¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXXI

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Cayetana se acercó a la camilla en la que un soldado gemía de dolor, empapado en un sudor frío. La joven secó la frente del herido con un pañuelo y, al contemplar sus ojos apagados y acuosos, comprendió que no tardaría demasiado tiempo en morir.

La madre Ráfols se acercó hasta Cayetana, le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Estás agotada, hija, deberías descansar un poco. Si caes enferma, en vez de una ayuda serás un problema más.

—No, madre, estoy bien.

—No, no lo estás. Vamos, hazme caso, serás mucho más útil si regresas descansada.

Desde que llegara a Zaragoza en busca de Francisco de Faria, Cayetana Miranda había estado ayudando en los hospitales en el cuidado de enfermos y heridos. Las bombas francesas, la metralla, las enfermedades y la miseria estaban causando estragos entre los zaragozanos. Cada día eran ingresados más de cien nuevos pacientes, y todas las manos que se dedicaran a su cuidado eran necesarias.

Cayetana pasaba el día entero en el hospital. Sólo regresaba a la habitación que compartía con Faria para dormir. El encuentro con su amante todas las noches, salvo aquéllas en las que Faria tenía que permanecer de guardia en primera línea, la compensaba con creces el duro esfuerzo de la jornada. En el hospital lavaba ropa, preparaba vendas, limpiaba heridas, asistía a los cirujanos en las operaciones, casi siempre amputaciones de brazos o piernas provocadas por los cañones y morteros franceses, pero sobre todo consolaba a los heridos con una cálida sonrisa, una palabra cariñosa o una caricia dulce y delicada.

Regresaba a la fonda cansada y triste, desalentada por los muertos que cada día salían del hospital para ser enterrados a toda prisa en fosas comunes, y no comprendía cómo era posible que los hombres pudieran matarse tan cruelmente. No entendía la guerra, ni sus causas ni sus motivaciones. Ella había amado siempre la vida. Quizá porque durante su infancia en Vizcaya tuvo que luchar para sobrevivir, o por su azaroso pasado, vagando de ciudad en ciudad para ganarse la vida con artimañas picarescas, o por los meses que pasó injustamente encerrada en una prisión madrileña, amaba la vida por encima de cualquier otra cosa.

También amaba a Faria. El coronel de la guardia de corps había sido una de las víctimas de su picaresca, cuando en el portal de una casa madrileña le robó el dinero y el reloj de oro, pero después, cuando se encontraron fortuitamente en un mesón de Cádiz pocas semanas antes de la batalla de Trafalgar, se habían convertido en fogosos amantes.

Tras la entrevista celebrada en Bayona entre Napoleón, Carlos IV y Fernando VII, y al enterarse del estallido de la guerra el 2 de mayo en Madrid, Faria decidió regresar a España para combatir al invasor francés. Cayetana sintió un profundo dolor en el centro de su corazón en el momento de despedirse, a orillas del río Bidasoa; estaba enamorada de Faria y había decidido que nada ni nadie sería capaz de separarla de él, ni aunque se empeñara en ello el mismísimo emperador de los franceses.

Cayetana hizo caso a la madre Ráfols y se marchó a descansar.

Ricardo Marín, el dueño de la posada donde se hospedaban Francisco de Faria y Cayetana Miranda, ordenó a uno de sus criados que le sirviera algo de comer a la muchacha. El criado se encogió de hombros y dijo que sólo quedaba algo de pan, harina, aceite, arroz, sal, ajos y unos tomates secos.

—Bueno, pues todo eso junto puede dar como resultado una buena sopa. Si no le importa, señorita, cenaremos juntos —dijo Marín.

Cayetana asintió y comió con ganas la sopa de ajo, tomate y pan.

—Al menos está caliente —comentó la joven.

—No hay otra cosa, mi querida amiga.

El día era muy frío; una niebla intensa y heladora cubría la ciudad desde hacía tres días, y los bombardeos y ataques franceses habían disminuido por ello.

Faria llegó a la posada envuelto en su capote de campaña, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el rostro tumefacto por el frío y la humedad. Se acercó hasta la mesa de Cayetana, saludó a Marín y le dio un beso a su amante.

Faria se quitó el capote y se acercó a la chimenea para calentarse al fuego.

—Vengo de hacer la ronda por las posiciones defensivas del sector norte. Estoy helado; esta maldita niebla densa y húmeda se mete hasta los huesos.

—Tal vez la comida se acabe pronto, pero al menos las ruinas nos proporcionan madera abundante para mantener el fuego encendido.

Dos enormes vigas crepitaban entre las llamas, que consumían una madera noble pintada con escudos de armas y decoraciones florales y geométricas.

Tras la cena, Cayetana y Francisco se retiraron a su habitación. Un criado les había caldeado la cama con un calentador de cobre lleno de brasas rusientes. Cayetana se lavó con agua tibia y se cepilló el pelo mientras su amante la esperaba en el lecho.

Los dos jóvenes se amaron con ternura, despacio, disfrutando de cada instante, de cada caricia, arropados por un murmullo de susurros y gemidos.

—En cuanto se levante esta niebla, los franceses lanzarán otra ofensiva brutal. Cada ataque nos causa más daño que el anterior. Ya no somos capaces de mantener una posición estable, y día a día estamos retrocediendo. Si consiguen romper nuestra primera línea de defensa, los franceses convertirán a toda la ciudad en un campo de batalla, y tendremos que luchar casa por casa —dijo Faria a Cayetana, a la que permanecía abrazado entre las sábanas después de haberse amado.

—¿No sería mejor rendirse? —preguntó la muchacha.

—Tal vez, pero Palafox no lo hará nunca. Ese aragonés es terco como una mula y orgulloso como un pavo real. Sabe que no tenemos ninguna posibilidad de vencer a los franceses, pero él sigue confiando en que ocurra un milagro como el de Bailen. Dice que el tiempo juega a nuestro favor y que tarde o temprano alguien se rebelará en algún rincón de Europa siguiendo nuestro ejemplo, y que la insurrección contra los franceses se extenderá por todos los países que han ocupado y entonces no tendrán otro remedio que regresar al otro lado de los Pirineos, de donde nunca debieron salir.

—Pero ¿y si eso no ocurre, si nadie se rebela contra Napoleón?

—En ese caso defenderemos Zaragoza casa a casa, habitación a habitación, hasta que no quede nadie vivo para mantener en la mano un cuchillo o una espada, o para disparar un mosquete o un fusil.

—Eso será una masacre.

—Sí, lo será, como ocurrió en Sagunto o en Numancia en la época de los romanos. De vez en cuando este país tiene que sufrir una tragedia para disponer de héroes y mártires a los que levantar monumentos y rendir homenajes. Quizá sea éste el sino de Zaragoza, una nueva Numancia tal vez.

Faria abrazó a su amante y la besó con dulzura.

—Entonces… mañana puede ser el último día…

—A partir de esta noche, cualquiera puede ser la última.

• • •

El primer día de febrero los franceses lanzaron una gran ofensiva sobre las ruinas del convento de San Agustín. Despechados por la derrota y por haber tenido que abandonar esa posición que casi tenían ganada, los franceses atacaron con una contundencia brutal. Durante todo el día los defensores lucharon por mantener ese puesto, que se consideraba clave para el sostenimiento de la línea defensiva del sector oriental, pero los esfuerzos de los españoles fueron vanos. Al finalizar el día, y ante la imposibilidad de mantener San Agustín, Palafox dio la orden de retroceder hacia el interior de la ciudad y hacerse fuertes en la calle del Coso.

La bandera tricolor ondeaba al fin sobre la torre de la iglesia de San Agustín; los franceses ya estaban dentro de Zaragoza.

La ofensiva se recrudeció en los días siguientes. El avance francés era lento pero constante. Palafox había previsto una enconada resistencia casa por casa si los franceses, como estaba sucediendo, rompían la primera línea defensiva diseñada por Sangenís.

Zaragoza no era precisamente una ciudad preparada para resistir un asedio. Los viejos muros medievales de ladrillo, adobe y tapial apenas podían soportar el bombardeo de la artillería moderna, no existían bastiones defensivos en condiciones, eran los conventos los que se utilizaban con ese fin, y Sangenís había tenido que adaptar a toda prisa y con escasos medios algunos puntos del recinto para instalar las baterías en unas posiciones demasiado endebles.

Ocupado el convento de San Agustín, los ataques franceses comenzaron a hacer mella por todas partes. El 2 de febrero el barrio de las Tenerías fue bombardeado para preparar el asalto de la infantería. Al día siguiente fueron ocupadas las ruinas del convento de Santa Engracia, que había sido volado durante el primer asedio pero mantenían un alto valor estratégico por su posición dominante sobre un tramo del río Huerva. El día 6 cayó el monasterio de Nuestra Señora de Jesús y al siguiente los franceses llegaron hasta la iglesia de la Magdalena, donde Palafox había dispuesto la segunda línea de defensa.

Cada día los franceses ocupaban varias casas, y algunas eran demolidas con minas y hornillos. Se luchaba en la calle, dentro de las casas, en los tejados e incluso en los sótanos. Zaragoza estaba llena de ellos, y los defensores aprovechaban los túneles subterráneos para desplazarse por el subsuelo y sorprender a los franceses surgiendo por su retaguardia. En cuanto se apercibieron de ello, los atacantes se dedicaron a volar los túneles y las bodegas para impedirlo.

Para amedrentar todavía más a los zaragozanos, los franceses bombardearon el templo de Pilar, en cuyas naves, habilitadas como hospital, se alineaban decenas de catres con enfermos y heridos. Palafox había indicado a sus oficiales que convirtieran a la Virgen del Pilar en el principal icono de la resistencia. Estampas con su imagen, banderas y guiones, coplas y canciones dedicadas a la Virgen estaban muy presentes en el frente de combate. Cuando cayeron las primeras bombas sobre el templo del Pilar, la indignación de los zaragozanos creció aún más, y, lejos de producir el efecto esperado, todavía enardeció el furor de los defensores.

Varias bombas alcanzaron el palacio de la Diputación del Reino, cerca de la basílica del Pilar. Faria ordenó a algunos de sus hombres que corrieran para ayudar a sofocar el incendio que se había producido en sus archivos.

—¡Bah!, sólo son papeles viejos —dijo un capitán.

—Es nuestra memoria —replicó Faria.

El mismo Faria se afanó en salvar cuanto pudo del archivo. Logró rescatar algunos legajos tan antiguos que hacía siglos que nadie había abierto y algunas obras de arte atesoradas en los últimos cuatrocientos años, pero otras muchas se perdieron para siempre entre el fuego.

Mientras el palacio que había sido sede del gobierno del reino de Aragón ardía, los franceses desplegaron varios regimientos en el barrio del Arrabal, en un intento por conquistarlo y llegar hasta la orilla izquierda del Ebro, frente a la ciudad.

Desde la embocadura del puente de Piedra, junto a la Lonja de mercaderes, Faria contempló el estallido de algunas casas en el Arrabal, y cómo los franceses ganaban paso a paso posiciones en el barrio.

Uno de sus ayudantes le comunicó que la primera línea de defensa se estaba derrumbando por varios puntos, y que resultaba imposible mantenerla firme. Al tiempo, el general Palafox convocaba a sus oficiales a un consejo extraordinario.

El edificio de Capitanía parecía ya más un fortín que el palacio nobiliario que fuera antaño. La entrada por la calle del Coso estaba protegida con parapetos y barricadas.

Palafox estaba serio, pero no había perdido la moral ni la voluntad de resistir hasta el final.

—Caballeros —dijo—, la situación es crítica. Nuestra primera línea defensiva está siendo superada en varios sectores. Los franceses ya ocupan posiciones firmes y consolidadas en el convento de San Agustín, en el de Santa Engracia y en el Arrabal. Despacio, porque nuestra resistencia es tenaz, pero avanzan paso a paso hacia el centro de Zaragoza. La población civil se está comportando con una bravura inigualable y la tropa, y ustedes son testigos privilegiados porque son los que la mandan, está dando todo cuanto tiene y aún más. Pese a la superioridad del enemigo, a su mayor potencia de fuego y a su mejor preparación, estamos consiguiendo retener su avance.

—Mi general —intervino Pedro María Ric—, me permito indicarle que algunos oficiales creen que sería mejor capitular ahora.

—¿Es ésa también su opinión?

—Sinceramente creo, señor, que no tenemos la mínima posibilidad de vencer en esta batalla.

—Pues no es ésa mi intención, don Pedro. Yo creo que sí podemos resistir hasta que cambien las circunstancias políticas. No estamos solos en la lucha contra Bonaparte. Europa entera sabe de nuestro sacrificio y de nuestros esfuerzos. Somos un ejemplo en la lucha contra la tiranía. Medio mundo nos está mirando y nos alienta para que sigamos resistiendo, porque así es como ha de vencerse en esta guerra.

»Tenemos que aguantar un poco más. Napoleón tiene problemas en Europa, que irán en aumento en las próximas semanas. Si resistimos, los franceses acabarán por reconocer su fracaso y se marcharán —insistió Palafox.

—Mi general, tenemos un enemigo dentro peor incluso que el propio ejército gabacho —dijo Pedro María Ric.

—¿A qué se refiere?

—A la epidemia. La pestilencia se extiende por toda la ciudad sin que podamos evitarlo. Cada día caen enfermas más de cien personas, y la mayoría muere ante la falta de alimentos y de atención. Ya son más los muertos por la epidemia que por las bombas de los gabachos, y el porcentaje va en aumento. Además, nuestros almacenes de provisiones están casi vacíos; dentro de quince o veinte días no dispondremos de nada para comer. Y no tenemos ninguna posibilidad de recibir ayuda desde el exterior, pues el cerco francés es muy rígido e impermeable. Toda la ciudad está rodeada por varias líneas paralelas de trincheras enemigas. Nadie podría atravesarlas para recabar ayuda o para introducir víveres.

»Ésta es la situación real, mi general.

—Mientras nos quede un halo de vida y un hombre dispuesto a empuñar un fusil, esta ciudad resistirá. Quien quiera rendirse, que lo haga. No me opondré. Mañana a primera hora del día, los que deseen abandonar la defensa de Zaragoza podrán hacerlo, pero los que se queden lo harán para resistir hasta el final.

»Bien, que levante la mano quien desee rendirse.

En la sala donde estaban reunidos los oficiales se hizo un silencio espeso y acerado. Nadie alzó el brazo.

—Está claro: Zaragoza no se rinde. Señores, resistiremos —sentenció Palafox.

• • •

—Hoy hemos acordado algo parecido a nuestra sentencia de muerte —le dijo Faria a Cayetana.

—Zaragoza no va a capitular, ¿verdad? —inquirió la joven.

—No. Palafox ha conminado a rendirse a cuantos quieran hacerlo, pero nadie ha dado un paso adelante. Ahora la consigna es resistir hasta el final. Sólo nos queda esperar la muerte, o un milagro.

—¿Pero es que no se puede hacer nada, no se puede convencer a Palafox de que es mejor entregarse y salvar las vidas de tanta gente?

—La mayoría de los zaragozanos está dispuesta a resistir hasta el fin. Yo veo todos los días a hombres que jamás antes empuñaron un arma pelear en las trincheras como fieras rabiosas. Han gestado tal odio hacia los franceses y han generado semejante orgullo, que para ellos la defensa de esta ciudad es más importante que su propia vida. Tú misma has podido comprobarlo en el hospital.

—Sí, claro, pero los enfermos y los heridos no suelen ser plenamente conscientes de su actos ni de sus palabras. La mayoría está muy afectada por el sufrimiento de la enfermedad y el dolor de las heridas. He visto a algunos delirar de manera terrible, y querer levantarse del lecho empapados por el sudor de la fiebre, gritando enardecidos «muerte a los franceses», para luego caer abatidos sollozando como niños y reclamando desconsolados la presencia de sus madres.

»¿Y nosotros? Tal vez si tú intentaras convencer a Palafox para que se rindiera…

—Lo siento, Cayetana, yo soy el menos indicado para hacerlo. Recuerda que mis compañeros de armas me consideran un héroe superviviente de Trafalgar, y allí, a pesar de lo que nos estaba cayendo encima, no nos rendimos. No. No puedo hacerlo.

—¿Ni siquiera por nosotros?

—No puedo, no puedo…

Cayetana se abrazó con fuerza a su amante, que sintió cómo se estremecía el cuerpo de la joven. La noche era fría y oscura, aunque a través del amplio balcón podían apreciarse algunos resplandores de los incendios que la artillería francesa había provocado esa jornada.

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