¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXV

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Capítulo XXV

—Mi general, ¡Napoleón ha irrumpido en España al frente de un ejército de más de cien mil hombres! —anunció nervioso un correo recién llegado de Tudela; se ha instalado en Vitoria con su Estado Mayor.

—Bueno, ya está aquí, tal como usted bien supuso, Francisco —comentó Palafox, intentando aparentar la mayor tranquilidad.

El capitán general de Aragón hizo un gesto al correo para que se retirara.

—Me temo que vendrá a por Zaragoza —lamentó Faria.

—Tal vez; y si llega el caso, aquí lo estaremos esperando.

Pocos días después de que se conociera la noticia de la entrada en España de Napoleón, enfermó en Zaragoza Jorge Ibor, uno de los principales cabecillas que había apoyado la revuelta popular que encumbró a Palafox al frente de la capitanía general de Aragón. Ascendido a teniente coronel por sus servicios de armas y su lealtad a Palafox, el jefe de la compañía de escopeteros del Arrabal murió poco más tarde de fiebres tifoideas. Todos lo conocían como el tío Jorge.

El hacinamiento de gente y de ganado comenzaba a causar los primeros graves problemas sanitarios, y las epidemias empezaban a provocar algunas bajas entre la población. A los casi cincuenta mil habitantes habituales de la ciudad, se habían sumado varias decenas de miles de soldados y algunos miles más de campesinos de las aldeas de la región que se habían trasladado a Zaragoza en busca de la protección que parecían propiciar sus muros.

Faria le hizo ver a Palafox que tanta gente refugiada dentro de las murallas acabaría siendo un problema insoportable, y le propuso que se ordenara a varios miles de personas, sobre todo ancianos, mujeres y niños, que salieran de la ciudad y buscaran refugio en otra parte, pero Palafox se negó en redondo, aseverando que si daba esa orden podría cundir el pánico y el caos de tal modo que sin duda estallaría un motín popular, y eso sería mucho peor.

Los informes que sobre la cantidad del ejército francés habían llegado a Capitanía eran demasiado optimistas para los intereses de España. En realidad, Napoleón, deseoso de vengar las derrotas de Bailen y Vimeiro, había asumido personalmente el mando de las operaciones militares en España a principios de noviembre, y había atravesado los Pirineos al frente de un enorme y poderosísimo contingente de doscientos cincuenta mil hombres, la mayoría de ellos veteranos de las triunfales campañas en Italia y en Europa Central.

El emperador, despechado por las derrotas y el ridículo de sus tropas en España, había desplegado ocho cuerpos de ejército con una única intención: destruir completa y definitivamente el poderío militar español para que dejara de ser un incordio permanente. Ya hacía semanas que contemplaba la guerra de España como una leve molestia que, de no atajarla pronto, podría convertirse en un notorio contratiempo.

Por ello, había decidido tomar el mando, recuperar el terreno pedido, volver a instalar a su hermano José en el trono de Madrid y aplastar con toda rotundidad cualquier resistencia que los españoles le presentaran. Si quería seguir adelante con sus planes en Centroeuropa, necesitaba que el frente español estuviera tranquilo y que los británicos no pudieran convertir la península Ibérica en una base de operaciones contra Francia. Afortunadamente para Francia, algunos políticos ingleses no estaban a la altura de sus generales. A fines de esa misma primavera, Richard Brinsley Sherindan, el más brillante de los parlamentarios liberales, ni siquiera había podido tomar la palabra en la Cámara de los Comunes por encontrarse totalmente borracho.

La Grande Armée penetró en España como un ciclón a principios de noviembre de 1808.

El general Castaños, todavía ebrio de victoria por su triunfo en Bailen, decidió salir al encuentro de Napoleón a fin de poder detenerlo en el frente del Ebro, y evitar así que consiguiera llegar hasta Madrid sin resistencia. La primera avanzada del ejército español fue batida fácilmente en la batalla de Espinosa, cerca de Burgos, e inmediatamente después en Reinosa y en Gamonal. Los franceses progresaron hacia el sur y hacia el este y llegaron hasta Tudela, plaza considerada de enorme trascendencia para el control del valle del Ebro y de los accesos hacia Francia por Pamplona.

Castaños se dirigió a toda prisa hacia Tudela y allí se encontraron franceses y españoles el 23 de noviembre. Palafox había sido requerido por Castaños, como general más antiguo, a acudir con sus hombres y a sumarse a las tropas que llegaban de Madrid, pero Palafox, aunque no estaba de acuerdo con el plan de Castaños de librar una gran batalla en campo abierto, acudió a la llamada de apoyo del vencedor de Bailen, al que saludó con desgana. Pese a la inferioridad de sus tropas y de su armamento, a la falta de entendimiento con Palafox y a las desavenencias entre los mandos españoles, el general Castaños parecía confiado; estaba seguro de que el éxito de Bailen no había sido una casualidad ni una extraña circunstancia del destino, y cargó contra las tropas que mandaba el mariscal Lannes como si tuviera la victoria en su mano. En la primera línea de la batalla ondeaba la bandera de combate del regimiento Numancia, a cuyos soldados había arengado Castaños para que hicieran renacer el espíritu de resistencia que encarnó aquella desaparecida ciudad celtibérica en lucha desigual contra la invasión romana.

Sin embargo, la potencia de fuego de la artillería francesa, la coordinación de los movimientos de su infantería y la contundencia de su caballería desbarataron sin problemas el ataque español, y Castaños sufrió una terrible derrota. Sobre el campo de batalla quedaron dos mil muertos españoles y otros tantos heridos, por sólo quinientas bajas del bando francés. El mariscal Lannes mostró orgulloso a Napoleón las veintiséis piezas de artillería capturadas aquél mismo día al enemigo. El emperador ni siquiera se había preocupado de dirigir personalmente los movimientos de su ejército en aquella batalla, tan seguro estaba de que su sola presencia bastaría para infundir en sus tropas el ánimo suficiente para alcanzar con facilidad la victoria.

Tudela, Cascante y otras localidades de la Ribera navarra fueron brutalmente saqueadas. Los soldados franceses se dedicaron a la rapiña de todo tipo de bienes, destrozando cuanto no les servía o lo que no se podían llevar encima. Los supervivientes españoles, encabezados por Castaños, se retiraron en desbandada huyendo hacia el sur, por el camino de Tudela a Calatayud, buscando refugio en las tierras altas e intrincadas de las serranías de Cuenca.

Palafox se replegó con los suyos hacia Zaragoza, perseguido por varios destacamentos de la división del mariscal francés Moncey.

La derrota de Castaños cayó como una losa sobre la capital de Aragón, algunos de cuyos defensores echaron en cara a Palafox que no hubiera enviado todo el apoyo que el general en jefe del ejército español demandaba.

—Si me lo permite, mi general, algunos oficiales no entienden que no acudiéramos con todos nuestros efectivos en ayuda de Castaños y ante los franceses en Tudela —dijo Faria.

—Le confesaré algo que tal vez ahora no comprenda, Francisco: si hubiera enviado a todos mis hombres a luchar en Tudela bajo el mando de Castaños, ahora las cosas serían mucho peores, y seguramente habríamos tenido muchas más bajas. Hay muchos hombres aquí, pero son muy pocos los preparados para defender Zaragoza. Muchos de nuestros voluntarios ni siquiera saben cómo disparar un fusil. Además, en campo abierto los franceses nos batirán siempre.

—Pero en Bailen, Castaños…

—¡Bailen, Castaños…, maldita sea!, estoy harto de oír esos nombres en boca de todo el mundo. La victoria de Bailen fue una casualidad, una de ésas que sólo se dan una vez entre mil. No se engañe, Faria: si los franceses están atentos, en campo abierto no tenemos la menor oportunidad de derrotarlos. La única manera de vencerlos es resistir en las ciudades, convertir cada una de las casas y todas las calles en un escenario de batalla, y someter a sus patrullas a un constante hostigamiento, a emboscadas, a ataques relámpago que no les permitan descansar un solo minuto, a sabotear sus convoyes y sus líneas de suministro. No existe ninguna otra posibilidad.

—Sí, mi general, pero yo sigo pensando que debimos acudir con más tropas en ayuda de Castaños —insistió Faria.

—¡Basta ya, coronel! Y no siga por ese camino. He dicho que las tropas de reserva estaban mejor aquí, y acate esta decisión de una vez.

—A sus órdenes —dijo Faria con cierto desdén.

—Nos equivocamos: Napoleón no se ha dignado a venir, al menos por el momento, a Zaragoza. Ha preferido marchar directamente sobre Madrid para reponer en el trono a su hermano José, pero no se ha olvidado de nosotros y nos envía a Lefévbre.

Palafox había llamado con urgencia a Faria a su despacho al recibir un informe en el que se le comunicaba que un poderoso cuerpo de ejército al mando del general Lefévbre avanzaba hacia Zaragoza.

—Tal vez regrese a Francia en cuanto crea asegurada la situación —dijo Faria.

—No controla toda España, tan sólo Navarra, La Rioja, Burgos y parte de Cataluña. El resto del país sigue libre y fiel a don Fernando. Aunque tal vez dentro de un par de días ese demonio corso consiga entrar en Madrid.

La palabra «libre» le sonó extraña a Faria.

—¿Y los ingleses?

—Según este informe, tienen tropas desplegadas en Galicia y en Portugal, pero desde que ha entrado Napoleón en España se mantienen a la expectativa.

—No se atreven a atacar en campo abierto a la Grande Armée. Inglaterra ha derrotado a Francia en algunas ocasiones en batallas marítimas, como ocurrió en Egipto o en Trafalgar cuando los gabachos eran nuestros aliados, pero en tierra firme creo que los franceses son superiores, y además mucho más numerosos —asentó Faria.

—Tal vez si unimos nuestras fuerzas terrestres a las británicas…

—No se engañe, general, los ingleses no pretenden ayudarnos por altruismo, sino por pura conveniencia. Que esta guerra se libre en la Península es muy beneficioso para ellos. Ambicionan controlar el comercio mundial y España es una rival; por eso los ingleses están dispuestos a propiciar que esta guerra sea lo más lesiva posible para nuestra industria y nuestro comercio. Cuando todo esto acabe, la mayoría de nuestros telares estará destruida y nuestra producción industrial reducida al mínimo. Inglaterra está desarrollando una gran industrial textil y necesita copar los mercados que hasta ahora eran clientes nuestros. Y en esa táctica, Francia es coincidente con Inglaterra.

—Sabe usted mucho de economía —repuso Palafox.

—Lo aprendí a la vista del resultado de la batalla de Trafalgar. Nelson no quería sólo vencer en el combate, su objetivo era destrozar nuestra armada para que, al dejarnos sin navíos de guerra, nuestros transportes de la ruta de las Indias no pudieran ser escoltados, y así lograr el control del comercio en el Atlántico.

»Pero dejemos ahora esta cuestión. ¿Cuándo cree que estarán aquí los gabachos? —demandó Faria.

—Probablemente mañana —supuso Palafox—. Debemos tener preparada la defensa.

La noticia de la inminente llegada del ejército francés se extendió deprisa por la ciudad, todavía no repuesta de los desastres del primer asedio. En los rostros de los zaragozanos podía verse un rictus de preocupación, pero a la vez un gesto de voluntad de resistir de nuevo hasta donde fuera humanamente posible.

Tal como acostumbraban, los franceses no esperarían un solo día para atacar Zaragoza. El ataque relámpago había sido una de las razones de los triunfos militares de Napoleón. Su táctica consistía en concentrar un gran número de tropas en un punto, ganar así la superioridad sobre el enemigo y cargar con toda contundencia. Y hasta entonces les había dado muy buenos resultados. El 30 de noviembre las baterías francesas tronarían sobre Zaragoza desde las alturas de Casablanca. Al fuego de los cañones seguiría un ataque de infantería en el barrio del Arrabal, donde dirigiría las operaciones el propio Lefévbre, y en el de Torrero, con varios regimientos al mando de su segundo, el general Moncey.

Palafox ordenaría una contraofensiva para rechazar el ataque francés, pero no haría falta, pues Lefévbre habría planeado una primera carga intimidatoria seguida de una retirada ordenada a las colinas de Valdespartera por el sur y a los montes de Zuera por el norte, para desde allí preparar un férreo asedio más adelante.

• • •

El 30 de noviembre Napoleón ya estaba en el centro de España y volvió a derrotar a los españoles en Somosierra, adonde la Junta Central de defensa había destacado algunos regimientos para intentar detener al emperador al norte de Madrid. El paso de Somosierra lo defendían dieciséis cañones estratégicamente colocados. Bonaparte, a la vista de la posición de las baterías españolas, tomó una decisión increíble: ordenó a la brigada de caballería polaca de la guardia imperial que cargara de frente contra la artillería. Los dragones polacos, pese a la enorme desventaja estratégica, se lanzaron a una carga suicida. Los cañones españoles escupieron hierro y fuego y acabaron con la mitad de la brigada, que tuvo que replegarse derrotada. Pero el emperador no admitió la retirada y encomendó al general Montbrun que encabezara una nueva carga. Los jinetes polacos volvieron al asalto y, pese al fuego de los cañones, alcanzaron la victoria y lograron abrir el paso de Somosierra. Madrid estaba al alcance de la mano de Napoleón.

Los madrileños, enterados de que gracias al sacrificio de la caballería polaca había quedado expedito el paso de ejército francés hacia su ciudad, se lanzaron a las calles para construir barricadas. El emperador se presentó ante las puertas de la capital del reino de España y ofreció a los madrileños que se rindieran. Ante la negativa de éstos, las tropas francesas realizaron una contundente demostración de fuerza y dispararon una terrible andanada sobre la villa. El devastador efecto de la descarga fue inmediato.

Los ricos, nobles y potentados que disponían de armas para la defensa de Madrid se escondieron en sus palacios y casonas, y el pueblo que gritaba «victoria o muerte» encaramado a las barricadas huyó inerme ante la cobarde deserción de los poderosos. Mascullando su ira, los madrileños bajaron los brazos. Estaban hartos de la hipocresía de los oligarcas que adoptaban el calificativo de «voluntarios distinguidos», del que alardeaban en los salones, pero que luego no iban a la guerra bien porque pagaban para ello o porque apelaban a su condición de hidalgos. Sus hijos tampoco lo hacían, pues ya se encargaban sus adinerados padres de evitarlo mediante el abono de algunos cientos de reales.

Desde las colinas de El Retiro, Napoleón observó el desbarajuste que se había adueñado de los defensores de Madrid, y cómo algunas columnas del ejército regular español escapaban hacia el sur sin disparar un solo tiro. La Junta de defensa, intimidada por el poder de los franceses, capituló. La huida del ejército español se había producido en medio de un tremendo desorden. A orillas del camino abandonaron carros, cañones, tiendas, víveres y todo tipo de enseres. Las tropas se retiraban sin ninguna disciplina, en un caos absoluto en el que se cometieron algunas tropelías, como la ejecución del comandante San Juan, acusado de traidor por haber sido el jefe de la guardia personal de Godoy.

A principios de diciembre las tropas imperiales regresaron para desfilar victoriosas por las calles de Madrid. Napoleón Bonaparte, que volvía a controlar la mitad norte de España, hizo su entrada protegido por su imponente guardia personal y rodeado por los veintidós mejores soldados de la misma, un nutrido grupo de talla superior a ciento setenta y cinco centímetros que vestía uniforme azul, pantalón blanco y morriones de más de un palmo de altura. Los regimientos imperiales desfilaron con sus banderas desplegadas, con la escarapela tricolor y escarlata prendida en el hombro izquierdo. Tras ellos lo hicieron los orgullosos granaderos, con sus pantalones de cuero y sus chaquetas verdes.

Los madrileños contemplaron con los dientes apretados y el alma encogida el retorno de las tropas extranjeras que habían sembrado de cadáveres sus calles los días 2 y 3 de mayo. Y muchos sintieron que aquel sacrificio había sido inútil, y que los franceses habían regresado para quedarse para siempre, pues a la vista de los formidables cañones y de los orgullosos jinetes creyeron que Napoleón jamás sería derrotado.

José I volvió a sentarse en el trono del Palacio Real y fue ratificado de nuevo como «rey de España y de las Indias por la gracia de Dios y la Constitución del Estado», pero fue el mismísimo Napoleón quien dictó las primeras leyes del que él creía un renovado país. El emperador, tal vez por su experiencia ante Carlos IV y Fernando VII en Bayona, estaba convencido de que los españoles eran una nación de vagos, salvajes, incultos, supersticiosos irredentos y contrabandistas que únicamente eran capaces de actos valerosos cuando estaba en juego la obtención de una ganancia inmediata. No entendía cómo un pueblo tan mísero había sido capaz de soportar la tiranía de los Borbones y el expolio a que los nobles lo habían sometido durante siglos, o tal vez, pensó, la hubiese aguantado por esa falta de valor y de carácter que le atribuía.

Napoleón no toleraba que todavía siguieran vigentes en España las viejas prácticas del feudalismo por las que los señores ejercían un enorme poder sobre sus siervos.

«Tenemos que cambiar este país, tenemos que conseguir que esta gente miserable acepte los principios superiores de nuestra Revolución», decía una y otra vez, e insistía ante su hermano José para que cuando él regresara a Francia se ganara la confianza de los españoles, como antes había logrado hacer con los napolitanos. Pero España no era Italia, ni los españoles se parecían a los italianos. Los Bonaparte habían logrado que las mejoras que ellos propusieron en toda Italia fueran aceptadas por las gentes de esa tierra, secularmente dividida en diversos reinos, condados, principados y repúblicas varias. El mismo Napoleón había prohibido la cruel práctica de la castración de los niños cantores, los famosísimos castrati, jovencitos de hermosa voz cuyos genitales eran extirpados en plena pubertad antes de que les cambiara la voz para así mantener por más tiempo un tono atiplado para deleite de los exquisitos del canto. Y es que Napoleón se creía el elegido de la Historia para eliminar las injusticias, por eso suprimió la obligación que todavía arrastraban los judíos de algunas ciudades italianas de cubrirse con un sombrero amarillo marcado con una rodela con la estrella de David y la de vivir en un gueto cuyas calles con puertas se cerraban con llave por las noches.

Pero lo que más odiaba Napoleón era el feudalismo, en cuya demolición histórica la Revolución francesa había logrado un triunfo crucial. Napoleón seguía considerándose la encarnación de la Revolución y de sus ideales, los cuales debían ser exportados a todo el mundo. Ahora, el emperador era la Revolución y la esencia de todos sus ideales.

«Debes acabar con el feudalismo en España y con todos los males que acarrea: el omnímodo poder de la Iglesia que tiene sometidos a los campesinos a un régimen de temor insoportable, esa nobleza altiva, inane y cobarde que se ha olvidado de su país y de su gente, los latifundios agrícolas que impiden un desarrollo moderno de la agricultura; en fin, hermano, que tienes mucho trabajo por delante, pero si lo haces bien, recuerda que la recompensa será muy grande. Aplica la misma política que ejecutaste en Nápoles; si allí resultó, no veo por qué aquí no puede ocurrir lo mismo», le insistía Napoleón una y otra vez a su hermano José.

Toda la cancillería de rey José I se puso a trabajar según las indicaciones dictadas por el emperador. Entre los decretos emitidos en los primeros días de diciembre de 1808 en Madrid, uno de ellos acordaba la disolución del Consejo de Castilla, que había venido rigiendo los destinos de la nación española en el último siglo, y otro certificaba el fin de la Inquisición, cuyo sólo nombre causaba pavor entre los liberales y los intelectuales españoles. En otros decretos se abolían los derechos tradicionales de los señores y la terrible justicia feudal; todos los españoles, independientemente de su condición, serían juzgados desde entonces por las mismas leyes y en tribunales civiles dependientes del Estado.

Acabar con el excesivo poder de la Iglesia era otras de las obsesiones que rondaban de manera permanente por la cabeza de Napoleón. Una de las medidas más contundentes para lograrlo fue la reducción en dos tercios de las órdenes religiosas, en cuyo poder había muchos bienes inmuebles y numerosas riquezas acumuladas durante siglos de impunidad a la sombra del poder. Por fin, siguiendo los consejos de sus asesores económicos, el emperador ordenó la supresión de algunas de las numerosas aduanas interiores, pues consideraba que eran muy perjudiciales para el comercio del país y para el necesario libre tránsito de mercancías.

No obstante, si alguna vez llegó a creer que con esas medidas el pueblo español lo iba aceptar encantado, se equivocó. La mayoría de los españoles, alentada y manipulada por los clérigos (quienes, alarmados por el recorte de sus derechos y privilegios, no cesaban de incitar a la gente inculta a luchar contra Napoleón), se puso en contra de los franceses y no cesó de insultar al corso.

Su hermano José todavía era peor tratado. En los sermones dominicales los párrocos lo identificaban con el Anticristo, lo acusaban de actuar como enviado del demonio y lo tachaban de ser un ateo irreverente, pese a que desde su segunda llegada a Madrid oía misa diaria y se comportaba como el más ferviente de los católicos. No dudaron en decir que era un borracho impenitente, aunque sólo bebía agua. Nada importaba que el «rey intruso» hubiera encargado la redacción de una constitución que preveía amplios derechos y la formación mediante elecciones de un parlamento compuesto por una cámara legislativa y un senado, ni que mostrara en los primeros días de su segunda estancia en Madrid vivos deseos de mejorar el aspecto de la ciudad y su limpieza, ni que se acercara desde el primer momento a la cultura española leyendo a autores como Cervantes y Calderón, e incluso que hiciera verdaderos esfuerzos para comer arroz a la valenciana, que le desagradaba; nada de todo esto era aceptado por los españoles, quienes seguían ciegamente el dictado de los enardecidos sermones de frailes y curas anclados en la defensa de sus privilegios y de sus tradicionales modos de vida.

Apenas había transcurrido una semana desde la instalación de los Bonaparte en Madrid, y ya circulaban por la capital decenas de coplas y chascarrillos sobre los dos hermanos; a Napoleón le habían cambiado el apellido y lo llamaban «Malaparte», y a José le dedicaban panfletos en los que se le apodaba «el rey de copas» y se componían coplillas en alusión a su presunta afición al vino. La que tuvo un mayor éxito decía: «Pepe Botella, baja al despacho. Ahora no puedo que estoy borracho».

Sin embargo, la ocupación de Madrid no supuso la entrega de España entera. Casi toda la mitad sur, Levante, parte de Cataluña y Zaragoza seguían en pie de guerra y no admitían la monarquía impuesta de José I. Napoleón creyó que había llegado la hora de culminar los planes iniciales de destruir por completo el ejército español, pues estaba convencido de que sin él, el pueblo no opondría la menor resistencia.

El 15 de diciembre los dos bandos se enfrentaron cerca de Uclés. El ejército español del centro fue arrollado por los franceses, ahora dirigidos personalmente por el emperador. De los once mil combatientes españoles, más de mil fueron muertos o heridos y otros cinco mil quinientos cayeron prisioneros. Muchos de ellos habían formado parte del contingente que ya fuera derrotado unas semanas antes en Tudela.

Tras esta victoria, Napoleón viró hacia el noroeste, hacia Galicia, para enfrentarse a las tropas inglesas que habían desembarcado en las costas gallegas y en Portugal, pero no tuvo siquiera oportunidad de hacerlo, pues los ingleses huyeron despavoridos y embarcaron de nuevo rumbo a Gran Bretaña.

Poco antes de Navidad, Napoleón, a la vista del pánico y la desorganización que cundía en los ejércitos británico y español, estaba convencido de que la ocupación completa de España estaba ya conseguida o a punto de culminarse. En la mitad norte, Gerona seguía resistiendo un terrible asedio, pero todos los informes indicaban que la ciudad catalana estaba a punto de capitular, y en cuanto eso sucediera, Zaragoza quedaría completamente rodeada y sería presa fácil. Por el contrario, en el sur los restos del ejército español se habían refugiado en Andalucía, en donde la ciudad de Cádiz había proclamado su fidelidad a Fernando VIL El emperador no pareció preocupado, pues estimó que sólo se trataba de pequeños contratiempos que se acabarían por solventar sin demasiado esfuerzo.

No obstante, en contra de lo que suponía Napoleón, la guerra se generalizaba, y aunque en campo abierto la superioridad del ejército francés era incuestionable, los españoles comenzaron a practicar un nuevo método de guerra que Napoleón no había previsto. Como estudioso de la historia de la guerra, el emperador estaba convencido de que el resultado de las batallas decisivas condicionaba la victoria o la derrota de una cultura y de todo un país; sabía que el imperio persa se había derrumbado tras las tres grandes derrotas que le infligió Alejandro Magno y que los romanos sólo habían asentado su poder tras grandes batallas, como la de Alesia, en la que Julio César venció a los galos. Pero nunca hubiera imaginado que, tras derrotar a los españoles en varias batallas, éstos siguieran resistiendo aprovechándose de su conocimiento del país, en una guerra de guerrillas en la que los sabotajes y las emboscadas eran utilizados como principal táctica de combate. Los españoles podían ser derrotados en el combate, pero los que lograban escapar seguían luchando escondidos en bosques y quebradas. Nunca antes se había librado una guerra con semejantes tácticas.

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