¡Independencia!

¡Independencia!


Segunda parte » Capítulo XXII

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Capítulo XXII

En el establo anexo a la posada, el caballo de Faria piafaba inquieto. El sargento Morales acababa de aparejarlo e intentaba calmarlo acariciándole el cuello. Cuando lo logró, tomó de las riendas a ese animal y al suyo, y se dirigió hacia el zaguán, donde Cayetana y Francisco de Faria se estaban despidiendo.

Cuatro jinetes salieron por la puerta del Carmen en dirección a Madrid. Faria contempló apesadumbrado cómo unos jornaleros estaban talando todos los olivos en un radio de casi mil pasos desde los muros de la ciudad; había que evitar que sus retorcidos troncos se convirtieran en trincheras naturales, como ya ocurriera en el asedio de principios del verano, si los franceses volvían a atacar Zaragoza. El horizonte le recordó entonces al de su Castuera natal, cuajado de olivares. De Zaragoza a Madrid se podía ir por dos rutas, o bien por Daroca y Molina de Aragón, o bien por Calatayud y Medinaceli siguiendo el curso del río Jalón. Ambas tenían una distancia similar, pero la de Daroca solía ser más transitada en verano, y fue ésa la que tomaron, pues, además, un espía les había dicho que era mucho más segura que la de Calatayud.

En siete días de marcha forzada se plantaron en Madrid. Los caballos llegaron agotados y con los cascos maltrechos, pero sin problemas graves que no pudieran solucionarse con unos días de descanso, pienso y forraje abundante, un buen pulido de cascos y unas herraduras nuevas.

Faria se dirigió al palacete que había comprado pocos años antes en Madrid. Lo había abandonado en el mes de abril de ese mismo año, cuando tuvo que salir hacia Bayona escoltando a Fernando VII para su entrevista con Napoleón. La casona estaba en pie y el exterior parecía intacto, y continuaban en ella los criados que había dejado a su cuidado tras su marcha. Pero el interior había sido desvalijado. Uno de los criados le contó que durante los tres meses de ocupación francesa el mariscal Murat había ordenado requisarla como vivienda para uno de los generales de su Estado Mayor, y que cuando los franceses se marcharon precipitadamente de Madrid, al conocerse la noticia de la derrota de Dupont en Bailen, se llevaron cuanto de valor había en la casa.

—Al menos no la han quemado —comentó Faria, mientras observaba los grandes balcones desprovistos de las cortinas.

Faria ordenó a sus criados que instalaran en la casa a los dos guardias y al sargento Morales y se dio un buen baño de agua tibia.

Después bajó a la bodega y levantó una baldosa de barro, «la tercera junto a la pared de la izquierda», donde había ocultado una caja de chapa que contenía una bolsa con varios centenares de monedas de plata y de oro. Tomó un buen puñado y subió al gabinete, donde escribió una carta de presentación a Francisco de Goya. La cerró con lacre y la entregó a uno de sus criados con otra original que Palafox le había confiado antes de partir de Zaragoza.

—Lleva estas cartas al pintor don Francisco de Goya. Vive en el número nueve, cuarto piso, segunda puerta de la plaza de la puerta del Sol. Di que espero contestación.

El criado regresó dos horas después con una carta de Goya. El pintor de la Corte lo citaba para el día siguiente a las tres de la tarde.

Francisco de Faria se vistió lo mejor que pudo. Los franceses se habían llevado sus mejores trajes y casacas, pero le habían dejado su uniforme de gala de coronel de la guardia de corps, aunque sin las botas. Faria ordenó a sus criados que le limpiaran las que había traído de Zaragoza «hasta que parezcan nuevas», les dijo.

A las tres en punto el conde de Castuera llamó a la puerta del piso de Francisco de Goya, un edificio de cuatro plantas en el mejor sitio de Madrid, muy soleado aunque de acceso complicado al ser el último.

Una criada joven y de aspecto aseado le abrió la puerta.

—Buenos días, señorita. Soy el coronel Francisco de Faria, conde de Castuera. Tengo concertada una cita con don Francisco para esta hora.

Tendió el boleto de papel que le había entregado su criado, escrito con la mano del mismísimo Francisco de Goya.

—Lo sé, señor, lo sé. Don Francisco lo está esperando; pase, señoría, pase.

La muchacha lo condujo hasta un pequeño salón decorado con varios cuadros del propio pintor. Se trataba de una sala de paredes amarillas y azules, con yeserías pintadas de purpurina en el techo y en los perfiles de puertas y ventanas.

—Espere aquí, señoría. ¿Desea tomar alguna cosa, café, un poco de chocolate…?

—No, muchas gracias, acabo de almorzar hace unos minutos.

Desde una de las paredes, un gigante de ojos sanguinolentos y dientes aguzados miraba a Faria como si fuera a ser una de sus próximas presas.

«Es increíble —pensó Faria—, el tipo que ha pintado ese rostro pleno de horror y de ira es el mismo que ha decorado las bóvedas de El Pilar de Zaragoza o que dibuja beatíficas vírgenes llenas de candor y dulzura…»

Una voz ronca y poderosa pareció sacudirlo de repente.

—Don Francisco de Faria, conde de Castuera, si no recuerdo mal.

Faria se volvió hacia la puerta y contempló la figura de Goya, con su cabeza grande y poderosa y su cabello rizado y abundante.

—Don Francisco… —Faria se levantó del canapé donde se había sentado y se acercó hasta Goya para saludarlo.

Durante unos minutos le explicó el motivo de su visita, cuyo adelanto ya conocía Goya por la carta remitida el día anterior.

—O sea, que ese ingenuo general al que mis atolondrados paisanos han proclamado como comandante supremo del ejército de Aragón desea que yo pinte una agónica ciudad en ruinas y un tozudo pueblo sumido en la miseria y la destrucción…

—Bueno, no es exactamente eso, don Francisco; lo que el general Palafox desea es convertir Zaragoza en un vibrante símbolo de la resistencia contra Napoleón, y para ello necesita el apoyo de los mejores artistas de la nación. Y todos hemos convenido en que usted es el mejor pintor de España.

—Mientras han estado en Madrid, los gabachos no se han portado mal conmigo.

—Pero, don Francisco, yo he visto el horror y la muerte que han causado en Zaragoza y en algunos pueblos de su entorno, y el estado ruinoso en que los ataques franceses han sumido a buena parte de nuestra nación. Usted tiene la obligación…

—Un momento, muchacho… —Goya alzó su poderosa cabeza y adelantó el mentón hacia Faria—. Mi obligación es pintar bien; yo soy un artista, no un vocero de sus ideales.

—No son sólo ideales, señor. ¿No vio usted la represión de los franceses los días 2 y 3 de mayo aquí mismo, en pleno Madrid? Mis criados me han contado cosas terribles de aquellos días: cargas indiscriminadas de caballería, fusilamientos atroces, violaciones cobardes… ¿Está usted seguro de que todo esto no es cosa suya? Tiene usted que ver cómo ha quedado Zaragoza tras los bombardeos y los asaltos de la infantería gabacha. En las batallas y con las epidemias que las han seguido, han muerto ya más de tres mil aragoneses tan sólo en Zaragoza. Muchos de ellos han sido enterrados a toda prisa para evitar que el calor del verano descompusiera sus cuerpos y se extendieran las epidemias. ¿Todavía cree que esto no es cosa suya, señor?

Goya cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos e inspiró profundamente.

—Venga conmigo —le dijo al fin.

Los dos hombres atravesaron un largo y ancho pasillo hasta una puerta al fondo. Goya sacó una llave de un bolsillo de su chaleco y la abrió. La puerta daba acceso a un pequeño distribuidor del cual arrancaba una escalera hacia el ático. Bajo el tejado del edificio, Goya había instalado un pequeño estudio que unas claraboyas inundaban de una brillantísima luz.

Arrimada a una pared, una estantería contenía varias carpetas repletas de hojas de papel para dibujar. El pintor cogió una de ellas, la acercó bajo una de las claraboyas y la abrió.

—Fíjese.

Goya fue pasando uno a uno una serie de dibujos a plumilla y carboncillo. Se trataba de apuntes para un gran cuadro: anónimos soldados franceses uniformados, crueles mamelucos egipcios con sus turbantes ampulosos, paisanos madrileños sucumbiendo ante los cerrados disparos, cañones humeantes, fusiles amenazadores, espadas cuajadas de inquietantes destellos metálicos, fieros caballos relinchando, ruinas de fondo…

—Son extraordinarios, don Francisco, extraordinarios —dijo Faria a la vista de los bocetos.

—Son materiales para dos cuadros. Pienso pintar dos grandes lienzos sobre los sucesos del 2 y del 3 de mayo en Madrid. Sus ojos son los únicos, después de los míos, que han visto estos bocetos. ¿Y bien? —Goya se plantó ante Faria con los brazos en jarras, como demandando excusas.

—Le pido mil perdones, don Francisco.

—No, tenía usted razón, debería haberle explicado… pero eso ya no tiene importancia. Bueno, el general Palafox desea que pinte su victoria, ¿no es eso?

—No, señor. Desea que pinte la heroica resistencia de una ciudad que se ha sacrificado por su independencia y por la de toda la nación.

—¡Ah!, mi joven amigo, es usted un iluso, como todo buen idealista, pero no se preocupe, ese defecto se arregla con el tiempo.

—¿Vendrá conmigo a Zaragoza? —insistió Faria.

—¿La ciudad ha sufrido tanto como se dice por aquí?

—Mucho más, pero el sacrificio no fue en vano, pues logramos resistir al mejor ejército del mundo y lo rechazamos. Ahora necesitamos su ayuda, señor.

Goya frunció el ceño.

—Me gusta su franqueza. Sí, iré a Zaragoza con usted.

—¿Cuándo partimos?

—Tranquilo, coronel, tranquilo, tengo que resolver algunos encargos urgentes. Humm…, digamos que dentro de cuatro semanas.

—¡Cuatro semanas! ¡Es demasiado tiempo! —clamó Faria.

—Pues no puede ser antes, ya le he dicho que tengo algunos compromisos que cumplir.

—De acuerdo, le escribiré a don José de Palafox para ponerle al corriente. Gracias, don Francisco.

—Tenga, es para usted.

Goya cogió uno de los dibujos que había sobre una mesa y se lo entregó a Faria.

—Gracias, don Francisco, es un honor, un gran honor…

El dibujo que Goya le acababa de regalar al conde de Castuera representaba a un soldado español en actitud de combatir armado con un sable. El oponente era un perro de aspecto feroz y ojos sanguinolentos que lo amenazaba con unas poderosas fauces.

—Se trata de uno de los oficiales que cayeron en la defensa del parque de artillería. Tomé el apunte de una detallada narración que me hizo un testigo presencial.

—Es extraordinario, lo guardaré siempre.

Un mes, todo un mes por delante. Faria escribió a Palafox una carta indicándole que Goya iría a Zaragoza, pero que no lo haría hasta principios de noviembre. Tenía tiempo para visitar entre tanto sus propiedades en Castuera, a la espera de escoltar a Goya.

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