Illuminati

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SEGUNDA PARTE

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Después de tres años de guerra total como nunca antes habían padecido los europeos, pese a su larga experiencia previa en todo tipo de conflictos armados, la Revolución rusa estalló en octubre de 1917. Una vez tomado el control, las autoridades bolcheviques solicitaron y obtuvieron de Alemania una negociación para poner fin a las hostilidades y, el 3 de marzo de 1918, Moscú firmaba el documento en el que reconocía su derrota ante Alemania y le cedía el control sobre Ucrania, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, el Cáucaso, Polonia y las áreas rusas controladas por rusos «blancos» o anti bolcheviques.

Pocos meses después, el 11 de noviembre del mismo año, los aliados occidentales también firmaron un armisticio con las potencias centrales. Técnicamente hablando y sin contar ya con el destino de Rusia, la guerra terminaba así con una especie de empate, un pulso nulo entre ambos bandos. No podemos olvidar que si bien es cierto que en el momento de la firma de la paz las tropas germanas habían perdido la iniciativa, siempre combatieron fuera de Alemania (lo que no ocurrió durante la segunda guerra mundial, cuando en la última fase de la guerra el territorio alemán fue invadido, ocupado y arrasado, tanto por el este como por el oeste). El mismo día del armisticio, las tropas alemanas se hallaban fuertemente atrincheradas en suelo francés y belga.

Sin embargo, los delegados de Berlín que firmaron el Tratado de Versalles, entre los que figuraban algunos de los que habían colaborado en el complejo plan que condujo a la previa abdicación del káiser Wilhelm y su marcha al exilio holandés, asumieron unas condiciones humillantes, propias de un Estado derrotado y, según reconocen hoy todos los historiadores, absolutamente imposibles de cumplir en lo económico. Lord Curzon llegó a decir que «esto no es un tratado de paz, sino una simple ruptura de hostilidades».

Tal vez podríamos empezar a sospechar por qué se firmó semejante documento si nos fijamos en quiénes lo rubricaron. Allí nos encontramos entre otros nombres con el del masón y representante directo de la casa Rothschild, lord Alfred Milner, y con dos hermanos de la familia Warburg, representantes indirectos de la misma banca.

De origen alemán, los Warburg habían sido tempranos colaboradores de los Rothschild. Los hermanos Paul y Félix habían emigrado a América mientras Max se quedaba al frente del negocio en Frankfurt. Ya en Estados Unidos, Paul se casó con Nina Loeb (hija de Salomón Loeb, uno de los directores de la poderosa firma Kuhn, Loeb & Company) mientras Félix lo hacía con Frieda Schiff (hija de Jacob Schiff, el verdadero «cerebro gris» detrás de la misma firma). En Versalles y, con el mayor de los descaros, Paul firmó como representante de Francia mientras que Max lo hacía en el nombre de Alemania. Los Illuminati ya tenían lo que deseaban y, en consecuencia, habían movido sus piezas para tranquilizar las cosas.

Si leemos los testimonios de los propios alemanes al final de la Gran Guerra (como se la conoció en un principio por ser la única que había alcanzado cifras tan devastadoras de víctimas) nos daremos cuenta de que en su país todo el mundo aplaudía el final de la carnicería, pero no existía conciencia de ser los perdedores. Es más, a medida que fueron transcurriendo los años y la penuria económica y social general causada por las imposiciones del Tratado de Versalles repercutía en el país, comenzó a extenderse con cierto éxito la teoría de la puñalada por la espalda, que posteriormente utilizó Adolf Hitler para enardecer a las masas mientras recuperaba el control de antiguos territorios alemanes que habían sido arrebatados a Berlín, como la cuenca del Ruhr o los Sudetes, en una reconstrucción del país que finalizó como tal con el famoso Anschluss o unión con Austria.

Según esta teoría, si la guerra hubiera durado un tiempo más, Alemania habría acabado ganando a los aliados igual que a Rusia, como demostraría el hecho de que el frente del oeste sólo pudiera mantenerse tras la entrada en el conflicto de Estados Unidos. La puñalada la habrían propinado un grupo de conjurados que se infiltró en el gobierno del káiser para minarlo por dentro, al mismo tiempo que impulsaba bajo cuerda todo tipo de revueltas sociales internas apoyándose en dirigentes revolucionarios como Karl Liebknecht, Clara Zetkin o Rosa Luxemburgo, todos ellos simpatizantes de la república, el socialismo y, en general, las teorías de Carlos Marx, así como impulsores de lo que sería la Segunda Internacional. Todos ellos, además, militaban en un grupo revolucionario conocido como Spartakus o Espartaco.

Exactamente el mismo sobrenombre simbólico asumido por Adam Weishaupt, el fundador de los Iluminados de Baviera.

La teoría de la puñalada por la espalda implicaba en esos oscuros manejos a la oligarquía politicobancaria norteamericana. Hasta la primera guerra mundial, los ciudadanos de Estados Unidos habían vivido en un relativo «espléndido aislamiento» respecto a los acontecimientos europeos. Descendientes de ingleses, franceses, alemanes, holandeses, españoles, etcétera, la inmensa mayoría de los norteamericanos habían encontrado al otro lado del Atlántico una nueva patria común en apariencia más pacífica que las de sus países de origen y no sentían el más mínimo deseo de involucrarse en ninguna guerra por un pedazo de tierra en el viejo continente, cuando en el nuevo había toda la que un hombre podía desear y más.

Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, se activaron las complejas alianzas europeas y casi todos los países se vieron implicados de inmediato en el enfrentamiento armado, pero Estados Unidos no podía invocar ningún tratado de ayuda mutua que le permitiera intervenir. ¿Cómo sumarse, entonces, a la matanza bélica? Cuando Woodrow Wilson fue reelegido presidente de Estados Unidos en las elecciones de 1916, su campaña se basó entre otras cosas en la promesa de no enviar soldados norteamericanos a luchar en la Gran Guerra, lo que subrayaba su eslogan: «¡Él nos mantuvo fuera de la guerra!» Pero diversos textos de la época sugieren que su intención real desde el primer momento fue apoyar a los aliados con tropas y material, y no sólo con dinero. Los Illuminati temían que, si las potencias centrales ganaban el conflicto bélico demasiado pronto, no sólo no se conseguiría el ansiado efecto de agotamiento general, sino que el káiser podría apoyar a la familia imperial rusa cuando se desatara la revolución, pues no en vano la zarina Alejandra era de origen alemán. Además, los banqueros recordaron una de las viejas reglas de su negocio: cuanta más guerra, más beneficios.

Así que, seis meses después, en abril de 1917, Estados Unidos se sumaba al conflicto con la ayuda de otro afortunado eslogan, «Ésta será la guerra que acabe con todas las guerras», y una propaganda masiva que retrataba a las potencias centrales y especialmente a la Alemania del káiser como una especie de monstruo infernal, cuyo único propósito era dominar el mundo. La misma publicidad olvidaba mencionar que Inglaterra tenía más soldados repartidos por ese mundo, en su todavía vigente Imperio británico, que el resto de las naciones implicadas juntas. Y, por supuesto, no decía nada acerca de que los alemanes habían demostrado ser serios competidores en los mercados internacionales hasta el punto de que uno de los planes estrella del vanidoso y ambicioso káiser Wilhelm era la construcción de un ferrocarril Berlín-Bagdad. A través de esta vía se impulsaría la importación y exportación de Europa a Oriente de muchos productos, entre ellos, los que los británicos monopolizaban hasta entonces gracias a su poderosa flota.

Uno de los puntos más trabajados de la propaganda fue el hundimiento del Lusitania, que la indignada prensa norteamericana describía como «un inocente barco de pasajeros y mercancías hundido vilmente en el Atlántico por los traicioneros submarinos del káiser cuando viajaba hacia Inglaterra».

La realidad es que este buque estaba registrado como crucero auxiliar de la Marina británica y el diario New York Tribune ya había publicado en 1913 que acababa de ser equipado con «armamento de alto poder». Cuando partió de Nueva York rumbo a su último viaje llevaba a bordo, además de a «los inocentes pasajeros», una carga registrada de «seis millones de libras de municiones», lo cual era ilegal, ya que existía un acuerdo internacional para no transportar al mismo tiempo material civil y militar, precisamente para evitar un incidente de este tipo. Aún más, días antes de zarpar, el gobierno alemán había publicado varios avisos en todos los diarios neoyorquinos recordando que Berlín y Londres estaban en guerra y eso incluía la guerra en el mar. Por eso advertía «muy seriamente» a los ciudadanos de otras nacionalidades que evitaran viajar en barcos como el Lusitania, al que citaba específicamente, so pena de convertirse en objetivo de los torpedos de sus submarinos.

Lo cierto es que la propaganda se impuso a la realidad y el «crimen de guerra» alemán acabó justificando las intenciones bélicas de Wilson e iniciando una nueva era de intervencionismo de Estados Unidos, que a partir de entonces no han cesado.

Al finalizar la primera guerra mundial, lord Ponsonby, uno de los miembros de la Cámara de los Lores, se dirigió al pueblo alemán durante una de las sesiones para presentarle oficialmente excusas por el hecho de que su gobierno hubiera «faltado repetidamente a la verdad» con sucesivas campañas de propaganda en las que se dijeron auténticas barbaridades sobre presuntos crímenes y atrocidades que jamás cometió el ejército alemán, pero que «fueron necesarias en aras del interés nacional». Lo mismo hizo, poco después, el secretario de Estado norteamericano, Robert Lansing.

En julio de 1939, semanas antes de comenzar la segunda guerra mundial, el propio Winston Churchill confirmó que si el gobierno estadounidense no hubiera llevado a su país a la guerra «habríamos logrado una paz rápida que además hubiera evitado el colapso que condujo a Rusia hacia el comunismo; tampoco se habría producido la caída del gobierno en Italia seguida del fascismo y el nazismo no habría ganado ascendencia en Alemania».

El sueño hecho realidad

La Revolución rusa no derribó al zarismo. Nicolás II había caído tiempo atrás, víctima de su propia debilidad e incompetencia. Los desastres militares rusos frente a las tropas alemanas, los graves desórdenes en San Petersburgo y la creciente sensación general de inseguridad política y social se sumaron a las presiones de Londres y París, que acabaron por hacer que el negligente y desorientado zar abdicarse en la primavera de 1917. El príncipe Lvov fue designado para instaurar un gobierno provisional que evitara el caos total. Lvov temía nuevas intentonas desestabilizadoras, como la fracasada Revolución roja de 1905, y además miraba con admiración el afianzamiento político, económico y social de Estados Unidos, por lo que se planteó transformar el imperio ruso en una república moderna como la norteamericana.

Careció del tiempo y los apoyos necesarios y, además, cometió el grave error de incluir en su gobierno a personajes intrigantes como Alexander Kerensky, una de cuyas medidas más significadas fue dictar una amplia amnistía general para los comunistas y revolucionarios encarcelados o exiliados. Se calcula que durante las siguientes semanas regresaron a Rusia en torno a doscientos cincuenta mil, entre ellos Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, y su compañero de andanzas León Trotski, dos de los principales líderes intelectuales de la Revolución roja.

Lenin fue enviado a través de la Europa en guerra en un tren sellado y blindado, que llevaba entre cinco y seis millones de dólares en oro, necesarios para pagar una nueva intentona revolucionaria. Ese viaje había sido planeado y organizado por el alto mando alemán en connivencia con los Warburg. Según el proyecto de Max Warburg, si Lenin conseguía volver a entrar en su país y movilizar a sus partidarios, el éxito de su movimiento aceleraría la cada vez más cercana derrota de Rusia y su retirada definitiva del conflicto internacional. Los generales alemanes se mostraron de acuerdo, pues de este modo podrían desmovilizar el ejército que mantenían en el frente del este y trasladarlo al oeste, donde la reciente incorporación de Estados Unidos a las hostilidades había incrementado la presión por pura superioridad numérica. A sugerencia de los Warburg, el káiser no fue informado del plan, pese a ser el general en jefe de los ejércitos germanos. Se creía que nunca daría su visto bueno porque hubiera temido, con razón como luego se demostró, que el éxito de la revolución en el país vecino se extendiera hasta Alemania.

Juntos de nuevo en San Petersburgo, Lenin y Trotski aplicaron toda su inteligencia, su astucia y el dinero del tren a maquinar los planes que permitieran hacer realidad cuanto antes y de una vez por todas su sueño de «traspasar todo el poder a las masas proletarias». Aunque la verdad es que éstas nunca llegaron a disfrutar de él. La revolución de octubre de 1917 que permitió a los bolcheviques adueñarse de Rusia se gestó y desarrolló en su mayor parte en la ciudad de San Petersburgo, luego Petrogrado, con un puñado de hombres bien preparados y colocados en puestos clave. Firmada la paz con Alemania, los bolcheviques pasaron los años siguientes entregados a dos batallas: la primera, física: una guerra civil con los rusos blancos o partidarios del régimen anterior, a los que terminaron aniquilando o exiliando tras un encarnizado combate. Y la segunda, política, para que la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas resultante de su golpe de Estado fuera reconocida internacionalmente.

«Tendremos un gobierno mundial, guste o no guste.

La única duda es saber si lo crearemos

por la fuerza o con consentimiento».

PAUL WARBURG, banquero norteamericano.

Inversiones exóticas

Entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, tres hombres se repartieron el mundo en sendas zonas de influencia, aunque prometiéndose apoyo mutuo para el control y equilibrio de cada uno de los espacios.

El presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el dictador soviético Josef Stalin se sentaron juntos en el balneario de Yalta y, además de hacerse una fotografía histórica, decidieron qué países tendrían derecho a qué compensaciones y cuáles a qué castigos ante el ya próximo final de la segunda guerra mundial. Las decisiones que se tomaron allí afectaron al porvenir del mundo entero durante decenios y, en muchos aspectos, aún siguen influyéndolo.

En el plano puramente político, había que resolver la cuestión de la realeza en Bélgica, el gobierno provisional de la República francesa, el futuro de Polonia, la guerra con Japón, la futura ocupación y partición de Alemania o la expansión de la democracia en general en «los pueblos libres» en sustitución de los regímenes hasta entonces más o menos autoritarios.

También se habló de dinero.

Se busca socio capitalista

Durante el tiempo en el que se gestó la Revolución rusa, en el mismo momento de su estallido y en el posterior desarrollo de los acontecimientos, los «banqueros internacionales» infiltrados por los Illuminati apoyaron con entusiasmo el proyecto de consolidación de la URSS. No fue sencillo ni barato, pero, con lo que había costado hacerse con un país de tan colosales dimensiones para experimentar en él la creación de la deseada antítesis, no era cuestión de escatimar recursos. Sobre todo porque, igual que sucedió durante la Revolución francesa con los campesinos de La Vendée, muchos rusos que en principio apoyaron la caída del zarismo se lo pensaron dos veces cuando comprobaron la arbitrariedad, el fanatismo e incluso el salvajismo con el que llegaron a comportarse los bolcheviques una vez instalados en el poder.

A finales de febrero de 1921, la tripulación del acorazado Petropavlosk emitió una resolución en la que incluía las reivindicaciones de los marineros, que se hacían extensivas a otros colectivos. Los principales puntos del programa eran: reelección de los soviets, libertad de palabra y de prensa para los obreros, libertad de reunión, derecho a fundar sindicatos y derecho de los campesinos a trabajar la tierra como lo deseasen. Las peticiones no se podían considerar más de acuerdo con el programa teórico en nombre del cual se había hecho la revolución. Por eso a nadie le extrañó la unanimidad de la guarnición de Cronstadt para aprobar la propuesta, junto con la siguiente queja: «La clase obrera esperaba obtener su libertad [durante la revolución bolchevique de octubre de 1917, hacía ya casi tres años y medio] pero el resultado ha sido un mayor avasallamiento de la persona» por lo que «hoy es una evidencia que el Partido Comunista ruso no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los intereses de éstos le son ajenos y que una vez llegados al poder no piensan más que en conservarlo».

La reacción de los dirigentes encabezados por Lenin fue fulminante. Tras acusar a la guarnición de participar en una «conspiración de rusos blancos» enviaron a 50.000 soldados del nuevo Ejército Rojo creado por Trotski para aplastar la revuelta. Los escasos supervivientes de Cronstadt fueron fusilados o trasladados a los campos de concentración de Arkangelsk y Kholmogory. A partir de entonces, la palabra gulag o campo de concentración soviético se convirtió en una de las más temidas de Rusia. Periódicamente se aportan nuevos datos sobre las víctimas causadas por el nazismo, pero, como denuncia la obra de Martin Amis Koba el Terrible (Koba era uno de los alias de Josef Stalin), la complicidad intelectual de los partidos políticos occidentales próximos a las ideas marxistas ha ocultado durante muchos años las cifras de víctimas causadas por el comunismo, bastante más elevadas, especialmente durante la época estalinista. Ya en 1925, el dato oficial de fusilados en la URSS se aproximaba a los dos millones de personas, de las cuales el 75 % eran campesinos, obreros y soldados. Cuando Stalin falleció, el balance total de víctimas, incluidas las ocasionadas por las hambrunas deliberada y artificialmente planeadas por el gobierno de Moscú, superaba los 35 millones de muertos y, según algunas fuentes, llegaba incluso a los 55 millones: un verdadero genocidio del pueblo ruso.

Con semejante política, cuyas noticias de todas formas llegaban sólo de manera parcial hasta las sociedades occidentales, no es de extrañar que los escandalizados ciudadanos de éstas se negaran a apoyar al nuevo Estado surgido de la revolución e incluso presionaran para que sus gobiernos no lo reconocieran diplomáticamente. Este ambiente ayudó a impulsar la fuerte corriente conservadora que empezó a recorrer toda Europa y que contribuyó al ascenso del fascismo y el nazismo a principios de los años treinta. Un ambiente que justificaba plenamente obras como el primer cómic de un personaje que hizo famoso a su dibujante, el belga Georges Remi, más conocido como Hergé. En Tintín en la URSS describía parte de las atrocidades cometidas por los bolcheviques en un lenguaje tan asequible como el tebeo, el denominado «cine de los pobres».

En cualquier caso, la nueva Unión Soviética necesitaba de todo, y para comprar de todo es menester el dinero, que, en efecto, empezó a fluir de las manos del nuevo gobierno. Primero, para financiar un ejército potente con el que asegurar el control de la situación y, después, para todo lo demás. Pero ¿de dónde salía ese dinero? A pesar de las inmensas riquezas naturales de un país tan grande, el caos social y económico creado en Rusia tras el esfuerzo de la primera guerra mundial y el desmoronamiento del régimen zarista era de tal calibre que nada presagiaba que el nuevo gobierno pudiera consolidarse y prosperar.

Viejos conocidos

No obstante, prosperó y general ruso blanco y general Arséne de Goulevitch describió en El Zarismo y la revolución el origen del dinero que sirvió para ello: «Los principales proveedores de fondos de la revolución […] eran ciertos círculos británicos y americanos que durante mucho tiempo prestaron su apoyo a la causa revolucionaria rusa». Entre otros nombres, señalaba de manera específica el papel del banquero Jacob Schiff que «aunque sólo ha sido parcialmente revelado, ya no se puede considerar un secreto». En febrero de 1949, el diario New York Journal American recogía las impresiones de John Schiff, el nieto de Jacob, que afirmaba que su abuelo había invertido un total de veinte millones de dólares para que triunfara el bolchevismo en Rusia. El propio Jacob reconoció su «aporte financiero personal», cuya cuantía no reveló pero sí cuándo se produjo, en abril de 1917. Después, las entidades bancarias controladas por el mismo John Schiff financiarían el primer plan quinquenal de Stalin.

Con el tiempo se descubrió que J. P. Morgan y el clan Rockefeller habían invertido también en aquel insólito negocio, que, ideológicamente, no podía estar más en las antípodas de sus propias actividades. De Goulevitch también apuntaba a los británicos sir George Buchanan y lord Alfred Milner como inspiradores, en parte financieros, en parte teóricos, de la Revolución Soviética. Milner, el mismo que conocimos en la firma del Tratado de Versalles y al que se le atribuye un gasto de más de 21 millones de rublos en la causa revolucionaria, fue el fundador de otra sociedad secreta que examinaremos más adelante y que bautizó como La Mesa Redonda.

Según el general ruso, en 1917 San Petersburgo «estaba lleno de ingleses», y no eran precisamente turistas.

En 1920, Lenin había fijado su Nueva Política Económica (curiosamente, el mismo nombre con el que el presidente norteamericano Richard Nixon definió la suya, basada en un mayor control de los precios y los salarios), y la Reserva Federal de Estados Unidos empezó a presionar al gobierno para que reconociera internacionalmente a la nueva URSS y se abriera al comercio con ella. Pero la sociedad norteamericana estaba igual de aterrorizada que la europea ante las noticias de la brutalidad con que actuaban los bolcheviques con su propia población y por tanto se mostró en contra de ese reconocimiento. En consecuencia, Washington se abstuvo de ayudar… oficialmente.

Las ayudas llegarían gracias a los esfuerzos de personas como Herbert Hoover, miembro del recientemente creado Council of Foreign Relations o CFR, que en un primer momento organizó la recolecta de fondos para comprar alimentos, que fueron enviados a Rusia en concepto de donaciones. En cuanto a la financiación monetaria pura y dura, ésta no tardó en realizarse a través de importantes banqueros como Frank Vanderlip, agente de Rockefeller y presidente del First National City Bank, que solía comparar a Lenin con George Washington. Otro de los agentes de Rockefeller, el publicista Ivy Lee, fue encargado de desarrollar una campaña publicitaria, explicando que los bolcheviques en realidad no eran más que «un puñado de incomprendidos idealistas», que debían ser ayudados «por el bien de toda la humanidad».

La «humanitaria» ayuda del clan Rockefeller le fue compensada con contratos como los que le permitieron adquirir para la Standard Oil de Nueva Jersey el 50 de los campos petrolíferos rusos en el Cáucaso, que habían sido teóricamente nacionalizados. O ayudar a construir una refinería en 1927, que fue publicitada como «la primera inversión de Estados Unidos desde la revolución», para a continuación llegar a un acuerdo de distribución de petróleo soviético en los mercados europeos con un préstamo de 75 millones de dólares por medio. Éste lo concedió el Chase National Bank de los Rockefeller, que más tarde se fusionaría con el Manhattan Bank de los Warburg. Fue la misma entidad que promovería el establecimiento de la Cámara Rusoamericana, cuyo presidente fue Reeve Schley, también vicepresidente del Chase. Detrás fueron muchas otras empresas: la General Electric, la Sinclair Gulf, la Guggenheim Exploradon… Un informe del Departamento de Estado estadounidense indicaba que la banca Kuhn, Loeb & Company también actuó como financiero del primer plan quinquenal y, de hecho, según un informe firmado por el banquero y embajador estadounidense en Rusia, Averell Harriman, en junio de 1944, el mismo Stalin había reconocido que «cerca de dos tercios de la gran organización industrial de la URSS habían sido construidos con la ayuda o asistencia técnica de Estados Unidos».

La ayuda fue también bélica. El New York Times del 15 de febrero de 1920 reseña «la espectacular despedida» que la ciudad soviética de Vladivostok rindió a un contingente norteamericano que, entre 1917 y 1921, proporcionó la ayuda militar necesaria para que el régimen soviético pudiera «expandirse por Siberia». Los magnates del petróleo estadounidense estaban especialmente interesados por esa enorme y en general inhóspita extensión de terreno, debido a las grandes cantidades de crudo detectadas en las prospecciones. Más tarde, durante la segunda guerra mundial, la propaganda de Moscú glosó la «heroica producción de los trabajadores de sus fábricas» para construir sin descanso las armas que derrotarían al ejército alemán en el frente del este. Sin embargo, todos los informes facilitados por las distintas unidades militares alemanas, y en especial los de los observadores de la Luftwaffe o fuerzas aéreas, señalaban la «avasalladora presencia» de modelos norteamericanos con insignias soviéticas en la mayor parte del equipamiento de la URSS: bombarderos, cazas, camiones de transporte…

El flujo de ayudas impulsadas por la oligarquía estadounidense infiltrada por los Illuminati nunca se detuvo. Para evitar los problemas generados por la inexistencia de relaciones diplomáticas, éstas recorrían un circuito bien tortuoso, a través de las empresas controladas por Schiff y Warburg y con cuentas abiertas por intermediarios en distintas capitales europeas, como Copenhague o Estocolmo. En 1933, Washington reconoció por fin a la URSS como un Estado más.

Pese a los miedos generalizados al enfrentamiento nuclear o simplemente convencional, que fueron atizados sin descanso por los medios de comunicación occidentales en la segunda mitad del siglo XX y que alimentaron la leyenda de la guerra fría, lo cierto es que las señales de entendimiento entre Washington y Moscú fueron in crescendo tras la segunda guerra mundial. ¿Tiene sentido que si Estados Unidos aspiraban a derribar realmente el régimen comunista, se dedicaran a vender al gobierno soviético a un precio excepcionalmente bajo el grano que necesitaba para alimentar a su hambrienta población en los años en los que las cosechas de cereales fueron muy malas? ¿O que la publicitada «carrera espacial» fuera en realidad, y durante muchos decenios, una estrecha colaboración entre la astronáutica norteamericana y la rusa, con multitud de misiones conjuntas incluso a bordo de la MIR, y ello teniendo en cuenta que los astronautas de ambos países, hasta muy recientemente, eran todos militares?

Recurrimos de nuevo al New York Times para ilustrar un ejemplo del constante apoyo de la industria y la economía de las grandes empresas estadounidenses. En 1967, el diario publicó una noticia en la que se confirmaban las intenciones de la International Basic Economy Corporation (IBEC) y la Tower International Inc.

De impulsar diversos planes para promover el comercio entre Estados Unidos y «los países del otro lado del llamado Telón de Acero, incluyendo a la URSS». Richard Aldrich, uno de los miembros del clan Rockefeller, era el hombre fuerte de la IBEC, mientras que la Tower estaba controlada por Cyrus Eaton junior, hijo del banquero del mismo nombre, que inició su carrera precisamente como secretario de John D. Rockefeller. En 1969, los londinenses N. M. Rothschild e Hijos entraron en la misma sociedad. El mismo diario neoyorquino publicó después que una de las consecuencias de esas gestiones fue la firma de un acuerdo para suministrar todo tipo de patentes norteamericanas a la industria soviética. No es de extrañar que el abogado Anthony Sutton, de la Universidad de Stanford, pudiera elaborar una obra de tres tomos, sólo con los documentos facilitados por el Departamento de Estado, en la que demostraba «la falsedad de la leyenda de los ingeniosos inventores soviéticos», ya que la casi totalidad de sus adelantos tecnológicos habían sido adquiridos por directa concesión occidental y posteriormente rebautizados como originales en la URSS.

Detalles como éstos explican cómo y por qué un magnate como David Rockefeller pudo irse pública y oficialmente «de vacaciones» a la Unión Soviética en octubre de 1964, habiendo en el mundo tantos otros paraísos realmente atractivos para un millonario capitalista.

Finalmente, una serie de informes desclasificados por el FBI y el Departamento de Estado estadounidense, apoyados por un documento del Kremlin filtrado tras la caída de la URSS confirman que uno de los magnates que financió desde el primer momento la revolución soviética fue Armand Hammer. No deja de llamar la atención que Albert Gore sénior, padre del político del mismo nombre que fue vicepresidente de Estados Unidos con Bill Clinton y que perdió luego las elecciones presidenciales ante George Bush júnior, tras el polémico recuento electoral en Florida, trabajó buena parte de su vida para Hammer. O que el propio Gore júnior paralizara, desde su puesto de la Comisión de Relaciones Exteriores en el Senado, varias investigaciones federales que pretendían aclarar todas las relaciones entre Hammer y el gobierno soviético.

«¿Qué es lo más difícil de todo?

Lo que parece más sencillo:

ver con nuestros ojos

lo que hay delante de ellos».

GOETHE, filósofo y escritor alemán.

Alemania, año cero

Durante su aparente retiro en Gotha tras el desmantelamiento formal de los Iluminados de Baviera, Adam Weishaupt tuvo tiempo de sobra para saborear los resultados de sus planes revolucionarios. En especial, dos de ellos: la decidida actuación de su amigo Robespierre, que se había encargado de hacer cortar la cabeza del rey Luis XVI, y la posterior auto coronación de uno de sus protegidos, Napoleón Bonaparte, que se había permitido el lujo de desvalijar los archivos del papado, entre otras hazañas.

Cierto es que no todo había salido de acuerdo con lo previsto. La reacción de las monarquías absolutistas había permitido la restauración del Antiguo Régimen, que ahora estaba prevenido ante la existencia de un nuevo poder secreto dispuesto a aniquilarlos, y empezaba a organizarse en serio contra él, a raíz del Congreso de Viena de 1814.

Por lo tanto sería necesario actuar con mayor cautela y eficacia respecto a los planes futuros, y ampliar el campo de acción. A pesar del regreso de la monarquía, Francia estaba ya minada y no aguantaría un nuevo golpe para devolverla a la república en el momento adecuado.

Ahora se imponía apoderarse del otro lado del Rin. Había llegado el turno de los reinos alemanes.

La Unión Germana

Si existe un país europeo en constante construcción y desconstrucción a lo largo de la historia de Europa, ése es Alemania, que toma su nombre en español de la vieja tribu de los alamanes, aunque lo cierto es que éste sólo fue uno de los muchos grupos humanos que lo poblaron. Si repasamos un atlas histórico, veremos que las movedizas fronteras germanas se han extendido o comprimido como un auténtico acordeón de siglo en siglo. Sin ir más lejos, lo que hoy llamamos la República Federal de Alemania, pese al pomposamente denominado proceso de reunificación, impulsado tras la caída del muro de Berlín a finales del siglo XX, está francamente reducida de tamaño respecto a la Alemania del Tercer Reich previa a la segunda guerra mundial. Además, el actual modelo político, de corte federal, está basado en el modelo medieval de coexistencia entre diversos reinos, como Baviera o Hesse, y auténticas ciudades-Estado, como Hamburgo o Bremen.

Esta breve reflexión quizá nos ayude a comprender la angustia existencial de los patriotas alemanes, que, sin necesidad de pertenecer a los Illuminati, suspiraron a lo largo de los siglos por la posibilidad de edificar una nación unida y centralizada siguiendo los modelos de países políticamente más «maduros», como España, Francia o el justamente llamado Reino Unido. Y por qué, una vez recibido el conveniente impulso, así como la orientación adecuada del grupo de Weishaupt, empezó a desarrollarse con fuerza, igual que sucedió en Italia, el concepto y la necesidad de la unificación.

En 1785, en plena debacle oficial de los Illuminati, uno de sus miembros no descubierto por las autoridades, el profesor de la Universidad de Leipzig Charles Frederick Bahrdt, recibió una carta firmada con una escueta dedicatoria: «De parte de unos masones, grandes admiradores suyos». En su interior figuraban los planes para desarrollar un grupo que apoyara con éxito una futura unión germana, el gran sueño de los nobles y políticos que aspiraban a la construcción de un Estado alemán moderno. Bahrdt, que había hecho propaganda religiosa para Adam Weishaupt y conocía perfectamente los planes de su grupo para promocionar la progresiva unión de los pueblos europeos, se dedicó al nuevo proyecto con energía, reclinando para sus filas a muchos de los supervivientes de los Iluminados de Baviera que habían conseguido escapar de la persecución oficial. De sus contactos con la masonería inglesa y de sus propios esfuerzos —según algunos autores, de los esfuerzos del propio Weishaupt, que sería en realidad el encargado de dirigir esta iniciativa, aunque Bahrdt apareciera como responsable— nació una sociedad llamada precisamente Unión Germana, que adoptó la forma externa de un club literario y de discusión.

Pronto, nacieron clubes de la Unión Germana en diversas ciudades. Uno de ellos en Landshut, en la mismísima casa de Von Zwack, uno de los antiguos lugartenientes de Weishaupt. Estos locales funcionaban como asociaciones de acceso limitado y también como librerías con suscriptores, que distribuían preferentemente un tipo de literatura próximo a los ideales de los Illuminati. Ésa era la tapadera, porque internamente los sucesivos clubes que fueron apareciendo no eran más que tentáculos del primero que, aún dirigido por Bahrdt, fue estructurado jerárquicamente por Von Knigge, otro de los hombres fuertes de Weishaupt.

Este círculo interno, bautizado como La Hermandad o La Sociedad de los 22, estaba compuesto por el mismo Bahrdt y un puñado de amigos, probablemente Illuminati y/o masones, además de al menos quince jóvenes idealistas. Todos ellos se ordenaban de acuerdo a seis grados que comenzaban en el adolescente y terminaban en el superior.

Asentado el proyecto, Bahrdt redactó un panfleto titulado A Todos los Amigos de la Razón, la Verdad y la Virtud, en el que anunciaba que uno de los propósitos de la Unión Germana era «iluminar» a los ciudadanos a fin de promover una religión «sin prejuicios populares» y en la que «la superstición sea arrancada de la raíz, restaurando así la libertad de la humanidad». Con más lentitud de la deseada, la iniciativa fue creciendo hasta tal punto que en 1788, el rey de Prusia Frederick Wilhelm, preocupado por las consecuencias que pudiera traer semejante semillero ideológico y quizá intuyendo los sucesos revolucionarios que se estaban preparando en Francia, ordenó a su ministro Johann Christian von Wollner que escribiera un panfleto opuesto a sus fines, llamado Edicto de Religión. En cuanto éste llegó a sus manos, Bahrdt redactó una nueva publicación satírica con el mismo título.

Sin embargo, la Unión Germana ya no engañaba al que tuviera ojos para ver. Al año siguiente, un librero llamado Goschen también publicó su propio panfleto, revelando que «la Unión Germana de los 22» no era otra cosa que «una nueva sociedad secreta para el bienestar de la humanidad» y una mera «continuación de los Illuminati». Poco después estallaba la Revolución francesa y, tras conocerse su impacto en Francia, los dirigentes políticos del resto de Europa desataron una nueva ola de represión contra las organizaciones secretas.

Bahrdt dejó el grupo y abrió una taberna (lugar habitual de reunión de las logias masónicas) con el nombre de El reposo de Bahrdt. Murió en 1793, y poco después se extinguió formalmente la Unión Germana, aunque no sin conseguir tino de sus propósitos: el de sembrar una profunda inquietud entre determinados estratos de la sociedad pre-nacional alemana, que durante mucho tiempo actuó como caldo de cultivo del que finalmente surgió un proceso de unificación política muy influido por el misticismo y cierto sentido de predestinación divina.

La OTO de Theodor Reuss y Aleister Crowley

Pertenecer a una sociedad secreta era casi un imperativo social en la mayor parte de Europa entre los siglos XIX y XX. Sectas, organizaciones y grupúsculos de todo tipo proliferaban por doquier y calaban en todas las clases sociales e incluso en el interior de la Iglesia católica. Muchos de estos grupos estaban animados por ideas políticas y revolucionarias y se organizaban de acuerdo con los modelos masónicos heredados de los siglos anteriores. Otros iban a la búsqueda de un misticismo libertario, a menudo de carácter orientalista o teosófico, o bien se dejaban influir por las doctrinas espiritistas. Incluso los más racionalistas se interesaban por este tipo de actividades, cautivados por la novedad y también por la posibilidad de explorar «de una manera científica» los misterios del más allá.

En aquella época resultaba muy difícil encontrar a una persona desinteresada en esas materias. Se puede decir que los Illuminati nunca habían estado más a sus anchas, protegidos por el entorno social. Tal vez por ello decidieron volver a presentarse en sociedad, aunque esta vez con un nuevo nombre. Esto es lo que afirman todos los especialistas al señalar a la OTO, Ordo Templi Orientis, la Orden del Templo del Oriente, como la heredera de los de Baviera. En el fondo, el apelativo no era tan distinto, porque la logia masónica donde había actuado Adam Weishaupt se llamaba Estricta Observancia Templaria.

El fundador oficial de la OTO fue el químico austríaco Karl Kellner, quien, siguiendo la costumbre Illuminati, tomó un nombre simbólico latino, Frater Renatus. No obstante, el alma verdadera del grupo y su dirigente máximo a partir del fallecimiento de Kellner en 1905 fue Theodor Reuss, Frater Peregrinus, bajo cuya dirección se redactó la constitución de la orden. Ambos contaron desde el principio con el apoyo directo del doctor Franz Hartmann.

La nueva organización había surgido a partir de los llamados Ritos de Memfis Misraim, del británico John Yarker, que tenía diversos contactos con la Societas Rosicruciana in Anglia o Sociedad Rosacruz de Anglia (Inglaterra), uno de los muchos grupos de supuesta herencia rosacruz que proliferaron en la época, pero que nada tenían que ver en realidad con los verdaderos miembros de esa antigua sociedad. Yarker fue quien dio el visto bueno definitivo a la fundación de una nueva logia alemana practicante del ceremonial, tras recibir la solicitud de Kellner, Reuss y Hartmann.

Reuss fue el encargado de instaurar ritualmente en 1902 el a partir de entonces Soberano Santuario de Memfis Misraim y, tras la muerte de Yarker en 1913, también asumió el cargo de Cabeza Internacional del Rito. Según la historia oficial de la OTO difundida por sus propios miembros a través de su revista Oriflamma, su orden poseía «la llave que abre todos los secretos tanto masónicos como herméticos; esto es, la enseñanza de la magia sexual, que hace comprensibles todos los secretos de la naturaleza, todo el simbolismo de la francmasonería y de todos los sistemas religiosos». La magia sexual o tantrismo decían haberla aprendido de tres adeptos orientales: el faquir árabe Solimán ben Haifa y los yoguis hindúes Bhima Sen Pratap y Sri Mahatma Aganya Guru Paramahamsa. Existieran o no estos místicos, la oferta de sexualidad combinada con poder y un cierto aroma oriental supuso un poderoso reclamo en la encorsetada sociedad europea del momento, sobre todo en los países anglosajones, agarrotados por una moral puritana rayana en la paranoia, y la OTO se extendió con rapidez y no sólo en Alemania.

En 1910, el célebre Aleister Crowley ingresó con el nombre de Frater Bafomet, lo que supuso una importantísima incorporación para el grupo. Edward Alexander Crowley está considerado como uno de los principales brujos del siglo XX e incluso ha sido calificado como «padre del satanismo contemporáneo». Iniciado primeramente en la Golden Dawn Order (Orden de la Aurora Dorada), uno de los referentes clásicos del ocultismo británico, estudió Cábala, magia y yoga mientras viajaba por Europa y Oriente Próximo hasta desarrollar su propio sistema basado en la sentencia, un tanto anarquista y en principio poco espiritual, de «Haz lo que quieras». Según sus propias confesiones, su filosofía le había sido dictada por entidades superiores como Aiwass, un espíritu que, decía, se le había aparecido en El Cairo. Su obra más famosa se llama precisamente El libro de la ley, donde aparecían versos como «gracias a mi cabeza de halcón, pico los ojos de Jesús mientras pende de la cruz. Bato mis alas ante el rostro de Mahoma y lo dejó ciego. Con mis garras arranco la carne del hindú, del budista, del mongol y de todo aquel que salmodia oraciones». En los años veinte, Crowley fundó en Italia la Orden de Thelema, una sociedad de tintes satanistas, cuyos sucesivos escándalos le llevaron a la expulsión del país. En el Reino Unido, donde se le acusó de drogadicto, alcohólico, bisexual y adorador del diablo, era conocido como la Bestia 666, el hombre más perverso del mundo y otros apodos similares. Crowley ha sido una referencia constante en determinados ambientes de la contracultura anglosajona contemporánea. Por ejemplo, en el ámbito musical, donde los Beatles, Rolling Stones, Ozzy Osbourne o Daryl Hall han reivindicado su figura y/o su mensaje a través de sus canciones.

En la época que nos ocupa, sólo dos años después de su ingreso, Crowley asumió la jefatura de la rama inglesa, rebautizada para el caso como Mysteria Mystica Maxima (Máximos Misterios Místicos). El relato de cómo lo consiguió resulta, por otra parte, especialmente llamativo. Poeta y filósofo, había publicado ya varios libros cuando una noche de 1912 recibió la visita indignada del propio Reuss, que se presentó en su casa londinense sin aviso previo acusándole de haber publicado alegremente el secreto más exclusivo de la orden, el del grado noveno. El británico negó esa acusación porque, recordó, ni había llegado a tal puesto de la jerarquía, ni conocía cuál era el susodicho secreto. Entonces, el jefe máximo de la OTO tomó un pequeño libro de uno de los estantes de la biblioteca, Liber 333. El libro de las mentiras, escrito por el propio Crowley, y en el capítulo 36, «con un índice amenazador» según relata el protagonista, «señaló la frase que decía “bebed del Sacramento y pasáoslo los unos a los otros”». Este sacramento, según él mismo reconocería después, no era otra cosa que el semen vertido por el mago en la vagina de la sacerdotisa durante determinado ritual mágico, que después era recogido de los genitales femeninos y consumido por los asistentes. Se suponía que Crowley no podía estar enterado de ello, e insistió en que nadie humano se lo había revelado, sino que se trataba de una inspiración llegada desde un plano más elevado. Tras una intensa pero corta discusión, los dos adeptos creyeron reconocer la intervención de una mano sobrehumana en este asunto y descubrieron que tenían muchas cosas en común. Theodor Reuss debió de quedar impresionado por los conocimientos y las capacidades de Aleister Crowley, porque, cuando abandonó finalmente la casa, lo hizo con la promesa de entronizarlo en un futuro viaje a Berlín como Rey supremo y santo de Irlanda, de lona y de todas las Bretañas que se encuentran dentro del santuario de la Gnosis. Y cumplió su promesa.

Aleister Crowley fue jefe de la orden a partir de 1921, con lo que el ciclo se cerraba: el ritual había partido de Inglaterra hacia Alemania y ahora regresaba a Inglaterra, eso sí, habiendo reactivado en tierras germanas los planes Illuminati. La rama alemana quedó entonces en manos de Karl Germer o Frater Saturnas, quien se estableció en Munich para impulsar desde allí la Pansofía (Sabiduría Total) y se dedicó a editar los libros del británico, así como a expandir sus ideas. En 1935, con el Partido Nacionalsocialista ya en el poder, Germer fue detenido y conducido a un campo de concentración. Los nazis habían prohibido poco antes todas las organizaciones de carácter masónico, templario y demás variantes conocidas. Sin embargo, tuvo suerte: después de diversas peripecias, consiguió salir del país y embarcar para Estados Unidos donde restableció la orden en California y, tras la muerte de Crowley en 1947, asumió el mando de la sociedad, ya reunificada. En seguida se dio cuenta de que el cargo le venía grande e intentó traspasarlo a Kenneth Grant, uno de los discípulos favoritos de Crowley, pero Grant prefirió fundar su propia organización, la Logia Nu Isis de Londres, y seguir su propio camino. Tras la muerte de Germer, la OTO pasó a manos del brasileño Marcelo Ramos Motta, Frater Parzival, y, tras el fallecimiento de éste, a las del norteamericano David Bersson, Frater Sphynx.

Aleister Crowley.

En nuestros días, la OTO sigue viva, pero dividida en dos. Por un lado, la rama americana dirigida por Bersson y, por otro, la española fundada por Gabriel López de Rojas, Frater Prometeo, que, entre otros títulos masónicos, afirma ostentar el grado 33 del rito escocés antiguo y aceptado de la logia Albert Pike para «miembros de la orden Illuminati y masones catalanes». López de Rojas asegura que a finales del año 2000 recibió «la orden de los superiores desconocidos de la orden Illuminati de reestructurar la única OTO heredera de la de Aleister Crowley por su condición de gran maestre de la orden Illuminati». En febrero de 2001, y «tras contactar con los Illuminati de Estados Unidos», López de Rojas refundo la sociedad en Barcelona. Según la información facilitada por su propia organización, uno de cuyos eslóganes reza «Homo est deus» (El hombre es Dios), los Illuminati han sido víctimas de una campaña de «falsas acusaciones y alarmismo social», con el propósito de «ser exterminados».

«Trescientos hombres, cada uno de los cuales conoce a los demás,

deciden los destinos del mundo y eligen a sus sucesores».

WALTER RATHENAU, político alemán.

H de Hitler

En un almanaque astrológico publicado a principios de 1923, Elisabeth Ebertin incluyó sus predicciones para el futuro en las que indicaba sus pronósticos políticos para varios países europeos. En el caso de Alemania, la astróloga vaticinaba que «un hombre de acción nacido el 20 de abril de 1889, con el Sol en el grado 29 de Aries en el momento de su nacimiento puede exponerse a un peligro personal por una acción demasiado apresurada y podría muy probablemente desencadenar una crisis incontrolable. Sus constelaciones muestran que hay que tomar muy en serio a este hombre. Está destinado a desempeñar el papel de caudillo en futuras batallas. […] El hombre en el que pienso está destinado a sacrificarse por la nación alemana».

Ese mismo año de 1923, un joven Adolf Hitler nacido el 20 de abril de 1889 encabezaba el llamado Putsch de la Cervecería, porque fue gestado en una de las populares tabernas muniquesas, destinado a tomar el poder en Baviera.

Ese asalto violento al poder fracasó y lo llevó a la cárcel, donde escribió su famoso Mein Kampf, pero lo hizo famoso y sobre todo representó el primer jalón de una carrera irresistible que le inmortalizaría como uno de los hombres más poderosos, y también más odiados, del convulso siglo XX. El hombre predestinado

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