¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXVI

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Ocupado Madrid, el asalto francés a Zaragoza se presagiaba inminente. Goya se inquietó por ello y se presentó ante Palafox para pedirle un salvoconducto para viajar a Fuendetodos, su pueblo natal, donde todavía le quedaban algunos parientes a los que deseaba ver.

—Sí, don Francisco, será mejor que vaya usted allí. Si todo sucede como parece, los gabachos se lanzarán sobre los muros de Zaragoza en cualquier momento, y me temo que esta vez querrán acabar la faena que dejaron inconclusa hace cuatro meses. Le acompañará una escolta al mando del conde de Castuera.

—Le agradezco sus desvelos, general, pero puedo viajar solo.

—Perdone que insista, don Francisco, pero los caminos no son de fiar. Los franceses están atrincherados en las cercanías de Alagón, a cuatro horas de camino aguas arriba de Zaragoza, y estoy seguro de que no han desplegado algunas patrullas en nuestro flanco sur, pues es el único sector por el que podríamos recibir refuerzos.

—En ese caso, le agradezco la protección que me brinda, general.

Faria, Morales y seis lanceros acompañaron hasta Fuendetodos a Goya. Por el camino, el pintor de la Corte le confesó a Faria que Palafox le había pedido que le tomara algunos apuntes del natural para hacerle un retrato ecuestre.

—Seguro que usted no lo recuerda, don Francisco, pero hace unos años yo visité su estudio en compañía de don Leandro Fernández de Moratín. Fue él quien me aconsejó que le encargara un retrato para mi casa solariega de Castuera. Me dijo mi buen amigo don Leandro que «en España no se es nadie hasta que don Francisco de Goya os hace un retrato».

—Me halaga usted, joven, pero si desea que lo retrate, no tiene más que firmar el encargo y disponer del dinero del contrato —asentó Goya.

—Bueno, no son éstos tiempos propicios, pero, si a usted le parece, don Francisco, en cuanto acabe esta maldita guerra le encargaré un buen retrato.

—¿Y cómo le gustaría?

—A caballo, claro, yo soy coronel del arma de caballería.

—En ese caso vaya preparando una buena cantidad de reales, los retratos ecuestres son los más caros.

—Pero también son los más hermosos —afirmó Faria.

—No lo creo. El retrato a caballo hace que, aunque se ejecute a tamaño natural, la cara del protagonista apenas destaca en un lienzo tan grande. Por el contrario, en los retratos en los que sólo se presenta el busto, pueden remarcarse muchos más matices del rostro. El retrato que me ha encargado el general Palafox es de medio cuerpo. Le he recomendado que sea desde los muslos hacia arriba, para así poder mostrar con claridad su fajín de general, la espada al cinto y los entorchados de la bocamanga. Y ha aceptado de inmediato.

»Usted es un joven alto y bien parecido, creo que estaría bien un retrato de cuerpo entero, de pie, con el torso ligeramente ladeado. Y se ahorraría un buen dinero con respecto al retrato ecuestre.

—Bueno, usted es el maestro, atenderé su sugerencia, don Francisco.

Cuando llegaron a la aldea de Fuendetodos, una intensa y húmeda niebla cubría los campos. Don Francisco de Goya se instaló en la austera casa familiar, donde sus parientes habilitaron una modesta habitación para el conde de Castuera, en tanto los miembros de la escolta fueron alojados en varias casas de campesinos del lugar. Durante la cena, Goya y Faria siguieron hablando de retratos y de cómo sería el que le encargaría el conde de Castuera después de la guerra, cómo iría vestido, cómo sería el fondo…

—Espero que para entonces luzca usted en su bocamanga los entorchados de brigadier —dijo Goya.

—Tal vez, si antes esos gabachos no acaban con todos nosotros.

—¿Cree usted que tenemos alguna posibilidad?

—Si Napoleón se queda en España y dirige personalmente las operaciones militares, pienso, con franqueza, que ninguna; pero si se cansa enseguida de este país y regresa a Francia…, bueno, en ese caso tal vez podamos con sus generales, siempre que deje aquí destacado a alguno de esos estirados mariscales capaces de poner en peligro a toda una división con tal de alcanzar su gloria personal, y de ese modo cometer errores irreparables.

—¿Hay generales así? —se extrañó Goya.

—Desafortunadamente, don Francisco, a docenas y en todos los ejércitos. Siempre hay imbéciles capaces de sacrificar a varios regimientos con tal de ocupar una página en un libro de historia.

Los parientes de Goya les sirvieron un cena «a la aragonesa», según dijeron, o «a contrapelo», como la llamó una prima de don Francisco: primero una ensalada rebosante de vinagre y después arroz bañado en aceite, pollo frito y cordero rehogado en aceite.

—El aceite de oliva de esta comarca es extraordinario —dijo Goya, mientras untaba un pedazo de pan en el caldo aceitoso del cordero.

—En mi tierra, en Extremadura, también —añadió Faria.

Ambos se enzarzaron en una discusión acalorada pero amistosa sobre cuál de los dos aceites de oliva era mejor, si el de Extremadura o el de las tierras de Belchite y Fuendetodos.

• • •

Faria regresó al día siguiente a Zaragoza. Corrían rumores de que un enorme ejército francés avanzaba desde Tudela hacia la capital de Aragón.

—Madrid ha caído, Gerona, que ha soportado otro terrible asedio con un heroísmo similar al nuestro, acaba de capitular, y lo que quedaba de nuestro ejército en Cataluña ha sido barrido en Cardedeu. Los británicos del general Moore han huido despavoridos y en su retirada están causando enormes destrozos en las aldeas y pueblos que han atravesado. En toda la mitad norte de España sólo queda Zaragoza libre del dominio francés. Y me temo, Francisco, que vendrán a por nosotros con todas sus fuerzas —confesó Palafox a Faria.

—¿Tenemos provisiones y munición suficientes para resistir un segundo asedio? —preguntó el conde de Castuera.

—He ordenado llenar los almacenes de víveres y los polvorines de municiones. Hay al menos un millón de raciones.

Faria hizo una cuenta rápida y concluyó que apenas había alimentos para un mes.

—Pero, general, con la gran cantidad de gente que se ha refugiado aquí, un millón de raciones apenas servirá para alimentarnos durante treinta días.

—Será suficiente. No creo que los franceses soporten un sitio más prolongado.

—Pero el anterior duró dos meses —alegó Faria.

—Entonces era verano, y ahora es invierno. Esta tierra es fría y desapacible. En cuanto les caigan encima varias intensas heladas, el cierzo inmisericorde azote sus tiendas y las densas nieblas congelen su aliento, los franceses se retirarán.

«¡Un millón de raciones, sólo un millón!; con tan pocas reservas pasaremos hambre enseguida. Si los franceses aguantan más de cuatro semanas ante nuestros muros, estaremos perdidos», pensó Faria.

El coronel de la guardia de corps comprobó personalmente el acopio de provisiones encargado por Palafox, y concluyó que el capitán general se había equivocado gravemente en las previsiones. Entre los soldados de la plaza zaragozana, las tropas regulares y los voluntarios que acaban de llegar de Murcia, Levante, Lérida y Mallorca y la población civil, unas noventa mil personas se preparaban para resistir el ataque de los imperiales, y con los víveres almacenados no había siquiera para alimentar a toda esa población durante un mes. Había muchas tropas pero mal preparadas y sin apenas instrucción. Los voluntarios eran muy bisoños en el uso de las armas; algunos era la primera vez que tenían una en sus manos y otros ni siquiera las habían visto de cerca.

El día 21 de diciembre, mientras un ejército español volvía a ser derrotado en Molins del Rey, los mariscales Edouard Morder y Bon Moncey se presentaron ante Zaragoza con la intención de no retirarse sin haber logrado la rendición de la ciudad.

—¡Dos mariscales!; parece que Napoleón nos ha tomado en serio —dijo Palafox.

—Su ejército ya ha sido derrotado ante estos mismos muros en una ocasión, pero Napoleón no consentirá un segundo fracaso. Me temo que no se irán de aquí hasta que capitulemos —supuso Faria.

El mariscal Moncey, con sus baterías desplegadas en el flanco sur de Zaragoza y alardeando de su caballería en una exhibición de fuerza, envió una carta a Palafox conminándolo a que se rindiera.

Cuando Palafox leyó la carta de Moncey, estaban presentes Faria, Ric, el mariscal Le Clement, un militar español de origen belga, y otros miembros de la Junta de defensa.

El capitán general la leyó en silencio, ante la expectación de todos los presentes, y cuando acabó la misiva, dijo:

—Me pide que capitule. ¿Capitular? Yo no sé qué es capitular, ni siquiera sé rendirme. Quizá, cuando haya muerto, podamos hablar de ello.

Y sin más, José de Palafox firmó una carta en la que declinaba la oferta de rendición ofrecida por Moncey.

Las primeras bombas cayeron sobre la ciudad a la vez que la infantería francesa lanzaba un contundente ataque por el sector norte, en el barrio del Arrabal, y simultáneamente por el sur, en el de Torrero. El Arrabal resistió, pero Torrero fue ocupado por los franceses, que de inmediato instalaron allí unos morteros.

Había comenzado el segundo sitio de Zaragoza.

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