Illuminati

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TERCERA PARTE

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Desde el final de la segunda guerra mundial, el dólar norteamericano es la divisa más potente del mundo, aceptada en casi cualquier lugar como antes lo fue la libra esterlina, quizá porque los Illuminati decidieron apoyarse en ella, como antes lo hicieran con la moneda inglesa, para proseguir sus designios. En los últimos sesenta años, las llamadas monedas fuertes, como el marco alemán, el franco francés o la misma libra esterlina, han mantenido su posición de privilegio sólo porque actuaban en cierto modo protegiendo el dólar, pero finalmente, también se inclinaron ante éste.

Y es que el billete verde no es una moneda más, sino que constituye una de las armas más poderosas de Estados Unidos para mantener sus aspiraciones como primera y única superpotencia mundial. Mientras el comercio internacional y especialmente el petróleo se rijan por la ley del dólar, la Casa Blanca podrá estar tranquila, ya que seguirá conservando el liderazgo entre los gobiernos del tablero internacional. Algunos autores revelan que una de las razones secretas para desatar la guerra contra el régimen de Sadam Husein fue la decisión de éste de empezar a cobrar el petróleo en euros, en lugar de hacerlo en dólares. Según esta tesis, si el líder iraquí se salía con la suya impunemente, los demás países productores podrían plantearse también empezar a usar el euro (que, por otro lado, cumple hoy el mismo papel que las monedas fuertes de decenios atrás), lo que a la postre haría que el sistema entero de control se tambaleara.

La palabra dollar es de origen alemán. Es una deformación de Thaler o Daler, a su vez abreviatura de Joachimsthaler. Lo que en España se conoció como tálero, una moneda acuñada a partir del siglo XVI gracias a la plata extraída de la mina de Joachimstal, en lo que hoy es la localidad checa de Jachymov. Esta moneda llevaba grabada en una de sus caras la efigie de san Joaquín. Los reales de a ocho españoles, conocidos también como táleros, llevaban impreso el famoso icono de la divisa estadounidense, una especie de letra s cruzada por dos barras ($), que no era más que una estilización de las dos columnas de Hércules, junto al lema Plus Ultra (Más allá) que hoy todavía figura en el escudo español.

Si examinamos el billete de dólar y nos fijamos en el anverso, veremos una pirámide truncada que posee trece escalones, en cuya base está escrito el número 1776 con caracteres romanos. Corresponde al reverso del gran sello de Estados Unidos. La explicación oficial de su simbología es que representa a los trece Estados que ese año firmaron la Declaración de Independencia respecto a Inglaterra. No deja de resultar llamativo que trece sea el número de grados iniciáticos de la orden de los Iluminados de Baviera fundada en el mismo año. Encima de la pirámide y constituyendo su vértice, apreciamos el clásico ideograma divino: un triángulo radiante con un ojo en su interior, el Ojo que Todo lo Ve. El mismo que utilizaron los Illuminati para representar gráficamente su organización y que también aparecía en las portadas de los textos jacobinos de la Revolución francesa.

Dos lemas escritos en latín enmarcan la pirámide con el ojo. Por arriba, «Annuit Coeptis», que se traduce por «Él (Dios, ¿o quizá “Ella”, en referencia a la orden Illuminati?) ha favorecido nuestra empresa». Por abajo, «Novus Ordo Seclorum», es decir, «Nuevo orden de los siglos». Como sabemos, la obsesión por imponer un nuevo orden mundial es bastante anterior a los encendidos discursos de Adolf Hitler al respecto o de George Bush padre, cada uno de los cuales utilizó la misma expresión en su época, pero en el billete de dólar se muestra públicamente y sin ningún recato.

La frase más conocida del billete es «In God we trust» (En Dios confiamos). ¿En qué Dios, en realidad? La sociedad norteamericana se caracteriza por su alto grado de puritanismo, que nació en el Reino Unido siglos atrás a partir del protestantismo e introdujo una versión más materialista de la evolución espiritual. En contraposición al dogma católico de que los pobres eran los preferidos de Dios y, por tanto, de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos, los protestantes en general y los puritanos en particular replicaron que una vida próspera en la tierra no tenía por qué significar la condenación futura, sino todo lo contrario. Negando la posibilidad de que el hombre pudiera escapar a la predestinación (y de que por tanto, hiciera lo que hiciese, al final de su vida se salvaría o no según lo hubiera decidido Dios de antemano), muchos apoyaron la idea de que el enriquecimiento era equivalente a la aprobación de la divinidad, que se complacía así en tratar bien a sus preferidos, como una especie de prólogo a la felicidad eterna que les esperaba tras la muerte.

Esta idea, sumada a las oportunidades que se abrieron en el nuevo continente a todo el que mostrara la suficiente ambición, ideas y fortaleza para salir adelante, degeneró con rapidez y acabó convertida en un auténtico culto al dinero que aparece parodiado en la película They Live!, de John Carpenter, en la que un obrero mal pagado descubre unas gafas con las que observa los mensajes subliminales que se esconden en los periódicos, las revistas, las vallas publicitarias y el mismo papel moneda, y que no podemos apreciar porque una extraña raza de infiltrados mantiene hipnotizada a la sociedad. Cuando no lleva las gafas, el billete de dólar le parece normal, pero al ponérselas lo que ve es un trozo de papel en blanco en el que figuran mensajes escritos como Compra, Consume o, más específicamente, Este es tu Dios.

Fotograma de They Live!

Existen, por otra parte, un par de lecturas alternativas al «In God we trust». La primera de ellas supone una elipsis en la frase «In God we (have the) Trust», que se podría traducir por «En Dios (tenemos el) trust» (donde trust es «corporación financiera» o «negocio»). Y la segunda, más sencilla y extendida, «In gold we trust»; esto es, «En el oro confiamos». Esta última versión fue el motivo de una famosa equivocación cometida en la Reserva Federal, que estuvo a punto de distribuir varias series de billetes con el «oro» (gold) en lugar de «Dios» (God) como protagonista del lema. Unos empleados se dieron cuenta a tiempo y se pudo recoger todo el papel moneda antes de que llegara al bolsillo de los ciudadanos.

Por último, existe un dibujo en el dólar estadounidense que corresponde a la otra cara del sello nacional, el águila real calva. El águila es un clásico signo imperial.

Desde las legiones romanas hasta la guardia de Napoleón Bonaparte, pasando por los tercios de Carlos V, todos los ejércitos europeos y americanos con vocación expansionista han coronado sus banderas y estandartes con este hermoso animal, relacionado en la mitología con la tradición solar. Existe la teoría de que esta águila simboliza, a su vez, el ave Fénix, el legendario pájaro que, cuando envejece, se inmola hasta quedar reducido a cenizas, de las que poco después renacerá fuerte y joven con un nuevo cuerpo.

«En todo caso, el águila se presenta con las alas desplegadas y en sus patas lleva dos símbolos contradictorios. En la derecha, una rama de olivo (con trece hojas) representando la paz y en la izquierda un puñado de flechas (trece, de nuevo), representando la guerra». En teoría ello indica que la nación estadounidense puede ser indistintamente benevolente o belicosa con el resto de los países del mundo. Aunque, por otra parte, hay quien ha querido relacionar el origen judío de la familia de Weishaupt con el hecho de que sobre la cabeza del águila aparece una constelación de trece estrellas que forma el símbolo de la estrella de David, el signo de Israel, en el interior de una nube. A estas alturas ya no nos sorprenderá que el águila muestre sobre el pecho un escudo compuesto por trece barras.

El billete de un dólar no es el único que ofrece semejantes curiosidades. A raíz de los atentados del 11S se distribuyó por Internet un curioso ejercicio de papiroflexia con el billete de 20 dólares, que dejó estupefacto a todo aquel que quiso hacerlo. Se trataba de plegar un billete nuevo hasta conseguir una especie de avioncito de papel en el que se podía contemplar, por una cara un dibujo parecido al Pentágono en llamas y por la otra, una imagen de las Torres Gemelas del World Trade Center en llamas. No sólo eso, practicando un simple pliegue en acordeón sobre el billete, se puede leer «Osama» en su parte superior. La pregunta es: ¿Cuáles son las posibilidades matemáticas de que tres pliegues en un billete de 20 dólares contengan accidentalmente una representación de dos ataques terroristas y además el nombre del supuesto autor de los atentados?

Puestos a buscar simbolismos, se ha llegado a sugerir que la misma forma del Pentágono, el centro de poder militar más importante del mundo, es demasiado singular. Si estiramos los ángulos del edificio en un ejercicio de imaginación veremos cómo aparece una estrella de cinco puntas, disimulada en su forma geométrica actual. En la tradición ocultista, este tipo de estrella significa dos cosas. Si tiene una punta hacia arriba, dos abajo y dos a los lados, es el símbolo del hombre espiritual, tal y como lo dibujó Leonardo da Vinci en su famoso Estudio de las proporciones del cuerpo humano. Si tiene una punta hacia abajo, dos arriba y dos a los lados, es el símbolo del Diablo representado por un macho cabrío, con la barba en la punta inferior, los cuernos en las superiores y las orejas en los laterales.

Volviendo al dólar, ¿durante cuánto tiempo más continuará siendo el protagonista de las finanzas internacionales? Quizá no tanto como parece, al menos en términos históricos. La puesta en marcha del euro ha creado aparentemente una importante competencia, y tampoco hay que olvidar la fuerza del yen japonés en los mercados asiáticos. Desde hace varios años, diversos especialistas monetarios abogan incluso en público por una futura fusión de las tres monedas en una sola, que se convertiría prácticamente en la moneda mundial, ya que ninguna economía de ningún país del mundo podría hacer frente ni rechazar el resultado de esta triple alianza.

En ese sentido, resulta llamativa la «falta de alma» denunciada por muchos diseñadores en los billetes de euro. Si existe algún continente que haya alumbrado grandes artistas, filósofos, literatos, científicos e incluso políticos cuya imagen podría ilustrar una serie de billetes, ése es Europa. Sin embargo, en nuestro papel moneda apenas se ve otra cosa que puentes y fachadas arquitectónicas, tristes y solitarios, sin ningún elemento humano en ellos. El contraste con los simbolismos del dólar es evidente hasta el punto de que hay quien ha llegado a sugerir que eso precisamente es el indicio más claro del carácter provisional del euro como moneda.

Caiga quien caiga

Para mantener el control del dólar y, por medio de él, el de la economía mundial, los Illuminati están dispuestos a lo que sea. Recordemos el magnicidio de Kennedy. O el de tantos otros líderes políticos que durante el último siglo murieron víctimas siempre de «tiradores solitarios». Eran todos de muy diverso pelaje político, pero tenían algo en común: su deseo de tomar decisiones autónomas, sin seguir los dictados de ningún grupo de poder específico. Es el caso de Martin Luther King, el Premio Nobel de la Paz de 1964 y defensor de los derechos civiles de los negros norteamericanos en un momento en el que los disturbios raciales amenazaban con sumir Estados Unidos en una auténtica guerra urbana sin precedentes. Imitando el estilo del Mahatma Gandhi, Luther King defendía la necesidad de resolver los problemas «a través del amor y la buena voluntad, luchando contra la injusticia, con un corazón y una mente abiertos». Un mensaje que no resultaba muy del agrado de los Illuminati.

A finales de marzo de 1968, en la ciudad de Memphis, Tennessee, Martin Luther King organizó una concentración pacífica que degeneró en un violento motín, según los testigos por culpa de un grupo de agitadores negros llamados Los Invasores que no estaban de acuerdo con su estrategia y querían «la guerra abierta contra los blancos». Luther King escapó por muy poco a la agresión gracias a sus guardaespaldas y, molesto por lo ocurrido, programó una nueva visita a la misma localidad a primeros de abril. Los periodistas negros le criticaron duramente, primero por su «huida vergonzosa» del primer acto y luego porque a su vuelta había decidido hospedarse en «el Holliday Inn, propiedad de blancos, y no en el motel Lorraine, propiedad de negros». Conciliador como de costumbre, King anuló la reserva en el primer establecimiento para alojarse en el segundo.

Tres días antes de la visita, alguien que se identificó como miembro de su cuerpo de seguridad se presentó en la recepción del Lorraine y cambió la habitación prevista en la planta baja del establecimiento por otra en la segunda. El único acceso a esa habitación era a través de una terraza exterior. Más tarde, se descubriría que ninguno de los encargados de su seguridad había hecho esa solicitud. La mañana del día 4, Luther King comentó en público que «todos debemos pensar en la muerte siempre. Yo ahora pienso en mi propio funeral». Seis horas después de pronunciar estas palabras, Martin Luther King fue alcanzado por un francotirador, justo cuando se encontraba en la terraza del segundo piso del motel: un blanco perfecto para un experto. Uno de sus colaboradores, Marrel McCullough, señaló la ventana del cuarto de baño de una casa cercana, asegurando que el disparo había venido de allí, y, en efecto, se pudo ver a un hombre huyendo con una bolsa de deporte, que acabó abandonando en la persecución a la que fue sometido. En su interior estaba el rifle que le disparó y algunos efectos personales. El hombre subió a un coche y huyó.

Poco después el FBI había «resuelto» el caso con la detención de James Earl Ray, un criminal de poca monta, ya fichado y con antecedentes penales: el clásico culpable. Pero no se halló justificación alguna para el asesinato y, además, Ray había sido capturado cuando realizaba un extraño periplo. Tras el atentado, había viajado en avión desde Memphis hasta la ciudad canadiense de Toronto, de allí a Londres, de la capital británica a la portuguesa, desde Lisboa regresó a Londres de nuevo y fue detenido cuando se disponía a embarcar rumbo a Bélgica. Nadie supo explicar qué hacía ni de dónde había sacado el dinero para pagar los gastos del viaje, ya que carecía de ingresos regulares conocidos. Extraditado a Estados Unidos, el fiscal encargado del caso, Percy Foreman, le presionó para que se declarara culpable y se librara de la ejecución, sustituyéndola por la cadena perpetua.

Años después, Ray empezó a decir que él no había matado a Martin Luther King, sino que había sido reclutado para una operación de contrabando de armas.

Implicó a Jules Ricco Kimble, un individuo vinculado al Ku Klux Klan, que tras varios interrogatorios confesó haber participado en una conspiración de la que Ray era sólo un «cabeza de turco». Según su versión, a Luther King le disparó un hombre con uniforme de la policía de Memphis, que era en realidad un agente de la CIA. Las autoridades echaron tierra sobre el caso, calificando esas declaraciones de «bonita película de ficción», ya que Ray era «un consumado racista y delincuente, cuyas huellas dactilares estaban bien marcadas en el rifle del que salió la bala que mató a Luther King».

Pero los detalles chocantes están ahí. Como el hecho de que el agente del FBI encargado de la vigilancia de King fuera el mismo que luego se ocupó del expediente de James Earl Ray. O las conclusiones del Comité de Investigación de Asesinatos de la Cámara, que en 1979 demostró que Ray no pudo actuar solo, puesto que recibió ayuda económica en los meses previos al crimen. O, lo más sospechoso de todo, que, en 1998, el condenado apareciera en la prensa estrechando la mano de un sonriente hijo de Luther King mientras anunciaba que había llegado a un acuerdo con la familia para reabrir la investigación, aportando datos nunca revelados sobre la conspiración que le había utilizado… y poco después muriera víctima de una súbita cirrosis hepática.

Otro magnicidio sorprendente fue el del secretario general del Partido Laborista de Israel y primer ministro en ejercicio, Isaac Rabin. El 4 de noviembre de 1995 fue víctima de un atentado mortal tras el mitin que ofreció a sus partidarios en la plaza de los Reyes de Jerusalén y en el que insistió en su oferta de llegar a un acuerdo de paz con los palestinos. ¿Paz en Oriente Medio? Eso no estaba contemplado en el plan de los Illuminati para la región.

Un fanático integrista judío llamado Yigal Amir fue acusado y condenado por el crimen, aunque Leah Rabin, viuda del primer ministro, llegó a afirmar en una entrevista en la televisión israelí que estaba convencida de que su marido no fue asesinado por Amir. ¿Cómo se explica que uno de los hombres más protegidos del mundo (entre siete y veinte guardaespaldas se encontraban en el lugar de los hechos, en un país de especialistas en seguridad, que ha padecido el mayor número de atentados terroristas de la historia) pueda ser tiroteado con tanta facilidad? Poco después de expresar en voz alta su opinión, se agravó el cáncer que padecía desde hacía años y falleció súbitamente en el año 2000. Su hija Dalia, que piensa lo mismo, contrajo curiosamente la misma enfermedad.

En ¿Quién asesinó a Isaac Rabin?, el investigador judío Barry Chamish examina todos los detalles que no cuadran. Entre ellos, el hecho de que Rabin no llevara chaleco antibalas pese a las recientes amenazas de atentado o que el Shabak, el Servicio de Inteligencia, ordenara desarmar los detectores de metales en el mitin, aparte de que su director, Carmi Gillon, se encontraba justo en París cuando todo ocurrió. O que, en medio de todas las medidas de seguridad, Amir pudiera llegar a disparar hasta cinco veces según los testigos, antes de ser reducido por unos guardaespaldas que gritaban «es un arma de juguete, no es real», mientras empujaban a Rabin al interior del coche oficial. Un coche conducido, además, no por el chófer habitual, sino por otro distinto, que se dirigió hacia el cercano hospital Ichilov sin acelerar demasiado. Pese a las graves heridas de Rabin, un trayecto que según conductores expertos podía haberse completado en dos minutos, como mucho, duró al menos ocho largos y decisivos minutos… en los que a nadie se le ocurrió avisar por teléfono al hospital a fin de que estuvieran preparados para atender de urgencia al primer ministro, que falleció finalmente en el centro hospitalario.

Dos meses después del asesinato salió a la luz pública una sorprendente filmación del magnicidio realizada por un aficionado, como la película Zapruder en el caso JFK. Chamis subraya que en las imágenes se aprecia cómo Amir dispara con la mano izquierda, aunque es diestro. Se ve a Rabin volviéndose con curiosidad y relativa tranquilidad tras oír el primer disparo, sin identificar el ruido ni, desde luego, sentirse herido. Antes de que le obliguen a introducirse en el coche, por la puerta derecha, se ve cómo se cierra la de la izquierda, como si alguien estuviera ya en su interior, ¿tal vez su verdadero asesino?

Antes de morir, Leah Rabin, que apoyaba las teorías «conspiranoicas» de Chamish, relató que, cuando se oyeron los disparos, los agentes del Shabak se la llevaron en volandas a las dependencias de su organización en lugar de dejarla ir con su marido. La última vez que lo vio vivo, al montar en el coche, le pareció que «estaba bien». En el trayecto, mientras ella preguntaba a los agentes qué había ocurrido, ellos se limitaban a responderle: «No es real». Pero nunca le respondieron a qué se referían.

Otro caso de magnicidio tan reciente como confuso es el de la popular política sueca Anna Lindh, apuñalada el 11 de septiembre de 2003, mientras realizaba, sin escolta, unas compras en unos grandes almacenes de Estocolmo. Olof Svensson, un ciudadano con antecedentes policiales, carácter violento, problemas con el alcohol y las drogas y trastornos de personalidad, fue detenido, juzgado y condenado por ese asesinato a cadena perpetua, posteriormente sustituida por su ingreso en un psiquiátrico. El viudo de Lindh, el antiguo ministro de Interior, Bo Homlberg, aseguró que la muerte de su mujer pudo haberse evitado y se quejó de la actitud de la policía secreta sueca, la SAAPO, por no haber hecho caso de los informes que aconsejaban mayor protección oficial para ella, ya que había sido amenazada de muerte sólo dos semanas antes de lo ocurrido.

Los ciudadanos suecos ya habían sufrido una conmoción similar con el asesinato en parecidas circunstancias del entonces primer ministro Olof Palme en 1986.

Tras una investigación de muchos años, el único acusado hasta ahora ha sido un sueco alcohólico y toxicómano llamado Christter Petersson, al que absolvieron por falta de pruebas. En la película 23, de Hans Christian Schmidt, basada en hechos reales publicados por la revista alemana Spiegely se cuenta la historia de un grupo de piratas informáticos alemanes que operaban en Hannover a finales de los años ochenta. El protagonista, obsesionado con la existencia de los Illuminati y lector empedernido de la novela Las máscaras de los Illuminati, de Robert A. Wilson, consigue infiltrarse en las redes informáticas del gobierno y el ejército, y empieza a vender información sobre la industria nuclear al KGB, antes de descubrir que muchos de los más llamativos sucesos contemporáneos transcurren en torno al número 23. Empezando por el asesinato de Palme a las 23:23 horas. Otro cineasta, el sueco Kjell Sundvall, rodó El último contrato, un thriller en el que un policía encargado de las investigaciones del asesinato de Palme descubre una compleja red de conspiraciones que llegan a lo más alto del poder político, pero al que sus jefes no le dejan proseguir la investigación hasta el final.

En mayo de 2002, durante la campaña para los comicios generales en Holanda, también fue asesinado el controvertido, carismático y, según todas las encuestas, gran favorito para la victoria final, el candidato de la ultraderecha, Pym Fortuyn. Entre otras cosas, Fortuyn defendía la salida inmediata de Holanda de la Unión Europea, así como el cierre de fronteras a la inmigración. Un «ecologista de personalidad compulsiva» llamado Volkert van der Graaf le asesinó días antes de las elecciones y fue condenado a veinte años de cárcel.

La lista es interminable, pero no afecta sólo a grandes personalidades. Etimológicamente, un magnicidio es un asesinato magno, o grande, pero su enormidad puede entenderse tanto en cualitativo, alguien importante, como en lo cuantitativo, una gran cantidad de personas. Los Illuminati son expertos en ambas especialidades.

El misterio del 11

No cabe ninguna duda de que los salvajes atentados del 11 de septiembre de 2001, y esa especie de «segunda parte» en Madrid el 11 de marzo de 2004, han marcado un antes y un después en las relaciones internacionales y los equilibrios de poder el mundo, aproximándonos a ese tercer enfrentamiento mundial del que hablaran los Illuminati en sus cartas del siglo XIX. No tenemos mucho espacio para tratar estos atentados, pero lo que está claro es que la versión oficial de lo ocurrido en el 2001 se desmorona a poco que se examine de cerca. Como recuerda José María Lesta en Golpe de Estado mundial: existen «literalmente decenas de datos que aportan serias dudas sobre los acontecimientos sucedidos» y el menos chocante de ellos no es la publicación, bastante antes de que se produjeran los acontecimientos, de una novela llamada Operación Hebrón firmada por un ex agente del Mossad, el servicio secreto exterior de Israel, que dijo haberse inspirado en informes preventivos de la CIA para redactarla. En esa novela ya se describía una serie de ataques aéreos terroristas a las Torres Gemelas, el Pentágono, el Capitolio y la Casa Blanca. A continuación reseñamos sólo unos pocos hechos extraños, escogidos al azar de entre muchos otros que no terminan de encajar.

Ariel Sharon, que se disponía a realizar su primera visita a Estados Unidos tras alcanzar el cargo de primer ministro israelí, suspendió el viaje dos días antes de los atentados por imperativa recomendación del Shabak. Las agencias de seguridad de medio mundo, incluyendo la israelí, la francesa y la vaticana, alertaron a Washington de que algo muy extraño pero peligroso se estaba preparando.

Todos los pilotos comerciales consultados tras los ataques concluyeron que era imposible que unos secuestradores con unas pocas horas de vuelo en pequeñas avionetas pudieran haber impactado como lo hicieron con grandes aviones de pasajeros. Eso requiere, dijeron, «muchos años de experiencia» o una radiobaliza que teledirija la ruta.

Se calcula que el World Trade Center daba trabajo cada día a más de 53.000 personas, sin contar los empleados de nivel inferior, muchos de ellos inmigrantes no censados que trabajaban temporalmente. A la hora en que se produjeron los ataques se calcula que debía haber como mínimo unas 20.000 personas en el interior de las Torres Gemelas. Sin embargo, la cifra oficial de víctimas mortales, contando bomberos, policías y ciudadanos en general afectados por el derrumbe posterior, no supera las 2.800. Si ése es verdaderamente el número de muertos, ¿dónde están todos los demás trabajadores habituales?, ¿faltaron justo ese día?

El ataque al Pentágono no pudo realizarlo uno de los aviones secuestrados, que, según la versión oficial, impactó contra la fachada. Aparte de ser uno de los edificios mejor vigilados y protegidos del mundo, sus propias cámaras de seguridad grabaron una explosión, pero en las imágenes no se ve ningún avión. Ni siquiera las alas o la cola del aparato, cuyos restos tenían que haber quedado en el exterior del edificio, dado su tamaño, y no aparecen por ningún lado.

Días antes de los atentados, la Bolsa registró movimientos especulativos muy característicos, que afectaron, entre otras, a las acciones de las dos compañías aéreas que iban a sufrir los secuestros aéreos, a la empresa Morgan Stanley Dean Witter & Company que ocupaba 22 pisos del World Trade Center y a los grupos de seguros involucrados, Munich Re, Swiss Re y Axa. Se calcula que las ganancias finales de los misteriosos inversores alcanzaron un valor de varios centenares de millones de dólares, lo que oficialmente constituye el «más importante delito por aprovechamiento ilícito de informaciones privilegiadas jamás cometido».

Al poco tiempo de producirse el 11S alguien descubrió una rara coincidencia trabajando con su ordenador y la lanzó de in mediato a Internet en un correo electrónico que corrió como la pólvora. Se trataba de teclear la siguiente combinación alfanumérica, Q33NY, y a continuación transcribirla con el tipo de letra llamada Wingdings, incluida en el procesador de textos de Microsoft. El asombroso resultado era: Q33NY

¿Es lo que parece?, ¿un avión dirigiéndose contra las Torres Gemelas para provocar la muerte, junto a la Estrella de David o símbolo de Israel, como si fuera la firma del atentado? A poco de producirse este atentado, diversos círculos de «conspiranoicos» escorados hacia la ultraderecha acusaron no a grupos integristas islámicos, sino a agentes secretos más o menos vinculados con los servicios secretos israelíes, que se habrían encargado de manipular a los musulmanes para llevar a cabo el ataque. Y no olvidemos la secuencia alfanumérica original, Q33NY, que ha llegado a ser traducida como «Quando» (cuándo en latín), «33» (el grado 33 y el más alto de la masonería) «NY» (Nueva York) o, un paso más allá: «Cuando el grado 33 ataque Nueva York».

Parece una interpretación ciertamente paranoica, pero lo que ocurre con el número 11 sí que es sospechoso. En numerología, este número encarna los conceptos de vergüenza y castigo. Así, tenemos algunas «coincidencias» de interés, como que a los 11 girifaltes nazis condenados a muerte en los juicios de Nüremberg se les hiciera subir a un patíbulo con 11 escalones o que el político italiano Aldo Moro (que apoyaba una política para Oriente Medio muy distinta a la que aplicaban las instancias internacionales) fue secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas con 11 tiros. Pero en el caso que nos ocupa la saturación de onces va más allá de lo imaginable.

Los atentados del 11S se produjeron exactamente 11 años después de que George Bush padre declarara la guerra a Irak el 11 de septiembre de 1990. Muchos nombres relacionados con los sucesos también tienen 11 letras, como George W. Bush, Colin Powell, El Pentágono, y también la versión inglesa The Pentágona New York City, que, por cierto está en el estado número 11 de la Unión; Afganistán; Arabia Saudí, lugar de nacimiento de Bin Laden… y hasta el día de la independencia de Estados Unidos, que es el 4 de julio, o sea 4+7= 11. El primer avión que se estrelló contra las Torres Gemelas era el vuelo AA (American Airlines)! 1, y el segundo llevaba a bordo 65 personas (6+5=11). El número de teléfono de emergencias norteamericano es el 911 y a partir del 11 de septiembre quedan 111 días para que termine el año. Cada una de las Torres Gemelas tenía 110 pisos y, si se las contemplaba desde lejos, parecían dos unos juntos… En el primer aniversario de los ataques terroristas, los números que ganaron la lotería de Nueva York fueron: 911.

En cuanto al 11 de marzo en España, el ataque se produjo tres años después o, quizá mejor, 911 días después. El recuento final de víctimas mortales en los atentados ferroviarios fue de 191. El número de emergencias en España es el 112 (interpretable como 11 por segunda vez). La suma de los dígitos de la fecha del atentado es 11+03+2004=1 + 1+3+2+4=11.

Illuminaten, el nombre original en alemán de los Illuminati, también tiene 11 letras. Y Adam Weishaupt nació el 7 de febrero de 1748. La suma de los números que componen esta fecha es 7+2+1+7+4+8=29 y 2+9=11.

Por otra parte, en febrero de 2003, la Corporación para el Desarrollo del Bajo Manhattan seleccionó el proyecto para la construcción del complejo que sustituirá a las Torres Gemelas de Nueva York en el enorme y dramático solar donde en su día se levantó el World Trade Center. El proyecto elegido fue el del arquitecto Daniel Libeskind, cuyo diseño incluye el que será el edificio más alto del mundo: una torre acristalada terminada en una antena que alcanzará una altura de 1776 pies.

Es la fecha de la constitución de los Illuminati, aunque quede camuflada tras el año de la declaración de independencia de Estados Unidos. El complejo final incluirá la Cuña de la Luz, una plaza que no proyectará la sombra de los edificios adyacentes todos los 11 de septiembre entre las 08.46 y las 10.28, es decir, desde que impactó el primer avión hasta que se derrumbó la segunda torre. De esta forma, según Libeskind, «el sol iluminará sin sombras este tributo eterno al altruismo y el valor».

Los sucesores de Mengele

Muy recientemente, un equipo de científicos del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos que dirige el doctor Barry Richmond ha anunciado el éxito de sus experiencias para desarrollar una terapia génica en monos, que transforma a los clásicos primates juguetones en adictos al trabajo. El equipo de Richmond ha comprobado que para ello basta con bloquear el gen D2, del que depende la recepción de la dopamina, un neurotransmisor que controla estados de ánimo como la motivación y el placer en las células del cerebro. Habitualmente, los monos de laboratorio trabajan motivados por una recompensa, comida o agua en cantidades extra.

El éxito de la terapia se confirmó cuando, al modificar sus receptores de dopamina, los monos empezaron a trabajar sin descanso y sin esperar ninguna recompensa a cambio. El propio doctor Richmond ha recordado que «tanto los monos como los humanos son propensos a esperar al último minuto para terminar una tarea. No en vano somos primos hermanos evolutivos. El caso es que a medida que se aproxima el momento de recibir la recompensa, los dos tipos de primates se comportan igual, tienden a trabajar mejor y cometer menos errores. Cuando no es así, trabajan con menor entusiasmo y mayor lentitud». Alterando la recepción de la dopamina, «los monos trabajan con el mismo entusiasmo cometiendo menos errores desde un primer momento durante un período aproximado de unas diez semanas; después hay que volver a actuar sobre el neurotransmisor para reproducir el efecto, porque regresan a su estado original». Según Richmond, esta terapia, aplicada a humanos, «ayudará a las personas cuya disposición y capacidad para el trabajo haya desaparecido a consecuencia de una depresión».

¿Sólo a ellas? ¿Acaso no estamos ante uno de los grandes sueños de los Illuminati? Imaginemos un nuevo marco laboral para el futuro en el que los trabajadores, con sus receptores de dopamina alterados, produzcan con gran entusiasmo y eficacia no de lunes a viernes, sino durante diez semanas seguidas antes de tomarse un fin de semana de descanso y reprogramación de sus neurotransmisores para engarzar un nuevo ciclo de diez semanas.

No es ciencia ficción. Todo el mundo recuerda los experimentos de los científicos nazis, como el doctor Josef Mengele, con los prisioneros del complejo de Auschwitz. Sin embargo existen crímenes aún peores, los cometidos por científicos y gobiernos de países democráticos contra sus propios ciudadanos. Existen numerosos ejemplos.

Aunque el asunto fue enterrado con rapidez por parte de las autoridades, en 1995 la productora británica Twenty TV destapó uno de los mayores escándalos de la investigación médica en el Reino Unido: la utilización no consentida de mujeres y niños entre 1955 y 1970 en diversos experimentos nucleares ordenados por sucesivos gobiernos británicos. Las investigaciones incluían la inyección de partículas radiactivas en la glándula tiroides de al menos 400 embarazadas tratadas en centros hospitalarios de Liverpool, Londres y Aberdeen para estudiar su reacción, y la administración de altas dosis de radiactividad a una serie de pacientes que «de todas formas sufrían enfermedades malignas incurables» para observar cómo les afectaba en el hospital Churchill de Oxford, y la inyección de yodo radiactivo en una veintena de mujeres de origen indio que no hablaban inglés y vivían en Coventry.

Algunos años antes, el diputado laborista Ken Livingston confirmó que durante los gobiernos del laborista Harold Wilson y el conservador Edward Heath millones de británicos sirvieron de conejillos de Indias cuando Londres y otras doce localidades del sur de Inglaterra fueron rociadas en secreto con una serie de tres gérmenes concretos, en un ensayo de guerra bacteriológica. Según el entonces ministro de Defensa Michael Portillo, esos experimentos «no presentaban ningún riesgo para la salud pública», pero diversos microbiólogos consultados al respecto opinaron de modo diferente, ya que los tres simuladores utilizados podían causar, y quién sabe cuántos casos se produjeron en aquella época, neumonía, septicemia y oftalmitis a niños, ancianos y en general cualquier persona con el sistema inmunológico debilitado. En un ensayo parecido realizado en San Francisco en 1950, al menos una persona murió víctima de uno de esos agentes, la bacteria Servatia marcescens.

Otra de esas bacterias, la Escherichia coli 157, causó una veintena de muertes en Escocia por las fechas en las que se denunció el experimento.

En Suecia, entre 1946 y 1951, más de 400 deficientes mentales, algunos de ellos niños, fueron internados en el hospital Vipelhom de la ciudad de Lund para ser utilizados como cobayas en el estudio de la prevención de la caries. Se les suministró azúcar, chocolate y unos caramelos especialmente pegajosos. Los médicos analizaron la saliva de los pacientes 36 veces al día durante los cinco años que duró el experimento. El ensayo, impulsado por el gobierno socialdemócrata de la época como «necesario para luchar contra un problema de salud pública» como la caries, provocó terribles dolores a sus víctimas, a las que no se les intervenía en la dentadura hasta que ésta se encontraba muy afectada. Más escandalosa fue la política de esterilización forzada con el fin de «eliminar tipos raciales inferiores» promovida por el gobierno de Estocolmo entre 1936 y 1976. Se calcula que unas 60.000 mujeres fueron esterilizadas a la fuerza durante esos cuarenta años, siguiendo una iniciativa del físico Alfred Petrén, que ya en 1922 había asegurado que «la asistencia a los retrasados e inútiles en los hospitales cuesta demasiado caro a la sociedad», por lo que se hacía «necesario» impulsar políticas para reducir su número.

Los gobiernos democráticos de Francia, Austria, Suiza y Noruega, entre otros, también reconocieron haber actuado de manera similar. En el caso francés, según la investigación de Nicole Dietrich, al menos otras 15.000 mujeres fueron esterilizadas a la fuerza por motivos tan dispares como ser sordomudas, haber sido violadas por sus padres, tener un carácter «agresivo» u obtener malas calificaciones escolares.

La práctica también se extiende a América. En Perú, por ejemplo, el ex presidente populista Alberto Fujimori y tres de sus ministros de Sanidad fueron denunciados por genocidio ante el Congreso por dirigir un plan de esterilizaciones forzosas, camuflada como una campaña de «prevención de epidemias», que afectó a más de 200.000 mujeres, la mayoría indígenas, que entre 1996 y 2000 fueron tratadas «bajo presiones, amenazas e incentivos con alimentos sin que fueran debidamente informadas» de las verdaderas consecuencias de lo que les estaban haciendo. Luz Salgado, una ex diputada del partido de Fujimori, dijo textualmente: «No por acusar a Fujimori de genocidio van a decir que el método fue mal utilizado en el país. Además, tampoco se puede decir que las 200.000 mujeres esterilizadas no están actualmente contentas».

Y también en Estados Unidos se reconoce una cifra similar a la de Suecia, unas 60.000 personas esterilizadas por orden de las autoridades, aunque con la diferencia de que en este caso el sexo era indiferente: se practicó tanto en hombres como en mujeres. La mayoría de ellos eran delincuentes, minusválidos y enfermos mentales. Un estudio elaborado por una comisión dirigida por el senador Ted Kennedy concluía que «las historias comparativas de las campañas de esterilización en Estados Unidos y en la Alemania nazi revelan importantes similitudes de motivación, intención y estrategia». En 1926, el juez Oliver Wendell Holmes apoyaba públicamente esta práctica porque «es mejor para todo el mundo que en vez de esperar a que se ejecute a sus descendientes por los crímenes que puedan cometer, o que mueran por su imbecilidad innata, la sociedad impide que los manifiestamente inadecuados tengan descendencia».

No se trata sólo de esterilización. En 1997 la prensa denunciaba el uso de niños abandonados y deficientes mentales en Ucrania para experimentar con ellos una serie de implantes con el objetivo de «mejorar su personalidad». Por las mismas fechas, en el Reino Unido un centenar de afectados por enfermedades mentales como depresión o fobias denunciaron a la Seguridad Social por haberlos tratado con el alucinógeno LSD sin su consentimiento, entre principios de 1950 y finales de los años sesenta. En los últimos años se ha descubierto también que, durante la guerra del Golfo de 1991, Francia usó en secreto con sus propias tropas un somnífero no autorizado del laboratorio Lafon llamado Modafinil. Y el científico Claude Got, ex director del Instituto de Investigaciones Ortopédicas y responsable científico del Centro de Estudios de Seguridad y Análisis de Riesgos, confirmó que varias marcas de automóviles como Renault y Peugeot habían utilizado durante los últimos treinta años unos 400 cadáveres, entre ellos los de varios niños, para sus pruebas de seguridad vial. Mientras tanto, en Estados Unidos, varios científicos confesaron haber utilizado a miles de mujeres embarazadas de la República Dominicana, Tailandia y algunos países africanos como cobayas para experimentar un remedio eficaz y barato contra el sida. Pese al escándalo, algunos de los más preeminentes expertos norteamericanos consideraron «éticamente válidas» esas investigaciones.

El presidente norteamericano Bill Clinton tuvo que pedir perdón en nombre del gobierno a las víctimas del Experimento Tuskegee, que se desarrolló entre 1932 y 1972 y que si finalizó en esa fecha fue porque los medios de comunicación descubrieron y denunciaron su existencia. El experimento consistió en confirmar y documentar la evolución de la sífilis en unos 400 varones de raza negra y pobres, que fueron tratados con placebos en lugar de con medicamentos por el Servicio Público de Salud del gobierno federal. El título del documento elaborado por las autoridades sanitarias es bastante elocuente: «Estudio de Tuskegee sobre la sífilis no tratada en el macho negro». Por la misma época, la American Public Health Association (Asociación Americana de Salud Pública) exigió la indemnización a otros 20.000 ciudadanos víctimas de diversas pruebas bioquímicas, entre ellos, enfermos mentales inyectados con yodo 131 en la tiroides, reclusos inoculados con hierro y fósforo, indios y esquimales tratados con el mismo yodo radiactivo e incluso bebés a los que se inyectó cromo 50.

Según sus cálculos finales, entre 1905 y 1972 sólo en Estados Unidos se experimentó ilegalmente y por orden del democrático gobierno de turno con unos 70 000 seres humanos, sin contar las víctimas directas y las de sucesivas generaciones de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki. En esta feria de los horrores científicos existen personajes de novela como el profesor de neurología de la Universidad de Cleveland, Robert J. White, que desde hace años trabaja en el departamento de neurocirugía del Metropolitan General Hospital y al que sus colegas llaman Frankenstein White, porque una de sus principales líneas de investigación pasa por el trasplante de cabezas, o sólo del cerebro si no fuera posible hacerlo con toda la pieza, de una persona a otra. Este médico ha sido acusado de haber realizado esos trasplantes en gatos y monos vivos y en cadáveres humanos en algunas instituciones médicas privadas de Ucrania.

¿Adónde nos lleva este catálogo de insensateces, aparte de demostrarnos que debemos permanecer muy alertas vivamos en el sistema político en el que vivamos?

En 1998, el genetista estadounidense Lee M. Silver, catedrático de la Universidad de Princeton, miembro de la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias y una de las principales autoridades mundiales en biología molecular, explicaba que el ser humano se enfrenta a un doble y muy real peligro científico en un futuro próximo.

En primer lugar, la implantación en algunos animales de los genes directores de la inteligencia, con la intención de crear especies a medio camino entre el hombre y la bestia para dedicarlas a determinadas tareas como la guerra o la exploración en ambientes extremos. En segundo lugar, la división de la humanidad en dos «razas» definidas: una minoritaria, rica, inmune a las enfermedades, cada vez más cercana a la perfección física y a la inmortalidad, y otra mucho más numerosa, pobre e imposibilitada para beneficiarse de todos los adelantos científicos, según el ideal Illuminati. Según Silver, «lo que hoy parece una mera fantasía no sólo se hará realidad en unos años, sino que algunas cosas ya se están haciendo en secreto», y citó el caso de las técnicas de reproducción asistida: «Aunque no sea legal, en Estados Unidos está permitido cualquier tipo de reproducción… siempre que se haga en lujosas clínicas privadas. Sí, incluso la clonación».

El arma definitiva

Como hemos visto, la ciencia ha proporcionado a los Illuminati armas nunca vistas que, sumadas al poder generado por la política y sobre todo por la economía y las finanzas, pueden permitirles llevar planes de dominación final hasta el último extremo. El último gran experimento ahora mismo en marcha para conseguirlo pasa por introducir un sistema de control que llevarían las personas en su propio cuerpo.

Imaginemos la posibilidad de llevar siempre encima toda nuestra documentación legal, desde la tarjeta sanitaria al permiso de conducir, y todo nuestro dinero, sin temor a robos o pérdidas… y que, además, podamos estar siempre localizados, sin miedo a desaparecer en un accidente, un secuestro o víctimas de alguna enfermedad mental.

Y ahora dejemos de imaginar, porque esa posibilidad es real, existe ahora mismo. Aunque en un estadio primitivo, este «código de barras» para humanos está funcionando ya en varios países de América. Se trata de un pequeño implante en forma de chip, que desarrolló inicialmente la empresa Motorola para Master Card sobre la idea de crear una tarjeta de crédito personalizada e intransferible con el nombre de Mondex Smartcard («Mon» de money, dinero, y «Dex» de dexterity, o destreza. Smartcard significa «tarjeta inteligente»). En la actualidad, más de 250 corporaciones de una veintena de países están involucradas en la distribución del implante o verichip, que desde 1999 comercializa la empresa Applied Digital Solutions. Según la propia publicidad de sus fabricantes, el verichip mide unos 7 mm de largo por 0,75 mm de ancho, más o menos el tamaño de un grano de arroz, y se inserta bajo la piel de forma rápida e indolora. Contiene un transponder y una batería de litio recargable. El transponder es el sistema de almacenamiento y lectura de información, y la batería se recarga a través de un circuito que produce una corriente eléctrica con fluctuaciones de la temperatura del cuerpo cuando se pone la mano sobre un cargador especial. Una vez insertado, el implante no puede ser extraído sin un grave riesgo para su portador, pues, dada su fragilidad, podría quebrarse y descargar los restos de litio que al verterse en su cuerpo le conducirían a la muerte. Cada verichip tiene un único número de identificación compuesto por 16 dígitos y «se ofrece por un coste módico» de aproximadamente 150 dólares más IVA.

El gobierno mexicano es un ejemplo del uso y promoción de lo que en un principio fue bautizado como el Ángel digital, pues a mediados de julio de 2004 se creó el Centro Nacional de Información mexicano, y tanto el procurador Rafael Macedo de la Concha como sus colaboradores inmediatos se implantaron un verichip con el fin de que «la Procuraduría General de la República entre en una nueva etapa tecnológica de eficacia y seguridad». Ya en 2001 el gobierno británico se planteó la posibilidad de utilizarlo para localizar personas con enfermedades o desórdenes mentales. Y, en marzo de 2002, el senador brasileño Antonio de Cunha Lima se hizo insertar uno «para el control médico de mis constantes vitales y para demostrar a los ciudadanos de Brasil y del mundo que esta tecnología es segura».

El primer chip oficial del mundo fue el de Kevin Warnick, jefe del departamento de cibernética de la Universidad de Reading, Inglaterra, que en agosto de 1998 se dejó implantar uno durante diez días para estudiar la reacción de su organismo ante ese elemento. Pero en 1996 ya se hablaba de las pruebas con implantes realizadas en una decena de reclusos de California para forzarlos a entrar en un estado de letargo que reducía su agresividad y los llevaba a dormir hasta 22 horas al día. Y de los extraños experimentos de la British Telecom, que, con el nombre de Soul Catcher (Cazador de almas), pretendía instalar un microchip en el cráneo, justo tras los ojos, para, según el doctor Chris Winter, «grabar los pensamientos y sensaciones de una persona durante toda su vida y poder reproducirla, resucitarla en cierto modo, tras su muerte física».

Después de leer lo anterior resulta especialmente inquietante que el mayor magnate de la informática mundial, Bill Gates, acabe de adquirir en Estados Unidos la patente del uso de la piel para transmisión de datos. Esa patente se llama «Método y manera de transmitir energía y datos utilizando el cuerpo humano», y permitirá avances de telecomunicación tan espectaculares como el hecho de que un individuo con un chip insertado en la mano pueda pasar su historial sanitario a su médico con un simple apretón de manos (lo que ya consiguió IBM en una demostración pública en 1996, aunque entonces el chip con la información no se llevaba todavía bajo la piel, sino en unas tarjetas adosadas a la palma de la mano), o que una persona pueda hablar por teléfono móvil a través de unos pendientes.

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