¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XVII

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Capítulo XVII

En Zaragoza, el mariscal Verdier fue informado de la terrible situación que comenzaba a vivirse en el interior de la ciudad sitiada. Espías a su servicio le habían comunicado que el hospital de Gracia estaba a rebosar, que comenzaban a escasear alimentos y que la carencia de medicinas y de otros productos básicos estaba minando la capacidad de resistencia y la moral de los ciudadanos.

El terrible calor de aquellos días de mediados del verano de 1808 estaba contribuyendo a agravar todavía más los problemas de los sitiados, pues los pocos víveres de que disponían se pudrían enseguida o se estropeaban a causa de las elevadísimas temperaturas.

El propio Faria estaba comenzando a perder la esperanza de que aquella tenaz resistencia sirviera para algo más que para llenar en el futuro unas cuantas páginas gloriosas en los libros de historia, que contarían la heroica resistencia de unos miles de hombres y mujeres que con unos cuantos cañones habían soportado durante semanas y con un valor encomiable las embestidas del mejor ejército del mundo hasta la firma de una honrosa capitulación.

«A lo mejor las cosas tienen que suceder así», pensó Faria mientras contemplaba el paso veloz de una carreta que transportaba varios heridos al hospital.

Una tarde los bombardeos franceses se recrudecieron con una intensidad extraordinaria. Ya los bombardeos siguieron amagos de asalto por parte de la infantería francesa, cuyas vanguardias se adelantaban hasta cerca de los muros para disparar descargas de fusilería con el único objetivo de amedrentar a una población al borde de la desesperación.

Napoleón había ordenado de manera contundente que Zaragoza debía ser conquistada enseguida, y envió refuerzos al cerco de la ciudad. El día primero de agosto llegaron nuevos contingentes; se trataba de una brigada completa al mando del general Bazancourt. Con estos soldados de refuerzo eran ya quince mil los franceses que asediaban la capital de Aragón.

Pese al desánimo que cundió en el cuartel general cuando los espías informaron de la llegada de estos refuerzos, Palafox no desfalleció. Seguía dando instrucciones e intentando poner orden en la caótica organización para la defensa de la ciudad. Frente al uniformado y disciplinado ejército francés, los defensores de Zaragoza formaban un abigarrado grupo de gentes muy heterogéneas. En la defensa de un mismo tramo de muro podían verse juntos a soldados del ejército regular, con sus uniformes reglamentarios, mezclados con labradores, con sus calzas de lana, camisas de lino y chalecos negros; a comerciantes, con sus trajes de paño marrón o gris; a estudiantes, con sus chaquetas de corte recto; a empleados de talleres y boticas, con sus batas de algodón azules, e incluso a mujeres de variadas vestimentas y a clérigos y seminaristas tocados con bonetes y tricornios.

—¿Quiénes componen la brigada de refuerzo? —preguntó Palafox a uno de los espías.

—La mayoría son polacos de la legión del Vístula, mi general.

—¡Demonio de Bonaparte!, ha debido de reclutar a media Polonia —exclamó Palafox.

—Son muy buenos jinetes y tremendamente arrojados, pero no están tan bien preparados como los veteranos dragones de los regimientos franceses. Pero la peor noticia es que han traído algunas piezas de artillería.

—Eso sí es temible —terció Faria, que estaba despachando con el capitán general cuando entraron los espías.

—Ante sus cañones poco podemos hacer. Nuestros artilleros tienen menor preparación y mucho peor entrenamiento que los gabachos, y además disponemos de menos cañones y de inferior calibre. En la guerra moderna no se pueden ganar batallas sin la superioridad que otorga la artillería.

Faria estaba sorprendido. Palafox sabía, aunque no lo confesaba, que Zaragoza acabaría sucumbiendo ante el empuje de las divisiones francesas, pero aquel hombre tenaz y valiente seguía actuando como si la victoria francesa fuera algo imposible. El conde de Castuera no sabía si estaba en presencia de un héroe legendario o de un loco iluminado, de un convencido patriota capaz de defender su posición hasta las últimas consecuencias o de un obstinado orate empeñado en sacrificar a toda una ciudad y a decenas de miles de personas para alcanzar la gloria y el honor personales y unas cuantas páginas elogiosas en los libros de historia.

Todavía no se habían retirado los espías del despacho de Palafox cuando llegó, corriendo y alarmado, un correo; lo enviaba el oficial que mandaba la zona del frente sur. Los franceses, en un ataque relámpago y brutal en la zona del Huerva, habían ocupado el convento de San José, a la orilla de este pequeño afluente del Ebro aunque fuera de los muros medievales.

—Ni siquiera han esperado a que descansaran los polacos. En cuanto han llegado aquí, los han lanzado a la carga. Vamos a ver qué ha ocurrido.

Palafox y Faria salieron de Capitanía y cabalgaron hasta la puerta Quemada. Desde allí podía verse la nueva posición que habían ganado los franceses y cómo estaban desplegando varias piezas de artillería. Sobre las ruinas del convento de San José, al otro lado del río, ondeaba la bandera tricolor revolucionaria y varias baterías ya estaban emplazadas apuntando sus negras y amenazadoras bocas hacia Zaragoza.

—Nos atacaron de manera impetuosa, general —explicó el capitán al mando del sector—. Eran al menos mil hombres apoyados por un intenso fuego de artillería y tres regimientos de caballería ligera. Intentamos rechazarlos, pero el convento no reunía las condiciones adecuadas para defendernos de semejante carga. Si no hubiéramos retrocedido hasta el interior de la ciudad, nos hubieran matado a todos.

—Hizo usted lo correcto, capitán. Ha salvado la vida de muchos hombres. Le felicito, pero ni un paso más atrás. Los franceses no han de poner un solo pie dentro de la línea que trazan estos muros. ¿Entendido? —preguntó Palafox.

—Sí, mi general, jamás pasarán por aquí. No mientras quede uno solo de nosotros con vida.

—Creo que están a punto de lanzar el ataque decisivo —comentó Palafox a Faria.

—¿De inmediato? —preguntó el conde de Castuera.

—Esa posición les garantiza el control de la puerta Quemada y de todo el sector del Huerva. Desde allí pueden barrer nuestras posiciones con cierta comodidad para su artillería y tienen bloqueados los accesos. Tal vez se produzca el ataque final esta misma noche. Ordene que todos los hombres disponibles, estén alerta.

Aquella noche nadie durmió. Los defensores fueron ocupando sus puestos en las posiciones de defensa que cada capitán de cada sector les había asignado.

A medianoche ciertos presagios parecían anunciar un ataque inmediato. La ciudad estaba en calma, como aguardando que algo extraordinario y terrible sucediera. El sol se había puesto redondo y rojo bajo una banda de nubes violetas y el cielo se había teñido de un color parecido al de la sangre recién derramada.

Tras unas horas de tensa calma y espera, sobre las cuatro de la madrugada, tronó el primer cañón, e inmediatamente después treinta y ocho piezas de artillería vomitaron fuego y horror sobre Zaragoza.

Palafox, que dormitaba apoyado sobre la mesa de trabajo de Capitanía, se despertó con la contundencia de las primeras explosiones.

—¡Grandísimos hijos de puta —oyó gritar a Faria en el pasillo—, están bombardeando el hospital de Gracia!

Palafox salió a la puerta de su despacho y, entre la tenue luz de las lámparas de noche, vio a Faria colgándose del hombro una bolsa repleta de munición. El coronel de la guardia de corps portaba en su mano izquierda un fusil y al cinto su sable reglamentario.

—¡Están disparando contra el hospital de Nuestra Señora de Gracia! —bramó colérico Faria al ver al capitán general—. Voy a por ellos.

—¿Está usted loco, coronel?

—Por supuesto, mi general, loco de ira y de rabia. El vigía de guardia de la Torre Nueva acaba de informar que el fuego de la artillería francesa desplegada en el convento de San José se estaba concentrando en el hospital. Voy a reclutar a todos los hombres que pueda y vamos a cargar contra esos malditos artilleros gabachos.

—Cálmese, coronel.

—No, señor.

—¿Cómo dice? —le preguntó extrañado Palafox ante la negativa del coronel.

—Que no quiero calmarme, mi general. ¡Esos cobardes…!

—No se lo pido, coronel, se lo ordeno. ¿No se da cuenta de que una reacción irreflexiva como la suya es lo que pretenden los franceses? Aguardan de nuestra indignación que salgamos como posesos a campo abierto y así batirnos con toda facilidad. ¿Cuántos pasos cree que podría dar antes de que lo abatieran las baterías francesas, si se lanzara hacia ellas desde la ciudad: veinte, treinta tal vez? Moriría de inmediato, y con usted todos los hombres que secundaran su descabellada acción.

»Reflexione como un soldado, coronel, y no como un alocado imbécil.

Faria se calmó y bajó los brazos.

—Tiene usted razón, general, le presento mis excusas —dijo Faria.

—Vayamos al hospital y veamos qué podemos hacer.

• • •

Cuando Palafox y Faria llegaron ante el hospital de Nuestra Señora de Gracia, las escenas que presenciaron fueron horribles. La oscuridad de la noche había desaparecido iluminada por la luz de las llamas de los incendios que devoraban los tejados del hospital y de otros edificios cercanos. Algunos soldados, centenares de paisanos y varias monjas se afanaban en desalojar a los heridos y enfermos. En medio de aquel caos, destacaba una figura menuda pero vigorosa vestida con los hábitos de Santa Ana: era la madre María Ráfols.

—¡Madre, madre! —gritó Palafox al verla.

—¡General!, gracias por estar aquí —exclamó la monja.

—¿Ha habido muchas bajas?

—Algunos muertos, señor, pero hemos conseguido evacuar a muchos enfermos y heridos. Son más de dos mil. Los estamos ubicando en otros edificios de la ciudad, en las casas del Concejo, en la Lonja, y en iglesias, conventos y casas particulares. Hasta ahora ningún vecino se ha negado a colaborar.

—Ordenaré fusilar al que rehúse hacerlo.

En el interior del hospital el fuego se extendía con rapidez.

—Todavía quedan algunas personas dentro. ¿Pueden ustedes ayudarnos?

Palafox y Faria dieron una orden a los soldados que los habían acompañado desde Capitanía y penetraron en el hospital, cuyos tejados seguían recibiendo intermitentes impactos de fuego de mortero y sus paredes cañonazos directos.

—Vamos, vamos, deprisa, saquemos a los que faltan cuanto antes. Los tejados pueden venirse abajo en cualquier momento —gritó Faria.

Una enorme bola de piedra, de un peso superior al de dos hombres, atravesó el techo de la planta baja y cayó cerca de los pies de Faria.

—Esa iba para usted, coronel; un recuerdo de Napoleón —le dijo Palafox, mientras evacuaba en una camilla a un hombre al que le faltaban las dos piernas.

En el horizonte comenzaba a clarear el alba. Un soldado apareció corriendo preguntando por el capitán general.

—¿Qué ocurre ahora? —replicó éste.

—El convento de Capuchinos, mi general, ha caído el convento de Capuchinos. Los franceses han instalado allí varias baterías y están bombardeando la puerta del Carmen. Desde esa posición pueden alcanzar el edificio de Capitanía y el convento de San Francisco.

El antiguo convento de Capuchinos estaba situado a ciento veinte pasos al exterior de la puerta del Carmen, y desde allí se dominaba esa entrada de la ciudad y la salida de la carretera hacia Madrid por Daroca. Los frentes sur y este estaban siendo atacados con toda la fuerza disponible de los cañones y morteros franceses, que lo estaban haciendo de una manera tan contundente que Palafox temió lo peor.

Entre tanto, en medio de la muerte, el fuego y las ruinas, la madre Ráfols seguía, impertérrita, organizando el desalojo y la reubicación de los heridos con una extraordinaria serenidad.

—¡Otra vez una mujer, general! ¿De qué pasta las hacen aquí? —inquirió Faria.

—Lo ignoro, coronel, pero me alegro de que sean así.

Durante dos días seguidos, los bombardeos sobre Zaragoza no cesaron. La ciudad soportaba una y otra vez los obuses de la temible artillería imperial, pero la moral de los defensores no decaía. Para sostenerla, los sitiados llamaban a las bombas «peladillas de Napoleón» y «melones de fuego», simulando que no las temían. El criminal ataque al hospital había encendido todavía más el ardor de los zaragozanos, que mascullaban su ira y su odio a los franceses, aguardando ansiosos el momento de enfrentarse con ellos cara a cara.

Tras cuarenta y ocho horas consecutivas de ataque artillero, el mariscal Verdier creyó que por fin había llegado el momento de lanzar a la infantería al asalto definitivo de la ciudad. Al amanecer del día 3 de agosto, los cañones franceses tronaron con mayor violencia que nunca. Varias descargas abrieron una brecha cerca de la puerta del Carmen y por ella se precipitaron seis centenares de fusileros franceses. Avanzaron por una calle entre conventos, huertos y tapias hacia el centro de la ciudad, aplastando a todos los defensores que les salían al paso. Los oficiales que mandaban la vanguardia estaban convencidos de que aquel ataque había tenido éxito al fin y de que los zaragozanos estaban a punto de rendirse. Nadie, tras haber soportado semejante castigo artillero, podía seguir manteniendo la defensa de sus posiciones.

Las avanzadillas francesas llegaron con facilidad a la calle del Coso, la más ancha de la ciudad, donde se alzaban los más suntuosos palacios de la nobleza del viejo reino de Aragón. Pero allí se encontraron con una resistencia que no esperaban. Parapetados en trincheras cavadas con toda urgencia, apostados en ventanas, balcones y tejados, los zaragozanos se habían replegado para defenderse en la línea del Coso, hasta la muerte si fuera preciso. Las primeras descargas de fusilería frenaron en seco a los franceses, que ya se veían dueños de la ciudad. Una lluvia de fuego cayó desde todas las direcciones sobre la vanguardia de la infantería imperial, cuyas primeras líneas quedaron destrozadas y el suelo sembrado de cadáveres uniformados.

Desde una de las barricadas, Faria dirigía el fuego de dos decenas de escopeteros y un cañón de doce libras, que disparaba una y otra vez sobre los franceses toda la munición que ancianos, mujeres y niños se encargaban de acarrear sin descanso.

Los sorprendidos franceses dudaron sobre qué hacer, y el miedo a una encerrona se extendió entre ellos. El capitán que mandaba la vanguardia ordenó replegarse y buscar refugio entre las casas, pero cada edificio de la calle del Coso era un fortín tomado por los zaragozanos, y los franceses se vieron encerrados en una trampa mortal.

Tras varias horas de combate, con las líneas de ambas partes estabilizadas, al mediodía cesó el fuego.

Ambos bandos necesitaban un respiro, antes de lo que se presagiaba iba a ser la batalla final. Tras tantas horas de estallidos y explosiones atronadoras, se hizo un silencio extraño. La calma era tal, que sólo se oía el crepitar del fuego consumiendo las ruinas del hospital de Gracia y el estruendo de algunos de sus muros, que de vez en cuando se derrumbaban levantando una densa columna de polvo blanquecino.

Aprovechando la improvisada tregua de la sofocante tarde de aquel 3 de agosto, el mariscal Verdier envió a uno de sus oficiales con un mensaje breve pero contundente y claro. El oficial de húsares avanzó por la calle del Coso a lomos de su caballo con una gran bandera blanca en la punta de la lanza.

Faria saltó de su trinchera y le cerró el paso.

—¿Qué desea, capitán? —le preguntó, desafiante.

—Traigo un mensaje de su excelencia el mariscal Verdier para su excelencia el general Palafox —respondió en un castellano sin apenas acento.

—Puede entregármelo a mí —dijo Faria extendiendo la mano.

—Tengo órdenes de hacerlo personalmente al general…

—El general Palafox está durmiendo; es su turno de descanso y aquí respetamos eso por encima de todo. —Tengo orden…

—¡Maldita sea, capitán!, ¿cómo he decirle que me entregue ese condenado mensaje?

El oficial francés, a la vista de los entorchados de Faria y a su disposición, extendió el brazo y le ofreció un grueso papel doblado, sellado con lacre amarillo y atado con una cinta negra.

—Es para el general Palafox; el mariscal Verdier aguarda una respuesta —dijo, y arreando a su caballo dio media vuelta y desapareció por la calle llena de ruinas, escombros y barricadas.

Faria se dirigió al palacio de Capitanía, unos cuantos metros detrás de la barricada, y entregó el mensaje a Palafox.

El general rompió el lacre tirando de la cinta, desplegó el papel y leyó en voz alta:

—«Paz y capitulación».

—¿Sólo eso? —se sorprendió Faria.

Palafox le mostró el mensaje al coronel y se acercó a una de las ventanas; después se estiró la casaca y se sentó a su escritorio. Tomó una hoja, mojó la pluma en el tintero y escribió: «Guerra y cuchillo».

Faria leyó el escrito de Palafox.

—Esto no va a gustar nada al mariscal Verdier, mi general.

—Eso espero, Francisco, eso espero. Lleve usted mismo nuestro mensaje de respuesta a la proposición del mando gabacho.

• • •

Faria llamó al sargento Morales y le dijo que tenía que acompañarle al campamento francés; el fornido sargento de la guardia de corps cogió su fusil, pero el coronel le previno.

—No, sin armas; no vamos a luchar, sino a llevar un mensaje.

Después se dirigieron al establo, montaron sus dos caballos, que le parecieron más flacos que de costumbre, y se proveyeron de una gran bandera blanca. Avanzaron por la calle del Coso sorteando las barricadas, y a la altura de las ruinas todavía humeantes del hospital de Gracia vieron a tres monjas de la congregación de Santa Ana que se dirigían hacia el arrumbado edificio.

Al observarlas, Faria arreó a su caballo.

—¡Hermanas! —gritó.

Las monjas se volvieron y Faria identificó de inmediato a una de ellas; era María Ráfols.

—Por fin se rinden ustedes —comentó María al ver la bandera blanca que portaba el sargento Morales.

—No, no, hermana, llevamos al campamento enemigo la respuesta a una oferta de capitulación que nos ha hecho el mariscal que dirige el asedio.

—¿Y no aceptan la capitulación?

—Pues no, el general Palafox ha decidido continuar con la defensa de Zaragoza.

—Eso sólo acarreará más destrucción y más muertos.

—Somos soldados, no podemos hacer otra cosa; pero ustedes, ¿dónde diablos van?

Faria se ruborizó al escucharse a sí mismo.

—El diablo debe de estar por aquí cerca, a tenor de estos desastres, pero nada tiene que ver en esto coronel.

—Perdone, hermana, yo…

—Vamos a recoger heridos —asentó con firmeza María—. Pero están ustedes en plena línea de fuego, pueden morir.

—Eso queda en manos de Dios.

El coronel y el sargento arrearon a sus monturas y avanzaron con la bandera blanca ondeando en lo alto, entre las ruinas de conventos y edificios, hasta toparse con las trincheras en las que se habían parapetado los franceses en las posiciones que habían ganado ya dentro de los muros.

Un oficial les gritó que se detuvieran y salió a su encuentro.

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