¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XVIII

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El mariscal Verdier, informado de la identidad de quienes le pedían audiencia, sintió una enorme curiosidad y ordenó que los llevaran a su presencia.

Faria se quitó con ceremonia su gorro de dos picos y saludó al mariscal en un correcto francés. Verdier le correspondió y aguardó henchido de orgullo lo que él creía iba a ser un comunicado de rendición.

—Ésta es la respuesta de Zaragoza a vuestra propuesta de capitulación; me la ha entregado el capitán general don José de Palafox para vuestro conocimiento.

El coronel Francisco de Faria extendió pausadamente el brazo y ofreció el billete a Verdier. Uno de sus ayudantes se apresuró a recogerlo, en tanto el mariscal de campo permanecía hierático.

El ayudante le entregó el papel a Verdier, una vez lo hubo despojado de su cinta y de su sello de lacre rojo.

Los ojos del mariscal se abrieron como si acabara de ver un espectro removiéndose en su tumba. «Guerra y cuchillo», leyó en voz alta y en el original en español.

—¿Significa lo que yo creo? —preguntó al coronel Faria, en francés.

—Sí, excelencia, «guerre et couteau» —tradujo al francés Faria.

—Su comandante en jefe está loco, y ustedes son unos insensatos por seguir su estúpida y suicida resolución. Estas palabras son una provocación. Saben que no podrán resistir nuestro asedio. La capitulación es su única salida. Les he ofrecido una rendición honrosa, y no la han aceptado; ahora, aténganse a las consecuencias, y no esperen de nosotros ninguna misericordia.

Verdier dio media vuelta y se marchó.

Faria y Morales se quedaron inmóviles mientras los oficiales franceses que los rodeaban permanecían en silencio. Tras unos momentos de quietud, Faria hizo una señal al sargento, se volvió a calar el gorro, saludó a los oficiales franceses y regresó hacia los caballos. Abandonó el campamento francés con la bandera blanca en alto sin que nadie le dijera una sola palabra.

• • •

—¿Y bien? —preguntó Palafox a Faria.

—Debería haber visto usted la cara de Verdier, mi general. Estaba tan enfadado que creo que mañana mismo lanzará una ofensiva total. No esperaba una respuesta como la que usted escribió. La ha considerado una provocación. Dijo que no habría piedad para con los vencidos.

—En ese caso, preparémonos para lo peor.

—Los hombres apenas tienen fuerzas; tras los últimos combates y bombardeos, están agotados. No resistiremos otro ataque como el de los últimos dos días.

—En ese caso, iré en busca de refuerzos. Todavía mantenemos abierta la carretera del Arrabal hacia Barcelona. Saldré con varios hombres a pedir ayuda a Pina y a Osera.

Faria consideró que Palafox era un ingenuo. Aun cuando consiguiera reclutar dos o tres centenares de hombres en esos pueblos de la ribera del Ebro, ¿qué podrían hacer frente a los experimentados soldados de Napoleón? Los hombres que Palafox podía traer a Zaragoza eran labradores, ganaderos y comerciantes, y había una gran diferencia entre manejar una azada y disparar un fusil.

Aquella tarde, Palafox, su hermano el marqués de Lazan y varios oficiales partieron Ebro abajo por el camino de Barcelona en busca de refuerzos. Zaragoza quedó al mando del brigadier Antonio Torres, quien reunió un consejo de guerra para que estableciera la manera de continuar con la defensa de la ciudad barrio a barrio.

A la mañana siguiente, las primeras luces del alba iluminaron un cielo violáceo cuajado de nubes algodonosas. Y con los primeros rayos de sol, varias columnas de infantería del ejército imperial se lanzaron a la carga a través de las brechas abiertas en los muros por la artillería. La tarde anterior, poco después de que Faria y Morales abandonaran la tienda de campaña de Verdier, el mariscal había recibido un despacho del mismísimo emperador. La orden que contenía era contundente: «Conquistar Zaragoza ya».

El ataque en tromba que había ordenado Verdier era el mayor que hasta entonces había sufrido Zaragoza. Varios regimientos de infantería de reserva, cubiertos por los que habían ganado posiciones en el interior de la ciudad, cargaron a la vez en diversos sectores de la muralla, en un asalto combinado en las zonas de El Portillo, la puerta del Carmen, la iglesia de Santa Engracia y el barrio de la Magdalena.

El plan diseñado esa misma noche por Verdier y su estado mayor era bien preciso. Las columnas de asalto tenían la orden de avanzar directamente hacia el corazón de la ciudad y partirla en dos alcanzando el río Ebro a la altura del puente de Piedra. Las instrucciones que habían recibido los comandantes de los batallones eran inequívocas: se trataba de hacer todo el daño posible, de arrasar todo cuanto se interpusiera en su camino y de saquear iglesias, casas y comercios con una brutalidad tal que los zaragozanos se rindieran sin condiciones.

Así se hizo. En el barrio de la Magdalena, los franceses irrumpieron en el entramado de callejuelas disparando con pequeños cañones de campaña a todo cuanto se ponía a tiro.

Los mensajes que llegaban a Capitanía eran de auténtica desesperación. Los imperiales habían logrado romper todos los frentes y avanzaban hacia el centro de la ciudad causando innumerables destrozos.

—¡En el Coso, hay que detenerlos en el Coso! Si llegan hasta el Ebro, la ciudad estará perdida. Todos los hombres que puedan empuñar un arma que acudan al Coso, incluidos enfermos y heridos. Mientras puedan disparar un arma, nos sirven. ¡Vamos, vamos! —ordenó Faria.

Todo el personal al servicio en Capitanía se dirigió a empuñar un fusil y corrió hacia las trincheras de la calle del Coso.

Desde el otro lado de la ciudad, en los barrios de Tenerías y la Magdalena, llegaban los terribles estampidos del ataque francés. Algunos vecinos de ese sector huían aterrorizados, y otros habían cruzado el Ebro, cuyo caudal venía menguado a causa del estiaje, a pie y a nado en busca de refugio en la otra orilla, en el barrio del Arrabal.

—Lo están arrasando todo, todo —se lamentó un desesperado vecino que llegó sudoroso hasta las posiciones del Coso corriendo desde la Magdalena.

Faria distribuyó a sus hombres entre las trincheras y barricadas de la calle y se preparó para resistir el ataque francés.

Entonces apareció la condesa de Bureta al frente de un grupo de hombres.

—¿Quién manda aquí? —preguntó la condesa.

—Señora, le ruego que se retire y busque refugio en un lugar más tranquilo. Le aseguro que dentro muy poco tiempo esta calle va a ser el mismísimo infierno —dijo Faria.

—Mi sitio está aquí, coronel…

—Faria, Francisco de Faria, señora.

—¡Ah!, el conde extremeño del que tanto me han hablado; bien, señor conde, tenemos el mismo título nobiliario, por eso sabrá entenderme, ¿no? Todos los hombres y mujeres a mi servicio van a luchar por Zaragoza.

—De acuerdo, todos son necesarios, pero ¿quién va a dirigirlos?

—Yo misma —asentó la condesa—. Dígame solamente dónde tenemos que situarnos.

Faria le indicó una zona de la calle, y la condesa de Bureta con toda su gente, entre la que había varias mujeres armadas con fusiles, se parapetó en las barricadas asignadas, que fortalecieron acarreando materiales pesados para darles mayor consistencia.

—Mujeres…, otra vez esas benditas mujeres —bisbisó Faria.

Aquella calurosa mañana del 4 de agosto, toda la ciudad se había convertido en un decisivo campo de batalla. La infantería francesa, apoyada con artillería y caballería ligera, cargaba con enorme contundencia y con toda la fuerza de la que era capaz de desplegar a la vez, en el sur, este y oeste de la capital aragonesa. Sólo el flanco norte quedaba de momento libre del ataque de las fuerzas imperiales. Por allí huyeron algunos, buscando refugio en las tierras de Huesca.

Los nobles, los soldados, los comerciantes, los labradores, los clérigos, las mujeres, toda la población zaragozana estaba en pie de guerra. Por todas partes se habían levantado barricadas para obstaculizar el avance francés; las calles se habían convertido en verdaderos campos de trincheras, cada casa era un fortín donde los zaragozanos se habían parapetado, en cada ventana había un fusil apuntando a los franceses, o una mano dispuesta a arrojar sobre ellos una piedra, un tiesto, una tinaja o un cuchillo, cualquier objeto que sirviera para causar daño al invasor.

El presbítero Sas estaba destacado en El Portillo al frente de un batallón de escopeteros, Jorge Ibor se desplazaba de un sitio a otro con su orgullosa compañía de escopeteros del Arrabal apoyando a los defensores en el lugar donde fuera necesaria su presencia, la condesa de Bureta no paraba de dar instrucciones a su gente para que se afanaran en ultimar la fortificación de las barricadas del Coso y Faria intentaba coordinar las acciones de defensa desde su posición en el Coso junto a Capitanía. Desde lo alto de la Torre Nueva, los vigías transmitían minuto a minuto los movimientos de los franceses, a los que seguían con unos catalejos.

—La defensa de la línea del Coso es fundamental —aseguró Faria—. Si la rompen, Zaragoza caerá de inmediato en manos francesas. Tenemos que mantener esta línea a toda costa.

Faria recordó entonces la estrategia equivocada que el almirante Villeneuve había seguido en la batalla de Trafalgar y cómo Nelson había roto la línea de la escuadra combinada, consiguiendo así la victoria.

Para llegar hasta el Coso los atacantes debían recorrer antes toda la calle Azoque, y hasta allí se desplazó la compañía que mandaba don Miguel Salamero, el acomodado propietario de un taller de damascos y tafetanes que, tras la muerte de su mujer y de sus tres hijos, había equipado a sus expensas a varios de sus empleados y los había aleccionado para defender Zaragoza, hasta la muerte si fuera necesario. Parapetados en el convento de Santa Fe, los hombres de Salamero lograron frenar a los franceses. Era la primera victoria parcial desde el gran ataque, y eso asentó la moral de los defensores. En medio del cruce de disparos, el presbítero Sas apareció al frente de su compañía por detrás de los franceses, cargando desde los conventos de Santa Rosa y San Ildefonso.

Una trompeta sonó por encima del ruido de los estallidos, y los defensores renovaron su resistencia con impetuosos bríos. Faria desenvainó su sable, miró a Morales, y dijo:

—Éste es el momento.

Ordenó a sus hombres que calaran las bayonetas en la punta de los fusiles y que avanzaran hacia el lugar por donde venían los franceses.

Verdier había previsto que sus tropas de asalto confluyeran en el Coso, una vez superadas las defensas exteriores de Zaragoza. La caballería polaca había recibido orden de irrumpir Coso arriba por la calle de El Portillo hasta la puerta del mismo nombre y así sorprender a los defensores de esta zona por la espalda.

Sin embargo, las vanguardias francesas sólo habían logrado llegar hasta la mitad de la calle del Coso, donde los zaragozanos se batían con tal bravura que los experimentados soldados imperiales estaban cada vez más desorientados. Aprovechando un descuido, algunos destacamentos franceses lograron ocupar el palacio del conde de Sástago, uno de los más suntuosos de la ciudad y cuya fachada principal daba a la calle del Coso, penetrando por los jardines de la parte posterior. Allí se apoderaron de dos millones de reales pertenecientes al tesoro real, que rápidamente se llevaron a su campamento.

Los combates se enconaron en plena calle, donde varios regimientos de la infantería francesa habían quedado bloqueados ante la acometida de Faria y de sus hombres a punta de bayoneta.

Cuando el mariscal recibió la noticia de la paralización de sus tropas en el avance hacia el centro de la ciudad, estalló de cólera y decidió dirigir las operaciones en persona. Protegido por un destacamento de húsares, entró en Zaragoza y llegó hasta las ruinas del hospital de Nuestra Señora de Gracia, desde donde los franceses libraban un intenso cruce de disparos con un grupo de defensores parapetados al otro lado de la calle del Coso.

Verdier ordenó que desplegaran ante él un plano de Zaragoza y examinó la situación.

—Es preciso romper la línea de defensa de esta calle y avanzar en cuña hasta el río, hay que partir la ciudad en dos.

—Excelencia —repuso el coronel al mando de la vanguardia—, esa gente lucha de manera desesperada, y lo hacen palmo a palmo, casa a casa. Dispara desde todas partes y hay tiradores apostados en ventanas, tejados, iglesias, monasterios…, nos vemos obligados a ocupar cada casa, habitación a habitación; es muy difícil luchar en estas condiciones. Cuando un ejército entra en una ciudad, su población suele rendirse, pero la defensa que están llevando a cabo, palmo a palmo…, creo que nadie la había hecho jamás hasta ahora.

—Muchos de estos soldados han vencido en todos los campos de batalla de Europa a los mejores y más equipados ejércitos del continente. Una banda de desarrapados paisanos no puede detener a tres divisiones del mejor ejército de la historia. Carguen de inmediato y destruyan la resistencia ya.

Apenas había terminado de hablar el mariscal Verdier, cuando una granada estalló a unos cuatro metros del lugar donde se encontraba, entre las ruinas del hospital. La metralla le alcanzó, provocándole graves heridas.

La noticia corrió tan rápida como el fuego en la mecha de la pólvora de los cañones. Espías españoles habían presenciado la evacuación del cuerpo herido de Verdier sobre una camilla, y los defensores comenzaron a gritar consignas de victoria en cuanto se enteraron de ello.

Al anochecer del día 4 de agosto, el ataque francés no había logrado su objetivo de alcanzar el Ebro atravesando Zaragoza por él centro, la línea del frente se había estabilizado en la calle del Coso y, aunque los franceses habían conseguido un botín de dos millones de reales, su general en jefe estaba herido y había tenido que ser sustituido en el mando por el general Lefévbre, cuyas tácticas ya habían fracasado en el asalto a Zaragoza unas semanas antes.

Esa misma noche, Faria encabezó un contraataque en plena calle del Coso que, ante el desconcierto de los franceses, les obligó a retroceder un centenar de metros.

La moral de los defensores se fortaleció mucho, y el propio Faria llegó a creer que se había equivocado en sus previsiones y que los zaragozanos sí eran invencibles. Al menos, mientras entre sus filas hubiera mujeres como Agustina Zaragoza, María Agustín, la condesa de Bureta o la propia madre María Ráfols.

Durante los dos días siguientes, el frente apenas se movió. Los franceses habían ocupado casi la mitad de la ciudad, pero en la otra media Zaragoza se seguía resistiendo metro a metro. Se luchaba casa por casa; en algunos edificios, los franceses entraban en el portal por la planta de la calle y durante horas se combatía en las escaleras, en los zaguanes, en cada una de las habitaciones, incluso en los graneros y tejados o en los sótanos y bodegas.

Los franceses, que jamás hubieran imaginado semejante fortaleza y arrojo, comenzaban a desesperarse ante tan enconada resistencia y, enfebrecidos por la fiereza de los defensores, destruían, a veces de manera innecesaria, cuanto se ponía a su alcance.

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