¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XX

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Capítulo XX

El dolor y la muerte eran más intensos que la alegría y que la propia vida. Más de dos mil zaragozanos habían muerto durante las nueve semanas de asedio, y no menos de tres mil soldados franceses yacían en las fosas comunes de los alrededores de Zaragoza. Media ciudad estaba en ruinas y de los escombros de los edificios seguía emergiendo un humo denso y gris.

Las calles estaban repletas de barricadas y de trincheras y cualquier viajero que hubiera llegado a Zaragoza en aquel momento sin saber qué había pasado, hubiera creído que un terremoto de proporciones gigantescas había acabado de destruir la ciudad.

—Tenemos un duro trabajo por delante —le comentó Palafox a Faria, a la vista de las ruinas.

—Y habrá que hacerlo deprisa, mi general, pues creo que los franceses regresarán.

—Las noticias que llegan de Madrid son alentadoras; los gabachos se están replegando a toda prisa hacia el norte y los ingleses avanzan desde Portugal. No creo que vuelvan.

—Yo he visto la ambición en los ojos de Napoleón, excelencia, y le puedo asegurar que regresarán, y esta vez vendrá a la cabeza de las tropas el propio emperador en persona.

—Parece usted muy seguro de eso.

—Lo estoy. Sabemos que Bonaparte ordenó la conquista de Zaragoza a cualquier precio. Cometió el error de enviar aquí a generales que subestimaron nuestra capacidad de resistencia. Pensaron que si Madrid, con muchos más habitantes, soldados y cuarteles que Zaragoza, había caído en menos de doce horas, esta ciudad se entregaría sin apenas lucha. Ahora, Zaragoza es un símbolo, y Napoleón no puede permitir que el símbolo triunfe sobre su fuerza.

—Vaya, coronel, parece conocer bien al emperador francés.

—He leído algunos libros sobre sus grandes hazañas militares, pero, sobre todo, he observado su mirada; jamás he visto semejante orgullo y ambición marcados en ningunos otros ojos. Es un visionario, y está convencido de que el mundo le pertenece, o mejor, que él es la única persona capaz de salvarlo, el único con méritos suficientes para gobernar todo el orbe; a su manera, claro.

—Pero es un revolucionario —dijo Palafox.

—Tal vez lo fuera en su momento, cuando era un joven oficial al servicio de la República, pero ahora es el emperador de los franceses. ¿Sabe, mi general, que en una ocasión llegó a decir que la Revolución no había terminado porque la Revolución era él?

—No podrá con toda Europa en su contra.

—Eso no le importa.

—¿Está usted seguro?

—Por supuesto. Sólo piensa en su gloria y en la de su ejército. Su única obsesión es luchar y vencer, y lo seguirá haciendo mientras pueda o mientras le dejen.

—En ese caso, deberemos fortificar mucho mejor Zaragoza, ¿no cree?

—Por supuesto. Por el momento hemos logrado resistir un asedio formidable, pero ellos también han aprendido una lección. Creo que cuando regresen no cometerán tantos errores.

—Pues pongamos manos a la obra; hay muchos muros que reforzar.

—Antes debería conceder unos días de descanso, excelencia, los hombres están agotados.

—De acuerdo, pero dos días, sólo dos días. El lunes próximo quiero a todos los hombres útiles preparados para reforzar las fortificaciones de la ciudad. Dígaselo a Sangenís, y que se centre en los planos para las nuevas obras de defensa.

»¡Ah!, y escriba un despacho de ascenso para Sangenís; se ha ganado el grado de comandante. Y usted descanse cuanto pueda. Tómese esos dos días de permiso y duerma, que creo que le hace falta.

• • •

Faria llegó a la fonda donde se hospedaba y pidió agua fresca, una botella de vino dulce y algunas frutas. Recién levantado el asedio, varias carretas acababan de abastecer el mercado con frutas, hortalizas y carne, y la ciudad volvía a estar surtida de todo tipo de productos. Después se dirigió a su alcoba y se metió en la cama. Había pensado dormir los dos días seguidos.

Apenas acababa de sumirse en el primer sueño, cuando unos golpes sonaron en la puerta de su habitación, varias veces, reiterados. Faria se despertó sobresaltado e instintivamente se lanzó hacia su espada, que desde que comenzara el asedio siempre dejaba al lado derecho de la cama. Enseguida recordó que la batalla por la ciudad ya había terminado… por el momento, y respiró más sosegado.

—¿Quién es? —preguntó.

—Coronel, coronel Faria, una mujer pregunta por usted. Está abajo, en el zaguán. Le he dicho que usted estaba descansando, pero ha insistido en verlo —respondió el criado que atendía la posada, el mismo que conociera Faria el día de su llegada a Zaragoza.

—Que vuelva mañana. ¡Maldita sea, no te dije que no me molestara nadie! Necesito dormir.

—Ya se lo he dicho, señoría, pero sigue insistiendo. Me ha asegurado que cuando le diga su nombre la recibirá.

—¡Demonios! Está bien, ¿cómo se llama?

—Cayetana Miranda, señoría; así dice llamarse.

Al oír el nombre de su amante, Faria se cubrió con una bata y abrió la puerta; apartó al criado a un lado y bajó las escaleras de cuatro en cuatro.

En un lado del amplio zaguán, sentada en un banco de madera cercano al portón, Cayetana Miranda esperaba paciente. Al ver aparecer a Francisco, se levantó despacio y extendió sus brazos al frente. El conde de Castuera la abrazó con fuerza y la besó con toda la pasión que había reservado en los últimos meses para cuando la reencontrara.

—Vamos —dijo Faria cogiéndola de la mano.

—Sí, sí —murmuró Cayetana.

Sin mediar otra palabra, comenzaron a subir las escaleras en cuyos primeros peldaños se había detenido el criado.

—Que no nos moleste nadie, nadie, ni aunque comience a caerse el cielo a pedazos, ni aunque el mismísimo Napoleón se presente a lomos de su caballo en la puerta de esta posada. ¿Lo has entendido? —le dijo Francisco al criado.

—Sí, señoría, perfectamente. Nadie los molestará.

Los dos amantes entraron en la habitación y Faria cerró la puerta con cerrojo. Cogió a Cayetana por los muslos y la comenzó a besar con delirio. En unos segundos volaron por el aire el vestido, las enaguas y las medias de Cayetana, mientras la joven arrancaba de un tirón la bata de su amante. Faria la alzó en brazos y la llevó hasta la cama. Los dos cuerpos desnudos se abrazaron hasta casi fundirse en uno solo. Faria hizo ademán de pronunciar alguna palabra, pero Cayetana le puso el dedo en los labios y se limitó a decir:

—Luego, luego.

Francisco se colocó encima de Cayetana, la tomó por las caderas y acercó la pelvis de la muchacha a la suya. Tenía su miembro tan hinchado que parecía a punto de estallar. Cayetana lo tomó entre sus manos, lo acarició con suavidad y lo introdujo en su vagina húmeda y caliente.

Los dos amantes comenzaron a moverse con un ritmo acompasado, cada vez más deprisa. Faria empujaba con fuerza sus caderas y Cayetana hacía girar su cintura en pequeños movimientos circulares a la vez que contraía todos los músculos en torno a su pelvis y mordisqueaba los labios de Francisco.

Por la ventana de la habitación se colaban los cálidos rayos del sol vespertino de mediados del estío y, aunque no lo escuchaba ninguno de los dos amantes, se oía el eco lejano de algunas canciones que hablaban de paz y de victoria.

Cayetana sintió unas fuertes pero deliciosas convulsiones y una sensación semejante a una ola de placer que la inundaba por completo, mientras Francisco se derramaba en el interior de la muchacha, a la vez que tensaba todo su cuerpo como la cuerda de una ballesta a punto de ser disparada. Una pulsión estremecedora la recorrió toda.

—Debo de estar soñando —susurró Francisco al fin, un buen rato después de que los dos jóvenes, tras hacer el amor, hubieran permanecido abrazados sin moverse ni decirse una sola palabra.

—No, es real, estoy aquí.

—¿Qué has hecho?, ¿cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó Faria—. Hay decenas de miles de soldados franceses entre Zaragoza y San Juan de Luz.

—No ha sido fácil. Cuando me enteré de que los franceses estaban asediando Zaragoza, salí de San Juan de Luz y me puse en marcha hacia España. Por la ruta del Bidasoa era imposible atravesar la frontera, pues había muchas patrullas y a los españoles que capturaban en el camino los detenían y los enviaban a prisión. Entonces decidí ir hacia el este y recorrí la vertiente norte de los Pirineos hasta el valle de Aspe. Allí pude contactar con unos mercaderes franceses que habían logrado pasar desde España a su país por el puerto de Roncesvalles. Me dijeron que en España estaban deteniendo a todos los comerciantes galos, pero que ellos habían conseguido atravesar la frontera viajando por las noches y refugiándose en la espesura de los bosques durante los días.

»Unos pastores de San Juan de Pie de Puerto me acompañaron por un abrupto camino de montaña que no es transitado más que por ganaderos y contrabandistas, y me dejaron en el lado español de los Pirineos. Tuve que pagarles varias piezas de plata. Ya en España, me escondí como pude de las patrullas francesas que merodeaban por Navarra y pude llegar cerca de Sangüesa. Allí estuve oculta algunos días, hasta que las patrullas francesas se replegaron hacia Pamplona. Entonces me dirigí a Zaragoza por el camino de Cinco Villas y fui a parar a un pueblo llamado Zuera.

»Hace dos días me dijeron que los franceses se habían retirado de Zaragoza, y entonces seguí hasta aquí. Hará ya tres horas que llegué al puesto de guardia del puente de Piedra y pregunté por ti a los soldados; me informaron de que estabas destinado en Capitanía. Fui hasta allí y me encontré con el sargento Morales; él me dijo que te hospedabas en esta fonda y me acompañó hasta la puerta, antes de regresar a Capitanía. El sargento insistió al criado para que te despertara; si hubiera venido yo sola, creo que no me habría hecho ningún caso.

—Pareces aragonesa —comentó Faria tras escuchar atento el relato de Cayetana.

—¿Por qué dices eso?

—No te imaginas qué mujeres hay por aquí: arrojadas aguadoras que transportan alimentos y bebida a los soldados caminando en medio del fuego enemigo sin ningún miedo, monjas desprendidas que evacúan a los heridos de un hospital en medio de las llamas y los bombardeos, incluso heroínas anónimas que disparan cañones y salvan a la ciudad de caer en manos del enemigo.

»Ahora dime, ¿por qué has venido? Te has arriesgado mucho.

—Tú estabas aquí.

—Te dije que aguardaras en San Juan de Luz a que acabara todo esto, que iría a buscarte, ¿recuerdas?

—Sí, pero no podía soportar la espera sin noticias tuyas. En Francia decían que el ejército imperial estaba punto de conquistar Zaragoza, que había en esta ciudad miles de muertos, que sus defensores no podrían resistir el asalto de los regimientos franceses. Aseguraban que Napoleón quería ocupar esta ciudad a cualquier precio y que todos los que se resistieran serían pasados por las armas.

»Me obsesioné con la idea de no volver a verte más. No sabía nada de ti, si estabas herido, enfermo o incluso muerto… Necesitaba verte, saber cómo te encontrabas, tocarte… Por cierto, estás más delgado.

Faria la abrazó de nuevo, la volteó con delicadeza sobre su cuerpo y quedó debajo de ella. Su miembro comenzó a crecer deprisa, hasta mostrarse de nuevo enhiesto y firme como un mástil, y Cayetana se sentó a horcajadas sobre su amado. Cabalgando como una amazona sobre Francisco, comenzó una frenética danza, girando en círculo las caderas en movimientos lentos e intensos. Francisco se derramó de nuevo y Cayetana volvió a sumirse en la ola de placer que la inundaba toda.

Y los primeros rayos de luna cayeron sobre la ciudad, y los sorprendieron abrazados.

• • •

—Su novia se ha arriesgado mucho para venir a verlo —le dijo Palafox a Faria, cuando el coronel se presentó tras los dos días de permiso.

—Es una mujer extraordinaria.

—Vaya, parece usted enamorado. ¿Ha leído alguno de esos libros que han escrito los filósofos franceses sobre el amor? ¿Sabe?, yo siempre había creído que el amor entre un hombre y una mujer se limitaba a una mera relación de intereses comunes, un contrato beneficioso con la mujer con la que uno se va a casar. Sólo veía en las mujeres el placer físico que proporcionan cuando alivias en ella la entrepierna o la ventaja de fortuna de casarte con una rica heredera, pero he leído en esos libros franceses que existe un nuevo tipo de amor. Creo que el mismísimo Napoleón lo ha experimentado y lo ha descrito como «un fluido magnético entre las personas que se aman».

»¿Usted también lo cree así? No sé, no sé, tal vez en Francia este tipo de modas…, digamos espirituales, tengan éxito, pero aquí, en España, nunca cuajará un tipo de amor como ése. El amor debe ser por interés mutuo, ¿de qué otro modo si no puede entenderse que un hombre y una mujer se soporten durante toda una vida? Si no hay interés, no existe el amor.

—Bueno, en Francia no opinan así, mi general.

—La Revolución los ha trastornado. Igualdad, libertad, fraternidad… palabras, palabras. Amor, amor, amor, interés, Francisco, sólo interés.

—Tal vez también deban cambiar algunas cosas por aquí.

—Deje todo como está. Nosotros somos de sangre noble, Francisco. Usted es conde y mi padre era un marqués… Deje las cosas como están. ¡Ah!, y goce con esa muchacha, pero si no tiene interés, y usted ya me entiende, olvídela pronto, aunque, por lo que sé, es muy guapa.

—¿La conoce?

—Vamos, Francisco, nadie entra o sale de esta ciudad sin que yo lo conozca. Uno de mis hombres la siguió para averiguar cuáles eran sus intenciones. Comprenda que aquí no podemos fiarnos de nadie, podía haber sido una espía francesa. Claro que el sargento Morales enseguida me dijo que era su novia. Bien, espero que disfrute con ella pero que no se distraiga de sus ocupaciones, tenemos mucho trabajo por delante, ya lo sabe. Hay que reconstruir toda una ciudad, y es preciso hacerlo cuanto antes.

Soldados, comerciantes, artesanos, jornaleros, mujeres y niños, todo el mundo puso manos a la obra. Carretas, bueyes y mulas fueron requisados y todos se afanaron en sacar escombros de la ciudad procurando que recuperara el aspecto que tenía antes del asedio.

El comandante Antonio Sangenís estrenó su nuevo rango dirigiendo las obras de fortificación a cielo abierto, dibujando fuertes y bastiones y distribuyendo trincheras y posiciones para las baterías artilleras por todo el recinto de la ciudad.

Palafox le había ordenado que ejecutara las obras de reparación de muros y de nuevos bastiones fortificados a toda prisa, pues tras escuchar a Faria se había convencido de que Napoleón volvería a intentar conquistar Zaragoza.

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