¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo IV

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Desde que llegara la noticia del levantamiento y de la inmediata y brutal represión del pueblo de Madrid, Zaragoza era un hervidero de rumores, de revuelos y de ansiedad. Los que querían enterarse de cuanto pasaba en la Villa y Corte acudían a la afamada tertulia de la condesa de Bureta, donde se recibía la mejor información, pues la condesa intercambiaba casi a diario correo con su hermana Pilar, que vivía con su esposo en Madrid.

Los ilustrados zaragozanos, no demasiados, por cierto, aunque bien informados, tenían su propia tertulia, mucho más culta, de contenidos más serios y profundos que la de la condesa de Bureta, y la celebraban en los locales de la Real Sociedad Económica de Amigos del País.

Entre los estamentos privilegiados zaragozanos, la caída de Godoy había sido contemplada con enorme alegría, en tanto los ilustrados, pese a no estar conformes con la figura de Godoy, la habían considerado como uno más de la larga serie de fracasos que seguían impidiendo la modernización de España. En lo que ambas partes estaban de acuerdo era en el malestar por la carestía de la vida y el alza de precios, y a la vista de la situación general parecía obvio que las cosas irían a peor.

La condesa de Bureta dio a conocer a sus contertulios, y enseguida se difundió por toda la ciudad, que varios altos dignatarios de la Corte, ante la ocupación francesa de Madrid, habían constituido una Junta Central de defensa nacional en Aranjuez, la cual había pedido el apoyo de Inglaterra para combatir a Napoleón y para echar de España a los franceses. La guerra contra Francia había sido declarada formalmente.

La animadversión contra lo francés estalló por todos lados. Los numerosos mercaderes y comerciantes galos que viajaban por España fueron detenidos y encarcelados tras requisarles todos sus bienes y mercancías, y varios fueron incluso acusados de servir como espías a las órdenes de Napoleón, pese a que muchos de ellos eran sobradamente conocidos porque todos los años venían a España a comerciar con sus productos.

• • •

Seis hombres galopaban por el llano de las Bardenas hacia Ejea de los Caballeros. Iban cubiertos por el polvo del camino y empapados por el sudor que les provocaba el sol del mediodía de mediados de mayo.

El caserío de Ejea se extendía perezoso sobre una colina a orillas del río Arba de Luesia, que la abrazaba por su ladera oeste como el amante que recibe ansioso a la amada con el primer beso. La capital del sur de las Cinco Villas tenía poco más de dos mil habitantes, la mayor parte dedicados a la agricultura. El alcalde de Ejea recibió a los seis militares en la casa de la villa, situada justo en el centro de la población, a escasos metros de una de las puertas del paseo del Muro, llamado así porque todavía conservaba algunos restos de las murallas que fueron batidas durante la guerra de Sucesión a la corona de España.

—Sean bienvenidos a Ejea, señores. Es un honor para nosotros acoger a tan destacados soldados. Estamos esperando noticias de Zaragoza; aquí todo son rumores. Recibimos correo dos veces por semana, pero hace cuatro días que no ha llegado una sola carta. Aguardamos instrucciones de la capitanía general de Zaragoza.

—Señor alcalde, nosotros tampoco sabemos demasiado. Venimos desde la frontera con Francia; el coronel Faria, conde de Castuera, ha sido testigo de la imposición forzosa de Napoleón a nuestro soberano don Fernando para que renunciara al trono. Fue en Irún donde nos enteramos del alzamiento que los patriotas madrileños llevaron a cabo en la capital y de la posterior masacre que ordenó el mariscal Murat. En Aoiz y Sangüesa nos han informado de que se están formando juntas de defensa en numerosas ciudades, pero apenas sabemos otra cosa. Hemos viajado bordeando el sur de los Pirineos para evitar ser capturados por patrullas francesas y nos dirigimos a Zaragoza para organizar allí la defensa de la ciudad y de todo el noroeste —dijo Palafox.

—Algunos viajeros procedentes de Pamplona nos han dicho que los franceses están asegurando las comunicaciones entre Madrid y la frontera a través del camino de Pamplona por Vitoria y Burgos, y de allí por los pasos de Guadarrama hasta la capital. Esa ruta la controlan decenas de miles de soldados gabachos, pero por aquí todavía no hemos visto a ninguno.

—Mi idea, señor alcalde, es organizar una junta de defensa en Zaragoza, si es que no se ha constituido todavía, y desde allí dirigir las operaciones contra los franceses, y si es posible cortar su ruta de suministros para que su ejército del Centro quede desabastecido y bloqueado.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —preguntó el alcalde de Ejea.

—Por ahora, permanecer en guardia ante cualquier movimiento de los franceses; de camino hacia aquí hemos visto unos cerros hacia el noroeste…

—Son los montes de las Bardenas; desde allí se divisan todas las Cinco Villas bajas y se controla el camino desde Pamplona al Ebro por Tudela.

—Bien, en ese caso organice usted una partida de hombres que vigilen permanentemente esa vía. Una vez estemos asentados en Zaragoza, deberá informar con precisión sobre cualquier desplazamiento de los franceses hacia Aragón.

—Así lo haremos —aseguró el alcalde.

—Además, procure usted que los ejeanos estén siempre en estado de alerta. ¿Hay armas en la villa?

—No demasiadas, señor. Tan sólo algunos mosquetes y trabucos para cazar conejos y perdices y para defendernos de los bandoleros de las sierras del norte.

—Ordene que se haga un inventario de todas las armas disponibles y de la munición correspondiente.

—¿Habrá que luchar contra los franceses? —preguntó inquieto el alcalde.

—Me temo, querido amigo, que ya estamos luchando. Y le confieso que se trata de una lucha muy desigual. El ejército francés es el mejor del mundo, y sus soldados los más preparados. Nosotros apenas disponemos de efectivos y no tenemos ni su experiencia en combate ni su armamento. No nos quedará otro remedio que utilizar otro tipo de armas.

—¿Como cuáles?

—Pues aprovechar la ventaja del terreno, sacar partido a nuestro conocimiento del país, utilizar la sorpresa y las emboscadas en cada ataque…, porque me temo que en una batalla en campo abierto el ejército de Napoleón nos batiría sin remedio.

»Hable usted con los hombres de Ejea que crea más fieles al rey, más valientes y más arriesgados, y con todos los que estén dispuestos a luchar por nuestra independencia. Dígales que habrá que hostigar permanentemente a los franceses cuando aparezcan por aquí, que rehuyan el combate en campo abierto y que lancen emboscadas a modo de golpes rápidos y contundentes para desaparecer de inmediato ocultándose en los escondites que sólo ellos conocen. Nosotros intentaremos organizar un ejército regular en Zaragoza; necesitaremos voluntarios de todo Aragón.

—Cuente para ello con los hombres de Ejea, señor —replicó con orgullo el alcalde.

—No esperaba menos de usted, señor alcalde.

Palafox, Faria y sus cuatro ayudantes se instalaron en unas dependencias del convento de Capuchinos, frente a la puerta del muro que conducía directamente a la plaza de la casa de la villa. En lo que fuera la sala de la antigua biblioteca del convento, el brigadier Palafox y el coronel Faria se reunieron para preparar la estrategia de entrada en Zaragoza.

—Coronel, usted y su ayudante el sargento Morales vendrán conmigo a Zaragoza. Saldremos juntos de Ejea mañana, por el camino de Zuera —Palafox hablaba delante de un mapa que había extendido sobre la mesa—, es más rápido y seguro que el de Tauste. Mis ayudantes le informarán sobre las personas con las que deberá contactar. Yo me entrevistaré con el general Guillelmi; no me fío de él, pero por el momento es el capitán general de Aragón.

—¿Y si el general Guillelmi no acepta combatir contra los franceses?

—En ese caso, habrá que reducirlo y encerrarlo.

—Eso sería un acto de rebeldía contra un superior.

—El mayor acto de rebeldía es no defender a la patria cuando es atacada por un enemigo. Recuerde, Faria, que usted juró fidelidad a don Fernando y a la patria, y lo hizo ante mí.

Francisco de Faria recordó entonces que había sido el propio brigadier Palafox quien le había tomado juramento de fidelidad para con el nuevo rey Fernando VII tras los sucesos de Aranjuez que culminaron con la renuncia de Carlos IV y la destitución de Godoy.

—Estoy de acuerdo, brigadier, pero si las autoridades españolas no están de nuestro lado, será muy difícil hacernos con el control de Zaragoza; sólo somos seis —adujo Faria.

—No se preocupe, coronel, conozco bien esa ciudad y tengo en ella muchos amigos. Aunque la autoridades no se levanten contra los franceses, tenga por seguro que la gente sí lo hará. Usted deberá entrar en contacto con los cabecillas del pueblo; le daremos de inmediato la lista de los que se unirán a nosotros de manera incondicional. Hable usted con ellos y dígales que yo espero convencer personalmente a Guillelmi. Si en un primer momento no lo consigo, me retiraré a una casa de campo que mi amigo el marqués de Ayerbe tiene en el pueblo de Pastriz, en un lugar llamado La Alfranca, a dos horas de camino al este de Zaragoza. Si tengo que refugiarme allí, en ningún caso revele mi situación.

»Y ahora, manos a la obra, tenemos mucho trabajo por delante.

Durante toda la tarde Palafox y Faria fueron perfilando con sus ayudantes los detalles del plan. El capitán Juanes proporcionó a Faria una lista de incondicionales en Zaragoza, y Palafox le indicó cómo debía convencerlos para que se rebelaran contra el dominio francés y depusieran a las autoridades españolas que no estuvieran dispuestas a enfrentarse a Napoleón. En ese tipo de táctica, Palafox era un experto, no en vano había sido el principal agitador de las masas que provocaron en Aranjuez la caída de Carlos IV y de su jefe de gobierno Godoy. Desde que jurara fidelidad al príncipe Fernando, siempre había trabajado a sus órdenes y en defensa de sus intereses.

La mañana era cálida y soleada. Palafox y Faria habían desayunado unos filetes de tocino ahumado, garbanzos estofados y bizcochos poco antes de amanecer. El alcalde de Ejea acudió a despedirlos. Portaba un listado con las armas y municiones que había en la localidad y otro con los nombres de los ejeanos dispuestos a combatir contra los franceses.

—¡Doscientos ochenta! —exclamó Palafox cuando ojeó la lista de voluntarios—. ¡Bien por Ejea!

El alcalde hinchó su pecho y sus ojos desprendieron un brillo de orgullo.

Faria y Palafox se despidieron del munícipe a la misma puerta del convento de Capuchinos. Los dos militares lo saludaron marcialmente, pese a ir vestidos de paisano, y al frente de sus ayudantes iniciaron el camino hacia Zaragoza.

• • •

Pasaron la primera noche en una venta cerca ya de Zuera, y fue a mediodía de la segunda jornada de viaje cuando avistaron las torres de ladrillo de Zaragoza; bañadas por el limpio sol de primavera, parecían difuminarse en el perfil de un límpido cielo azul. A ambos lados del camino de las Cinco Villas, algunos labradores se afanaban en las tareas agrícolas sin prestar atención a los seis jinetes que cabalgaban al trote hacia la ciudad.

La capital de Aragón se abrazaba a la orilla derecha del río Ebro en el mismo lugar donde la fundara el emperador romano César Augusto, del cual había tomado el nombre. La visión geoestratégica del soberano romano había sido extraordinaria, pues Zaragoza dominaba todas las rutas del valle del Ebro.

—Ahí está, coronel; fíjese bien en el emplazamiento de esa ciudad: al norte, los Pirineos y la frontera francesa; hacia el este y el sur, Cataluña, Valencia y los puertos mediterráneos, y por fin, hacia el oeste, los pasos hacia la meseta y hacia el centro de España. Si Napoleón desea conquistar nuestro país, como hicieran los romanos hace siglos, Zaragoza es de nuevo la pieza fundamental. Habrá que defender esa plaza con todas nuestras fuerzas —comentó Palafox.

—A esta distancia no parece una plaza demasiado sólida —adujo Faria.

—Eso no importa demasiado; son los hombres quienes hacen que una posición sea sólida o débil. Confío en que los zaragozanos tengan el mismo espíritu que hizo resistir a los numantinos durante veinte años el asedio de las legiones romanas. Parece que la historia volverá a repetirse dos mil años después, pero ahora las legiones y las águilas de Roma son las de Napoleón, y los defensores de la nueva Numancia serán los zaragozanos. Sólo espero que en esta ocasión el resultado de la batalla sea distinto y que al frente del ejército francés no venga un Escipión.

Zaragoza tenía en la primavera de 1808 algo más de cuarenta y dos mil habitantes. A pesar de la composición de su población, integrada sobre todo por labradores y comerciantes, los zaragozanos habían sido afectos a los movimientos liberales. Sólo hacía un par de meses que los estudiantes universitarios se habían rebelado contra el gobierno de Carlos IV, y, siguiendo instrucciones de agentes de Palafox, habían provocado primero el cierre de la universidad y conseguido después que se diera por acabado el curso con un aprobado general. En la revuelta estudiantil se había quemado, tras arrastrarlo por las calles de la ciudad, un retrato de Godoy, entonces todavía jefe del Gobierno, y siguiendo lo acontecido en el motín de Aranjuez, habían proclamado como nuevo rey a Fernando VII. No eran pocos los ilustrados zaragozanos que creían que la sustitución de Carlos IV por su hijo Fernando iba a propiciar el triunfo en España de la revolución burguesa y con ello la oportunidad de extender las ideas revolucionarias francesas a este país e instalar así un régimen liberal. Creían que era imposible tener sentado en el trono a un rey peor que Carlos IV.

Al llegar a las primeras casas del Arrabal, en la margen izquierda del río Ebro, Palafox ordenó con su brazo en alto que se detuvieran.

—¿Qué ocurre, general? —preguntó Faria.

—¡Teniente! —gritó Palafox.

El teniente López Mores acudió al lado del brigadier.

—Señor…

—Usted y el sargento Morales adelántense. Vayan directamente a Capitanía General y pregunten por el general Guillelmi. Díganle que solicito una entrevista urgente. Los demás aguardaremos aquí.

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