Illuminati

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SEGUNDA PARTE

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Han pasado sesenta años de la caída del Tercer Reich y de la desaparición de su máximo dirigente y, sin embargo, aún es tarea inútil buscar en las librerías un texto que trate de manera desapasionada la enigmática figura de Hitler. Incluso sus biógrafos más racionalistas le describen a menudo como una auténtica encarnación del Mal, cuya inhumanidad intrínseca está fuera de toda duda, hasta el punto de que una reciente película de producción alemana sobre sus últimos días en el búnker de Berlín tuvo serios problemas a la hora de encontrar un actor adecuado para interpretar el papel del Führer porque nadie se atrevía a hacerlo. Los escasos libros elogiosos sobre su persona, que los hay, aunque sean de distribución muy reducida, resultan igualmente poco fiables porque pertenecen al entorno más extremo de la ultraderecha europea y, más que profundizar en su personalidad, suelen limitarse a negar los ataques del resto de obras sobre el tema.

Sin embargo, Hitler no es un personaje tan diferente a tantos otros conquistadores que han desencadenado guerras o matanzas de gran calibre, algunos de los cuales no han sido demonizados hasta este extremo. Ni siquiera es el último. El gobierno de Estados Unidos aniquiló a la práctica totalidad de nativos indios (y condenó a los supervivientes a la pobreza y el alcoholismo dentro de grandes campos de concentración eufemísticamente llamados reservas indias) durante la denominada conquista del oeste, y el dictador soviético Josef Stalin ordenó durante su mandato la muerte (no sólo en los gulags) de muchos más millones de personas en tiempos de paz oficial de las que perecieron en toda la segunda guerra mundial. Eso, por no retrotraernos a las salvajes masacres de siglos precedentes, donde quizá no murieran tantas personas como en el período comprendido entre 1939 y 1945 (no hubo tanta pérdida cuantitativa, entre otras cosas porque no había tanta población en el mundo), pero sí desaparecieron pueblos enteros en verdaderos genocidios programados (se produjo así una mayor pérdida cualitativa).

Incluso en lo referente a la persecución de los judíos, una de las principales razones esgrimidas para describir la satánica filiación hitleriana, el Tercer Reich en realidad tampoco aportó nada nuevo, por más que se recurra a tan fáciles como dramáticas metáforas del estilo de «Hitler industrializó el horror». No hay más que estudiar la sistemática persecución y expulsión de los judíos de los reinos medievales, la actuación de la Inquisición o los pogromos de los países eslavos. El historiador Cesar Vidal lo demuestra en sus Textos para la historia del pueblo judío, donde recoge fragmentos escritos del pensamiento antijudío en diversas épocas históricas.

Desde el historiador latino Tácito, «odian a todos los que no son de los suyos como si fueran enemigos mortales y […] son gente muy dada a la deshonestidad», hasta el socialista francés Jean Fierre Proudhon, «el judío es antiproductivo por naturaleza […] intermediario siempre fraudulento y parasitario, que se vale del engaño, la falsificación y la intriga», pasando por el escritor medieval Chaucer, «el niño […] fue agarrado por el judío […] que le cortó la garganta. […] ¡Maldita nación, Herodes redivivos!», o el industrial norteamericano Henry Ford, «el único trato inhumano que los judíos sufren en este país proviene de su propia raza, de sus agentes y amos, pero […] esto ellos lo ven como negocio y viven con la esperanza de un día poder hacer lo mismo».

Vidal aporta además textos musulmanes, para que quede claro que la inquina no es un asunto exclusivamente europeo, como refleja la Carta Nacional Palestina, «El sionismo […] es fascista y nazi en sus medios de acción», o el mismo Corán, «Si Allah no hubiera decretado su expulsión, los habría castigado en esta vida. Pese a todo, en la otra vida padecerán el castigo del fuego, por haberse apartado de Allah y de su enviado».

Los mismos intelectuales judíos se han quejado en los últimos años de la, a su juicio, «frivolización» con la que el cine, la literatura y el periodismo han tratado la Shoah.

Así, el rabino Arnold Jacob Wolf, director de la Fundación Académica Hillel de la Universidad de Yale, dijo públicamente: «Me da la impresión de que en lugar de dar clases sobre el Holocausto lo que se hace es venderlo». Y el escritor judío Norman G. Filkenstein, cuyos padres lograron sobrevivir a los campos de concentración de Auschwitz y Majdanek, asegura en La industria del Holocausto que «hay que establecer distinciones históricas, de eso no cabe duda, pero crear distinciones morales entre “nuestro” sufrimiento [el de los judíos] y “su” sufrimiento [el del resto de la humanidad] es una parodia moral. Como señaló Platón: “no se puede comparar a dos pueblos desgraciados y decir que uno es más feliz que otro”».

Además, existe la curiosa teoría del posible origen judío de Hitler. Según ésta, el servicio secreto alemán se apoderó durante el Anschluss, la anexión de Austria, de una documentación elaborada por el antiguo canciller austríaco Engelbert Dollfuss, según la cual, en 1836 Salomón Mayer Rothschild, entonces residente en Viena, tomó a su servicio a una joven doncella de provincias llamada María Anna Schicldgruber. El banquero, de origen judío, sedujo a la muchacha, quien por las mañanas le hacía la cama y por las noches se la deshacía. Con tanto trasiego, Maria Anna se quedó embarazada y al descubrirse su estado fue devuelta a Spital, su localidad natal, donde se arregló un matrimonio de conveniencia con Johan Georg Hiedler. En 1837 nació el pequeño Alois, que jamás fue reconocido por Hiedler. Así que durante cuarenta años llevó el apellido de su madre hasta que decidió cambiárselo por el de Hiedler o Hitler. Este Alois Hitler, a su vez, tuvo varios hijos. Entre ellos, Adolf.

Nunca han aparecido los documentos que probarían los hechos, pero se dice que citando el Führer tuvo conocimiento de su existencia ordenó una investigación profunda sobre su linaje paterno para comprobarlo y, si era necesario, borrar todas las pistas.

El asunto de la persecución de los judíos resulta en todo caso especialmente doloroso y delicado de tratar. Sobre él, como sobre otros muchos temas citados por fuerza muy someramente en esta obra, se podrían publicar auténticas enciclopedias. Pero no es ése nuestro objetivo. Sólo estamos preguntándonos por qué Hitler suscita tantas emociones, todavía hoy. Muchos autores opinan que eso es debido a su relación con los Illuminati.

La teoría tiene dos vertientes. Según una de sus interpretaciones, Adolf Hitler fue una simple marioneta en manos de la organización. Fue apoyado, primero, tanto en lo político como en lo financiero en su escalada hacia el poder, y aconsejado después, precisamente para actuar como lo hizo y desencadenar el segundo conflicto planteado en la correspondencia entre Pike y Mazzini. Desde este punto de vista, la persecución contra los judíos estaba también prediseñada a fin de utilizarla posteriormente para la creación del anhelado Estado de Israel. Después, los Illuminati le dejaron caer como hicieron con Napoleón (cuya campaña en Rusia tanto se parece a la del propio Hitler), apoyando a la coalición internacional que le derrotó.

Según la otra versión de la teoría, la sociedad secreta aupó a Hitler hasta la cancillería, pero, una vez allí, fue éste quien decidió independizarse y seguir su propio camino. O tal vez pensaba hacerlo desde el principio y consiguió engañar a los herederos de Weishaupt para aprovecharse de sus recursos y llegar lo más lejos posible antes de que descubriesen sus verdaderas intenciones. Para ello se blindó con su propia organización secreta y armada, las SS dirigidas por Heinrich Himmler. Eso habría explicado, entre otras cosas, el hecho de que decidiera mantener la guerra hasta el final, prefiriendo la destrucción de Alemania y su propia autoinmolación antes que caer en manos de sus antiguos patrocinadores, que, al no poder vengarse personalmente, optaron por satanizar su imagen pública por los siglos de los siglos. De esta manera, además, los Illuminati advertían a todos los futuros colaboradores de sus planes sobre el destino que les aguardaba si algún día también se les ocurría traicionarlos.

¿Resulta demasiado increíble? La propia personalidad de Hitler, por lo que sabemos, era en sí bastante increíble, como increíbles resultan muchos hechos de su vida y su propia e imparable transformación desde un desconocido agitador de provincias durante la posguerra hasta el Führer del Imperio de los Mil Años. Los historiadores «rigurosos» han prestado mucha atención a sus antecedentes familiares, su experiencia política, sus decisiones militares… pero rehúyen constantemente los aspectos más inverosímiles de su existencia, pese a que éstos existen y están bien documentados.

August Kubizek, uno de los escasos amigos de juventud de Hitler, relató la etapa vienesa de ambos, en la que el futuro caudillo alemán malvivía como un artista callejero más, vendiendo sus propias acuarelas y leyendo todos los textos de mitología, orientalismo, sociedades secretas y otros temas similares. Probablemente de aquella época data su decisión de hacerse vegetariano, abstemio y no fumador, lo que mantuvo hasta el final de sus días. Kubizek cuenta que ambos eran muy aficionados a la ópera y especialmente a las obras de Richard Wagner, el adalid musical del nacionalismo alemán. En el verano de 1906 acudieron al teatro de la Ópera de la capital austríaca para disfrutar de su Rienzi, en cinco actos.

Esta obra se basa en la novela homónima del británico George Bulwer Lytton, directamente relacionado con círculos de influencia rosacruciana y autor de una de las mejores novelas jamás publicadas sobre el tema, Zanoni, así como de otro clásico de la literatura ocultista de su época, La raza venidera, en la que aparece una estirpe de hombres subterráneos que disponen de una poderosa energía llamada Vril. Rienzi, el último de los tribunos romanos cuenta la trágica historia de un patriota italiano del siglo XIV que falleció en el Capitolio devorado por las llamas. Su argumento rebosa de luchas por el poder, ambiciones personales, populachos enardecidos y otros sucesos muy de moda en las producciones del momento. De hecho, el propio Wagner consiguió la fama con el estreno en Dresden de su versión, que la crítica calificó como «de estilo parisino y descendiente directa de las óperas espectáculo de tema histórico».

Kubizek y Hitler disfrutaron de la ópera, quizá en exceso, porque según las propias palabras del primero, cuando salieron a la calle su amigo empezó a comportarse de un modo «extraordinario» pues «nunca había visto así a Adolf, parecía estar literalmente en trance». Lo cierto es que tuvo que correr tras él y zarandearle, porque de pronto había empezado a caminar a buen paso en dirección opuesta a la residencia donde se alojaban. «Cuando volvió en sí, aunque con una mirada enfebrecida y llena de excitación», Hitler empezó a balbucear algo acerca de una extraña «misión que los seres humanos normales no comprenderían», a la que tendría que dedicar su vida porque así se lo habían encargado «los Poderes Superiores» que se le habían manifestado a través de la música de Wagner. Más de treinta años después, el entonces Führer tuvo ocasión de visitar en la localidad de Bayreuth la mansión de los Wagner y explicar a la viuda del compositor, Winifred, los detalles de esa experiencia, que para él había sido tan importante. Tanto, que llegó a confesar: «En aquella hora nació el nacionalsocialismo».

Los banqueros, Thule y el Vril

Diversos libros explican las misteriosas anécdotas que salpican la trayectoria vital de Hitler. Sería laborioso resumir todas ellas ahora, así que nos limitaremos a mencionar algunas por encima:

a) Su nacimiento en el pueblo austríaco de Braunau am Inn, próximo a la frontera con Baviera, y considerado tradicionalmente un centro de médiums y videntes.

b) Sus primeros encuentros con la esvástica, esculpida por doquier en la abadía benedictina de Lambach, donde había ingresado en el coro de seminaristas con la intención de hacerse sacerdote y por donde pasó el monje cisterciense Adolf Lang, que poco después fundó en Viena la Orden del Nuevo Temple. Y su obsesión permanente por los libros de ocultismo, magia, reencarnación y espiritualidad, y su relación constante con personas movidas por los mismos intereses.

c) Su intuición para prever el peligro que, durante una cena con sus compañeros en una trinchera de la primera guerra mundial, le hizo levantarse sin saber por qué y «apenas lo había hecho […] estalló un obús perdido en medio del grupo donde había estado sentado unos minutos antes. Todos murieron».

d) Su capacidad magnética para fascinar e hipnotizar no sólo a las masas, sino individualmente, además de su afán personal por comenzar la conquista política de Alemania justo en Baviera.

e) Su afán por apoderarse de diversos objetos arqueológicos como la llamada Lanza del Destino, perteneciente a las joyas imperiales de los Habsburgo que se guardaban en el Hofburg de Viena y cuya incautación fue una de las primeras misiones de las SS tras producirse el

Anschluss

o anexión de Austria.

f) Sus extravagantes comentarios, como el que hizo a un sorprendido Herman Rauschning, jefe nazi del gobierno de Danzig: «Si cree usted que nuestro movimiento se reduce sólo a un partido político, ¡es que no ha entendido nada!» O el que su séquito pudo escuchar durante el homenaje que rindió a Napoleón ante su tumba en Los Inválidos tras la rendición de Francia: «Una estrella protege París». Padecía, además, extrañas visiones que le hacían caer en estados de trance o en crisis nerviosas, que según los testigos le llevaban a despertarse por la noche «lanzando gritos convulsivos», «miraba a su alrededor con aire extraviado y gemía: “¡Es él, es él, ha venido aquí!” […] Pronunciaba números sin sentido, palabras muy extrañas y trozos de frases inconexas […] aunque no había ocurrido nada extraordinario».

g) Su apoyo a las más extrañas misiones de exploración, incluyendo el envío de tropas de montaña a coronar el monte El bruz en el Cáucaso o a entablar contacto con las «autoridades espirituales» del Tíbet. En este sentido, también su obsesión por conquistar Stalingrado, ciudad «construida sobre la antigua capital de los arios», en lugar de concentrar sus fuerzas en la más lógica conquista de Moscú.

h) Sus extraños compañeros de viaje al final del camino: un grupo de tibetanos vestidos con uniformes de las SS desprovistos de insignias que se suicidaron en el interior del búnker del Reichstag en 1945.

Hitler había participado como soldado raso en la primera guerra mundial, encuadrado en el Primer Regimiento de Infantería bávaro. Según sus biógrafos, allí se comportó con cierta temeridad. No ascendió más allá de cabo, pero a cambio, recibió la Cruz de Hierro de primera clase, la más alta condecoración para un militar de su rango. Fue uno de los muchos combatientes alemanes que nunca entendieron por qué finalizó el conflicto de aquella manera y, desde entonces, fue un firme partidario de la teoría de la puñalada por la espalda.

En la confusa y caótica posguerra de la República de Weimar y aún en el ejército a Hitler se le encargó adoctrinar contra el pacifismo y el socialismo, a la vez que infiltrarse en varios partidos políticos como el Socialdemócrata austríaco o el Partido Obrero Alemán. En 1919 participó por vez primera en una reunión de este último y allí descubrió, o fue incitado a descubrir su vocación política. Se retiró definitivamente del ejército y, afiliado a ese partido, su capacidad de maniobra le permitió hacerse pronto con la dirección. Le cambió el nombre por el de Partido Nacional Socialista y buscó el apoyo de un ex oficial llamado Ernst Rohm, que organizó para él un auténtico ejército privado, las Sturmabteilungen o SA, las secciones de asalto, fácilmente reconocibles por sus camisas de color pardo, que durante años lucharon a brazo partido en las calles contra sus equivalentes comunistas o socialistas.

Es un misterio cómo el minúsculo Partido Nazi empezó a multiplicar de pronto sus afiliados hasta el punto de que sólo cuatro años después contaba con los apoyos suficientes para promover el fallido golpe de Estado contra el gobierno bávaro. Y más extraño aún que, a pesar de lo ocurrido, no sólo no perdiera la confianza de los suyos ni que su formación política se resintiera, sino que, al contrario, las afiliaciones se produjeran por decenas de miles. En 1929, cuando se produjo la gran crisis financiera de Wall Street, el Partido Nazi contaba con cerca de 180.000 afiliados y, en las siguientes elecciones generales obtuvo 107 diputados en el Reichstag o Parlamento. Tras una serie de crisis gubernamentales que degeneraron en una de Estado, las elecciones de 1932 le dieron la mayoría con 230 diputados.

Después se produjo el incendio del Reichstag, del que se acusó a un comunista de escasas luces, aunque siempre se sospechó que fue provocado por los propios nazis. El caso es que, en 1933, Hitler se hizo con el poder absoluto al declarar a los comunistas fuera de la ley. Todos los demás partidos se fueron disolviendo hasta que el 14 de julio, una fecha llamativa para cualquier conocedor de la Revolución francesa, Alemania se convirtió en un Estado monopartidista. Tras la eliminación de la competencia política vino la de las organizaciones sindicales y profesionales, el control de la prensa y la prohibición de sectas y sociedades secretas. En 1935, muerto el anciano Hindenburg, el único que había sido capaz de frenar relativamente las ambiciones políticas de Hitler, éste se hizo dueño definitivo de Alemania. Denunció el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar obligatorio y creó la Luftwaffe o aviación militar. El resto es harto conocido.

¿Quién financió a Hitler a lo largo de ese camino? Los mismos banqueros internacionales que habían financiado la Revolución rusa. Entre ellos, el Mendelshon Bank de Amsterdam, controlado por los Warburg; el J. Henry Schroeder Bank, cuyo principal consejero legal era la firma Sullivan & Cromwell, a la que pertenecían como socios más antiguos John y Allen Foster Dulles, o la Standard Oil de Nueva Jersey, del clan Rockefeller. En este último caso, es interesante comprobar cómo las relaciones entre la petrolera estadounidense Standard Oil y la corporación petroquímica alemana I. G. Farben se prolongaron incluso durante los primeros años de la guerra. Una carta dirigida en 1939 por el vicepresidente de la compañía, Frank Howard, a sus socios controlados por el régimen nazi, insistía en que «hemos hecho todo lo posible por trazar proyectos y llegar a un modus vivendi, independientemente de que Estados Unidos entre o no en guerra».

Fritz Thyssen, hijo del magnate del acero y padre del barón Hans Heinrich Thyssen Bornemisza, escribió en 1941 un libro que levantó cierto escándalo, Yo pagué a Hitler, en el que explicaba cómo el caudillo nazi había conseguido, a través de sus gestiones, buena parte del dinero necesario para impulsar su proyecto político y cómo había roto con él a raíz de la invasión de Polonia. Según sus propias palabras, en 1931 gestionó la concesión de un primer crédito de 250 000 marcos de la época mediante el banco holandés Voor Handel de Scheepvaart, cuyo socio norteamericano era el Banco de Inversiones W. A. Harriman. Un año después, el Partido Nacional Socialista había recibido unos tres millones de marcos. Otra entidad financiera controlada por banqueros holandeses que financiaron a Hitler fue la Union Banking Corporation, en cuya junta de directores se sentaba el abuelo del actual presidente de Estados Unidos, George W. Bush.

Un detalle más: el presidente del Banco Central de Alemania, Greeley Schacht, vinculado con la Banca Morgan norteamericana, fue uno de los principales encargados de alimentar, al principio de los años treinta, la inestabilidad que acabó haciendo caer a los sucesivos cancilleres alemanes hasta que Adolf Hitler asumió el cargo. ¿Hitler conocía en aquella época la teoría sobre su supuesta descendencia de los Rothschild? ¿Utilizó ese argumento para convencer a los banqueros favoritos de los Illuminati de que él era «su hombre» y que en consecuencia les convenía apoyarle?

Además de los barones encargados de controlar la economía y las finanzas, Hitler necesitó el apoyo ideológico, y lo obtuvo, de ciertas organizaciones secretas, en principio no vinculadas con los Illuminati, pero tan ansiosas como ellos por llegar al poder y actuar desde él. Además de la Orden del Nuevo Temple de Adolf Lang (que se autoproclamaba sucesor del último gran maestre del Temple, Jacques de Molay, y que publicó la popular revista Ostara, en la que defendía las teorías de la eterna lucha entre la «verdadera humanidad» compuesta por la raza aria contra los «seres demoníacos» nacidos del «pecado sexual del bestialismo» cometido por los arios con miembros de razas inferiores), una de las principales influencias del régimen nazi fue la Sociedad Thule, creada por el barón Rudolf von Sebottendorf y considerada una filial de la Orden de los Germanos fundada en 1912.

Fascinado por el esoterismo islámico e incansable viajero por diversos países orientales, Von Sebottendorf aseguraba haber entrado en contacto con iniciados drusos que recibían sus enseñanzas directamente del Rey del Mundo, quien dirigía los destinos de la humanidad desde la ciudad oculta de Shambala. Su objetivo, decía, era llevar a Occidente esas enseñanzas, y para ello nada mejor que fundar una sociedad secreta cuyo nombre hiciera honor al paradisíaco y maravilloso Reino de los Hiperbóreos, cuna de la raza aria primigenia, perdida más allá de las brumas y los hielos, pero cuyo linaje espiritual seguiría irradiando desde lo oculto.

La Thule, que según diversos expertos mantuvo vínculos con la Golden Dawn y con la OTO, se ramificaba en pequeños grupos secretos que reclutaban a sus seguidores sobre todo en el sur de Alemania. En ella militaron algunos de los más importantes y futuros cargos nazis, como el número dos del régimen, Rudolf Hess, a quien Hitler deseaba como sucesor suyo, pero cuya misión secreta en su vuelo solitario a Inglaterra terminó mal; el periodista y político Alfred Rosenberg, el filósofo e ideólogo de todo el movimiento nazi; el economista Gottfried Feder, cuyas tesis aplicadas desde la Secretaría de Estado del Ministerio de Economía y después como ministro de Comercio del Tercer Reich permitieron el llamado milagro económico nazi, o el abogado Hans Frank, posteriormente gobernador general de la Polonia ocupada.

Sin embargo, la figura central de ese círculo fue Dietrich Eckart, que introdujo a Hitler en la Sociedad Thule y que, según todos los indicios, fue su maestro personal en la transmisión de determinados conocimientos y prácticas mágicas. De hecho, cuando falleció inesperadamente en 1923, apenas un mes después del fracasado Putsch, sus últimas palabras fueron: «Le hemos dado [a Hitler] los medios para comunicarse con “ellos”. Yo habré influido más en la historia que cualquier otro alemán […]. Hitler bailará, pero yo he compuesto la melodía».

Ese enigmático «ellos» ¿a quiénes se refería exactamente? ¿A los Superiores Desconocidos de la tradición secreta?, ¿a los drusos contactados con el Rey del Mundo?, ¿a los Illuminati?

Entroncada con la Thule, aparece también la Sociedad del Vril o Logia Luminosa, cuyo dirigente más destacado era Karl Haushofer, quien también acabaría en el partido nazi en calidad de recaudador de contribuciones. Haushofer viajaba con asiduidad a Japón y la India, donde entabló relación con los miembros originales de esa organización y pidió permiso para establecer su rama europea. El Vril, aparte de uno de los factores del éxito de la anteriormente citada novela de Bulwer Lytton, era una forma de llamar a la energía universal detrás de todo lo aparente (el equivalente del Chi de los chinos, la Mente para los hermetistas, el Orgón de los experimentos de Wilhelm Reich, la Materia Oscura de la ciencia moderna…), y el Sol estaba considerado como su principal fuente para los seres humanos. Los miembros de la Sociedad del Vril saludaban todas las mañanas al astro rey elevando hacia él las palmas de las manos con los brazos extendidos. Haushofer fue, además, el creador del concepto de geopolítica, asignatura de la que era catedrático en la Universidad de Munich, que desde entonces ha sido utilizado a la hora de explicar las relaciones internacionales. Su ayudante en la universidad y también iniciado en la Sociedad del Vril era el mismo Rudolf Hess.

A estas influencias hay que sumar las corrientes teosóficas y ariosóficas que aún coleaban desde el siglo XIX. Las primeras, promocionadas por los seguidores de la sorprendente y misteriosa esoterista rusa madame Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica de Nueva York en 1875 y que escribió La doctrina secreta, una amalgama de ideas religiosas y filosóficas impregnadas de orientalismo, en la que la evolución humana es el relato de su degeneración desde un inicial estado de gracia divino. Blavatsky sostenía haber recibido una revelación sobre la existencia de una antiquísima civilización que se habría desarrollado en lo que hoy es el desierto de Gobi y cuyos descendientes vivían todavía en un reino subterráneo. Las segundas tendencias fueron las ariosóficas, promovidas por los seguidores de Guido von List, ocultista alemán partidario de reconstruir la antigua religión autóctona, que había sido violentamente sustituida por el cristianismo. Von List creó la Alta Orden Armánica, inicialmente integrada por diez personas a las que conducía por toda Alemania en busca de las huellas de Wotan y de la antigua cultura germana. La organización creció y fue estructurada en los tres clásicos grados de aprendiz, compañero y maestro, cada uno de los cuales tenía acceso a un nivel determinado de conocimiento.

Madame Blavatsky.

Teósofos y ariosofistas utilizaron la esvástica como símbolo del acto creador de Dios: una forma de proyección de la energía a partir de Un centro fijo e inmutable.

La Orden Negra

Uno de los principales símbolos del régimen nazi fueron sus temidas SS o Schultz Staffeln, una organización elitista también conocida como la Orden Negra, porque además de utilizar uniformes de ese color había sido cuidadosamente planificada siguiendo modelos como el de las antiguas órdenes medievales. Tal y como explican Louis Pawels y Jacques Bergier en El retorno de los brujos, su existencia «no responde a ninguna necesidad política o militar, sino a una necesidad mágica»: la de crear una orden de guerreros escogidos, una suerte de «semidioses», encargados entre otras cosas de la protección del «dios» encarnado como Führer. Pero no sólo de eso.

Las SS constituyeron un auténtico Estado dentro del Estado, siguiendo la teoría de los círculos concéntricos de las sociedades secretas, puesto que estaban destinadas a perdurar una vez finalizara la segunda guerra mundial con la «previsible» victoria de las tropas alemanas. Los soldados de la Wehrmacht o ejército de Tierra podrían desmovilizarse, pero no así las unidades SS. Para asegurarse la correcta instrucción y entrenamiento de sus mandos, los jerarcas nazis adquirieron y remodelaron el castillo de Wewelsburg, en Westfalia. Su peculiar forma triangular debía constituir en el futuro la punta de una gigantesca lanza edificada de acuerdo con un colosal diseño arquitectónico en el que estaba previsto instalar oficinas, escuelas de oficiales, campos deportivos y todo tipo de instalaciones anexas cuando terminara el conflicto bélico.

En la mitología del nacionalsocialismo, los SS eran los nuevos ostrogodos (literalmente, los «dioses brillantes», puesto que godo es una palabra que deriva de Goth que en alemán significa «Dios»), los nuevos monjes guerreros, los nuevos templarios y caballeros teutónicos encargados de rechazar la amenaza de las hordas asiáticas sobre Europa en el pulso eterno entre Oriente y Occidente, así como de dirigir la Drachnach Osten o Marcha hacia el Este, que permitiría a los arios apoderarse de nuevas tierras y recursos para extender su dominio y su civilización.

Pero también eran los guardianes y constructores del modelo «definitivo» que garantizaría la unión del continente europeo: una Federación de las Patrias Carnales con capital en Viena, que presuponía la destrucción de todas las naciones y su sustitución por algo más de un centenar de autonomías o gobiernos regionales provistos de un poder político equivalente, aunque muy limitado por las directrices nazis. De esta manera, pensaban, se acabaría de una vez por todas con problemas como los de los Balcanes o el Ulster.

En el caso de la península Ibérica, según revela Miguel Serrano en El Cordón Dorado, los planes de los SS pasaban por dividirla en doce regiones: Galicia. Asturias (con capital en Lugo), Duero (capital Valladolid), País Vasco (capital Pamplona), Aragón (capital Zaragoza), Cataluña (capital Barcelona), Extremadura (capital Badajoz), Guadalquivir (capital Sevilla), Bética (capital Granada), Levante (capital Valencia) y La Mancha (capital Madrid), a las que había que sumar Portugal norte (capital Oporto) y Portugal sur (capital Lisboa).

Paradójicamente, el personaje escogido para dirigir retos de este calibre no podía tener una apariencia menos heroica, el Reichsführer o comandante supremo del cuerpo, Heinrich Himmler, un hombrecillo con aspecto de burócrata de segunda fila, aunque dotado de una mente organizativa y una capacidad de intriga asombrosas. Himmler era otro entusiasta de la astrología, el ocultismo, la reencarnación y lo que hoy llamaríamos agricultura biológica. Estaba convencido de que en una vida anterior había sido el rey sajón Heinrich el Pajarero y lo cierto es que organizaba ceremonias anuales en su honor cada 2 de julio (en algunas ocasiones llegó a disfrazarse de caballero medieval).

Su obsesión por la Edad Media le llevó a crear una orden secreta dentro de los SS: un grupo de doce hombres escogidos entre sus mejores Obergruppenführer, u oficiales de alta graduación, que se sentaban junto a él en el castillo de Wewelsburg, en una sala de reuniones muy característica, en torno a una mesa redonda de roble macizo, como un remedo de Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. Esta especie de consejo supremo de la Orden Negra tomaba las decisiones en conjunto, aunque bajo la dirección del Reichsführer. Cada uno se acomodaba en su propio butacón de cuero, personalizado con una placa de plata que llevaba su nombre y su escudo de armas, y disponía en el castillo de un aposento decorado a su gusto, de acuerdo con distintas épocas históricas. La única manera de entrar en este «núcleo duro» era previo fallecimiento de uno de sus integrantes y votación del resto. Además, en la sala inferior, existía un sótano abovedado de piedra natural donde Himmler hizo construir un lugar de culto para los caballeros SS muertos. Contenía una especie de platillo de piedra en el centro de una depresión donde se quemarían los escudos de los fallecidos. Las urnas con las cenizas debían colocarse después en uno de los doce zócalos de piedra, uno por cada caballero, que se habían dispuesto en torno a la pared del sótano.

Con estos antecedentes no nos puede extrañar la creación, también dentro de las SS, de una oficina especial llamada Ahnenerbe o Herencia de los Ancestros, dedicada al estudio de todo tipo de materias relacionadas con la cultura alemana. Llegó a contar con 43 departamentos diferentes en los que se estudiaba el folclore popular, la geografía sagrada, las canciones tradicionales… y el esoterismo puro y duro. El encargado de este último departamento fue Friedrich Hielscher, que dirigió diversas expediciones en busca de posibles emplazamientos de la Atlántida, edificios sagrados de los antiguos templarios y hasta el santo Grial.

El Sol Negro de la Sociedad Thule.

Uno de los más polémicos proyectos fue el relacionado con Schwarze Sonne o Sol Negro. Las teorías geológicas y astronómicas que manejaban los científicos nazis aseguraban que la Tierra, como el resto de los cuerpos cósmicos, es en realidad un planeta hueco y no macizo, a cuyo interior se podría acceder en las condiciones adecuadas. En lugar de un núcleo central, se creía que existía un sol interior, o «negro», en contraposición con el Sol exterior, que iluminaba y permitía la vida y el crecimiento de plantas, animales y también hombres más desarrollados que los que caminaban sobre la superficie del planeta, que podrían convertirse en poderosos aliados. La Ahnenerbe organizó varios viajes para intentar encontrar la entrada al mundo interior en diversos puntos de Asia y América del Sur. Una de las lecturas favoritas de los expedicionarios era el libro publicado pocos años antes del estallido de la segunda guerra mundial, Bestias, hombres y dioses, en el que el viajero ruso Ferdinand Ossendowsky contaba su peripecia personal a través de Asia Central. En este texto se refería explícitamente al mítico Rey del Mundo y afirmaba que tanto el barón Unger Khan von Stenberg como el Dalai Lama habían recibido a sus emisarios y mantenían contacto con él.

La expedición más conocida fue la dirigida por el oficial de las SS y etnólogo, Ernst Schäffer, que regresó del Tíbet con una serie de objetos curiosos, entre ellos dos importantes documentos. El primero de ellos, un pergamino en el que el Dalai Lama firmaba un tratado de amistad con la Alemania nazi y reconocía en Hitler al «jefe de los arios». El segundo, de mayor interés aún, era el Tantra de Kdlachakra, la iniciación suprema del budismo «que asegura el renacimiento en Shambala» en el momento de la batalla final contra las fuerzas del Mal. Esta iniciación está vinculada a la leyenda de Gesar de Ling, un monarca guerrero tibetano cuyo reinado fue tan provechoso que el relato novelado del mismo acabó siendo una de las principales epopeyas locales. Según el mito, al final de los tiempos volverá al mando de un ejército de fieles con el que derrotará para siempre a las tropas de la oscuridad. Es el mismo tema de «el rey que vendrá» que caracteriza a narraciones europeas similares como la de Arturo o el rey Federico Barbarroja.

Llega el Séptimo de Caballería

El desarrollo de la segunda guerra mundial fue parecido al de la primera: Alemania llevó la iniciativa en un primer momento, derrotó otra vez a Francia y a sus aliados europeos, y abrió un segundo frente en el este con la Unión Soviética, adelantándose así a los planes secretos de Stalin para atacar Alemania al año siguiente.

Y, como en el conflicto anterior, el gobierno estadounidense estaba deseando entrar en guerra en apoyo directo del Reino Unido, pero volvía a encontrarse no sólo con la actitud aislacionista de su población, sino con un estado de opinión favorable a Hitler entre numerosos intelectuales, políticos y diversos personajes públicos. Así que el presidente Franklin D. Roosevelt intentó seguir los pasos de su predecesor Woodrow Wilson y buscó algo parecido al hundimiento del Lusitania. Como no lo encontró, provocó diversos incidentes en el Atlántico atacando algún buque alemán, pero la Kriegsmarine o Armada alemana tenía orden de no responder, precisamente para no provocar la entrada del gigante americano en la guerra.

Roosevelt encontró la solución a su problema en el pacto del eje Berlín-Roma-Tokio, que obligaba a cualquiera de los firmantes a prestarse mutua ayuda y defensa en caso de ser atacados. Si conseguía que Japón le declarara la guerra, podría contestar a los nipones y de paso intervenir en Europa. Así que comenzó el acoso político, diplomático y comercial de Estados Unidos al imperio nipón, al que por cierto hacía tiempo que venía estudiando como futuro rival en el área del Pacífico. Washington entorpeció y desbarató de manera sistemática los planes de expansionismo del gobierno nipón en el sur de Asia, básicamente destinados a garantizarse las materias primas inexistentes en su propio territorio.

Por fin, la situación rebasó todos los límites y Tokio decidió declarar la guerra al belicoso gobierno de Roosevelt. Hoy sabemos que el presidente norteamericano conocía no sólo las intenciones de las autoridades del país del sol naciente, sino la inminencia de su primer ataque contra Pearl Harbour, su principal base en el Pacífico.

Hasta ocho fuentes distintas advirtieron a Roosevelt de lo que se estaba preparando, pero éste, aconsejado por el oscuro Henry Lewis Stimson (alto cargo en su Administración y en las de Taft, Hoover y Truman, y señalado por varias fuentes como uno de los agentes de los Illuminati) no hizo nada para evitar lo que luego se calificó como «el día de la infamia».

Lo más sangrante del caso fue que los japoneses se limitaron a imitar a los propios norteamericanos en el famoso ataque a Pearl Harbour. El plan original fue diseñado y experimentado por el almirante H. E. Yarnell para demostrar al alto mando de la Marina de Estados Unidos la necesidad de invertir en la construcción de los buques portaaviones frente a los acorazados, porque, en su opinión, los primeros estaban destinados a ser el arma del futuro para las operaciones en el Pacífico. En las sorprendentes maniobras aeronavales del 6 de febrero de 1932, Yarnell, al mando de una flotilla compuesta por dos portaaviones y cuatro cazatorpederos, eludió las defensas de la base de Pearl Harbour (uno de los mejores puertos naturales del mundo, que contaba con una división de infantería, numerosas baterías antiaéreas y de costa, además de un centenar de aeroplanos) y la flota que presuntamente la protegía (mucho más numerosa y en la que se incluían más de media docena de grandes acorazados), y lanzó una oleada de 152 cazabombarderos que «atacaron» sin problemas todos los objetivos marcados como dignos de «ser destruidos». Si el ataque simulado hubiera sido real, la flota norteamericana que solía concentrarse en el puerto habría sido hundida al completo.

Sin embargo, la mayoría de los miembros del alto mando consideraron el ejercicio como un golpe de suerte y no aceptaron la petición de Yarnell. El espionaje japonés, en cambio, sí tomó buena nota de cómo destruir la base con facilidad y de la importancia de empezar a construir portaaviones cuanto antes. El resultado fue que el 7 de diciembre de 1941 el ataque sorpresa se reprodujo, pero esta vez era de verdad. De los ocho acorazados norteamericanos que había en el puerto, dos fueron hundidos, otros tres quedaron inutilizados durante mucho tiempo y tres más, averiados. Además, otros siete buques menores resultaron tocados. De la flota aérea, casi 200 aparatos fueron destruidos y 160 averiados. Más de 3.000 militares estadounidenses perecieron.

Roosevelt tenía su excusa para entrar en guerra. Los Illuminati se frotaban las manos porque, igual que sucedió en la primera guerra mundial, la actuación de Estados Unidos no sólo proporcionaría grandes beneficios económicos a sus banqueros, sino que desequilibraría la balanza del conflicto en el sentido deseado: del lado de los aliados.

De esta manera terminaba también uno de los sueños más largamente acariciados por Hitler, que era llegar a la paz al margen del Reino Unido, para dedicarse exclusivamente a combatir a la Unión Soviética. Ya lo había intentado antes, aunque nunca se reconoció de manera oficial, enviando a su lugarteniente Rudolf Hess en un vuelo tan solitario como oficialmente misterioso a las islas Británicas, cuyo objetivo era fijar las condiciones del acuerdo. Hess fue capturado y, tras escuchar su propuesta, el primer ministro británico Winston Churchill se negó a considerarla y lo encerró en prisión. Tras el final de la guerra y el ajuste de cuentas de Nüremberg, el ex número dos del régimen nazi vivió encerrado en solitario en la cárcel de Spandau, donde falleció en 1987 víctima de un extraño suicidio.

Hoy se empieza a aceptar el hecho, negado durante mucho tiempo por las autoridades británicas, de que una amplia representación de la aristocracia inglesa, empezando por el propio rey Eduardo VIII, no era partidaria de la guerra y creía, como Hitler, que era necesario llegar a un entendimiento entre británicos y alemanes.

Ese es el motivo, según algunos historiadores, de que Eduardo VIII, enamorado de la norteamericana Wally Simpson, de tendencias filonazis, fuese obligado a abdicar en su Hermano Jorge VI.

«Hombre es quien estudia las raíces de las cosas.

Lo demás es rebaño».

JOSÉ MARTÍ, patriota cubano.

2.000 años después

Pedro Arrupe fue elegido superior general de la Compañía de Jesús el 22 de mayo de 1965. Sólo siete meses más tarde, durante su discurso en el Consejo Ecuménico de finales de diciembre, se refirió a uno de los grandes enemigos de la Iglesia católica sin llegar a nombrarlo expresamente.

La prensa recogió sus palabras al día siguiente: «Esta sociedad […] carente de Dios, actúa de un modo extremadamente eficiente, al menos en sus niveles de alto liderazgo. Hace uso de todo medio posible a su alcance, sin importarle que éste sea científico, técnico, social o económico. Sigue una estrategia perfectamente planeada. Tiene influencia casi completa en las organizaciones internacionales, círculos financieros y en el terreno de las comunicaciones de masas, prensa, cine, radio y televisión».

Era una manera de reconocer la creciente potencia de los Illuminati, y también de retarlos. Varios autores aseguran que Arrupe perdió el desafío. Creen que hace tiempo que los representantes de los Iluminados de Baviera consiguieron su viejo anhelo de infiltrarse en la Santa Sede.

«Ad maiorem Gloria Dei»

Si existe una institución eclesiástica organizada al estilo de las sociedades secretas, ésa es la Compañía de Jesús. Fundada por un hombre «iluminado» por la divinidad y provisto de una personalidad poderosa que desarrolló a lo largo de una vida llena de sucesos y viajes, fue constituida en primera instancia por siete (el número sagrado) estudiantes de teología. Se organizó de acuerdo a una fuerte jerarquía y con un reglamento estricto, que incluía como uno de sus principales votos el de la obediencia, al servicio directo del Papa y no de otro escalón intermedio del Vaticano, y con clara vocación internacionalista, puesto que desde el primer momento envió sus misioneros a la conquista de todo el mundo conocido. Su reglamento interno y su forma de actuar fueron copiados hasta la saciedad por diversos grupos, incluso por sociedades contrarias a la Iglesia católica como los propios Illuminati.

Ignacio de Loyola.

Ignacio, o Iñigo, de Loyola había nacido en 1491 en el seno de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Fue el más joven de once hermanos, sirvió en la Corte y se incorporó al ejército para repeler una invasión francesa en el norte de Castilla. Su carrera militar no duró demasiado, terminó cuando una bala de cañón le destrozó la pierna durante la defensa del castillo de Pamplona. Rendida la fortaleza, los franceses le capturaron y le enviaron en litera a su hogar natal, donde soportó una convalecencia de muchos meses, salpicada con sucesivas operaciones que no impidieron que quedara cojo.

Según su biografía formal, para distraerse durante su forzado reposo pidió que le proporcionaran libros de caballería, pero lo único que se encontró en el castillo de sus padres fue una historia de Jesucristo y un libro de vidas de santos. Ambos textos, acompañados de largas reflexiones en la soledad de su reposo, le llevaron a pensar que su destino pasaba forzosamente por la entrega a la fe. Se convenció al tener una visión mística de la Virgen María llevando en brazos el cuerpo de Jesús.

Semejante experiencia, sumada a una peregrinación al santuario catalán de Nuestra Señora de Montserrat, le determinó a viajar a Tierra Santa. Durante un tiempo vivió de las limosnas y orando en la pobreza como los santos a los que quería imitar. Entonces empezó a escribir sus famosos Ejercicios espirituales, que publicó muchos años después y cuyo fin específico es «llevar al hombre a un estado de serenidad y desapego de las cosas pasajeras para que pueda elegir sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular».

Finalmente embarcó hacia Palestina, adonde llegó previo paso por Roma, Chipre y Jaffa. Desde esta última ciudad viajó a Jerusalén a lomos de un mulo, a imitación de Jesús. Se cree que durante el tiempo que permaneció allí pudo conocer otras doctrinas sagradas como la de los sufíes musulmanes. En cualquier caso, algo extraño debió de aprender porque, pues, tras regresar a España y pasar fugazmente por la Universidad de Alcalá de Henares, fue acusado de propagar «doctrinas peligrosas» y encarcelado. Liberado por los inquisidores, volvió a abandonar España para viajar esta vez a Francia, Flandes e Inglaterra, donde perfeccionó sus estudios sin abandonar sus obligaciones espirituales. En 1534 obtuvo el título de maestro en artes en la Universidad de París y, poco después, con la compañía de otros seis estudiantes de teología (Pedro Fabro, un sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, brillantes estudiantes; Simón Rodríguez, de origen portugués, y Nicolás Bobadilla) decidió crear una pequeña congregación religiosa, que hizo votos de pobreza, de castidad (más tarde se añadiría el voto de obediencia) y de predicación en Palestina y, si esto último no fuera posible, donde quisiera mandarles el mismo Papa Paulo III. Así nació la Compañía de Jesús, aunque Ignacio nunca utilizó el nombre de «jesuitas», que comenzó siendo un apodo.

Una vez en Roma, al Pontífice le agradó la iniciativa y permitió la ordenación de todos los miembros de la compañía. Más tarde, Ignacio tuvo una nueva visión, esta vez del propio Jesucristo, y al poco tiempo, Paulo III aprobó la formalización de la compañía como una orden en toda regla al servicio del Vaticano. Ignacio de Loyola fue elegido primer general de la misma, aunque sólo aceptó el cargo por mandato de su confesor. A partir de entonces, la labor de los jesuitas se mostró muy valiosa para el Vaticano, sobre todo en labores misioneras, en Asia, África y América, así como en diversas obras de caridad y educativas. Durante la Contrarreforma, la compañía desempeñó un papel importante en el enfrentamiento contra el protestantismo. Su estructura jerárquica, casi militar, su cohesión interna y la calidad humana y cultural de muchos de sus miembros la convirtieron en una auténtica tropa espiritual de choque para el Papa. Cuando Ignacio murió en 1556, había cerca de diez mil jesuitas por todo el mundo.

Se conservan las instrucciones que dio personalmente Ignacio de Loyola a los jesuitas encargados de fundar un colegio en Ingolstadt, ciudad natal de Weishaupt: «Tened gran cuidado en predicar la verdad, de tal modo que si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus errores». Sus enviados debieron de hacerlo bien, pues recordamos que el futuro fundador de los Iluminados de Baviera no sólo estudió en el colegio jesuita, sino que se ordenó sacerdote de la compañía antes de optar por fundar su propia organización.

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