¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo V

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V

Los dos jinetes atravesaron el puente de Piedra tras haberse identificado ante dos guardias que custodiaban la entrada a Zaragoza por el camino del Arrabal. La pareja de agentes se cuadraron con marcialidad cuando el teniente les mostró la cédula de coronel de los guardias de corps. Atravesaron el gran puente y cabalgaron por la carretera de la ribera, entre las casas construidas sobre las viejas murallas y el curso del río Ebro, hasta la gran explanada del mercado, entre las viejas murallas romanas de piedra y el popular barrio de San Pablo; por la concurrida calle del Mercado llegaron hasta el antiguo palacio de los Luna, donde estaba ubicada la sede de la capitanía general de Aragón. Apenas dos horas después, Palafox entraba en secreto en ese mismo palacio presto a entrevistarse con el general Guillelmi.

—Mi querido amigo, ¡qué alegría verlo por aquí!, lo hacía en Bayona, con su majestad don Fernando —dijo Guillelmi.

—No pude llegar a Bayona. Unos agentes de Napoleón a punto estuvieron de interceptarme en la frontera de Irún, pero afortunadamente pude escapar.

—Bueno, pues ya está a salvo. Por cierto, acaba de llegar una orden de Madrid; la firma el mariscal Murat, gobernador general de España en nombre del emperador Napoleón I. Su contenido es tajante: se ordena a todos los guardias de corps que se presenten en sus destinos o serán perseguidos y encarcelados como desertores; esto también va por usted, coronel —añadió Guillelmi mirando a Faria, que se mantenía dos pasos por detrás de Palafox.

—Tengo órdenes directas de su majestad don Fernando VII: Aragón tiene que levantarse contra la ocupación francesa en España.

—Y yo le reitero las órdenes que me han llegado desde la autoridad legítima en Madrid. Debe incorporarse inmediatamente a su unidad —insistió Guillelmi.

Palafox comprendió enseguida que sería inútil intentar siquiera persuadir al capitán general, por lo que decidió salir de allí cuanto antes.

—Mi general, estamos agotados de tan largo y veloz viaje. Le pido permiso para retirarnos a descansar al menos un par de días.

—Por supuesto, por supuesto. Díganme dónde van a instalarse.

—En mi casa de la calle del Coso.

—De acuerdo, brigadier. Pueden retirarse, pero dentro de cuarenta y ocho horas deberá incorporarse a su unidad, y usted también, coronel.

Palafox y Faria salieron de Capitanía a toda prisa.

—Ese estúpido está conchabado con Murat. ¡Maldita sea! Es necesario actuar con toda celeridad pero con la máxima prudencia. Ahora es usted, coronel, la pieza clave de mi plan. Yo no puedo quedarme aquí, pues si no me equivoco Guillelmi no tardará en enviar a un piquete de soldados para apresarme.

»Usted y el sargento Morales no son conocidos en Zaragoza. Vaya a la posada de Ricardo Marín, está cerca de la catedral del Salvador. Organice un levantamiento popular; ya ha visto en Aranjuez cómo se hace, y no le falta experiencia de cuando estaba usted a las órdenes de don Manuel Godoy. Don Ricardo le dirá dónde encontrar a nuestros partidarios, son los de la lista que redactamos en Ejea.

»Yo me retiraré, como le dije, a La Alfranca de Pastriz. Enviaré mensajeros en busca de mi amigo Fernando Gómez Butrón y de otros delegados destacados a Bayona junto al rey don Fernando; espero que los encuentren y que les informen de nuestra situación. Confío en usted, Faria.

Las sospechas de Palafox estaban bien fundadas. Guillelmi envió enseguida una orden escrita para que Palafox se presentara en Capitanía, cosa que el brigadier no hizo. Una segunda orden le conminaba a presentarse en el plazo de una hora, pero llegó demasiado tarde, pues Palafox ya cabalgaba hacia su refugio de La Alfranca. Sólo Guillelmi supo que el brigadier había estado en Zaragoza.

• • •

Faria y Morales acompañaron a Palafox hasta la puerta del Ángel o del Puente, justo al lado de la Lonja de mercaderes, y en la misma puerta preguntaron por la posada de Ricardo Marín a un grupo de hombres que discutían acaloradamente sobre la conveniencia o no de declarar la guerra a los franceses.

De inmediato se dirigieron a la fonda, y en cuanto la localizaron preguntaron por don Ricardo a un criado que escobaba la calle delante de la puerta de la posada.

—El dueño está comiendo; si no es muy urgente, no le gusta que le molesten… —dijo el criado.

—Sí, es muy urgente. Avísale que queremos verlo —le interrumpió Faria.

—¿Y quiénes son los que con tanta prisa desean verlo? —preguntó el criado con aire altivo.

—Limítate a comunicarle que queremos verlo —ordenó el coronel.

—El amo no suele recibir a…

Morales saltó del caballo, cogió con su poderosa mano al criado por la pechera de la camisola y tiró de él hasta casi alzarlo en vilo.

—Te ha dicho don Francisco que lo avises, ¿o es que estás sordo?

El criado mudó de faz al contemplar la mirada de Morales y comprobar la energía y la fuerza de su brazo.

—Enseguida les atenderá, señor, enseguida —dijo desapareciendo con pies ligeros tras la puerta de la fonda.

—Enhorabuena, sargento, es usted eficazmente persuasivo.

—Ésta es la única clase de lenguaje que este tipo de mequetrefes entiende.

Apenas habían transcurrido dos minutos, cuando el criado salió a la calle indicando sumiso a Faria que pasara al interior del edificio, en tanto Morales se quedaba fuera al cuidado de los caballos.

Tras el amplio portal enmarcado por un enorme arco de ladrillo se abría un patio porticado con columnas en cuyo lado izquierdo se veía la entrada a unas caballerizas, a la derecha una amplia sala que cumplía la función de taberna y comedor y al fondo una escalera de baldosas de barro ocre y atoques de madera labrada en el frontal de los peldaños.

En el centro del patio, plantado como un mayo, con las piernas entreabiertas y los brazos en jarras, con los dedos de las manos apoyados en un lustrosa faja de lana roja, una formidable figura tan alta como el sargento Morales pero mucho más gruesa les habló:

—Dice mi criado que usted pregunta por mí. ¿A qué debo tal honor?

—Creo que ésta es una de las mejores posadas de Zaragoza. Deseo hospedarme aquí algunos días; me acompaña mi ayudante Isidro Morales. Está en la calle, con nuestros caballos y equipajes.

Marín ordenó con un gesto enérgico al criado que saliera a la calle a recoger monturas y pertrechos.

Morales entró atravesando el gran zaguán, saludó con cortesía a Marín y siguió al criado hasta la cuadra tirando de las riendas de los caballos.

—¿Y qué le trae por Zaragoza, señor…? —preguntó Marín.

—Faria, Francisco de Faria, coronel de la guardia de corps de su majestad don Fernando VII. Y en cuanto a las razones de mi visita, me gustaría comentárselas en privado, si no le importa.

Ricardo Marín miró a Faria con cierto recelo.

—En estos momentos estaba comiendo, y no me gusta que me interrumpan mientras lo hago.

—Nosotros no hemos probado bocado desde que desayunamos, hace ya muchas horas, bastante antes de que saliera el sol. Esto es una posada, ¿no?

—La mejor de Zaragoza. ¿Y bien?

—Me envía el general Palafox. Me dijo que me pusiera en contacto con usted en cuanto llegara a Zaragoza.

—¿El general Palafox? ¿Se encuentra bien su excelencia? Hace semanas que no sabemos nada de él.

—Perfectamente, y está cerca de Zaragoza.

—¡Magnífico!, ya era… Pero aguarde un momento, ¿cómo sé que es cierto cuanto me dice?

Faria introdujo su mano en la levita y sacó de un bolsillo interno un papel que desplegó con cuidado.

—¿Sabe usted leer? —preguntó a Marín.

—Por supuesto, estudié primeras letras en los Escolapios.

El papel contenía una carta de presentación de puño y letra de Palafox, sellada con su anillo, en favor del coronel Francisco de Faria.

—Vengan ustedes a comer conmigo. El criado se encargará de todo.

Marín llamó a su criado, le ordenó que sirviera algo de comida al coronel y a su ayudante, y los condujo hasta una pequeña sala junto a la cocina.

—Siento que hayamos interrumpido su almuerzo —se excusó Faria al ver un plato a medio consumir sobre la mesa.

—No se preocupe, coronel. Siéntense, aquí estaremos solos.

Morales esperó a que se sentara Faria y después lo hizo él.

—Y bien, ¿cuál es la situación en Zaragoza? —demandó Faria.

—No demasiado buena para nuestros intereses. El capitán general Guillelmi es un hombre de Murat y las demás autoridades españolas o están con él o no se atreven a discutir su posición.

—¿Y el pueblo? —inquirió Faria.

—Ése es otro cantar. Los labradores, los medianos propietarios y los comerciantes no quieren ni oír hablar de Napoleón; rechazan lo que ha pasado en Madrid y les duele la represión que ha desencadenado Murat, pero temen que el ejército francés se presente aquí y pueda hacer lo mismo. Creen que Guillelmi es un traidor, pero carecen de un jefe que los dirija. Y ése sólo puede ser el general Palafox.

—¿Y los clérigos? ¿Qué piensan los curas de todo esto?

Marín apuró el último trago de vino recio y negro de un vaso de vidrio, cuyo interior quedó tintado de un color morado intenso.

—Los curas ejercen una gran influencia en esta ciudad. Su apoyo es esencial si queremos que la gente se levante contra los franceses, pero para ello es preciso aludir a la Virgen del Pilar como referente.

»Usted, coronel, ¿es religioso? —le preguntó Marín.

—Soy cristiano; pero si he de serle sincero, no cumplo con todos los preceptos de la Iglesia.

—Pues si quiere ganarse al clero, deberá hacerlo; o al menos simular que lo hace. ¿Sabe, coronel, que en esta ciudad hay más de cincuenta iglesias y monasterios, y que al menos uno de cada diez zaragozanos es de condición eclesiástica?

»Si espera que el pueblo se levante en armas deberá recurrir al patriotismo, pero sobre todo a la religión. “¡España y la Virgen del Pilar!”, ése ha de ser nuestro grito de guerra.

—¿Habla usted en serio? —preguntó Faria, sorprendido.

—Por supuesto, coronel; pero no me malinterprete, yo soy, como creo que también usted, lo que ahora llaman «un liberal». Los privilegios de los clérigos hacen que se me revuelvan las tripas, pero créame si le digo que ninguna resistencia popular contra los franceses triunfará en Zaragoza sin la ayuda expresa del clero. Debemos conseguir que la gente se rebele en las calles, pero también que los curas arenguen a la población desde los púlpitos a luchar contra los gabachos.

—Imagino que así será.

—No lo dude. Si existe alguien a quien los curas teman más que a un liberal español es a un revolucionario francés. Para nuestros sacerdotes y nuestras monjas, Napoleón es un depravado ateo que sólo pretende humillar a la Iglesia y apoderarse de todos sus bienes. Si se proclama el estado de guerra contra el francés, los curas zaragozanos serán los primeros en empuñar el fusil y lanzarse a las trincheras.

Marín hablaba con una fuerza y una convicción extraordinarias.

—Es extraño que un…, bueno un… —titubeó Faria.

—¿Mesonero?, ¿que un mesonero como yo hable de este modo?

»No siempre fui mesonero, coronel. En 1789, cuando estalló la Revolución en Francia, yo estaba en París; de eso hace ya casi veinte años. Entonces era un joven oficial destacado en la embajada de España. Alguien me acusó de confraternizar con los revolucionarios, y esa denuncia acabó con mi carrera militar. No me permitieron regresar a España y tuve que ganarme la vida trabajando en varios restaurantes de París. Hace seis años me concedieron al fin el permiso para volver. Con el dinero que había ahorrado trabajando en Francia y el de la venta de algunas propiedades que pude recuperar, compré una vieja casona en Zaragoza y en poco tiempo la he convertido en la mejor fonda y en la más afamada casa de comidas de toda la ciudad.

»¿Y usted? Es muy joven para ostentar el cargo de coronel.

—Combatí en Trafalgar —adujo Faria.

Marín se puso en pie, se cuadró con marcialidad e inclinó la cabeza.

—Tiene usted todos mis respetos. Aquello debió de ser como el infierno.

—Se equivoca, don Ricardo. La batalla de Trafalgar fue el mismísimo infierno.

—Cuente, cuente —le pidió Marín, solícito.

Faria se acomodó en su silla, estiró los brazos delante de su pecho, entrelazando con fuerza los dedos de sus manos, y comenzó a narrar:

—Amaneció el veintiuno de octubre de 1805 con el cielo despejado, aunque por el oeste unas nubes agrisadas rayaban el horizonte y parecían presagiar una tormenta…

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