¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXIX

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A mediados del mes de enero de 1809, la situación de los defensores de la ciudad comenzaba a ser trágica. Habían perdido la esperanza de recibir ayuda del exterior, pues el ejército regular español prácticamente no existía, tras ser destrozado en Uclés, y los británicos acaban de embarcar todas sus tropas en La Coruña, rumbo a Inglaterra. Moore, a quien Napoleón había perseguido a fines de 1808, había sido abatido en el puerto mientras dirigía el embarque y, aunque habían perdido todos los caballos y una quinta parte de los hombres, los ingleses habían logrado al menos salvar todos sus cañones.

Estaba claro que los zaragozanos no resistirían por mucho tiempo el ataque francés y que sólo la ayuda exterior podía liberarlos, pero el ejército español estaba siendo batido en todas partes y apenas quedaban dos o tres divisiones plenamente operativas, y la ayuda inglesa se había esfumado en cuanto Napoleón apareció en la Península.

—Parece que estamos perdidos —comentó Palafox al enterarse de que los franceses habían consolidado posiciones muy avanzadas, ya en las mismas puertas de la ciudad.

—Avanzan paso a paso, despacio pero de manera contundente. No hemos logrado recuperar ni una sola de las posiciones que nos han ganado en la última semana. Y además, el hambre acecha, general —le previno Faria—. La mayor parte del ganado ha muerto y los almacenes de víveres están casi vacíos, apenas tenemos comida para quince días.

—Nos comeremos los pájaros, la hierba, lo que sea, pero Zaragoza no se rinde.

—Lo peor son las enfermedades. La epidemia de pestilencia afecta ya a más de mil personas y el número de contagiados va en aumento. Hoy mismo han muerto más de cien. Nuestra situación es desesperada.

—¿Y bien, coronel?, ¿qué opina?, ¿tiene alguna propuesta alternativa?, ¿la rendición acaso? Ya sabe lo que nos ha ofrecido el mando francés: rendición incondicional a cambio de nada.

—Tal vez…

—No, Francisco, no hay otra opción que resistir y morir hasta la defensa de la última posición. ¿Sabe?, la historia juzgará a los defensores de Zaragoza de manera benévola si resistimos hasta la última gota de nuestra sangre. Incluso seremos héroes; muertos, pero héroes. Nos levantarán monumentos y nos dedicarán poemas épicos y canciones. En cambio, si nos rendimos, tal vez mantendremos la vida, pero la historia dirá de nosotros que fuimos unos cobardes.

—Yo amo la vida, general.

—Usted es un soldado, y ha jurado entregar su vida en defensa de su patria. Ése es el mayor ejemplo de amor que puede ofrecer un militar. Comprendo que desee vivir: es joven, está enamorado y tiene un brillante futuro por delante. Cuando acabe esta maldita guerra, si sobrevive, será usted general y sin duda alcanzará a no tardar el grado de mariscal de campo, pero ¿le compensará eso la ausencia de gloria?

—En Trafalgar fuimos derrotados, y no creo que ninguno de los soldados que perdimos aquella batalla pero sobrevivimos nos hayamos visto privados del honor y la honra.

—Sí, pero a quien le van a levantar un monumento en Londres es a Nelson. Dentro de cien años, ¿quién se acordará de los vencidos? Sólo los héroes pasan con gloria a las páginas de los libros de historia, coronel. Y no lo dude, ya tenemos reservadas unas cuantas en ellos. No existe otra opción que morir con valor. Consuélese: algún día una calle de esta ciudad llevará su nombre.

»Por cierto, me han hablado muy bien de su novia. La madre Ráfols me ha dicho que le es de mucha ayuda con los enfermos; claro que también me ha insinuado que trate de convencerlos para que ustedes dos se casen, pues ahora están viviendo en pecado —dijo Palafox.

—Mi general, yo…

—Por mí, puede usted hacer lo quiera, pero sepa que en esta ciudad no está bien visto que un hombre y una mujer vivan juntos sin estar casados. Ahora, en la guerra, todo es mucho más…, digamos más relajado, pero podría tener problemas con la Iglesia si ésta se mete en sus asuntos privados, y no dude que en cuanto pueda lo hará, aunque usted sea un héroe de Trafalgar.

• • •

El 22 de enero de 1809 la ofensiva francesa se había detenido en todos los frentes abiertos en la ciudad. Una orden firmada por el mismísimo emperador, poco antes de partir desde Valladolid hacia Francia, nombraba al mariscal Lannes nuevo comandante en jefe del ejército francés ante Zaragoza. Al firmar la orden, Napoleón había comentado a sus ayudantes que cuando fuera conquistada esa ciudad no se debería mostrar ninguna conmiseración para con sus defensores, a los que no consideraba sino una pandilla de irreductibles fanáticos. Lannes era valorado como uno de los más eficaces soldados del Imperio, pero a su prestigio militar le precedía una fama de hombre brutal y despiadado. Hijo de un mozo de cuadra, su cultura era escasísima y sus modales tan groseros e inapropiados que lo hubieran echado a patadas de cualquier salón parisino de no lucir sobre sus hombros los entorchados de mariscal del Imperio.

Nada más llegar ante Zaragoza para hacerse cargo del mando, Lannes reunió en su tienda a todos los jefes de los regimientos y les ordenó lanzar un ataque definitivo. Demandaba éxitos y los quería de inmediato. El emperador le había encomendado la conquista de Zaragoza y deseaba entregársela cuanto antes, entera y con todos sus defensores vivos, si fuera posible, o a pedacitos si fuera necesario.

Durante cinco días se preparó a conciencia el asalto. Los principales baluartes defensivos fueron bombardeados sin misericordia, con toda la potencia de fuego de los cañones y de los morteros.

—Sus regimientos de infantería de asalto están listos para lanzar un ataque masivo —comentó Palafox, que había subido con Faria a lo alto de la Torre Nueva—. Conozco esta táctica, muy querida para Bonaparte, que no en vano pertenece al arma de artillería. Se trata de abrasar las defensas enemigas con un intenso y concentrado fuego de artillería y una vez inutilizadas lanzar al ataque una carga masiva de la caballería y la infantería. Esa táctica le ha salido muy bien en las batallas en Italia y en Austria contra cuerpos de ejército mal dirigidos, y ahora uno de sus perros más leales y fieros nos intenta vencer con la estrategia que ha aprendido de su señor.

—¿Conoce usted a Lannes, general?

—No, pero he recogido algunas referencias sobre él. Es un tipo cruel e impío.

—En fin, parece el hombre adecuado para acabar con la resistencia que estamos ofreciendo —comentó Faria.

—Debemos prepararnos para el asalto definitivo.

—¿Alguna instrucción especial para los soldados, señor?

—Sí. Resistir, resistir y resistir. Que nadie dé un paso atrás y que ningún hombre abandone su puesto de combate. Si ese maldito mariscal quiere Zaragoza para ofrecérsela a su emperador, tendrá que matarnos antes a todos. Y en ese caso no le entregará una ciudad, sino un cementerio.

Las palabras de Palafox intentaban levantar el ánimo de los sitiados, pero era demasiado poco cuando sólo disponían de agua de arroz para alimentarse.

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