¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXVIII

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Cayetana y Francisco de Faria almorzaban una sopa de ajo y aceite, carne estofada y un pedazo de pan con arenques rancios. Hacía tres días que se había iniciado el segundo sitio de Zaragoza.

—No es precisamente una comida para un noble —dijo la joven.

—Pues me temo que, si se prolonga este asedio, no tendremos nada mejor que comer. Palafox ha descuidado la intendencia. Si el sitio dura más de un mes, esta sopa nos parecerá el más exquisito de los manjares.

Tras los primeros días de asedio, los franceses habían concedido una pequeña tregua para la jornada de la Navidad.

Los mariscales franceses ya habían enviado a Palafox un mensaje exigiéndole la rendición incondicional. El capitán general de Aragón había reunido a sus oficiales más leales y les había pedido su opinión. El comandante Sangenís había respondido con un coraje admirable: «Mi general, si necesita su excelencia de mi opinión, no me llame si se trata de capitular, pues nunca seré de la opinión de que no podemos defendernos», dijo el jefe de ingenieros. Palafox lo ascendió a coronel.

Al igual que los oficiales de la plaza, el pueblo zaragozano había decidido resistir hasta el final.

Mientras comían, Francisco y Cayetana oyeron a unos zaragozanos que cantaban por la calle una copla:

No paseará en carroza

el emperador francés

mientras haya en Zaragoza

con sangre un aragonés.

Vivan los españoles,

viva la religión.

Yo me cago en el gorro

de Napoleón.

—Son valientes, pero ilusos. Me temo que hará falta algo más que coplas burlescas para derrotar a los cañones franceses —comentó Faria.

Los dos amantes comían sin el ruido de fondo de los cañones, un sonido que estaba empezando a ser habitual en el aire de Zaragoza, pero que los franceses habían querido que se detuviera al menos en aquel día de Navidad.

—Esta mañana hemos tenido un incidente terrible en el hospital —dijo Cayetana.

—¿Sí…?

—Han traído a la condesa de Bureta, creo que la conoces.

—Una mujer extraordinaria; en el primer sitio cedió su palacio y sus criados para lo que necesitáramos, acogió a heridos y los curó con sus propias manos. Hace unos meses, cuando los franceses se retiraron, se casó con el señor Pedro María Ric, barón de Valdeolivos, a quien conoció en los días de lucha durante el primer asedio. Creo que son muy felices. ¿Le ha ocurrido algo?

—Sí; esta mañana la han traído sangrando. Ayer estuvo todo el día trabajando con sus criados en la reparación de la muralla en la zona de El Portillo. Pese al frío y al cansancio, no quiso renunciar a seguir acarreando piedras y ladrillos, como una más, y…

—Dime, ¿qué le ha pasado?

—Ha abortado, ha perdido el niño que esperaba.

—¡Dios!

—Pero se encuentra bien. El cirujano ha dicho que estaba embarazada de apenas dos meses. Ahora está descansando en casa con su marido.

—¿Qué edad tiene?

—Creo que treinta y tres o treinta y cuatro años. Se pondrá bien enseguida.

—¿Y su esposo?

—Lloraba como un niño. Palafox ha sido informado y se ha presentado de inmediato en el hospital. Estaba furioso e indignado. Ha ordenado que se fabrique un muñeco que represente a Napoleón para que sea ahorcado mañana en el Coso.

—Eso no soluciona nada —dijo Faria.

—Tal vez, pero en algo calmará la sed de venganza de los parientes y los criados de la condesa.

El día 26 de diciembre de 1808 se reanudaron los bombardeos sobre Zaragoza. En el centro de la calle del Coso, entre las ruinas del hospital de Nuestra Señora de Gracia y las del convento de San Francisco, un monigote que representaba a Napoleón colgaba atado por el cuello de lo alto de un poste. Los zaragozanos que pasaban por allí para hacer los relevos de guardia en las murallas insultaban a la efigie del emperador, le lanzaban piedras o lo miraban con un odio inmenso.

• • •

Con el nuevo año siguieron los bombardeos masivos, mientras los ingenieros franceses se afanaban por reconstruir el puente de pontones sobre el río Ebro que una gran riada había destruido el día de Nochebuena. El frío y las epidemias comenzaron a causar más bajas que las bombas y las granadas. Agustina de Aragón, la flamante sargento de artillería, se había incorporado a la lucha tras haber dado a luz a un hijo, del cual estaba embarazada de tres meses cuando disparó el cañón en el primero de los sitios, y mandaba una batería instalada en el convento de Jerusalén. El último día del año había peleado con bravura cruzando fuego con una batería francesa, por lo que Palafox la había condecorado con la cinta de honor.

—Nos están machacando para debilitar nuestra resistencia. Durante el primer sitio aprendieron la lección y ahora no van a caer en los mismos errores. Nos bombardearán hasta que quedemos extenuados, sin alimentos y sin fuerzas, y luego su infantería y su caballería asaltarán la ciudad. Esta vez no tenemos defensa, sólo disponemos de ciento sesenta piezas de artillería, y no todas se encuentran en buen estado —explicó Palafox ante la Junta de oficiales.

—Hace tres días los mariscales Morder y Moncey fueron relevados en el mando por un general de división, un tal Andoche Junot, quien en agosto pasado y en Portugal fue derrotado por el mariscal inglés Wellesley; tal vez quiera apuntarse un triunfo rápido para resarcirse de esa derrota y revindicarse ante su emperador y así ganar el grado de mariscal; esa ansiedad por una victoria rápida puede hacer que se precipite —observó Sangenís.

—Enviaremos de inmediato refuerzos a la zona del Coso, por si lanzan un ataque sorpresa desde el sur. Tenemos que estar preparados, pues la ofensiva final puede desencadenarse en cualquier momento.

Los franceses enviaron a la carga sus primeros regimientos de infantería el 12 de enero de 1809, una vez que lograron cerrar por completo el anillo del asedio.

Faria estaba desayunando un poco de pan tostado al fuego con aceite y sal, cuando el sargento Morales llegó corriendo para avisarle de que varios regimientos franceses habían cargado en la zona del fuerte de San José, donde Sangenís había dispuesto dos baterías para defender ese sector en el que el río Huerva actuaba como un verdadero foso natural.

—Necesitan ayuda, coronel. Sangenís ha enviado a un correo pidiendo socorro de manera desesperada. Están batiendo la muralla con artillería y atacando con fuego de fusilería desde las trincheras paralelas que han excavado en ese sector. Dice el coronel que si no acuden enseguida refuerzos, con los efectivos que tiene será imposible detenerlos.

Faria miró a su alrededor. En Capitanía sólo quedaban seis escribientes, todos ellos heridos o impedidos para el combate.

—Me temo que aquí sólo quedamos usted y yo en disposición de combatir. Cabo —se dirigió a uno de los hombres, que tenía un brazo en cabestrillo—, envíe un mensaje al general Palafox, dígale que he tenido que abandonar mi puesto en Capitanía y que acudo al sector de San José en ayuda del coronel Sangenís. Teniente —le dijo a otro de los hombres, que tenía la pierna derecha vendada y se ayudaba para sostenerse con una muleta—, como oficial de mayor graduación, queda usted al mando de Capitanía. Vamos, sargento.

• • •

Faria y Morales cogieron un par de mosquetes cada uno y corrieron por la calle del Coso hacia la parroquia de San Miguel. A todos los que se encontraron en su camino les ordenó que se unieran a ellos y que acudieran de inmediato a la defensa de la muralla.

Cuando llegaron, jadeantes y sudorosos pese al intenso frío de la mañana invernal, Sangenís resistía en lo alto del bastión, sobre la muralla de ladrillo, unos cuantos metros al sur del convento de San Agustín. Fuera de la muralla, a menos de una treintena de pasos, los infantes franceses se arrastraban por las trincheras ganando palmo a palmo de terreno, cubiertos por el fuego de fusilería disparado desde las trincheras de aproximación y por el fuego de las baterías que desde el otro lado del Huerva barrían sin cesar ese sector.

—¡Coronel, coronel! —gritó Faria—, aquí estamos.

Sangenís estaba empapado en la sangre de varios de sus hombres que habían caído a su alrededor, mientras seguía alimentando el único cañón que quedaba útil con los pocos soldados que aún permanecían en pie.

—¡Coronel Faria!, gracias a Dios. ¿Cuántos hombres vienen con usted?

—Doce.

—¡Doce!, ¿y la reserva?, ¿dónde está la reserva? —No tenemos reserva, coronel. Esto es todo lo que hay disponible.

—Bueno, pues al trabajo.

Los doce hombres que habían reclutado Faria y Morales se desplegaron por el tramo de la muralla, cubriendo los huecos que habían dejado los caídos. Las balas de los fusiles de los atacantes rebotaban por todas partes y cada dos o tres minutos una bala de cañón impactaba en el muro de ladrillo, que comenzaba a agrietarse y daba la impresión de que tras varios impactos más acabaría cediendo.

—¡Piedras, argamasa!; ¡vamos, vamos, refuercen ese muro, refuercen ese muro! —ordenó Faria.

Un tremendo impacto estalló justo en medio de la batería que manejaba Sangenís. El cañón quedó hecho añicos y los artilleros que lo servían fueron lanzados por el aire. En cuanto se repuso del impacto, que lo había arrastrado varios metros por el suelo, Faria corrió hacia el lugar donde había estallado el proyectil. Los artilleros y el cañón habían desaparecido y el lugar que ocupaba hacía unos instantes la pieza de artillería era ahora un montón humeante de ladrillos rotos y de tierra reventada.

—¡Coronel, coronel Sangenís! —gritó Faria.

—Aquí, aquí, coronel —dijo una voz.

Faria se lanzó hacia el interior del muro, en la zona que daba a la ciudad, y al pie del fortín contempló los restos de la batería, con las ruedas y la cureña hechas añicos y el cañón de hierro reventado por el impacto. Seis cuerpos estaban destrozados alrededor y sólo uno de ellos agitaba los brazos, desesperado.

—Muchacho… —preguntó al soldado que se movía.

—Mis piernas, señor, mis piernas —balbució.

Sólo entonces advirtió Faria que a aquel soldado, el único superviviente de la escuadra que mandaba Sangenís, el impacto le había arrancado de cuajo ambas piernas.

—Aguante, muchacho, aguante. ¡Morales, sargento Morales! —gritó.

—Aquí, coronel, aquí.

Morales apareció sobre la muralla, con el uniforme hecho jirones, el rostro lleno de sangre y caminando como si se hubiera liquidado dos botellas de oporto.

—Ayúdeme, vamos, ayúdeme si es que puede.

—Estoy bien, señor, un poco aturdido. Esta sangre… ¡Dios! —clamó Morales al verse las manos empapadas.

—¿Está usted herido?

—No lo sé, señor, no lo sé.

Faria examinó la cabeza, el cuello y el pecho de su ayudante. Tenía algunos pequeños cortes en la cara, en las manos y en la cabeza, pero no parecían graves aunque sangraban de manera muy aparatosa.

—No es nada. Venga, tenemos que cortar la hemorragia de este soldado.

El muchacho sin piernas había dejado de chillar y de agitar los brazos; le aplicaron dos torniquetes en los muñones de los muslos, por donde las piernas le habían sido arrancadas de cuajo, y lo cargaron en brazos.

—¿Está muerto? —preguntó Morales.

—No, todavía respira; se ha desmayado, pero morirá si no le atienden pronto. Hay que llevarlo al hospital, ha perdido mucha sangre.

Dos camilleros acudieron enseguida a las llamadas de socorro de Faria.

—¿Y Sangenís?, ¿dónde está el coronel?

Faria buscó entre los cadáveres hasta encontrar al coronel de ingenieros. El director de las obras de defensa de la ciudad de Zaragoza yacía inerte, con el pecho atravesado por un pedazo de metralla que le había destrozado el corazón.

Faria subió de nuevo a lo alto de la muralla y contempló el despliegue de dos batallones de infantes franceses que empezaban a penetrar por una brecha abierta en el muro; llevaban las bayonetas caladas en la boca de sus fusiles.

—Retirada, retirada. Nos replegamos hacia el convento de San Agustín, deprisa, deprisa —ordenó.

Los que todavía podían andar por su propio pie dejaron a los muertos atrás pero cargaron al hombro con los heridos y se replegaron hacia la posición del convento de San Agustín, desde donde tres baterías y dos centenares de escopeteros mantenían a raya a los infantes franceses.

El conde de Castuera dio órdenes de resistir en ese sector y regresó a Capitanía, donde Palafox también acababa de llegar, procedente de la zona de El Portillo.

—Le ordené que se mantuviera aquí, coronel Faria —le dijo.

—Recibimos una desesperada llamada de socorro del coronel Sangenís. Ha caído, general, Sangenís ha muerto.

Faria le detalló el episodio que acababa de vivir.

Los franceses habían logrado avanzar en varios frentes. En cada sector la resistencia de los defensores de Zaragoza era enconada y heroica, pero la superioridad de la artillería francesa parecía determinante. El avance francés era lento pero inexorable y, a diferencia del primer sitio, ahora seguía una táctica bien estudiada. Paso a paso, fortín a fortín, posición a posición, los franceses iban estrechando el cerco, ocupando cada una de las posiciones que atacaban. Cada vez que alcanzaban y consolidaban una posición, construían trincheras paralelas para seguir avanzando y ganando terreno.

Parecía claro que habían aprendido la lección del primer asedio y que no iban a cometer los mismos errores. Una de las obsesiones del mando francés era mantener aislados por completo a los defensores, pues sabían que lo que no terminaran las bombas se encargarían de hacerlo el hambre y la enfermedad.

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