Illuminati

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SEGUNDA PARTE

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SEGUNDA PARTE

La expansión de los Illuminati

—La siembra… —Los precedentes del socialismo. —El profeta. —Y la cosecha. —El Testamento de Satanás. —La advertencia de Rasputín. —«La guerra que acabará con todas las guerras». —El sueño hecho realidad. —Inversiones exóticas. —Se busca socio capitalista. —Viejos conocidos. —Alemania, año cero. —La Unión Germana. —La OTO de Theodor Reuss y Aleister Crowley. —H de Hitler. —Los banqueros, Thule y el Vril. —La Orden Negra. —Llega el Séptimo de Caballería. —2000 años después. —«Ad maiorem Gloria Dei». —La obra del escribano. —La cruz torcida. —La extraña muerte del Papa «bueno». —Los mercaderes del templo. —El porqué de un santo. —La rendición

«¡Filadelfos de todos los países, uníos!».

CONSTANTIN PEQUEUR, masón francés y presidente de la Sociedad Filadelfa.

La siembra…

El 12 de julio de 1842 un conocido poeta del Romanticismo alemán, miembro secreto de los carbonarios, publicó un extraño texto con aires de profecía en la revista Franzosische Züstade, de Hamburgo. En él se advertía de que «el comunismo, que aún no ha aparecido pero que aparecerá poderoso y será intrépido y desinteresado como el pensamiento […] se identificará con la dictadura del proletariado» y «aunque de él se hable ahora muy poco […] será el héroe tenebroso al que se reserva un magno pero pasajero papel en la moderna tragedia. Sólo espera la orden para entrar en escena». Vaticinaba además «la guerra entre Francia y Prusia, que será sólo el primer acto del gran drama, el prólogo. El segundo acto será el europeo, la Revolución universal, el gran duelo de los desposeídos contra la aristocracia de la propiedad. Entonces no se hablará de nación ni de religión. Sólo existirá una patria, la Tierra. Y una sola fe, la felicidad sobre la Tierra» porque «existirá quizá tan sólo un pastor y un rebaño, un pastor libre con un cayado de hierro, y un rebaño humano esquilado y balando de modo uniforme».

El autor de estas líneas en las que se augura el advenimiento del comunismo, la guerra franco prusiana de 1870 y la globalización, que además utiliza por vez primera la expresión dictadura del proletariado de la que posteriormente se apoderó Lenin, fue el poeta Heinrich Heine.

Cualquier enciclopedia relata los hechos más conocidos de su vida, que estudió en varias universidades alemanas donde se doctoró en leyes, que viajó por diversos países europeos como Italia, Francia o el Reino Unido, que se relacionó con personajes populares de su tiempo como Humboldt, Lasalle, Víctor Hugo, Wagner o Balzac y que ganó fama por el lirismo de su obra poética, reflejada en títulos como sus Cuadernos de Viaje.

Otras circunstancias son menos conocidas o destacadas, como que era sobrino del banquero Salomón Heine de Hamburgo, que en la Universidad de Berlín tuvo oportunidad de relacionarse con Hegel (el autor de los conceptos de tesis, antítesis y síntesis), que trató a los Rothschild de Londres y que uno de sus más íntimos amigos fue Karl Marx. De hecho, fue gracias a Heine que Marx consiguió llegar sano y salvo a Inglaterra, huyendo de la persecución de las policías prusiana y francesa.

En aquel momento, un masón británico protegido también en su día por la misma casa Rothschild ocupaba el asiento de primer ministro del Reino Unido, Benjamin Disraeli.

Los precedentes del socialismo

En el siglo XIX dos esoteristas franceses recuperaron y revitaliza ron para el mundo moderno los ideales de la sinarquía desarrollados en la época de la antigua Grecia. El primero de ellos fue el erudito Fabre d’Olivet, cuya agitada vida estuvo repleta de contactos y aventuras con distintos grupos de masones, teósofos y otras sociedades secretas. Algún autor asegura que llegó a contactar con los Illuminati aunque no a militar en su organización. En su afán por llegar hasta el significado original de las ceremonias de las viejas religiones aprendió latín, hebreo y sánscrito para traducir directamente todos los textos que llegaran a sus manos. D’Olivet fundó una curiosa variante de la masonería, lejanamente emparentada con las primitivas y bucólicas asociaciones de carbonarios, y que se basaba en la jardinería y la agricultura.

Los tres grados de su organización eran aspirante, labrador y cultivador, que sustituían a los clásicos aprendiz, compañero y maestro. Sus ideas y reflexiones sobre el bienestar de la humanidad influyeron mucho en algunos socialistas utópicos, como Charles Fourier o Claude Henry Rouvroy, conde de Saint Simon, así como en literatos de la talla de Victor Hugo, André Bretón y Rainer Maria Rilke.

El segundo esoterista de importancia fue un conocido de D’Olivet, su principal discípulo y amigo Saint Yves d’Alveydre, que, al trabajo de su maestro, añadió su propia aportación derivada de las influencias religiosas y mitológicas hindúes, así como de su conocimiento de la lengua árabe. Además, contó con una ventaja inusual, la solvencia económica de por vida que le dio el hecho de casarse con la rica condesa de Keller, con lo que pudo dedicarse con tranquilidad a sus investigaciones.

Fue él quien introdujo en Occidente el arquetipo oriental del Rey del Mundo: un monarca tan enigmático como poderoso, verdadero dueño de la Tierra, y que dirigiría los destinos de todos los seres humanos desde un centro de poder oculto en Agartha, una ciudad mágica ubicada en un lugar indeterminado, próximo a los Himalaya o quizá en el interior de las mismas montañas. Por otra parte, la auténtica tradición oriental nunca ha hablado de Agartha sino de Shambala, por lo que no está claro si Saint Yves utilizó el primer nombre como sinónimo del segundo, si creía en la existencia de ambos lugares o si simplemente mezcló las dos versiones de manera arbitraria. En cualquier caso, Saint Yves elaboró su propia teoría sobre la reorganización ideal de la sociedad, utilizando el concepto de Agartha de la misma forma que había hecho Platón con la Atlántida en varios de sus diálogos.

Para Saint Yves, el ideal de la felicidad social pasaba por una teocracia en la que se modificaran las relaciones del hombre con lo sagrado, de manera que éste fuera lo más importante de la civilización. Este sistema precisaba de una clase sacerdotal diferente de la establecida por el Vaticano o por otras confesiones cristianas, de las que no se fiaba. Así llegó a la conclusión de que los nuevos hierofantes debían ser «los miembros de la aristocracia económica». Debido a sus contactos diarios con los ricos prohombres europeos con los que trataba gracias a su esposa, Saint Yves dedujo que sólo esta clase social estaba dotada de los medios suficientes para modificar y mejorar la situación socioeconómica de la población una vez asumido el poder político real. Creía que elevando ese nivel económico se elevaría también el nivel cultural y, de esa forma, las masas podrían comprender mejor a la divinidad y ser más felices.

Es obvio que si hubiera dispuesto del don de la videncia para ver cómo funciona el mundo actual, habría desechado sus ideales, puesto que, si algo hemos aprendido en Occidente especialmente en los últimos cien años, es que el incremento de las comodidades materiales y del tiempo de ocio no parece generar precisamente una mayor inquietud espiritual, sino más bien todo lo contrario. Pero el caso es que sus ideas impactaron en una serie de pensadores posteriores, como John Ruskin, que pertenecían a una corriente conocida como los socialistas utópicos.

El socialismo utópico había nacido del magma de influencias relacionadas con la Industrialización, el enciclopedismo y ciertas enseñanzas de la masonería, el martinismo e incluso de los Iluminados de Baviera. Estos primitivos socialistas, considerados precursores de las teorías de Karl Marx, pretendían aplicar el espíritu de la Revolución francesa, pero librándolo en lo posible de la sangría y la destrucción que había causado a finales del siglo anterior.

Uno de sus principales ideólogos, el conde de Saint Simon, fundó una secta a medio camino entre la política y el misticismo anticatólico. Se jactaba de ser descendiente de Carlomagno, que, según él, se le había aparecido en sueños durante la época del Terror jacobino mientras aguardaba en un calabozo su turno para ser guillotinado. El rey de los francos le habría vaticinado que viviría para dedicarse a la filosofía y la política y, en efecto, como fue indultado a última hora, achacó lo ocurrido a influencias sobrenaturales y se puso manos a la obra. En su concepción del mundo, la Iglesia debía desaparecer y el científico sustituir al sacerdote en la cúspide de la pirámide social, mientras que el resto de la población (excepto los literatos y artistas, que ocuparían el papel de la nobleza y el clero en el Antiguo Régimen) se dedicaría al trabajo puro y duro. Gran admirador de la Edad Media, recomendaba caminar hacia la unidad del continente europeo basándola en un vago ecumenismo medieval, que, paradójicamente, fue posible precisamente gracias al cristianismo que tanto le irritaba.

Sus teorías fueron ampliadas y completadas por Charles Fourier y Pierre Leroux, que explicaban el origen de las desigualdades sociales como premios o castigos a existencias anteriores, en una chocante amalgama entre política y reencarnación. Fourier, además, tuvo contactos con los Illuminati: había vivido en Lyon, una de las capitales del ocultismo de su época y allí había colaborado con ellos en la edición del sugerente folletín de Lyon. Allí también conoció a varios francmasones, y todo apunta a que se inició con ellos en el Gran Oriente de Francia y posiblemente en la orden martinista. Entre sus ideas más conocidas figura el planteamiento de «una estructura social perfecta» (¿o tal vez quiso decir perfectibilista?) basada en los falansterios o comunidades autónomas en cuanto a producción y consumo de los productos que necesitaran y donde se practicaría la poligamia. Una idea que no pudo llevar a la práctica en su tiempo, aunque más tarde el movimiento hippy intentara materializarlo, más o menos con éxito, durante los años sesenta y setenta del siglo XX.

Entre las aportaciones más bizarras de Fourier figura su cosmogonía, en la que Dios era el punto de partida de una cadena de seres que incluía la existencia en el universo de hasta 23 millones de sistemas solares como el nuestro. Cada uno de los planetas de estos sistemas poseería vida propia, con sus instintos, sus pasiones, sus intereses… e incluso su propio aroma, que impregnaría a todos los seres que en él habitaran. Además, y según sus cálculos, el alma estaba obligada a migrar un total de 810 veces de uno a otro mundo: sólo 45 de esas encarnaciones serían desgraciadas, mientras que las otras 756 serían felices. Este dato le hizo especialmente popular entre sus seguidores, sobre todo entre los que no estaban muy satisfechos con su vida actual.

El anticapitalismo místico y globalizador de la humanidad que desprendían los escritos de los socialistas utópicos fue transformado por Karl Marx en otro de carácter materialista y científico, pero igualmente destinado a promocionar la idea de unión de todos los seres humanos sin que importara su lugar de nacimiento ni su clase social.

Pero antes de la irrupción en escena del creador de El Capital aún hubo tiempo para los manejos de personajes como Graco Babeuf, fundador de la llamada Sociedad de los Iguales y agitador de diversas conspiraciones orquestadas por las sociedades secretas del primer tercio del siglo XIX en Francia, y considerado por los marxistas como el primer líder del movimiento revolucionario de la clase obrera; Esteban Cabet, uno de los doce miembros de la dirección suprema de los carbonarios y fundador de varias comunas, y el inventor español del submarino, Narciso Monturiol, que perteneció a la órbita filosófica de Cabet. Finalmente, el último de los grandes socialistas utópicos sería el profesor de Oxford, John Ruskin, que formó un círculo de pensamiento con los más notables de entre sus alumnos, como el historiador Arnold Toynbee, el economista William Morris o el masón lord Alfred Milner, e influyó decisivamente en el nacimiento de la Sociedad Fabiana en 1883.

Escudo de la Sociedad Fabiana.

Los fabianos son el eslabón entre el socialismo utópico y el laborismo británico, precursor a su vez de la socialdemocracia, tal y como la entendemos en la actualidad. Tomaron su nombre de Quintus Fabius Maximus, el general romano que durante las guerras púnicas rehuyó con gran habilidad un choque directo entre sus legiones y las tropas cartaginesas, ante la superioridad de éstas. En lugar de acudir a luchar en campo abierto de acuerdo con las leyes del honor militar, organizaba escaramuzas por sorpresa, atacando pequeños objetivos y retirándose en seguida o escondiéndose a medida que avanzaban los cartagineses. Mantuvo la táctica hasta que sus guerreros estuvieron preparados como él deseaba; además se conjugaron una serie de circunstancias que le daban todas las ventajas en la batalla. Entonces atacó y consiguió una importante victoria que le dio la fama. La táctica de los socialistas fabianos respecto al asalto al poder imitaba al general romano: la idea era ir introduciendo un proceso gradual de reformas sociales que evitara enfrentamientos directos entre la clase obrera y los capitalistas, a la vez que se extendía la ideología de igualdad y fraternidad entre los trabajadores de todos los sectores.

Además de Toynbee, el alumno de Ruskin, este movimiento contó con muchas caras famosas de la intelectualidad anglosajona, entre ellos los escritores Virginia Woolf, H. G. Wells, George Bernard Shaw y el filósofo Bertrand Russell, y también mantuvo intensos contactos con la Sociedad Teosófica. La Sociedad Fabiana fue la creadora de la London Economic School, donde en la actualidad continúan formándose las élites capitalistas e internacionalistas. Según diversos autores, los fabianos apoyaron durante un tiempo el marxismo, pero en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo tras el congreso del Partido Socialdemócrata alemán de Bad Godesberg en 1959, se volcaron en apoyo de una ideología más suave basada en la Realpolitik, o política realista, en la que la transformación hacia el nuevo orden mundial — resucita el concepto públicamente— se llevaría a cabo mediante la aceptación del liberalismo y la economía de mercado, convenientemente manejada y reconducida. Y así con el paso de los años cualquier analista político ha podido comprobar, en efecto, que la política económica de los partidos socialdemócratas se ha ido aproximando cada vez más a la de las formaciones de carácter conservador hasta el punto de llegar a ser, en muchas ocasiones, casi idéntica.

El profeta

En 1911, el comunismo estaba todavía en pañales y en principio nada parecía augurar que fuera a llegar más lejos de lo que habían llegado hasta entonces otras teorías políticas más o menos similares, como las que habían ido surgiendo a lo largo del siglo XIX. De hecho, ni siquiera se llamaba así todavía. Sus principales promotores, Karl Marx y Friedrich Engels, hablaban de socialismo sin más.

No obstante, aquel año, el diario norteamericano Saint Louis Post Dispatch publicó una llamativa caricatura del dibujante Robert Minor, que militaba en el Partido Socialista de América. En ella se ve al propio Marx en medio de Wall Street, la calle neoyorquina de las finanzas por excelencia, flanqueado por los rascacielos y rodeado por una muchedumbre entusiasta. Lleva sus obras en la mano izquierda mientras con la derecha le da la mano a un sonriente George Perkins, socio del banquero J. P. Morgan, quien figura al lado de ambos junto con Andrew Carnegie y John D. Rockefeller, todos esperando su turno para estrechar la mano del autor de El Manifiesto Comunista. Al fondo, entre Marx y Perkins, está el presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt.

¿El principal promotor de las ideas socialistas, agasajado y respaldado por lo más granado del capital, al que tan severamente atacaba en sus obras?

La teoría oficial que encontramos en todos los libros de historia de cualquier país occidental es que el capitalismo y el comunismo fueron desde el principio sistemas contradictorios que se combatieron a muerte, especialmente a raíz de la constitución de la Unión Soviética como encarnación de las ideas marxistas. Sin embargo…

Las metas planteadas por los Illuminati en su camino hacia la conquista del mundo que ya adelantamos anteriormente se parecen mucho a las fijadas por Marx, si es que no son las mismas. Donde la sociedad secreta pedía la abolición de la monarquía y de cualquier tipo de gobierno organizado según el Antiguo Régimen, el filósofo hablaba del poder para las masas, representadas en un Estado carente de reyes o líderes unipersonales y en el que no existieran las clases sociales. Donde la primera especulaba con la abolición de la propiedad privada y los derechos de herencia, el segundo exigía lo mismo. Donde se había planteado la destrucción del concepto del patriotismo de las naciones, ahora se impulsaba exactamente eso sustituyéndolo por un difuso sentimiento de internacionalismo, posteriormente mutado en la idea de globalización. Donde los Illuminati querían la eliminación del concepto de familia tradicional y la prohibición de cualquier religión, se postulaba el amor libre y el ateísmo puro y duro para terminar con «el opio del pueblo».

¿Escribió Marx El Capital y El Manifiesto Comunista bajo el influjo de los Illuminati?

Nacido en la ciudad alemana de Tréveris, en mayo de 1818, Karl Marx había sido partidario en su juventud de la llamada izquierda hegeliana y por tanto conocía perfectamente la ecuación Tesis frente a antítesis produce síntesis. Todos los investigadores que han estudiado el caso coinciden en afirmar que cuando publicó sus libros sabía perfectamente lo que se traía entre manos.

Aquélla era la anhelada antítesis por la que habían estado suspirando los sucesores de Adam Weishaupt para enfrentarla con la tesis de la sociedad tradicional y mantener el pulso durante el tiempo suficiente para transformar la mentalidad de las gentes en la dirección deseada y alcanzar así la nueva síntesis bajo el control de los Illuminati.

Persona inteligente, astuta y polemista, periodista con facilidad de palabra y de expresión, auto declarado apátrida y revolucionario, a raíz de sus problemas con la justicia en Prusia y Francia, y provisto de un aspecto físico rotundo, Marx, que a los 17 años había culminado sus estudios graduándose con gran brillantez en todas las asignaturas excepto una, religión, era un Moisés redivivo dispuesto a predicar su buena nueva a las masas de los nuevos «israelitas»: los obreros oprimidos por los faraones del capitalismo, a los que prometía conducir a una nueva Tierra Prometida. El objetivo final de sus prédicas literarias, periodísticas u oratorias (como las que ofreció en la fundación de la Primera Internacional, que se vino abajo porque los anarquistas, que participaron en ella, querían anarquía y la querían ya, sin esperar a más) siempre fue el mismo, que el impacto de sus ideas provocara un maremoto lo suficientemente potente para desatar una revolución equivalente a la francesa, como acabó sucediendo en Rusia, aunque él no llegara a verlo.

Todas las definiciones al uso señalan que las fuentes del pensamiento marxista hay que buscarlas en tres circunstancias concretas: la filosofía de Hegel, el socialismo francés y la escuela clásica de economistas británicos. Las tres, como hemos visto antes, relacionadas de una u otra forma con los manejos de los Illuminati.

El dato que no suelen recoger las enciclopedias, aunque los originales se guarden en las colecciones de documentos del British Museum, es que fue Nathan Rothschild quien firmó los cheques de la llamada Liga de los Hombres Justos, con los que Marx fue gratificado por la elaboración de sus famosas obras.

Y es que el negocio es el negocio, y los representantes del capitalismo internacional infiltrado por los Illuminati no iban a desaprovechar la oportunidad de seguir enriqueciéndose mientras maduraba la lucha entre tesis y antítesis. El próximo objetivo era la Revolución rusa, que se convertiría en breve en el más ambicioso campo de inversiones para los millonarios del mundo. Ya en El Manifiesto Comunista, Marx declaraba la necesidad de «centralizar el crédito en manos del Estado por medio de un banco nacional con capital estatal y monopolio exclusivo». Esto es, un banco central controlado, como los demás, por la banca privada. Rusia era uno de los pocos países europeos que todavía no contaba con uno. Algunos años más tarde, Lenin explicaría también por qué había que asumir el poder financiero igual que el militar. Según sus propias palabras, el establecimiento de una institución de este tipo suponía «el 90 por ciento de la comunicación de un país». La obsesión de los dirigentes comunistas por controlar los flujos de dinero llegó a originar un famoso y sarcástico comentario de Mijail Bakunin, el alma del anarquismo: «Los marxistas tienen un pie en el movimiento socialista y otro en el banco».

Bakunin todavía no sabía que un movimiento radical en el interior de un país concreto sólo puede alcanzar el éxito definitivo si cuenta, entre otras cosas, con mucho dinero y un sólido apoyo del exterior. Como en el caso de la Revolución francesa, es imposible explicar la rusa desde el punto de vista de una revuelta de ciudadanos hambrientos contra el gobierno. Sobre todo en un país como Rusia, cuyos habitantes tradicionalmente habían soportado grandes penurias de todo tipo sin levantar la voz. El escenario estaba dispuesto. Un nuevo acto de la tragedia iba a comenzar.

«La humanidad se divide en buenas personas,

personas a secas y malditos bolcheviques».

PELHAM GRENVILLE WOODEHOUSE, escritor inglés.

Y la cosecha

Un diario de San Petersburgo llamado Znamia (Estandarte) publicó por capítulos, entre agosto y septiembre del año 1903 un extravagante texto anónimo titulado «Programa judío de conquista del mundo». Dos años después apareció una edición completa en un solo folleto bajo el nombre de El origen de nuestros males.

Esta publicación causó un profundo malestar no sólo entre las autoridades locales, sino en la mayor parte de la población que tuvo acceso a su lectura, porque el Testamento de Satanás, como fue calificado a nivel popular, contenía reflexiones de este porte: «Aquellos que seducen al pueblo con ideas políticas y sociales están sujetos a nuestro yugo. Sus utopías irrealizables están socavando el prestigio de los gobiernos nacionales y los pilares de los actuales Estados de derecho. […] Después de desprestigiar a las monarquías, haremos que salgan elegidos como presidentes aquellas personas que puedan servirnos sumisamente. Los elegidos deben tener algún punto oscuro en su pasado con el fin de tenerlos amordazados, por temor a ser descubiertos por nosotros, a la vez que, atados a la posición de poder adquirido, disfrutando de honores y privilegios, se sientan ansiosos de cooperar para no perderlos. […] Cuando, decepcionados por sus gobernantes, los pueblos empiecen a clamar por un gobierno único que traiga paz y concordia, será el momento de entronizar a nuestro soberano».

Sin embargo, la difusión masiva de estos escritos se produjo a raíz de su inclusión en la obra de Serge Alexandrovitch Nilus, Lo grande en lo pequeño: el Anticristo como posibilidad política inminente. Escritos de un ortodoxo, editada en 1905. Nilus ya había publicado una edición príncipe cuatro años antes pero en ella aún no estaban incluidos los que desde entonces se conocen como Los Protocolos de los Sabios de Sión y uno de los libros más vilipendiados del siglo XX.

El Testamento de Satanás

A diferencia de otros textos de la época como El Capital, cuyos dos volúmenes se reeditan periódicamente, hoy día resulta complicado encontrar un ejemplar de Los Protocolos en el mundo occidental fuera del circuito de las librerías de viejo o de Internet. Y eso que en su época fue todo un best seller, que llegó a ser calificado por el ocultista René Guenon como la más clara demostración de «la táctica destinada a la destrucción del mundo tradicional».

Los escritos en sí son de lectura complicada porque parecen hablar de muchas cosas diferentes al mismo tiempo, sin orden aparente, aunque todas ellas especulan sobre un monopolio del poder. En esencia, parecen las notas de un secretario tomadas a toda prisa durante las deliberaciones mantenidas por un grupo de personas, cuyo tema de fondo sea precisamente la mejor manera de conquistar el mundo.

Aunque no se cita a su autor en ningún momento, ni tampoco se describe quién está deliberando, a lo largo de sus páginas se utilizan algunos términos de origen judío, como la palabra goím para referirse a los cristianos, y se nombra a los reunidos con el vago apelativo de los Sabios de Sión. Por ello, desde un primer momento los analistas del texto llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos no era otra cosa que una filtración, o la pérdida de las notas originales que habían servido para elaborar las actas, de las reuniones secretas del Congreso Judío de Basilea que se celebró en 1898.

Durante este encuentro, el más conocido del sionismo político, Theodoro Herzl, padre del sionismo político y fundador de la Organización Sionista Mundial, profetizó la constitución «de aquí a cincuenta años más» de un nuevo Estado de Israel «libre e independiente» en la antigua Palestina, como así sucedió más tarde.

Sin embargo, la transcripción de las sesiones a puerta cerrada nunca se hizo del dominio público, como por otra parte sucede en muchas reuniones similares de organizaciones políticas, sindicales, religiosas o filatélicas. Pero eso contribuyó a que se acusara al propio Herzl de ser el autor, aunque también se barajó el nombre de Asher Ginzberg, uno de los asesores de lord Balfour, al que en noviembre de 1917 el mismo Ginzberg consiguió arrancar la promesa definitiva de «un hogar nacional» para el pueblo judío en Oriente Medio.

Actualmente, está comúnmente aceptado que Los Protocolos no son otra cosa que una hábil falsificación de la Okrana, la policía secreta del zar, destinada a alimentar el tradicional odio del pueblo ruso hacia los judíos, e incluso se señala a Piotr Ivanovitch Ratchkovscky, quien dirigió la policía secreta, como el autor material del texto. Por otra parte, hasta el advenimiento del nacionalsocialismo en Alemania, la inmensa mayoría de los judíos no sólo estaban integrados en la sociedad alemana, igual que en la francesa o en la inglesa, sino que además ocupaban un alto porcentaje de puestos relevantes en ésta, lo que no ocurría en los países eslavos y especialmente en Rusia y Polonia, donde los pogromos o persecuciones de judíos siempre habían disfrutado de gran aceptación popular. Según la tesis oficial, el texto serviría además para atacar a las sociedades de corte masónico, en cuyos rituales y simbolismos existe una clara influencia de la tradición cabalística judaica.

Pero, en aquellos tiempos, nadie dudó de su aparente significado. Como en otros países europeos, Rusia era un hervidero de conspiraciones, y las autoridades del país estaban dispuestas a movilizar todos sus recursos, incluso los temores y odios tradicionales de la población, para refrenar cualquier intentona revolucionaria, viniera de donde viniera.

La redacción del texto, alambicada y llena de sugerencias sobre «los únicos que saben y pueden» porque poseen «una enseñanza acumulada durante siglos», alimentaba todas las sospechas. El propio Nilus poseía el manuscrito original, encuadernado «en unas hojas amarillentas con un borrón de tinta en la cubierta», según el testimonio publicado por Alexandre du Chayla, un oficial cosaco de origen francés que se entrevistó con él cuando coincidió en 1909 en un retiro en el monasterio de Optina Poustyne. Du Chayla, por su parte, llegó a formar parte del Estado Mayor del Ejército de los Cosacos del Don hasta 1921.

El prior del monasterio, el archimandrita Xenophon, le había presentado personalmente a Nilus, cuya familia era de origen escandinavo y se había instalado en Rusia en tiempos de Pedro I. El erudito había estudiado la carrera de leyes en Moscú y conocía a fondo la literatura y la filosofía europeas porque hablaba correctamente varios idiomas, entre ellos el francés, el inglés y el alemán. En 1900 había ingresado como monje para entregarse a una vida de contemplación mística y, según sabemos, llegó a ser confesor del zar. Tras la revolución, se sumó a los innumerables rusos que huyeron de su país para escapar del yugo bolchevique y se instaló en Polonia, donde murió en 1929. Du Chayla siempre consideró el original como un documento real, no una falsificación.

En cualquier caso, el libro saltó a la fama en toda Europa a raíz de la elogiosa crítica que le hizo el periodista británico Wicham Steed en el periódico londinense The Times con motivo de su primera edición en inglés, en mayo de 1920. En su artículo, Steed afirmaba la existencia «desde hace muchos siglos de organizaciones secretas y políticas de los judíos» encargadas de proyectar «un odio tradicional y eterno a la Cristiandad», así como «una ambición tiránica de dominar el mundo». En ese marco, Los Protocolos encajaban perfectamente, ya que en ellos se detallaba cómo «inocular ideas disolventes de una potencia de destrucción cuidadosamente dosificada y progresiva, que va desde el liberalismo al radicalismo, del socialismo al comunismo, llegando hasta la anarquía» en el tejido social y político a través de «la prensa, el teatro, la Bolsa, la ciencia, las leyes mismas, […] medios para producir una confusión, un caos en la opinión pública, la desmoralización de las juventudes, el estímulo del vicio en los adultos […], la codicia del dinero, el escepticismo materialista y el cínico apetito del placer».

Es fácil entender el pánico intelectual que semejante crítica causó no sólo en el Reino Unido, sino en otros países occidentales, donde llegó primero la referencia periodística y poco después la correspondiente traducción. El mismo año de 1920 se publicó la primera edición en Estados Unidos, al año siguiente en Francia y, a continuación, en Alemania. Más tarde llegó a Italia y España. La lectura del libro multiplicó las alarmas en una Europa donde todavía no habían cicatrizado las heridas de la sucesión de conspiraciones y revoluciones que la habían azotado a lo largo del siglo XIX y elevó a la enésima potencia la suspicacia hacia todo lo que estuviera relacionado con el judaísmo. Además, contribuyó a enrarecer el ambiente en el territorio alemán, facilitando la posterior distribución de los mensajes de ideología nazi en los que se defendía la imperiosa necesidad de «expulsar al judío» (como arquetipo tanto o más que como grupo de personas de una extracción racial determinada) para permitir el «libre desarrollo de Alemania y Europa».

Tras la segunda guerra mundial, Los Protocolos fueron acusados de pertenecer a la nueva categoría de «literatura antisemita» y pasaron a un segundo plano, arrinconados por la censura de los países vencedores en el conflicto. Sin embargo, a raíz de las guerras entre israelíes y palestinos, el texto empezó a circular otra vez con mucho éxito, en los países musulmanes y especialmente en los árabes. Muchos jefes de gobierno e incluso de Estado, como el saudí Faisal, el egipcio Nasser o el libio Gadaffi, tenían la costumbre de ofrecer a sus visitantes ilustres un ejemplar del libro como regalo personal.

Desde nuestra óptica, poco importa si el manuscrito fue redactado por un grupo de judíos maliciosos, de pérfidos agentes de la Okrana, de bolcheviques conspiradores, de cosacos resentidos o de críticos literarios. Lo que parece bastante claro leyendo sus páginas es que, fueran quienes fuesen sus autores y aunque se tratara de una falsificación, conocían los planes de los Illuminati o pertenecían a su organización.

Entre otras cosas porque muchas de las circunstancias que se anuncian en sus páginas, algunas de las cuales eran absolutamente impensables en su época, se han ido cumpliendo paso a paso con sorprendente precisión durante los últimos cien años. Una teoría en boga en los últimos tiempos atribuye precisamente la redacción de Los Protocolos a la dirección de los Illuminati, que se habrían limitado a hacer públicos sus planes con total impunidad, garantizando así que éstos llegaran a todos sus agentes en el mundo occidental gracias al escándalo generado por su difusión literaria y camuflando su identidad al introducir referencias de carácter judaico. De esta forma, además, harían recaer las sospechas sobre el sionismo político e irían preparando el terreno para los próximos conflictos mundiales pronosticados en las cartas intercambiadas por Pike y Mazzini.

Resumiendo mucho el texto, Los Protocolos describen, entre otras, las siguientes tácticas para conseguir el éxito final de su estrategia:

Respecto a la religión se trataría de atacar sistemáticamente al cristianismo en todas sus formas, alimentando de paso «todo tipo de cismas e iglesias diferentes» y el desprecio popular hacia la doctrina y las jerarquías eclesiásticas; infiltrarse en el Vaticano para «minar desde dentro» el poder papal y, por extensión, el carácter cristiano de los estados occidentales; parodiar y ridiculizar «los hábitos del clero», así como sus costumbres y ceremonias, y apoyar y difundir masivamente cualquier idea que prime el laicismo y el materialismo.

En el orden politicoeconómico, se tendría que utilizar el dinero para «comprar y corromper a la clase política» y a la prensa para manejar y «reorientar a la opinión pública»; establecer un sistema económico mundial basado en el oro y controlado por la organización; distraer a las masas con «una oratoria insensata de apariencia liberal»; traspasar gradualmente todo el poder desde las monarquías a los gobiernos democráticos hasta que las primeras se conviertan «en meros adornos» sociales; fundar e impulsar instituciones políticas o sociales en apoyo del plan, y emplear la hipocresía y la fuerza directamente «cuando sea necesario para vencer una resistencia concreta».

En cuanto a la moral, habría que primar siempre las condiciones ventajosas para la organización sobre «cualquier consideración de índole moral»; argumentar con el engaño, la corrupción o la traición «siempre que se muestren de utilidad» para apoyar la causa; usar el asesinato en caso necesario, ya que, siendo la muerte en sí «un hecho natural», está «justificada y es preferible anticipar» la de los que se puedan oponer a los planes en curso y llevar a efecto la reflexión de Maquiavelo según la cual «el fin justifica los medios», ya que los seres humanos son considerados en general como «pequeñas bestias» cuya existencia está justificada para servir a los Sabios de Sión.

A estas consideraciones hay que añadir una larga serie de profecías que contienen Los Protocolos y que se han hecho realidad durante el último siglo. Entre ellas: las guerras mundiales de 1914-1918 y 1939-1945, la implantación del comunismo como experiencia política real, la creciente tendencia hacia la constitución de un gobierno mundial, que debilita al mismo tiempo a los estados tradicionales con la creación paralela de regionalismos separatistas, la carrera de armamentos, el avasallador poder de los medios de comunicación, la supresión progresiva de la pena de muerte, el auge del deporte profesional o el establecimiento del terrorismo en la vida diaria de los pueblos.

Así que la pregunta pertinente no es tanto quién redactó el libro o si se trata de una falsificación o un libelo, sino ¿por qué se parece tanto a los planes de los Illuminati?; Y por qué los hechos previstos hace cien años se han ido materializando en la vida real?

Catorce años después de la primera publicación de Los Protocolos en un diario de San Petersburgo estalló la Revolución rusa en la misma ciudad.

La advertencia de Rasputín

Grigori Yefimovich, más conocido como Rasputin (Libertino), fue asesinado en la noche del 29 al 30 de diciembre de 1916. La última mañana de su vida la dedicó entre otros asuntos a escribir varias cartas, una de las cuales iba dirigida al zar Nicolás II. En ella le advertía de que una de sus visiones le había revelado que «dejaré esta vida antes del próximo uno de enero», aunque ignoraba quién se encargaría de matarle. Y precisaba: «Si soy asesinado por plebeyos y especialmente por mis hermanos los campesinos, tú, zar de Rusia, nada tendrás que temer… Tu trono se asentará por cientos de años. Tu hijo será zar. Pero si soy asesinado por nobles, mi sangre permanecerá en sus manos. La nobleza tendrá que abandonar Rusia, los hermanos se enfrentarán con los hermanos, el odio dividirá a las familias, el país se quedará sin imperio… Tú, tu esposa y tus hijos moriréis a manos del pueblo».

Rasputín fue asesinado violentamente horas después a manos de un grupo de nobles encabezado por el príncipe Yusupoff, quien paradójicamente había sido el primer miembro de la nobleza en beneficiarse de sus poderes magnéticos para curarse de una depresión y cuyo testimonio motivó el interés del resto de la corte rusa por los extraños poderes del llamado Monje Loco. Año y medio antes, Rasputín ya había sido víctima de un extraño atentado cuando, durante una visita a su pueblo natal, una mujer le asestó una cuchillada en los intestinos al grito de «¡He matado al Anticristo!». A pesar de la gravedad de la herida y de la abundante pérdida de sangre, Rasputín reaccionó dando un golpe a la mujer y, tras recibir una primera cura de urgencia, terminó sus compromisos previstos para la jornada. A los pocos días estaba completamente restablecido. Semejante recuperación le valió cierta fama de «inmortal» entre el supersticioso populacho.

Así pues, invitado al palacio de Yusupoff con la excusa de una fiesta para celebrar que el año estaba a punto de terminar, Rasputín fue conducido a un salón donde se le dijo que tuviera la amabilidad de aguardar un poco porque había sido el primero en llegar. Para entretener la espera, le ofrecieron un pastel de chocolate y una botella de vino de Madeira en la que un médico amigo de los conjurados había inyectado cianuro de potasio suficiente para matar a una docena de hombres. Sin embargo, el veneno no sólo no hizo mella en su cuerpo, sino que, cansado de hacer tiempo, a la media hora exigió más vino y pidió a Yusupoff que tocara la guitarra para pasar mejor el rato.

El príncipe se hizo con un revólver y disparó a Rasputín tres veces por la espalda y prácticamente a quemarropa. Los nobles creyeron que estaba muerto y lo celebraron brindando alegremente, pero, ante el terror de los presentes, el monje se incorporó y atacó, ensangrentado como estaba, a su verdugo. Los otros cogieron unas barras de plomo y le golpearon con fuerza para que soltara su presa. Como pudo, Rasputín salió de la habitación, cruzó el patio y se lanzó hacia la puerta de la calle. Recuperados de su asombro ante la increíble resistencia de su víctima, los conjurados fueron tras él y le derribaron, según algunas versiones, con otra andanada de balas; según otras, golpeándole otra vez con las barras. Temiendo que pudiera levantarse de nuevo, envolvieron el cuerpo con una sábana y, tras practicar un agujero en el hielo, lo lanzaron a las gélidas aguas del río Neva. Dos días después, el cadáver apareció flotando, pero, cuando se le practicó la autopsia, el forense dictaminó que la causa definitiva de su muerte no había sido el veneno, ni las balas, ni la paliza. Rasputín había fallecido… ahogado.

Enterrado en secreto en el parque del palacio Imperial, su tumba fue profanada al año siguiente por un grupo de revolucionarios, que desenterraron sus restos y los quemaron. El 16 de julio de 1918, el zar Nicolás II y su familia fueron brutalmente asesinados en Yekaterimburgo.

La extraordinaria personalidad de Rasputín, sus raros poderes y su intervención en la política durante la etapa previa a la Revolución rusa han llevado a plantear la posibilidad de que estuviera implicado de alguna forma en el proceso impulsado por los Illuminati para hacerse con el poder en Rusia. No parece haber pruebas de ello, aunque estudiando sus escritos crece la sospecha de que él sabía o intuía lo que se estaba preparando. Se puede citar un par de sus profecías en este sentido. La primera de ellas nos recuerda al plan diseñado para provocar una serie de tres guerras mundiales, ya que, según sus palabras, «cuando los dos fuegos sean apagados, un tercer fuego quemará las cenizas. Pocos hombres y pocas cosas quedarán, pero lo que quede deberá ser sometido a una nueva purificación antes de entrar en el nuevo paraíso terrestre». En cuanto a la segunda, parece sugerir también el enfrentamiento provocado entre el sionismo político y el Islam, puesto que «Mahoma dejará su casa y recorrerá el camino de los padres. Las guerras estallarán como temporales de verano, abatiendo plantas y devastando campos, hasta el día en el que se descubrirá que la palabra de Dios es una, aunque sea pronunciada en lenguas distintas. Entonces, la mesa será única, como único será el pan».

De origen mujik o campesino, Rasputín había nacido en una aldea siberiana en la segunda mitad del siglo XIX y nunca llegó a recibir una mínima formación intelectual. A pesar de que su imagen ha sido caricaturizada y ensuciada hasta la saciedad (hasta el punto de convertirle en un auténtico satanista que pacta con el diablo para provocar la Revolución rusa en una reciente y absurda película de dibujos animados), lo cierto es que fue uno de los hombres más populares de su época. Desde pequeño dio muestras de poseer un acusado misticismo, así como extrañas dotes que pronto le hicieron famoso: presagiaba hechos que se materializaban poco después, curaba enfermedades y hacía milagros de todo tipo como si fuera un moderno Jesucristo, hipnotizaba sin esfuerzo a todo aquel que se atrevía a mirar fijamente sus profundos ojos y repartía entre los pobres el dinero y los regalos que le hacían sus agradecidos pacientes. Pero, al mismo tiempo, su personalidad poseía un lado salvaje que le permitía entregarse con regularidad a auténticas orgías de sexo, alcohol y violencia, en ocasiones durante días enteros, de ahí que lo calificaran de libertino.

Rasputín.

Pese a estar casado y con cuatro hijos, no había mujer que deseara que no cayese rendida a sus pies. Y eso que su aspecto físico no era especialmente atractivo y además desprendía un fuerte olor corporal producido por la suciedad, ya que se jactaba de no bañarse nunca. Como los antiguos santos medievales, pensaba que el cuerpo debía mantener el «olor de santidad» si quería permanecer en «estado de gracia». Él mismo explicaba su extravagante comportamiento, a medio camino entre el chamanismo, el magnetismo animal y el sexo tántrico, afirmando que «el ser humano está obligado a descender hasta los más abyectos extremos de la bajeza y del pecado para purificarse nuevamente mediante la oración y llegar así a Dios». En efecto, culminado cualquier episodio licencioso, solía caer de rodillas para orar y podía permanecer así durante mucho tiempo.

Cuando llegó a San Petersburgo a finales de 1907, el palacio imperial de Tsarkoie Selo le esperaba con los brazos abiertos. La fama de Rasputín había llegado a oídos de la familia imperial, que había decidido llamarle como última solución a un problema dramático: su único hijo, el zarévich heredero Alexis, estaba a punto de morir. Como tantos nobles de la época, procedentes todos del mismo puñado de familias europeas que se habían casado entre sí durante generaciones, Alexis padecía hemofilia, la enfermedad de la sangre que impide su coagulación normal y que, en aquella época, solía implicar la muerte del afectado con la más mínima herida. El pequeño la había heredado de su madre, la zarina Alejandra, y en ese momento sufría una hemorragia que ningún médico había logrado detener. Algún especialista pronosticaba incluso el inminente fallecimiento. Entonces llegó Rasputín, se sentó al lado de Alexis y empezó a rezar. Cayó en uno de sus trances místicos y al poco tiempo la hemorragia se detuvo ante el asombro de todos los presentes. El zarévich estaba a salvo.

A partir de ese momento, la zarina Alejandra le tomó como asesor personal y espiritual, y su endeble y dubitativo marido, Nicolás II, no hizo nada para oponerse, pues también había quedado impresionado ante semejante demostración de poder.

Durante muchos años, la crédula emperatriz, natural de Hesse, había admitido en palacio a todo tipo de hipnotizadores y charlatanes, y también a algunos ocultistas notables, como el médico hispano francés Papus, que llegó a organizar para la familia imperial una pequeña sesión de espiritismo en la que se había invocado a Alejandro III, padre del zar. Según las crónicas, el fantasma apareció realmente y lo hizo para advertir a su hijo de que no debía oponerse a «las corrientes liberales que afluyen a la nación» porque «cuanto más dura sea la represión, más violenta será la respuesta del pueblo». Curioso mensaje para un desencarnado, aunque cobra mucho sentido si recordamos que Paptis era en aquel momento gran maestre de la orden martinista, vieja enemiga de los Illuminati en sus orígenes, y que, no bien finalizó la sesión, el propio Papus se encargó de tranquilizar a la familia imperial ase guiando que nada grave sucedería mientras él estuviera vivo y pudiera brindarles su protección personal. El problema es que Papus falleció poco después.

Ansiosos de un guía místico que les señalara el camino a seguir, el zar y su esposa se arrojaron en brazos de Rasputín, que a partir de entonces empezó a intervenir directamente en la administración del Estado, lo que despertó numerosas envidias y un profundo malestar entre la nobleza y los popes o sacerdotes ortodoxos, que empezaron a intrigar contra él hasta que se puso en marcha la conspiración que terminó con su vida.

Años más tarde, María (una de las hijas de Rasputín, a la que había bautizado así en recuerdo de una visión en la que se le había aparecido la Virgen) publicó un opúsculo defendiendo a su padre, en el que insistía en que la imagen pública de su persona era «irreal» y había sido «deliberadamente falseada». En estas memorias, María confirmó que el Monje Loco solía dictar sus profecías después de permanecer durante mucho tiempo sin comer ni dormir, rezando enfebrecidamente delante de sus iconos hasta que entraba en trance. En una de estas ocasiones reveló a su hija una «visión atroz» en la que se veía a sí mismo «transformado en un espíritu que contemplaba desde lejos a los zares colocados frente a un pelotón de ejecución», y no podía hacer nada para salvarles.

«La guerra que acabará con todas las guerras»

El asesinato del archiduque de Austria-Hungría Francisco Fernando y su esposa en Sarajevo, a manos de un serbio llamado Gavrilo Princip que pertenecía a una sociedad secreta conocida como La Mano Negra, desató la cadena de acontecimientos que condujo a la primera guerra mundial. En la correspondencia Illuminati se pronosticaba que ese conflicto sería atizado lanzando los intereses alemanes contra los británicos, por un lado, y contra los eslavos, por otro. Poco importaba dónde cayera el triunfo final, siempre y cuando se alcanzaran los dos propósitos más importantes: el agotamiento de Europa y el derrocamiento del régimen zarista, para construir en su lugar la nueva Rusia regida por el comunismo. Eso fue lo que sucedió.

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