disparar y al cabo mutilado con el botafuego en la mano pero incapacitado para aplicarlo a la mecha, dejó en el suelo la cesta con los víveres y corrió hacia la batería.

—Dispara, dispara… —balbució el cabo al ver acercarse a la joven.

Agustina pasó por encima de los cadáveres de los artilleros, se agachó, tomó el botafuego y miró hacia el frente. Los soldados franceses se encontraban a unos treinta pasos de distancia y se mostraban confiados, pues estaban convencidos de que nadie podría evitar su avance. Estaban seguros de que ya no quedaban defensores en condiciones de enfrentarse a ellos.

En medio del silencio y de la inminente derrota, atronó un cañón. Los primeros treinta soldados franceses fueron alcanzados de lleno. Los servidores de aquella batería la habían emplazado, poco antes de recibir el impacto de la granada, apuntando hacia la brecha que los franceses habían abierto en el muro y por donde el oficial que la mandaba había supuesto que se lanzarían al asalto, como así fue.

En cuanto se disipó el humo del cañonazo, una figura pequeña y frágil pareció emerger de entre los escombros. Agustina se mantenía en pie, rígida como una roca, con su mano como soldada al cañón que acababa de disparar.

En ese preciso momento apareció en la plaza de El Portillo el coronel Faria con una treintena de hombres.

—¿¡Pero de qué pasta están hechas las mujeres en esta tierra!? —exclamó asombrado el conde de Castuera.

—No lo sé, coronel, pero benditas sean —repuso Morales.

Agustina comenzó entonces a darse cuenta de lo que había hecho, y en un arranque de furia gritó:

—¡Ánimo artilleros, adelante, adelante, que aquí están vuestras mujeres para ocupar vuestros puestos cuando no podáis más!

Los heridos, que se habían dado por vencidos unos minutos antes, recobraron nuevos bríos. Muchos de ellos habían perdido algún miembro, pero todos se incorporaron como pudieron y comenzaron a disparar con cualquier arma que encontraban a su lado contra el boquete por donde habían entrado los infantes franceses. Los que venían tras la primera compañía de vanguardia y que ya no esperaban ninguna resistencia, se mostraron tan sorprendidos que, creyendo ser víctimas de un contraataque de los sitiados urdido tras una emboscada, vacilaron por unos instantes.

Faria corrió hacia otra de las baterías inutilizadas y con ayuda de varios hombres logró colocar el cañón sobre la cureña. Lo cargaron a toda prisa y dispararon una andanada sobre los asombrados atacantes, a la vez que otros disparaban de nuevo el cañón de Agustina, que se mantenía erguida como un icono de victoria junto a la batería. Los franceses, desconcertados por aquella inesperada reacción, huyeron por la brecha del muro y se retiraron hacia sus posiciones iniciales.

Palafox también se había dirigido hacia El Portillo en cuanto le dijeron que había en esa zona muchas dificultades. Cuando llegó, los victoriosos defensores de aquella puerta se agolpaban alrededor de Faria y de Agustina, que era vitoreada con emoción y orgullo por los supervivientes.

—Lo hemos conseguido. El enemigo ha sido rechazado en los cinco puntos en los que ha atacado. Le hemos causado más de quinientas bajas. Zaragoza continúa libre —proclamó Palafox.

—Y lo es gracias a mujeres como ésta —asentó Faria tras saludar al capitán general.

Faria relató la acción heroica de Agustina entre las aclamaciones de todos los presentes.

Palafox miró a su alrededor y vio a un sargento muerto junto a un cañón. Se acercó al cadáver, lo saludó marcialmente y dijo:

—A usted, sargento, ya no le hacen falta.

Cogió las jinetas de las hombreras del uniforme del sargento muerto y se las colocó a Agustina sobre los hombros, prendiéndolas de su blusa con unas horquillas.

—¿Qué hace usted, señor? —preguntó Agustina, sorprendida.

—Un acto de justicia, señora. Desde este momento, la condecoro con el título de artillera y le confiero el grado de sargento, con un salario de seis reales diarios.

—General, yo… —balbució la joven.

—Y además, podrá usted portar dos condecoraciones. Una con el título de «defensora de Zaragoza» y la otra con la recompensa del valor y patriotismo.

—No lo merezco, señor, sólo prendí la mecha de un cañón.

—Con una docena de personas como usted, los franceses ya estarían al otro lado de los Pirineos.

Agustina Zaragoza y Doménech tenía veintidós años. Uno de los presentes, que conocía a la heroína por ser amigo de su hermana, gritó:

—¡Viva Agustina! ¡Viva Aragón!

Desde ese día, a la barcelonesa Agustina Zaragoza y Doménech, nombrada sargento de artillería, todo el mundo comenzó a llamarla Agustina de Aragón.

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