¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXIII

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Capítulo XXIII

Su casa solariega de Castuera parecía anclada en un tiempo pasado, como si en los últimos años no hubiera ocurrido nada en el mundo. Los criados al cuidado de la casa y de las fincas arrastraban una vida monótona y triste, trabajando de sol a sol y visitando la iglesia los domingos, uno de los pocos momentos de asueto. El viejo capataz que dirigía la hacienda de la familia Faria, y que lo venía haciendo desde mucho antes de morir el padre de Francisco, vigilaba las propiedades del conde como si fueran propias.

Las rentas que cada año producían los campos de cereales, las dehesas, los olivos, el ganado y el alquiler de algunas casas en el pueblo eran ingresadas en una cuenta del banco de San Carlos y, aunque no eran muy cuantiosas, proporcionaban a Faria el dinero suficiente para vivir con ciertos lujos e incluso permitirse algunos extras, como la compra del palacete en Madrid.

Durante una semana examinó los libros de cuentas que guardaba el capataz y en los que apuntaba con mucha meticulosidad los ingresos y los gastos de la hacienda.

—La guerra nos ha beneficiado mucho, señor conde —le dijo el capataz—. Además de pólvora, los ejércitos necesitan pan, aceite, carne en conserva y vino, y de todo ello producimos algo en este señorío.

—La guerra es terrible, deberías haber estado en medio de la batalla de Trafalgar o en las trincheras de Zaragoza para comprender qué significa en realidad una guerra —le amonestó Faria.

—Bueno, señor conde, es cierto que la guerra ha provocado algunos daños, pero fíjese en los beneficios que deja; mire, mire…

El capataz le señaló la diferencia de ingresos entre los meses de mayo a septiembre de 1807 y los del mismo período de 1808.

—En efecto, la diferencia es evidente —asentó Faria.

El conde comprobó que durante los meses de guerra los ingresos habían ascendido ajusto el doble que los del año anterior.

—Ahora vendemos todos los excedentes de trigo a un buen precio y aún colocaríamos el doble si pudiéramos cultivarlo, y a un precio mucho mayor todavía. Yeso se refleja con mucha claridad en el resultado final. La guerra es un negocio, un buen negocio, señor.

—¿Y los jornaleros? —demandó Faria.

—Perdone, señor conde, no entiendo…

—Me refiero a los jornaleros que trabajan en las fincas, ¿cómo viven?

—¡Ah!, ¿ésos?, bien, bien. Trabajan los campos, recogen su paga cada semana y cuidan de su familia. Ahora tenemos a diez criados fijos con sus familias y contratamos a muchos más en la época de la siega, de la vendimia y de la recolección de la aceituna. Los pagos por ello están…

El capataz fue pasando las hojas del libro de cuentas.

—Déjalo —le interrumpió Faria—. A partir de ahora, súbeles la paga en un real por jornada.

—No entiendo, señor, ¿ha dicho un real?

—Sí, un real por jornada.

—Pero señor conde, un real por jornada es…

—Tres o cuatro mil reales al año. Creo que podremos soportar este gasto, al menos mientras haya guerra, ¿no?

—Pero su padre nunca hubiera hecho esto, no sé, es diferente…

—Tal vez, pero cumple lo que te he dicho.

Francisco de Faria respiró satisfecho. Sentado en una mecedora de anea, bebió un largo trago de una copa de vino que le acababa de servir el ama de llaves de su casona de Castuera, una anciana que lo había criado cuando, siendo niño, su madre murió prematuramente. El conde contempló la copa; era de un fino cristal tallado con el escudo de la casa condal. Apuró el vino y se acercó a la ventana. Los campos de Castuera se extendían ondulantes, cuajados de olivos y barbechos grises. El sol otoñal lucía en lo alto con fuerza, en un cielo tan limpio y azul que parecía imposible que toda Europa estuviera desangrándose en una cruenta guerra.

• • •

Faria regresó a Madrid a mediados de octubre. La capital era un hervidero de rumores sobre la que se auguraba como inmediata venida a España del mismísimo Napoleón. En las principales tertulias que se celebraban en los más lujosos salones de la ciudad, se discutía con acaloramiento sobre el futuro de España y de la monarquía. La mayoría deseaba el regreso del rey Fernando VII, a quien seguía considerando como el único, legítimo y verdadero rey. Algunos afrancesados sostenían que la renuncia de don Fernando y la de su padre don Carlos a favor de Napoleón había facultado al emperador a designar a su hermano José como nuevo rey de España, y que por tanto el hermano de Napoleón era el rey legítimo. Los menos apenas se atrevían a cuestionar la validez de la monarquía, y sólo unos pocos liberales se aventuraban a insinuar que la república era la mejor forma de gobierno de las naciones.

En el otoño de 1808 Madrid seguía siendo una ciudad provinciana y carente de una clase intelectual como la que había en París o Londres, y las tertulias y los círculos literarios seguían estando muy mediatizados por el influjo de la Iglesia, que mantenía un férreo control sobre la enseñanza y sobre las costumbres.

Aquella tarde de fines de octubre, mientras Faria preparaba su equipaje para regresar a Zaragoza con don Francisco de Goya, un lacayo vestido con una elegante librea se presentó en su casa de Madrid. Portaba una carta cerrada con un lazo azul celeste. No traía remite, tan sólo un indicación: «Para don Francisco de Faria, conde de Castuera».

Francisco desató la cinta y desplegó el papel, que emitió un aroma como de rosas.

La carta estaba firmada por Teresa, la hija del conde de Prada, la muchacha con la que meses atrás Faria estuvo a punto de casarse, si no hubiera tenido que partir hacia Bayona escoltando a Fernando VTI y no hubiera estallado la guerra contra Francia.

Teresa le comunicaba que se había enterado de su llegada a Madrid y le recriminaba el no haberse puesto en contacto con ella. Le decía que ardía en deseos de tener una cita, salvo que en su memoria se hubiera borrado el tiempo pasado.

Faria no se había olvidado de la condesita. ¿Cómo olvidar a aquella mujer de aspecto tan gélido con un carámbano de hielo pero tan ardorosa como un tizón rusiente? Sin embargo, Cayetana ocupaba ahora toda su vida, y no deseaba volver a encontrarse con una mujer tan inquietante como Teresa.

Faria le contestó diciéndole que le habían encomendado una misión secreta muy importante y que no podía desvelarla porque de ella dependía la marcha de la guerra. Nada de eso era cierto, pero no encontró una excusa mejor para librarse de Teresa.

Atardecía sobre el pesado cielo otoñal de Madrid. Faria acababa de revisar unos documentos en su gabinete, cuando uno de los criados llamó a la puerta. El conde de Castuera le indicó que pasara y, cuando la puerta se abrió, tras el criado, cuya cara revelaba una sensación mezcla de pasmo y confusión, apareció Teresa.

La hija del conde de Prada tenía la misma expresión cándida e inocente que Faria recordaba, pero su mirada estaba atravesada por un reflejo de lascivia incontenida.

—Retírate —le ordenó el conde a su criado.

—Vaya, vaya con el señor conde. ¿Recuerdas que hace seis meses íbamos a casarnos? Hubiera sido el pasado verano, en la iglesia de la Santa Cruz, y luego hubiéramos ido una temporada a Castuera, para que allí me dejaras preñada de tu heredero. ¿Recuerdas? A tu regreso de Bayona ibas a pedirle mi mano a mi padre. Pues bien, mi querido Francisco, ¿a qué estás esperando? —Teresa hablaba con una frialdad sutil.

—Yo nunca te prometí matrimonio —asentó Faria, intentando aparentar tranquilidad.

—No, no lo hiciste, claro que no lo hiciste. Fui yo la que quería casarme contigo. Tal vez me precipité; no sé, me sentí celosa cuando lograste sacar de la cárcel a aquella zorrita con la que te acostabas. ¿Cómo se llamaba…?, ¿Cayetana?, sí, creo que sí, Cayetana. Por cierto, ¿qué ha sido de ella? ¿Se marchó a Francia, no? Seguro que anda follándose a los franceses a tu salud, querido Francisco.

—Está en Zaragoza.

—¡Ah!, te la has llevado allí contigo. Bien por el conde. Y ahora anhelas volver a verla cuanto antes, claro. Una hermosa historia de amor entre el noble y la plebeya, supongo. Bueno, no voy a dejarte sin el gusto, pero antes me debes algo que he venido a cobrarme.

Teresa comenzó a desvestirse con una procacidad extrema.

—No sigas… —balbució Faria.

—¿Estás seguro?

Teresa, casi desnuda, fue acercándose hasta Faria y comenzó a masajearle la entrepierna por encima del pantalón.

—Yo no te prometí nada —insistió Faria.

—Bueno, aquello está olvidado. Sólo he venido para recordar los buenos viejos tiempos, y para enseñarte algunas cosas que he aprendido estos meses en Madrid. No te puedes imaginar lo que son capaces de hacer en esto del amor los oficiales franceses.

Antes de que se diera cuenta siquiera, la mano de Teresa ya estaba dentro de los pantalones de Faria, cuyo miembro había crecido hasta su total extensión.

En unos minutos los dos jóvenes yacían en el suelo, desnudos, besándose como posesos. Teresa mordisqueaba el cuello de Faria mientras el conde le acariciaba los pechos, tan duros como recordaba.

La pálida luz de los cirios iluminaba la blanca piel de la hija del conde de Prada, cuyo cuerpo parecía empapado en un baño de nácar.

—Sigues siendo como una garita en celo —le dijo Faria.

Teresa se levantó, cogió una varita de madera que había sobre la chimenea y pidió a Francisco que le azotara las nalgas.

El conde de Faria se mostró un tanto azorado, pero la condesita insistió.

—Es un sistema para la excitación, querido. Los franceses y los ingleses lo hacen a menudo con sus amantes; lo han aprendido de los persas y de los rusos, que azotan con cañas a sus esposas antes de poseerlas. Vamos, hazlo, hazlo.

Faria golpeó con suavidad a Teresa, aplicando la varita casi como si se tratara de una caricia.

—No quiero hacerte daño.

—Yo te diré cuándo me lo haces; vamos, vamos, golpea más fuerte, más fuerte.

Faria fue incrementando la potencia de sus golpes hasta que las nalgas lechosas y tersas de Teresa fueron adquiriendo un color sonrosado. En contra de lo que había supuesto, la visión de la carne enrojecida y el contorneo de Teresa ante los golpes lo excitó sobremanera.

Faria no pudo contenerse, arrojó la varita a un rincón del gabinete y cogió a Teresa por las nalgas penetrándola con furia.

—¿Quién te ha enseñado esto? —le preguntó mientras la acometía.

—¡Ah, ah!, esos maravillosos oficiales franceses. Son como pavos reales embutidos en sus uniformes azules y dorados, pero desnudos… —Teresa jadeaba de placer.

—¿Te has acostado con muchos? —preguntó Faria sin dejar de penetrarla.

—Perdí la cuenta enseguida…, treinta, cuarenta tal vez, son tan altivos, tan galantes… Hacen el amor a la vez que beben vino dulce de Madeira y champán y comen ostras… y les gusta que los miren mientras lo hacen. Tuve que pedirle a mi criada que asistiera a nuestras citas. Primero… ¡ah, ah!, primero se limitaba a mirar, pero luego se unía a nosotros, la muy zorrita…

»Pero lo más placentero es acostarse con varios hombres a la vez.

Aquellas palabras de Teresa excitaron de tal modo a Francisco que aceleró de manera frenética sus movimientos, gritando como un poseso.

—¿Con varios a la vez?

—Sí, sí; en una ocasión lo hice con tres capitanes de un regimiento de lanceros de caballería; mi criada y yo con los tres a la vez. Mientras copulábamos indistintamente con uno u otro, bebíamos vino dulce de Madeira, que se derramaba por nuestra piel, de la que volvíamos a sorberlo…, ¡ah, ah!, enredados unos cuerpos con otros…, había un grabado de un tal Caresme en el que tres jóvenes desnudas copulaban con dos hombres; una de ellas dejaba caer en la boca de otra un chorro de vino desde una jarra, mientras ésta orinaba en la boca de uno de los hombres, al que cabalgaba la tercera de las chicas, que a su vez chupaba la verga del segundo…, y nosotros repetíamos aquella escena del cuadro…, ¡ah, ah!, esos condenados franceses…

Faria se derramó dentro de Teresa entre agitadas convulsiones.

Los dos amantes quedaron tumbados en el suelo, uno junto al otro pero sin tocarse ahora.

—Nuestro matrimonio no habría funcionado —dijo Faria.

—Creo que no. Eres demasiado…

Teresa interrumpió la frase.

—¿Demasiado…?

—Me refiero a que deseas una mujer para ti solo… y yo no soy de ésas. Necesito el amor de varios hombres; no soy hembra que se contente con un solo varón.

Teresa se vistió despacio.

—¿De quién dices que era ese grabado?

—¿Te refieres al de la orgía de las tres muchachas y los dos hombres?

—Sí, a ése.

—Caresme, Jacques Caresme; creo que era francés. Murió hace diez o doce años. Un coronel de la guardia personal del rey José me regaló dos de su grabados. Tal vez te envíe uno de ellos, no sé si te gustará, pero seguro que te inquieta; y aunque no quieras admitirlo, la inquietud te excita más que ninguna otra cosa.

—No, no, guárdalos, seguro que tienen mucho valor.

—¿Regresas a Zaragoza?

—Sí. Ya te decía en mi carta que tengo que cumplir una misión secreta.

—Nunca hubiera imaginado que escoltar a Goya fuera una misión secreta.

—Entonces, ¿sabías…?

—En estos días, todo lo que ocurre en esta ciudad provinciana se sabe enseguida.

»Bien, a mi padre le habría gustado que los condados de Castuera y de Prada se hubieran unido, y ya que no ha tenido un hijo varón, que al menos su nieto hubiera heredado ambos. Pero creo que eso ya no será posible.

—Yo…

—No, no digas nada, Francisco. Espero que te vaya bien con esa Cayetana. Aunque si vuelves por Madrid, no dudes en hacerme una visita. Volveremos a recordar los buenos viejos tiempos.

Teresa hizo un mohín lleno de complicidad, acabó de vestirse y abrió la puerta de la estancia. Antes de salir, se detuvo, dio media vuelta y se quedó mirando fijamente a Faria.

—¿Sí…? —demandó el conde de Castuera.

—Por cierto, no te he enseñado casi nada de cuanto he aprendido de los franceses, tendrá que ser en otra ocasión.

La condesita de Prada se marchó del gabinete con la misma compostura que si saliera de la misa de doce dominical.

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