Illuminati

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INTRODUCCIÓN

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INTRODUCCIÓN

En el principio

—Tradición y Antitradición. —La Rosa y la Cruz. —La sinarquía blanca y la sinarquía negra. —La masonería. —La Camaradería francesa. —La masonería moderna. —El Iluminismo científico

«No se nos puede buscar con apariencias nada más.

Nosotros somos la luz que alumbra las tinieblas.

Up patriots to arms!».

FRANCO BATTIATO, músico italiano.

En el principio

Dice la leyenda que grande fue la sabiduría del rey Salomón, pero más grande la de ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de ellos fue Hiram Abiff, el arquitecto del templo sagrado que mandó construir el propio Salomón en Jerusalén. Gérard de Nerval, el autor francés y francmasón del siglo XIX relató su historia con singular belleza. Comoquiera que la obra requería un auténtico enjambre de obreros, Hiram los organizó como un ejército, instituyendo una jerarquía de tres grados: aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos tenía sus propias funciones y su recompensa económica, y disponía de una serie de palabras, signos y toques para reconocer a los de su mismo grado. La única forma de subir de categoría era mediante la demostración del mérito personal.

Tres compañeros, irritados por no haber sido todavía promovidos a maestros, decidieron confabularse para conseguir la palabra exacta que permitía acceder al salario del grado superior. Se escondieron dentro de las obras y esperaron a que terminara la jornada y todos los obreros se retiraran. De acuerdo con su costumbre, Hiram recorría cada noche la obra para comprobar si se cumplían sus previsiones. Cuando iba a salir por la puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados, que le amenazó con golpearlo si no le revelaba de inmediato la palabra secreta. El arquitecto se negó y le reprochó su actitud, por lo que el frustrado compañero le dio un golpe en la cabeza. Herido, Hiram corrió hacia la puerta de Septentrión, donde se encontró con el segundo conspirador, que repitió la exigencia.

Obtuvo la misma respuesta y también atacó a Hiram que, casi arrastrándose, aún tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de Oriente. Pero allí se agazapaba el tercero de los compañeros, que, al cosechar idéntico resultado que los anteriores, propinó el golpe mortal a Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres asesinos recogieron el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo enterraron. Para reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la plantaron sobre la tumba improvisada.

Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y nadie sabía de él, mandó a nueve maestros en su busca. Tras diversas peripecias, tres de ellos llegaron junto a la rama de acacia, donde se pararon a descansar. Uno se apoyó en ella pensando que era lo bastante sólida para sujetarle; sin embargo, la rama cedió bajo su peso, y se fijaron en que el terreno había sido removido recientemente. Los tres maestros escarbaron y desenterraron el cuerpo de Hiram. Tras llorar su pérdida, decidieron llevar el cadáver ante Salomón, pero al intentar levantarlo comprobaron cómo la carne se desprendía de los huesos. En el idioma que utilizaban, la expresión «la carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros decidieron que, a partir de entonces, ésa sería la palabra de paso a su grado.

Tradición y Antitradición

La mayor parte de los expertos en literatura asegura que, a pesar de la aparente variedad de argumentos manejados por el hombre en sus relatos, en realidad éstos pueden reducirse a uno solo: la eterna lucha del Bien contra el Mal. Incluso en la más desechable de las obras actuales, donde la ambigüedad, la confusión y la extravagancia suelen poseer mayor importancia que la calidad, la belleza o el ejemplo moral, el sentido último de las narraciones es el mismo. Se entiende el Bien como todo aquello que beneficia al protagonista, por más que éste sea un ladrón, un farsante o incluso un asesino, frente al Mal, que le perjudica.

Se trata de una influencia evidente de la religión y la espiritualidad que durante miles de años dotó de sentido la vida de nuestros antepasados a través de diversas creencias. Con el triunfo de la razón en el siglo XVIII, la sociedad occidental comenzó un proceso de progresiva laicización, que poco a poco ha ido despojando a millones de personas de todo interés más allá de la ganancia económica y el incremento de las comodidades materiales. Sin embargo, en la actualidad, es en los países más desarrollados donde paradójicamente se producen mayor número de suicidios y enfermedades mentales con cuadros depresivos, en la actualidad. La inversión en solidaridad (a través de las ONG) o en superstición (presuntos brujos y astrólogos) ha intentado llenar el hueco dejado por esa carencia de religiosidad.

Estudiosos modernos como René Guenon o Julius Evola coinciden con autores de la antigüedad griega y egipcia a la hora de afirmar en sus escritos que existe una guerra secreta entre la Tradición y la Antitradición desde el principio de los tiempos, lo que en el fondo no es más que otra faceta del enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Esa guerra es, en su opinión, el verdadero motor de los acontecimientos, y acaba dotando de sentido a cualquier época o personaje de la historia si somos capaces de superar los prejuicios, ir más allá de las explicaciones convencionales y sacar a la luz el tenue rastro que da sentido a diferentes sucesos en apariencia sin conexión.

La Tradición abarca una serie de verdades de origen no humano reveladas a los iniciados, hombres y mujeres más desarrollados espiritual mente que el resto de la humanidad, que se agrupan en pequeñas sociedades discretas. Su misión consiste en guardar y transmitir esas verdades, además de ponerlas en práctica en beneficio de todos los seres humanos. Esos iniciados disponen de capacidades desconocidas para las personas corrientes, aunque viven en el anonimato porque no buscan honores materiales ni tienen interés en mostrar su identidad en público. Su poder es espiritual y su reino, ciertamente, «no es de este mundo». Uno de sus símbolos sagrados es la espiral, una forma de la naturaleza que se encuentra por todas partes, desde lo más sublime a lo más vulgar: desde la forma de algunas galaxias hasta la cadena del ADN. Equivale al principio de la evolución.

La Antitradición utiliza las mismas verdades, pero, en lugar de respetarlas tal y como son, las prostituye para aprovecharse de ellas y aplicarlas en exclusivo beneficio de los miembros de sus propias sociedades secretas. Éstos tienen como objetivo principal la acumulación de riquezas y bienes, el reconocimiento social y la práctica del poder personal sobre los demás. Para ello no dudan en manipular, explotar, traicionar e incluso sacrificar a los demás seres humanos en su afán por alcanzar y mantenerse en la cúspide de la hegemonía mundial. Uno de sus símbolos más característicos es el círculo, considerado como el símbolo geométrico perfecto porque no tiene en apariencia ni principio ni fin. Significa que lo que ahora está arriba pasará con el tiempo a estar abajo y viceversa, aunque el círculo permanezca siempre en el mismo lugar. Equivale al principio de la revolución.

El fin de la Tradición, en suma, va más allá de la simple existencia física y presupone la certeza de un espíritu inmortal como verdadero Yo. El de la Antitradición busca la satisfacción inmediata de un yo con minúscula o, mejor, de una serie de yoes de carácter personalista y cuyos intereses se circunscriben únicamente al plano material. Por lógica, ambas fuerzas están abocadas a un pulso en el que cada una de ellas utilizará sus propias armas.

En el caso de la Antitradición, uno de sus instrumentos favoritos es la mentira. No sólo el engaño defendido con vehemencia, sino, sobre todo, la inducción al error a partir de todo tipo de especulaciones y la mezcla de medias verdades con falsedades. El hecho de que ambos bandos utilicen algunos símbolos similares (como la pirámide o el triángulo, su representación en dos dimensiones) tampoco ayuda a la hora de diferenciarlos. De hecho, en cierto momento histórico, la Antitradición descubrió que, en lugar de enfrentarse abiertamente a la Tradición, le resultaba más rentable crear sociedades secretas y escuelas de pensamiento y filosofía, que, bajo la apariencia formal de pertenecer a la segunda, fueran en realidad tributarios de la primera. De esta manera, desviaban de su camino a genuinos buscadores del conocimiento que ingresaban en sus filas y trabajaban sin saberlo para sus fines ocultos. Otra de sus tácticas consistió en infiltrarse en las sociedades defensoras de la Tradición para ir escalando puestos en ellas hasta el punto de tomar el mando y apartarlas de sus objetivos originales.

La Rosa y la Cruz

Las primeras referencias históricas de las que disponemos acerca de este combate entre Tradición y Antitradición se remontan al antiguo Egipto. Entre la pléyade de grandes reyes y guerreros protagonistas de formidables hazañas de esta impresionante cultura hay un pequeño espacio reservado para un faraón. Tan pequeño, que hasta hace pocos años ni siquiera le conocíamos. Sin embargo hoy sabemos que fue el artífice de la primera gran revolución religiosa de la Antigüedad. Su personalidad, y buena parte de su biografía, sigue siendo un auténtico enigma para los egiptólogos. Se trata del faraón Aknatón o Ajnatón, cuyo nombre significa «El que place a Atón». Este era la representación del espíritu solar, un dios único y por encima de la miríada de divinidades que hasta entonces habían sido adoradas por la mayoría de los egipcios.

A este espíritu dedicó Ajnatón su famoso Himno a Atón, una de las más hermosas alabanzas sagradas jamás compuesta, que el propio faraón cantaba cada mañana cuando aparecía el disco solar. El himno comienza con las siguientes palabras: «Bello es tu amanecer en el horizonte del cielo, ¡oh, Atón vivo, principio de la vida! Cuando tú te alzas por el oriente lejano, llenas todo los países con tu belleza. Grande y brillante te ven todos en las alturas. Tus rayos abarcan toda tu creación».

Cérés Wissa Wasef, una experta de la Escuela de Altos Estudios de París, describió con acierto a este faraón como «un rey ebrio de Dios», el primer conductor de pueblos que intentó «introducir en los sucesos políticos un soplo de espiritualidad y veracidad religiosa destinada a transformar la humanidad».

Según la concepción de Ajnatón, que incluso había cambiado su nombre original de Amenofis IV (traducido como «Amón está satisfecho») en honor de la divinidad única, consideraba que todos los hombres eran iguales en deberes y derechos y que en consecuencia serían recompensados por su justicia según se hubieran comportado en la tierra. Para dejar claro el cambio de orientación religiosa que deseaba imponer, Ajnatón cambió la capital desde Tebas, donde se levantaban los principales templos a los viejos dioses, a la nueva ciudad de Aketatón, hoy Tell El Amarna, que hizo construir en medio de la nada en un tiempo récord. Los templos tebanos celebraban sus rituales en lo más profundo y oscuro de su interior, mientras que los templos a Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar y bendecir con sus rayos todas y cada una de las ceremonias sagradas.

El reinado de Ajnatón y su esposa, la deslumbrante Nefertiti, se caracterizó por un pacifismo insólito en comparación con etapas precedentes, aunque su herencia pública se esfumó a su muerte. Las oligarquías religiosa y militar nunca le perdonaron su revolución religiosa y, cuando falleció, trataron de hacerlo desaparecer también de la historia, destruyendo los templos a Atón y restaurando los antiguos cultos. Incluso borraron los cartuchos jeroglíficos con su nombre en todos los edificios levantados con su aquiescencia. Precisamente por eso conocemos tan poco acerca de la vida de este curioso faraón, en comparación con otros más populares en Occidente como Ramsés II, Seti I, la reina Hatsepsut, o incluso su propio hijo, el joven Tutankamón.

Varios especialistas señalan, sin embargo, que su herencia es más profunda de lo que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica proyección de la privada, ya que Ajnatón fue, según ellos, uno de los más importantes dirigentes de la más arcana sociedad secreta de la Tradición. Una sociedad que según recoge Ángel Luis Encinas en sus Cartas Rosacruces habría sido regulada por el faraón Tutmosis III, cuyo nombre iniciático habría sido Mene, y de la que se sabe muy poco, aparte de que empezó a reunirse en una sala del templo de Karnak, puesto que nunca salió a la luz públicamente ni se explicaron sus objetivos. Sólo tenían acceso a ella y a sus enseñanzas «las personas cuyos valores humanos y espirituales atraían el interés de los miembros de la fraternidad». Según este autor, cuando Ajnatón fue nombrado maestro del grupo secreto, éste contaba ya con algo más de trescientos miembros. A su muerte, el puesto de maestro pasó a manos de su sucesor, el misterioso Hermes. Según algunas fuentes, se trata del mismo Hermes conocido como Trismegisto (Tres veces grande) por los griegos y, según otras, sería una persona diferente que habría heredado el mismo apelativo. En todo caso, los libros de Hermes, que sí recogió por escrito parte del conocimiento de la fraternidad, se difundieron más tarde por el Mediterráneo oriental e impregnaron de sabiduría y misticismo todo el pensamiento y la filosofía del mundo antiguo, por lo menos hasta el advenimiento del cristianismo. Sus leyes e ideales, conocidos con el calificativo global de hermetismo (de Hermes) u ocultismo (porque su enseñanza era lo bastante críptica para permanecer a salvo de malos usos), permitieron fundar un linaje de escuelas secretas en las que, según las fuentes, han bebido personajes tan conocidos como Solón, Pitágoras, Manetón, Sócrates, Platón, Jesús, Dante, Bacon, Newton y otros integrantes de la «aristocracia» del espíritu.

En el siglo XVII, este linaje afloró de nuevo a la luz con el nombre de Orden Rosacruz. El nombre hacía referencia a dos de los principales símbolos utilizados desde siempre por diversas organizaciones discretas. Por un lado, la rosa roja, considerada como la «reina entre las flores», de la misma forma que el iniciado era un «rey entre los hombres» al disponer de unos conocimientos y capacidades (y por tanto unas responsabilidades) por encima de lo común. Por otro lado, la cruz, signo solar repleto de simbolismos y utilizado por todas las culturas de la Antigüedad, desde el Ankh o cruz ansada egipcia hasta la Tau o cruz en forma de T griega, pasando por la esvástica indoaria o la misma cruz en la que fue clavado Jesús.

En Los brujos hablan, uno de los principales expertos en la materia, John Baines, mantiene que esta fraternidad existía «desde hace miles de años» con el propósito de salvaguardar «en toda su pureza original» una ciencia «cuyas verdaderas enseñanzas se mantienen secretas y de las que han trascendido al vulgo solamente interpretaciones personales de individuos que han llegado a vislumbrar una pequeña parte del secreto». La necesidad de ocultar esta enseñanza se debe a que sólo se puede confiar en «aquellos seres humanos que presenten cierto grado de evolución», de la misma forma que los derechos legales y políticos se reservan a los mayores de edad y no pueden ser aplicados por los niños. Un viejo refrán hermetista resume esta idea aseverando que «la carne es para los hombres y la leche para los niños». Baines también señala que los rosacruces aparecen y desaparecen públicamente en épocas históricas diferentes de acuerdo con ciertos ciclos prefijados y reconoce que «se hicieron especialmente conocidos entre los siglos XV y XVII ganando fama de magos, sabios y alquimistas». Luego se desvanecieron de nuevo para seguir trabajando en secreto por el bien de la humanidad, aunque dejaron a algunos de sus representantes para explicar su ciencia «a los que su estado de conciencia los hace acreedores de ser instruidos». Las obras más conocidas, pero no por ello más inteligibles, de la Orden Rosacruz son las que integran la trilogía que se publicó de forma anónima en Europa central entre 1614 y 1616. El primero de los libros, Fama Fraternitatis, estaba dirigido a la atención «de los reyes, órdenes y hombres de ciencia» de toda Europa. Se narraba en él la vida del enigmático fundador de la fraternidad, un tal C. R., que entre otras cosas defendía principios cristianos más fieles al Jesucristo original que los que por aquel entonces ponían en práctica los papas de Roma. En su discurso, abundan las referencias herméticas y simbólicas y además se acusa a los poderes establecidos poco menos que de prostituir la alquimia. Este arte, inicialmente destinado a la evolución interior que convierte el plomo de las pasiones en oro espiritual a través de un largo y esforzado trabajo personal, había sido convertido en una mera búsqueda materialista destinada a conseguir la transformación del plomo en oro.

El segundo libro, Confessio Fraternitatis, contiene ya el nombre real del presunto jefe de la orden, así como algunos detalles sobre sus supuestas andanzas. Según éste, Christian Rosenkreutz (Cristiano RosaCruz, traducido textualmente del alemán; un nombre a todas luces simbólico o alegórico de toda la organización) nació en 1378 a orillas del Rin y fue internado a los cuatro años de edad en un extraño monasterio donde «aprendió diversas lenguas y artes mágicas». Con 16 años, marchó a Tierra Santa en compañía de un monje que murió en Chipre, lo que le obligó a continuar en solitario un auténtico viaje iniciático que le llevó por tierras de Arabia, Líbano, Siria y finalmente Marruecos, donde recibió el más alto grado del conocimiento, así como la misión de fundar una sociedad secreta para transmitirlo. En el mismo libro se refuerza la oposición a la autoridad del Papa, a quien se califica de «engañador, víbora y anticristo», y se afirma que los poderes de la orden permiten a sus miembros conocer «la naturaleza de todas las cosas». El tercer y último libro se titula Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz y es otro texto saturado de símbolos especialmente alquímicos. Siete años después, en agosto de 1623, diversos rincones de París aparecieron empapelados con unos carteles en los que la Orden Rosacruz se presentaba al mundo exponiendo sus principios, verdaderamente revolucionarios para la época y contrarios a la autoridad papal.

La mayoría de las hipótesis que se han barajado para explicar quién escribió los libros y pegó los carteles apuntan a Alemania. Se sabía que desde finales del siglo XVI existía allí una anónima fraternidad denominada precisamente Hermanos de la Rosa Cruz de Oro. También se conocen las investigaciones, en la misma época, del hermetista luterano Johann Valentin Andreae y de un grupo de estudiosos de la Universidad de Tubinga, dedicados a actividades bastante heterodoxas. Incluso se ha llegado a invocar la autoría del extraordinario Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim, popularmente conocido como Paracelso.

No obstante, nadie fue capaz de averiguar la identidad de los enigmáticos rosacruces, salvo, naturalmente, aquellos que lograron entrar en contacto personal con ellos y que, tras ser aceptados, se colocaron desde entonces bajo su dirección. Pero éstos tampoco revelaron más detalles. Lo único que trascendió durante los siglos siguientes es que, de alguna forma, la orden seguía trabajando en silencio de acuerdo con las directrices de un denominado Colegio Invisible, también llamado en ocasiones Los Superiores Desconocidos, compuesto por seres elevados espiritualmente, cuyo único interés radicaba en el crecimiento interior de cada uno de los miembros de la fraternidad, despreciando las pompas y laureles sociales y sin aspiraciones de fama o poder, a no ser con carácter impersonal y temporal, con el único objetivo de ayudar al ser humano.

Con el paso del tiempo, diversas organizaciones modernas como la Golden Dawn Order (La Orden de la Aurora Dorada) británica o la AMORC (Antigua y Mística Orden Rosa Cruz) norteamericana han proclamado a gritos ser los «auténticos herederos» de la antigua Orden Rosacruz, pero sus méritos para reclamar semejante privilegio parecen, cuando menos, escuetos. Los verdaderos rosacruces parecen continuar detrás del telón, por el momento.

La sinarquía blanca y la sinarquía negra

En el año 510 a. C., cuando la tiranía se desmoronó en Atenas, los miembros de la aristocracia en la más famosa de las ciudades estado griegas volvieron a enfrentarse entre sí por el poder. Para evitar que esta lucha condujera a males mayores, el político Clisteneo, abuelo del popular Pericles, se encargó de reformar la constitución vigente e instaurar un gobierno colegiado. Esto es, no elegido por los ciudadanos, sino formado por un grupo de sabios y místicos reconocidos. Lo llamó sinarquía y funcionó bastante bien durante decenios.

¿Quién fue el promotor real de la sinarquía? Durante la tiranía e incluso antes, los antiguos griegos habían aprendido a diferenciar a los plutócratas (originalmente, los plutos o dueños de la riqueza) del resto de los ciudadanos porque la filosofía que aplicaban los primeros era la pleonexia o deseo desmedido de poseer. De poseerlo todo: mercancías, esclavos, tierras, influencia social y ciudadana… Con semejante actitud, destruyeron la antigua sociedad pastoril e igualitaria, que duraba desde tiempo inmemorial (y que las crónicas posteriores recordarían como un mundo feliz, una auténtica Edad de Oro, con el nombre de Arcadia), y dieron lugar a otra época en la que la desigualdad se convirtió en la norma común, generando continuas guerras y hechos violentos.

Entonces apareció una clase de filósofos presocráticos llamada mesoi o conciliadores, que abogaban por recuperar el espíritu de la era antigua y para ello promocionaban su teoría del equilibrio, resumida en sentencias populares como «la virtud siempre se halla en el justo medio» o «de nada, demasiado». Para encontrar la virtud de nuevo era necesario crear instituciones que regularan las prácticas comerciales desleales, la esclavitud y el caos social, impidiendo que los más poderosos pudieran imponer sus condiciones a los demás. De esta forma aparece también la filosofía de la arkhé o armonía, según la cual, los ciudadanos (los habitantes de la polis) sólo podían disfrutar de equidad (eumonía) si los acuerdos tomados entre ellos libremente son respetados por todos. Según los filósofos, ésta era la situación de los hombres al principio de los tiempos, cuando su armonía en la tierra reflejaba la del universo entero.

La influencia de los mesoi fue inmensa en una sociedad en la que los plutócratas eran apenas un puñado pero concentraban en sus manos el poder real. Su propuesta de una sociedad synarkhé (es decir, con armonía o también con orden) pasó a convertirse en un ideal al que podía aspirarse con esperanzas de materializarlo. Arkhé representaba la correcta evolución de todo cuanto existe, un avance paulatino hacia la divinidad, que idealmente debía extenderse en todos los ámbitos, no sólo en el de las relaciones políticas y sociales, sino en la vida personal. Para vigilar su correcta aplicación, se nombrarían los arkhontes o magistrados, encargados de mantener el orden y la armonía: los verdaderos guardianes del demos o pueblo.

Clisteneo aplicó estas ideas creando su gobierno de sabios aconsejado por los filósofos, que además tenían la misión de instruir al pueblo a través de las academias o centros de aprendizaje. Así se pusieron las bases de la Grecia clásica, en la que su nieto Pericles instauraría la democracia o gobierno del pueblo (aunque una democracia limitada, puesto que no podían participar en ella ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros).

Algunos autores señalan que el actual momento de nuestra civilización se parece mucho al descrito unos párrafos atrás: el deseo desmedido de posesión de una minoría ha destruido la convivencia social, la armonía entre el hombre y la mujer, el equilibrio entre la naturaleza y el ser humano. ¿Estamos en puertas de que aparezcan los modernos mesoi, así como un nuevo Clisteneo?, se preguntan éstos.

No está claro de dónde surgieron los filósofos conciliadores, los auténticos impulsores de aquel cambio, pero resulta muy fuerte la tentación de relacionarlos directamente con las sociedades secretas instruidas en el antiguo Egipto y descendientes de cultos solares como los de Ajnatón. En cuanto a los plutócratas, el número de ciudadanos que apoyaron la sinarquía los forzó a retirarse a un segundo plano, pero su frustración no hizo más que alimentar sus ansias de poder militar, económico y religioso y los llevó a reflexionar que si un número de ciudadanos, aun siendo mayoritario, podía agruparse y organizarse para defender sus intereses comunes, ellos también podían superar sus diferencias internas y construir su propia sinarquía.

Conocemos la existencia de los mesoi, pero también podemos sospechar la de otro grupo de filósofos rivales y consejeros de los plutócratas. Unos filósofos, digamos, influidos por los descendientes de los cultos al terrible dios Seth, enemigos por antonomasia de los primeros.

Seth.

Tal vez en aquel momento nacieron la sinarquía blanca y la sinarquía negra. La primera, decidida a ayudar al ser humano a caminar hacia un reino de paz y felicidad. La segunda, dispuesta a apoderarse del reino, de la paz y de la felicidad pero sólo para sus socios, condenando a los demás hombres a la esclavitud.

Si faltase lo más mínimo a mi juramento, que me corten el cuello, me arranquen el corazón, los dientes y las entrañas y que los arrojen al fondo del mar. Sea quemado mi cuerpo y mis cenizas esparcidas por el aire, para que no quede nada de mí, ni siquiera el recuerdo entre los hombres y entre mis hermanos masones.

Juramento masónico, 1869.

La masonería

Se cuenta que, en la Edad Media, un joven quiso iniciarse en la masonería constructora, pues había oído hablar de que los miembros de esta organización no sólo se ayudaban entre sí en cualquier circunstancia, sino que además disponían de conocimientos vedados al común de los mortales. El joven sabía que los masones no revelaban su condición con facilidad, pero un conocido le había dicho que uno de los tres obreros que estaban trabajando en ese momento en las obras de la catedral de su ciudad pertenecía a la fraternidad. Así que se dirigió allí de inmediato pensando en cómo podría descubrir quién era para solicitarle el ingreso. Debía actuar con astucia, pues sabía que si preguntaba directamente obtendría tres negativas.

Cuando llegó a las obras vio, en efecto, a tres obreros ocupados todos en la misma labor aunque cada uno instalado en un sitio distinto. Se acercó a ellos y, uno por uno, les hizo la misma pregunta: «¿Qué estás haciendo?» El primero respondió: «Estoy trabajando la piedra». El segundo dijo: «Estoy ganándome el jornal». El tercero replicó: «Estoy construyendo una catedral».

Entonces el joven supo a ciencia cierta que el tercero era el masón.

La Camaradería francesa

Una de las catedrales más famosas del mundo es la de Chartres, en Francia. Entre los muchos atractivos de esta maravilla de la arquitectura religiosa figura un truco de iluminación muy querido por los constructores del mundo antiguo: justo al mediodía de cada solsticio, tanto en verano como en invierno, un rayo de Sol atraviesa un pequeño agujero en el vitral de san Apolinar (un santo de resonancias obvias, puesto que Apolo era el principal dios solar de la mitología grecorromana) y señala una muesca en el suelo con forma de pluma. Un mensaje secreto que todavía hoy se desconoce qué quiere decir.

Muchas sociedades secretas nacieron alrededor de la construcción. En la misma Francia, la Compagnonnage o Camaradería surgió en un primer momento para hacer frente al poder de los patronos, que controlaban el aprendizaje de los oficios, los empleos y sus ascensos. La Seguridad Social es un invento muy moderno en términos históricos: hay que esperar al canciller alemán Otto von Bismarck, que fue el primero en poner en marcha durante el siglo XIX una institución similar posteriormente imitada por otras naciones occidentales. Antes de eso, el que no era rico o pertenecía al clero debía ganarse el sustento cada día y no podía permitirse el lujo de estar enfermo o perder un trabajo. De ahí el éxito de la Camaradería francesa, porque llegó a funcionar como una especie de sindicato que, además de trabajo, garantizaba la recepción de ayuda de todo tipo a sus afiliados: alojamiento, comida e incluso ropa. Ingresar en la organización se convirtió en sinónimo de una vida más segura y digna, por lo que sus miembros adoptaron una serie de gestos y signos secretos para reconocerse entre ellos y evitar que los desconocidos pudieran aprovecharse de las ventajas de su fraternidad y la desvirtuaran.

Se cree que la Camaradería funcionaba al menos ya desde el siglo XI y, aunque hoy se la considera como una organización exclusivamente orientada a atender a los constructores, desde el principio demostró atesorar otro tipo de conocimientos sorprendentes. Fueron camaradas los que levantaron, entre los siglos XII y XIII, las catedrales de Chartres, Bayeaux, Reims, Amiens y Évreux, un conjunto de templos que imitan, sobre el suelo de Francia, la disposición de la constelación de Virgo en el cielo. Para las sociedades ocultistas, Virgo equivale a la gran diosa madre de los cultos antiguos, la Isis egipcia. Otro ejemplo, los camaradas erigieron a principios del siglo XII la basílica de la Magdalena de Vézelay, punto de partida del Camino de Santiago francés y considerada como cuna del arte gótico. En el tímpano de la puerta principal una imagen de Jesucristo en majestad separa a los hombres «buenos» elegidos para ir al Cielo de los hombres «malos» condenados al Infierno. Estos últimos tienen que someterse al pesaje de su alma en una balanza sujeta por un ángel que confirma la magnitud de sus pecados y luego los encamina hacia la horrible boca de un monstruo gigantesco que los devora. Exactamente, la misma imagen que los iniciados egipcios describieron, dibujada y por escrito, en el Libro de los Muertos, donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje de la balanza y la diosa devoradora Ammit se encarga de tragar a los malvados.

Los obreros de la Camaradería francesa pertenecían a cuatro oficios concretos: talladores de piedra, carpinteros, ebanistas y cerrajeros. Cada uno de ellos se dividía en grados de experiencia, casi siempre tres: aprendices, compañeros (los compañeros recibidos eran los que comenzaban la obra, que a veces duraba siglos, y los compañeros fraguados eran los que la daban por terminada) y maestros o iluminados. Un adjetivo místico este último puesto que los maestros llegaban a serlo por una doble condición: la de expertos profesionales y la de inspirados por la luz de Dios. Parece evidente que la Masonería no es otra cosa que la rama de la Camaradería específicamente destinada a la construcción, ya que la palabra francesa maçon significa albañil. Francmaçon significa «albañil libre» y suele utilizarse como sinónimo, aunque en realidad es una expresión más exacta porque masones eran todos los albañiles medievales pero sólo los pertenecientes a la organización o iniciados en ella eran francmasones.

Durante la Edad Media, la Camaradería entró en crisis, probablemente porque entraron en ella muchos obreros deseosos de aplicar el viejo principio de beneficiarse de las ventajas del sistema sin asumir las equivalentes responsabilidades. Sólo los cama radas encargados de trabajar la piedra lograron compactarse sin fisuras, y a partir de entonces reforzaron su secreto y la firmeza de sus responsabilidades. Así consiguieron mantener algún tiempo más su organización, aunque tampoco pudieron eludir su declive: a medida que la época de las catedrales se iba apagando, con ella desaparecían los maestros constructores. Para evitar caer en el declive por completo, la masonería se vio forzada entonces a abrir las puertas a nuevos miembros que nada tenían que ver con la labor constructora. El hecho de que muchos profanos en el trabajo de la piedra no sólo pudieran sino que desearan ingresar en la organización hasta el punto de salvarla de su definitiva extinción sugiere con bastante claridad que lo que se aprendía en ella no se limitaba al trabajo físico de los obreros. Un indicio de ello es el nombre de sus salas de reunión, las logias.

Aunque se han planteado varios orígenes para la palabra logia, resulta curioso que en griego signifique precisamente «ciencia».

La masonería del siglo XXI afirma que su interés no es otro que el de «conseguir la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios sociales como el fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando sus costumbres, glorificando la justicia, la verdad y la igualdad, combatiendo la tiranía y los prejuicios», así como estableciendo «la ayuda mutua entre sus miembros». Sin embargo, presenta fuertes contradicciones, como los enfrentamientos entre diversos tipos de masonería para ver cuál de ellas es «la verdadera», o el hecho incuestionable de que la mayoría de sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres.

La masonería moderna

A principios del siglo XVI, un grupo de maestros alemanes se trasladó a Inglaterra para abrir las primeras logias de constructores del Reino Unido. Los aprendices ingleses redactaron la primera ley masónica de la que tenemos noticia, la llamada Constitución de York, a la vez que fundaban la Orden de la Fraternidad de los Masones Libres. Igual que sucedió en el continente, la organización británica declinó poco a poco hasta que se vio obligada a aceptar a profesionales liberales e incluso a miembros de la nobleza. A los nuevos iniciados se les calificaba de «masones aceptados». En seguida surgió la Fraternidad de los Masones Libres y Aceptados, los que, definitivamente, habían abandonado la construcción y por tanto pasaron a denominarse Masonería Especulativa en lugar de Masonería Operativa como hasta entonces.

Este tipo de masonería tiene su carta de nacimiento en 1717, cuando cuatro logias londinenses de aceptados, que utilizaban como nombre el de las tabernas en cuyos salones sociales se reunían (La Corona, La Oca y la Parrilla, La Copa y las Uvas y El Manzano), se fusionaron con una autodenominada Sociedad de Alquimistas Rosacrucianos y fundaron así la Gran Logia Unida de Inglaterra. Seis años más tarde, uno de sus miembros, James Anderson, recibió el encargo de reunir toda la documentación disponible sobre la sociedad discreta y redactar con ella lo que desde entonces se conoce como las Constituciones de Anderson. En este manuscrito se incluye una historia legendaria de la orden, los deberes u obligaciones, un reglamento para las logias y los cantos para los grados iniciales. También aparece la historia de Hiram Abiff, así como la obligación de creer en una divinidad suprema descrita como el GAU o Gran Arquitecto del Universo, pues «un masón está obligado por su carácter a obedecer la ley moral y si entiende correctamente el Arte, jamás será un estúpido ateo ni un libertino irreligioso».

La nueva Masonería Libre y Aceptada sustituyó pronto a lo que quedaba de la Masonería Constructora original, por lo que la Gran Logia Unida se convirtió en la referencia masónica por excelencia, tanto en Europa como en las colonias americanas. Desde Inglaterra saltó a Bélgica en 1721, a Irlanda en 1731, Italia y el norte de América en 1733. Después a Suecia, Portugal, Suiza, Francia, Alemania, Escocia, Austria, Dinamarca y Noruega y, finalmente, a mediados del XVIII, al resto de países europeos y americanos.

Sus dos variantes más importantes fueron el Rito Escocés Antiguo y Aceptado — diseñado por Andrew Michael Ramsay, el preceptor del hijo de Jacobo II Estuardo de Escocia, donde encontraron cobijo algunos de los caballeros templarios que huían de la persecución a que fue sometida su orden tras ser desmantelada por el rey francés Felipe el Hermoso y el Papa Clemente V— y el Gran Oriente de Francia, que se declaró «obediencia atea» y se volcó en intereses sociales y políticos, más que espirituales; desde entonces se la conoce como Masonería Irregular. Uno de los miembros del Rito Escocés acabaría influyendo en la creación de la llamada Estricta Observancia Templaria, rama que controlaría la masonería alemana, en torno a la cual se forjaría la Orden de los Iluminados de Baviera.

En 1738, el Papa Clemente XII condenó a la masonería a través de una bula llamada In emminenti, que prohibía expresamente a los católicos iniciarse como masones bajo pena de excomunión, puesto que «si no hiciesen nada malo no odiarían tanto la luz». El motivo oficial de la condena era el carácter protestante de la Gran Logia Unida de Inglaterra, pero el decreto terminaba con una frase enigmática: «[…] y (también les condenamos) por otros motivos que sólo Nos conocemos». Varios de sus sucesores, como Benedicto XIV, León XIII y Pío XII entre otros, también publicaron severas condenas contra una sociedad que según las denuncias del Vaticano «se ha mostrado anticatólica y antimonárquica de manera reiterada». Ya en el siglo XX, el Concilio Vaticano II levantó un poco la mano al respecto, pero en 1983 el Papa Juan Pablo II todavía recordaba públicamente «la incompatibilidad de ser masón y católico».

Lo cierto es que el llamado Siglo de la Razón marcó un punto de inflexión en la masonería, que ya no volvería a ser la misma sociedad hermética orientada en exclusiva hacia sus miembros. A partir de entonces, la mayor parte de sus intereses quedó fijada en el mundo material. Especialmente, en lo referente a la posibilidad de crear un imperio mundial al que se someterían todas las administraciones nacionales. Un imperio dirigido por una minoría «iluminada» que, basándose en el progreso de la ciencia, la técnica y la producción, impulsara un mundo más lógico, racional y acorde con los designios divinos del GAU. Quizá eso explique la proliferación de la masonería en los salones del poder mundano de hoy. Todos los reyes ingleses desde el siglo XVIII así como la mayoría de sus primeros ministros, la mayor parte de presidentes del gobierno y de la República francesa, innumerables políticos en Alemania (excepto en la época del nacionalsocialismo), Italia (excepto durante el fascismo) y en todos los demás países europeos, así como muchos de los miembros de las actuales instituciones de la Unión Europea, la gran mayoría de los presidentes de Estados Unidos y muchos de los dirigentes de otros países americanos han sido o son masones. En algunos casos, los símbolos masones incluso han ondeado en banderas oficiales como la de la extinta República Democrática Alemana, que lucía sobre las franjas negra, roja y amarilla un martillo y un compás orgullosamente laureados, y no una hoz como cabría suponer tratándose de un régimen comunista.

En España, donde la masonería estuvo prohibida y perseguida por el franquismo, casi todos los prohombres de las dos repúblicas pisaron las logias, desde Pi i Margall hasta Alcalá Zamora, pasando por Castelar, Negrín, Lerroux o Azaña. En 1979 consiguieron legalizarse de nuevo las dos obediencias más importantes de la época, enfrentadas entre sí: el Grande Oriente Español y el Grande Oriente Español Unido.

Contra el escaso poder real que en ocasiones se dice que tuvo la masonería en España, consta no sólo la larga lista de políticos republicanos que pertenecieron a sus filas, sino una extensa nómina de artistas y científicos como el investigador Santiago Ramón y Cajal, el educador Francisco Ferrer y Guardia, el músico Tomás Bretón, el ingeniero Arturo Soria o el novelista Vicente Blasco Ibáñez. Por otra parte, varios estudios de especialistas en masonería, como el de Pedro Álvarez Lázaro, La Masonería, escuela de formación del ciudadano, demuestra la influencia que tuvo, entre otros asuntos, en el desarrollo de una sociedad laica. Se cree que la época de mayor expansión fue la comprendida entre 1868 y 1898, cuando llegó a contar con 70.000 miembros. Curiosamente, la época en la que España perdió sus últimas colonias.

El Iluminismo científico

Los Illuminati son los reales protagonistas de este libro, sin embargo, antes de llegar a ellos, aún nos queda por conocer otra clase de «iluminados», a los que algunos autores han llegado a considerar como sus precursores, aunque no tuvieran nada que ver, los científicos. Rosacruces, masones, templarios y el resto de innumerables organizaciones secretas nacidas durante la interminable lucha entre la Tradición y la Antitradición basan el origen último de su conocimiento y su poder, el origen de su iluminación, en una revelación mística y por tanto ajena al común de los humanos, ya que viene de la divinidad. Pero durante el siglo XVII asistimos al advenimiento de una generación de hombres que, conectados o no con la religión u otro tipo de misticismo, tuvieron la osadía de buscar esa misma iluminación desde un punto de vista estrictamente científico. Para ellos, la palabra razón ya no significaba pensar de acuerdo con la lógica aristotélica, sino con datos matemáticos, precisos, concretos y demostrables.

Ellos redefinieron la razón como una «ley natural», que por supuesto podía llegar a expresarse de forma exacta y que permitiría al hombre comprender la vida y lo que le rodea gracias a su propio esfuerzo, sin necesidad de esperar a que Dios se tomara la molestia de señalarle con el dedo. El progreso científico empezó a ser entendido como «una progresiva iluminación de toda la humanidad gracias a las luces de la razón que despejan las tinieblas de la superstición, la ignorancia y las viejas costumbres». Semejante espíritu fue la herencia más Importante que los científicos renacentistas dejarían a los «ilustrados» del siglo XVIII.

Uno de ellos fue el británico Francis Bacon, político, científico y filósofo que llegó a ser lord del Sello Privado de la reina Isabel I y cuyas extraordinarias capacidades le convirtieron en uno de los hombres más cultos e influyentes de su tiempo. E incluso del nuestro, porque una de las más polémicas teorías acerca del origen real de las obras firmadas por William Shakespeare apuntan hacia su ilustre persona como el verdadero autor de las mismas, aunque ésta es, como dice el clásico, otra historia. Bacon escribió y firmó varios libros de interés, si bien uno de ellos le conecta con la Tradición de manera directa. Se titula La Nueva Atlántida y en él desarrolla la utopía de una ciudad de sabios que se organiza siguiendo una ideología próxima a la Rosacruz.

Francis Bacon.

De su aportación puramente científica, merece destacar su método de lógica inductiva, hoy considerada como precedente del empirismo. Bacon aboga por no limitarse a ordenar los hechos de la naturaleza, como hacían hasta entonces la mayoría de los científicos, sino más bien por aprender a dominarla. Como «para gobernar a la naturaleza es preciso obedecerla», se hacía necesario estudiarla a fondo, conocerla, para poder aprovechar sus recursos sin forzarla. Eso requiere superar los obstáculos para alcanzar el verdadero saber que, en su opinión, son ido la o ídolos, prejuicios, de cuatro clases: los idola tribus, propios de la comunidad humana y basados en la fantasía y la suposición; los idola specus, pertenecientes a cada hombre y fijados por la educación, las costumbres y los casos fortuitos; los idola fori, procedentes del exterior y cuyo responsable es el carácter abstracto del lenguaje y la falta de comunicación, y los idola theatri, generados por las doctrinas filosóficas dogmáticas y las demostraciones erróneas. Todo el trabajo científico de Bacon se desarrolló sobre estas bases y, de hecho, murió ya retirado de la política cuando intentaba comprobar los efectos del frío en la conservación de los alimentos.

Contemporáneos de Bacon son Federico Cesi, Francesco Stelluti, Johannes van Heeck y Anastacio de Fillis. Los cuatro fueron grandes amantes de la ciencia, a la que convirtieron en la razón de su vida. En agosto de 1603, reunidos en Roma en el palacio de la familia Cesi, decidieron fundar un grupo dedicado al estudio y la investigación utilizando para ello la espléndida biblioteca del palacio, así como diversos equipos preparados al efecto. Se llamaron a sí mismos la Accademia dei Lincei o Academia de los Linces, simbolizando en la agudeza y agilidad de este felino las virtudes que deseaban emular en sus trabajos.

Cesi, presidente de la academia, orientó sus inquietudes preferentemente hacia la astronomía, lo que le permitiría diseñar y construir el primer astrolabio. De Fillis asumió la secretaría de la nueva institución y trabajó en diversas materias, mientras que Stelluti, aparte de asumir las tareas de administración de la recién nacida sociedad, tomó el seudónimo de Tardígrado y también realizó un trabajo multidisciplinar como geógrafo, literato, jurista y científico. Van Heeck, el único de ellos nacido en los Países Bajos, era sin duda el más preparado, pues había realizado las carreras de medicina y filosofía además de tener estudios de teología, y dominaba el latín y el griego, la astronomía y la astrología. En Praga, había conocido a Johannes Kepler y se hacía llamar a sí mismo el Iluminado.

En aquella época, ninguna academia de este tipo podía ponerse en marcha sin el visto bueno papal. Al principio, Clemente VIII recibió los esfuerzos de los linces con benevolencia y les instó a que trabajaran por el progreso de la humanidad, pero sólo siete años después Federico Cesi tuvo que marcharse a Nápoles debido a las continuas acusaciones de ejercer la magia negra, actuar contra la doctrina de la Iglesia y mantener un estilo de vida escandaloso. En 1611, Cesi contactó con el astrónomo y físico Galileo Galilei, al que invitó a incorporarse a la academia, convencido de que el nivel de sus trabajos elevaría el de sus colegas. Galileo fue muy bien recibido entre los linces y siempre recibió su apoyo, incluso durante la mitificada disputa que mantuvo con las autoridades eclesiásticas en defensa de la teoría heliocéntrica frente a la geocéntrica, formulada por Ptolomeo, que entonces era la comúnmente aceptada.

Según una reciente encuesta del Consejo de Europa elaborada entre los estudiantes de ciencias de la UE, casi el 30 % cree que Galileo fue quemado vivo en la hoguera por la Iglesia por defender sus teorías, mientras que el 97 % piensa que fue sometido a torturas. El 100 % conoce la frase «Eppur si muove!» (¡Y sin embargo se mueve!) que había susurrado con rabia después de la lectura de la sentencia condenatoria. Y, sin embargo, todo lo anterior es rotundamente falso.

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