¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XIV

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El mariscal Verdier estaba desconcertado. Ninguno de los contundentes ataques contra Zaragoza había tenido éxito, por lo que decidió cambiar de táctica. Aunque la ciudad no estaba bien amurallada, pues parte de los viejos muros medievales había desaparecido y en su lugar sólo se alzaban endebles tapias, optó por considerarla como una plaza fuerte.

En esos casos el manual del ejército imperial indicaba que había que construir trincheras y aproximarse hasta los mismos muros avanzando en zanjas paralelas. Verdier envió a Napoleón un correo con un amplio informe en el que, tras explicar la enconada defensa de la ciudad, proponía que se llevara a cabo un asedio formal. La respuesta de Napoleón no se hizo esperar y fue breve pero precisa. El emperador ordenaba a Verdier la construcción de trincheras paralelas y la culminación del cerco hasta rodear por completo Zaragoza, de modo que a sus defensores no les quedara más remedio que capitular o morir de hambre.

El ingeniero Sangenís entró en el despacho de Palafox.

—Mi general, los franceses están comenzando a cavar trincheras de aproximación. Parece que el mariscal Verdier ha decidido que sus ataques frontales o bien están condenados al fracaso o bien le están causando demasiadas bajas. Creo que intentarán cerrar el cerco por el flanco norte.

—Para eso necesitarían cruzar el Ebro —dijo Palafox.

—Tal vez envíen un ejército de reserva desde Pamplona para esa misión —supuso Faria, que había estado despachando con Palafox antes de que llegara Sangenís.

—O tal vez no. En ese caso deberían cruzar el Ebro aguas arriba de Zaragoza, que es la zona que controlan. Habrá que estar atentos a ello y evitarlo —dijo Palafox.

—Mi general, no tenemos hombres preparados para esa acción, y en campo abierto…

—Sí, coronel, sí, ya sé que en campo abierto no tenemos ninguna oportunidad —interrumpió Palafox a Faria—, pero si dejamos que crucen el río y nos envuelvan, no habrá manera de conseguir provisiones. Y en ese caso, ¿cuánto tiempo podríamos resistir sin aprovisionamiento?, ¿tres, tal vez cuatro meses? Si nos encierran dentro de estos muros estamos perdidos.

—Pues tratemos de aprovisionarnos de cuantos víveres podamos —propuso Faria.

—Coronel, estamos a principios de julio; este año no se podrá recoger la cosecha de trigo porque los franceses la han quemado, y no habrá aceite el próximo año si no recolectamos este invierno las aceitunas; no hay tampoco hortalizas ni legumbres y el ganado de las granjas cercanas ha sido requisado por los franceses —dijo Palafox.

—¿Entonces, señor…? —demandó Faria.

—Un milagro, sólo nos puede salvar un milagro.

—Tal vez la Virgen del Pilar estará dispuesta a ello —ironizó Faria.

—No se burle de nuestra patrona, coronel, no se lo consiento —replicó Palafox, airado.

—No era mi intención, general.

—Me refiero a un milagro más…, digamos más humano.

—No lo entiendo, general.

—Es preciso levantar la moral de los defensores y estimular su orgullo.

—¿Cómo?

—Con el ejemplo de esa joven, de Agustina Zaragoza. No me diga que no es una señal divina que esa heroína catalana se apellide Zaragoza.

—Es una casualidad —asentó Faria.

—Ni hablar, es una señal. Tenemos que hacer de Agustina un verdadero símbolo de nuestra lucha. Una mujer, sola, con un cañón, haciendo frente a todo el ejército francés y obligando a retroceder a todo un regimiento… Ése es el milagro que necesitamos.

»Francisco, Sangenís, hemos de conseguir que cada zaragozano vea en Agustina un ejemplo de lo que hay que hacer ante los franceses. Una joven mujer y un cañón, ahí está el milagro.

»Cuéntenlo a sus hombres y que éstos lo cuenten a todo el mundo, que inventen coplillas y canciones. La imagen de la defensa de Zaragoza será Agustina y el cañón, Agustina Zaragoza… No, mejor Agustina de Aragón. Sí, Agustina de Aragón, así la llaman ya. Suena bien, ¿no creen?

Y Agustina se convirtió en leyenda, leyenda viva para los defensores de Zaragoza.

• • •

Los primeros días de julio transcurrieron en una tensa calma. Mientras Sangenís dirigía las operaciones de fortificación en la zona sur de la ciudad, emplazando baterías en los lugares más oportunos y fortificando los monasterios, baluartes e iglesias más cercanos a los muros, los franceses cavaban trincheras paralelas a la muralla de la ciudad y avanzaban como topos, cavando en zigzag nuevas trincheras de aproximación cada vez más cerca de las tapias de Zaragoza.

Una vez asegurado el flanco sur y fortificada toda la zona, el mariscal Verdier ordenó a su cuerpo de ingenieros la construcción de un puente de barcas sobre el Ebro, unos dos kilómetros aguas arriba de Zaragoza, frente al pueblo de Juslibol. Lo que había supuesto Sangenís comenzaba a cumplirse. Aseguradas las posiciones en el sur, el mariscal francés pretendía completar el asedio por el norte y encerrar Zaragoza con un cinturón de trincheras que hiciera imposible el aprovisionamiento de la ciudad.

Desde lo alto de la Torre Nueva, Palafox y Faria contemplaban el despliegue francés con sus catalejos.

—¿Conoce usted la historia de Roma, Francisco?

—En mi casa solariega de Castuera hay una buena biblioteca de obras de historia. Mi padre, el conde de Castuera, era un apasionado de la historia. He leído muchos libros.

—¿Recuerda entonces el cerco de Numancia por Escipión?

—Por supuesto, general, ya hablamos de ello en otra ocasión.

—¿Y no le parece que esta situación es algo similar?

—Sí, ya lo había pensado.

Uno de los vigías permanentes de la Torre Nueva había avisado a Capitanía sobre los movimientos de los franceses aguas arriba de Zaragoza. Al amanecer del día 11 de julio, Verdier había ordenado desplegar las barcas sobre el río, en una zona poco profunda frente al pueblecito de Juslibol, y colocar sobre ellas las pasarelas para formar el puente con el que parte de sus tropas debería cruzar el río para cerrar el asedio por el norte.

Palafox había preguntado a Jorge Ibor sobre el lugar más apropiado para atravesar las aguas en esa zona. El fornido comandante de la flamante compañía de escopeteros del Arrabal le había señalado un vado que en años de acusado estiaje podía cruzarse andando, pues el agua no alcanzaba más allá de la altura de la cintura de un adulto.

Palafox había emplazado varias baterías en una posición que pudiera batir el vado y había ordenado apostar un regimiento de fusileros emboscado en la margen izquierda del Ebro para evitar cualquier intento de los franceses de cruzarlo.

Cuando, con las primeras luces del día, los ingenieros franceses desplegaron el puente de barcas, la artillería española comenzó a vomitar fuego. De inmediato las baterías francesas respondieron con una contundente salva de balas y metralla y se entabló un cruento combate en las márgenes del río, a ambos lados del vado.

Empujados por sus oficiales, los infantes galos comenzaron a cruzar el endeble puente de barcas en medio de un intenso intercambio de fuego. Muchos franceses fueron abatidos sobre el mismo tablaje por los disparos de los fusileros que Palafox había emboscado entre la vegetación de la ribera.

Las baterías francesas, muy superiores, lograron enmudecer a los cañones españoles y se dedicaron a batir entonces la ribera para acabar con el fuego de fusilería. Jorge Ibor, que mandaba la compañía de fusileros, ordenó la retirada tras lanzar una última descarga sobre los franceses.

Tras varias horas de combate, las tropas de Verdier lograron alcanzar la orilla izquierda, y, una vez asegurada la cabeza de puente, comenzaron a transportar cañones y material pesado.

—Bueno, no hemos podido evitar que crucen el Ebro —comentó Palafox, bajando su catalejo—; ahora, me temo que no tardarán mucho tiempo en cerrar el cerco.

—Hemos hecho cuanto hemos podido, general, pero la artillería francesa es muy superior a la nuestra —asentó Faria.

—Ordene de inmediato a toda la gente de la margen izquierda que se refugie en la ciudad.

Aquella tarde, un densa humareda se extendió sobre el cielo del valle de Ebro. Los campos de trigo de la margen izquierda, los únicos que no habían sido arrasados en los alrededores de Zaragoza, estaban ardiendo.

—Sólo nos quedaba la esperanza de recoger esa cosecha… —se lamentó Palafox.

Los franceses atacaron el barrio del Arrabal, donde el capitán general había destacado algunos defensores con la misión de mantener abierta al menos una ruta que garantizase la llegada de suministros a la ciudad. Junto a las cosechas, ardían algunos pueblos, ermitas y almunias, a los que los galos prendieron fuego tras saquearlos. Pese al empeño francés en cerrar por completo el cerco, los zaragozanos lograron mantener abierto el camino hacia Pina y Barcelona, y por allí se pudieron seguir recibiendo algunas provisiones.

A mediados de julio los franceses habían llegado con sus trincheras tan cerca de los muros que comenzaron a excavar galerías para minarlos y, mediante explosiones, conseguir derrumbarlos desde el subsuelo. Varios zapadores galos lograron cavar un pasadizo bajo la puerta del Carmen y hacer explotar unas minas.

Palafox ordenó a Sangenís que ejecutara un plan de contraataque, excavando a su vez galerías desde el interior de la ciudad hacia el exterior a fin de contrarrestar la táctica francesa.

Excavando como topos, zapadores de los dos ejércitos se afanaron en cavar túneles en dirección al enemigo. Los franceses dirigían sus pasadizos hacia los bastiones defensivos, mientras que los zaragozanos procuraban bloquearlos y cerrarles el paso.

Hornillos y minas explotaban por doquier, provocando derrumbes de túneles y bodegas en los que quedaban sepultados soldados de ambos bandos. Al aire libre y por todos los flancos, los imperiales seguían cavando trincheras para garantizar la seguridad de los sitiadores.

Una parte del muro sur se vino abajo como producto del estallido de varios hornillos colocados en los túneles excavados por los zapadores franceses en la zona de la puerta del Carmen. Palafox supuso entonces que aquello era el preludio de un inminente ataque general y ordenó una reunión urgente de la Junta de defensa.

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