¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo XVI

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Capítulo XVI

El mayor de los Bonaparte se consideraba el legítimo rey de España pues no en vano Carlos IV y Fernando VII habían renunciado a sus derechos a la corona en favor de Napoleón, y el emperador se los había transferido a partir de la legitimidad dinástica que encarnaban los Bonaparte. En cuanto José I se instaló en Madrid, fueron muchos los españoles llamados «afrancesados» que intentaron ayudar a la buena marcha de la nueva Administración. Relegados, cuando no perseguidos y encarcelados por la justicia de España, los afrancesados consideraban a la corrupta monarquía de los Borbones la principal fuente de los graves males que aquejaban a la nación y creían firmemente que el triunfo de las nuevas ideas revolucionarias procedentes de Francia era la única manera de superar el retraso secular del país.

La persecución contra los afrancesados y los librepensadores había llevado en los últimos años a muchos intelectuales de gran valía a la cárcel. El mismísimo Gaspar Melchor de Jovellanos, que fuera ministro de Gracia y Justicia, había sido encarcelado en Mallorca en 1801 y no fue liberado de su prisión hasta el comienzo de la primavera de 1808.

El hospital de Nuestra Señora rebosaba de heridos, la mayoría con graves quemaduras producto de los incendios que causaban las bombas francesas o con profundas heridas provocadas por la metralla de las explosiones.

Palafox hizo una visita al hospital ante la demanda que le hizo la madre María Ráfols, una monja que se había encargado de la organización de la enfermería del hospital al frente de la congregación de las Hermanas de Santa Ana, que ella misma había fundado cuatro años atrás.

—Fíjese en la cantidad de heridos, general, ya no caben más, pero todos los días se presentan nuevos ingresos —se lamentó la madre Ráfols.

En efecto, en el hospital de Nuestra Señora de Gracia se amontonaban centenares de heridos, la mayoría en un estado lamentable. Había muchos soldados mutilados a causa de los proyectiles de las baterías francesas, e incluso mujeres y niños alcanzados por la metralla o los cascotes que con cada bombardeo estallaban por todas partes.

En una improvisada sala, los cirujanos se afanaban en combatir a la muerte amputando brazos y piernas para evitar que la gangrena que afectaba a los miembros lesionados se extendiera por el resto del cuerpo hasta causar el fallecimiento del herido.

—¿Disponen de medicinas? —le preguntó Palafox.

—Hemos acabado con casi todas las reservas. Cuando los cirujanos se ven en la necesidad de amputar algún miembro, cosa que ocurre varias veces todos los días, no tienen otro remedio que darle al herido un trago de aguardiente y colocarle un pañuelo entre los dientes para que muerda con fuerza ante el dolor. Muchos no lo resisten y desfallecen, algunos incluso mueren.

Palafox se acercó a una de la camas, donde una mujer agonizaba.

—¿Quién es? —demandó.

—No lo sabemos, nadie lo sabe. Cayó herida hace tres días en la defensa del muro en el barrio de las Tenerías. La alcanzó la metralla mientras ayudaba a suministrar municiones a una batería. Hemos preguntado por ella, pero nadie la conoce —repuso la madre Ráfols.

—¿Y ella no ha dicho nada? —inquirió Palafox.

—Desde que ingresó en el hospital no ha podido articular una sola palabra. El cirujano que la atiende asegura que apenas le quedan dos o tres días de vida. Está muy débil y nada puede hacerse por ella, pero rezamos por su alma y la encomendamos a las manos de Dios.

Las salas del hospital eran un mar de lamentos. Hombres fornidos yacían postrados por la enfermedad y las heridas, arrumbados sobre las camas alineadas unas junto a otras cubriendo todo el espacio disponible. La mayoría tenía los ojos llorosos y la mirada perdida en el olvido.

—Es terrible —bisbisó Palafox.

—Y lo peor está por llegar —dijo la madre Ráfols.

—¿Lo peor? —se extrañó Palafox.

—Sí, general, las epidemias. Un herido no contagia a los demás sus heridas, pero los enfermos transmiten las enfermedades. Si los franceses acaban cerrando el asedio sobre Zaragoza, aumentará el número de afectados por enfermedades contagiosas, y entonces los enfermos serán miles. Las condiciones de la población son peores día a día, y si las cosas siguen por ese camino no tardará en aparecer la peste. Con una población tan debilitada, eso sería terrible.

—No podemos rendirnos —asentó Palafox, adelantándose a la madre Ráfols.

—Nosotras, las monjas de la Caridad de Santa Ana, no entramos en esas cuestiones de la política, general, nos limitamos a curar a los heridos y a consolar a los enfermos. La guerra es cosa suya.

Palafox miró a su alrededor y sólo vio enfermedad, muerte y desolación, y una inmensa tristeza.

—Ahí afuera miles de hombres y de mujeres están luchando por su independencia. Y en esa lucha muchos caerán, la vida es así, madre —sostuvo el capitán general de Aragón.

—La vida debería ser mucho más valiosa —asentó María Ráfols.

Palafox se cuadró ante la fundadora de las hermanas de Santa Ana y la saludó con marcialidad. Al abandonar el hospital, el general creyó que el olor a sangre y miseria habían salido con él, pero enseguida se apercibió de que toda la ciudad estaba impregnada de ese mismo hedor.

El día 26 de julio llegó a Madrid la noticia de la derrota de Dupont en Bailen. Los madrileños comenzaron a agruparse en corrillos en los jardines del salón del Buen Retino y en el paseo del Prado. Los rumores se extendían a una velocidad de vértigo y eran cambiantes. Unos decían que el general Castaños, tras aplastar a los gabachos en Bailen, había cruzado Despeñaperros y se dirigía hacia Madrid a toda prisa para liberar la capital del reino del dominio francés; otros aseguraban que un ejército inglés había desembarcado en Galicia y avanzaba hacia el centro de España para encontrarse con el ejército de Andalucía en el mismo Madrid. Algunos aseguraban que Napoleón había cruzado los Pirineos y que en dos o tres días se presentaría en la capital. Los rumores y los bulos corrían de boca en boca, alterándose en cada transmisión, de manera que la versión original, que nadie sabía de dónde había salido, acababa absolutamente alterada tras varias transmisiones, a cada cual más exagerada.

Algunos clérigos comenzaron a decir a sus feligreses madrileños durante las misas o en pequeños conciliábulos en las parroquias que la guerra contra el francés, que ya empezaba a llamarse como «de la Independencia», era una segunda Reconquista. Nobles y monjes, pero también burgueses liberales y elementos del pueblo llano, alentaban a los madrileños a luchar en esa nueva cruzada de España. Decían que mil años atrás los españoles habían peleado contra los moros para recuperar las tierras perdidas a manos de los infieles, y que ahora era preciso combatir al ateo y liberal francés para salvaguardar la independencia de la patria y la esencia católica de la nación española.

Los más exaltados apelaban a los sentimientos que, decían, siempre habían formado parte del ser español, tales como la defensa de la patria, el rey y la religión católica.

José I comenzó a mostrarse inquieto. El monarca nombrado por Napoleón recibía la información de los agentes franceses que habían logrado comunicar con los restos del ejército de Dupont que habían huido hacia el norte. Todas las informaciones coincidían en que lo de Bailen había sido un completo desastre y que al sur de Madrid no quedaba ningún contingente francés capaz de hacer frente al avance de las divisiones de Castaños.

El nerviosismo se contagió a todos los soldados y oficiales franceses destacados en Madrid conforme los rumores se extendían por todas partes. Algunos consejeros reales recomendaron a José Bonaparte que abandonara la ciudad y trasladara la Corte a una ciudad de la Meseta norte, tal vez a Valladolid o a Burgos, de manera que los españoles no pudieran cortar los pasos del Sistema Central a una posible retirada hacia Francia.

El rey José dudaba. Paseaba por los desiertos salones del Palacio Real y a través de las ventanas observaba el poblachón sucio y destartalado que se extendía entre los jardines del Moro y el parque del Redro. Añoraba París y los grandes bulevares que, diseñados por los arquitectos de su hermano, comenzaban a abrirse en el centro de la capital de Francia transformando el abigarrado caserío medieval en un nuevo espacio de amplias avenidas arboladas con anchas aceras para el paseo y la tertulia, y echaba de menos su ampuloso palacio de Nápoles, en el tiempo que fue soberano de ese reino, y el clima cálido y suave del Mediterráneo.

El sol meseteño y amarillo abrasaba las polvorientas calles de Madrid. Confuso y desasistido, José I había decidido abandonar la capital de su nuevo reino cuando apenas llevaba unas pocas semanas en el trono. El 30 de julio la calesa real partió a toda prisa camino del norte y al día siguiente las últimas tropas francesas, encabezadas por el mariscal Moncey, salían de la capital de España.

Las divisiones francesas replegadas desde el sur y el centro peninsular se agruparon en Miranda de Ebro, donde llegaron a concentrarse hasta sesenta mil soldados. Todo el plan que Napoleón había diseñado para España parecía venirse abajo. Los franceses se habían retirado a la línea del Ebro, la misma que Carlomagno imaginara como frontera sur de su imperio mil años atrás, Zaragoza resistía el asedio y a la vez estaba dando a toda Europa un ejemplo de tenacidad y de heroísmo contra el emperador, Madrid se había perdido y los ingleses comenzaban a amenazar desde las costas portuguesas en el Atlántico. Habían fracasado en el intento de control de los puertos de Barcelona, Cádiz y Lisboa, acción que Napoleón había considerado básica para dominar la Península y bloquear un posible intento de desembarco de los británicos. Y además, el efecto que esperaba Napoleón de que las tropas imperiales fueran acogidas por la población hispana como fuerzas de liberación de su corrupta e inútil monarquía y no de ocupación, no sólo no se había producido, sino que los españoles estaban empeñados en luchar con todas las armas a su alcance contra el ejército invasor.

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