Illuminati

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PRIMERA PARTE

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PRIMERA PARTE

El origen de los Illuminati

—Adam Weishaupt. —La infiltración en la masonería. —El principio del fin… o el fin del principio. —Los Rothschild. —El color de la revolución. —Un ejercicio de estilo. —La Revolución francesa. —Preparando la revolución. —La Gloriosa. —La toma de La Bastilla. —El irresistible ascenso de Napoleón Bonaparte. —La herencia de Weishaupt. —La fórmula de Hegel. —La guerra permanente. —Socios de Lucifer. —La independencia de Estados Unidos. —Construyendo el Nuevo Mundo. —Más ricos que Rockefeller

«La verdad es lo que se hace creer».

FRANÇOIS MARIE AROUET, VOLTAIRE, filósofo francés.

Adam Weishaupt

La noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1776, la famosa y siniestra noche de Walpurgis, un grupo de hombres decididos se reunía en un bosque de Baviera, en el sur de Alemania, para juramentarse entre sí la consecución de sus objetivos finales. El momento escogido no fue casual. Hubo que esperar a que se produjeran los sucesos de los Mártires del Movimiento obrero de Chicago, en 1886, para que el mundo moderno instituyera en su recuerdo el primero de mayo como el Día Internacional del Trabajo, aunque, en realidad, esta fecha ha sido sagrada para los europeos durante milenios, ya que constituía uno de los dos ejes del antiguo calendario celta, que rigió en la mayor parte de Europa occidental, antes de la expansión del Imperio Romano. En aquella época se la conocía como Beltaine o Beltené y en ella se celebraba el final del invierno —que comenzaba con otra gran celebración céltica, la del Samhain, el 1 de noviembre, que conmemora en la actualidad el cristianismo con el nombre de Todos los Santos, y el paganismo, con la fiesta de Halloween— con distintos rituales que incluían grandes hogueras. La luz de esas hogueras alumbró la mística de los antiguos europeos. La luz de las que tuvieron que encender los congregados en la oscuridad del bosque bávaro a finales del siglo XVIII ha incendiado a partir de entonces el mundo entero, acercándole progresivamente al culto de un ser torturado aunque poderoso: Lucifer, el ángel de la luz.

Aquella fatídica noche nació la Orden de los Perfectibilistas, más conocida como la Orden de los Iluminados de Baviera o simplemente los Illuminati. Con el tiempo se convertiría en la más poderosa de las sociedades de la Antitradición.

Mi reino es de este mundo

Adam Weishaupt, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Ingolstadt, es el enigmático fundador de esta orden, una de las sociedades secretas con peor reputación de los últimos siglos porque sus planes quedaron al descubierto de manera accidental. Nacido el 7 de febrero de 1748, su padre George Weishaupt era catedrático de Instituciones Imperiales y de Derecho Penal en el mismo centro universitario, y su familia era de origen judío. A los cinco años de edad se quedó huérfano y fue acogido por su abuelo y tutor, el barón Johann Adam Ickstatt. Convertido al cristianismo, Adam Weishaupt ingresó en el colegio de los jesuitas, donde pronto destacó gracias a su gran memoria y su inteligencia por encima de la media. Luego ingresó en la Facultad de Derecho, en la misma universidad donde había enseñado su padre.

En la biblioteca de su abuelo tomó contacto con las obras de los filósofos franceses y empezó a interesarse por la masonería y otras organizaciones similares. Además, desarrolló un ideario personal que se vio reforzado por su gran amistad con Maximilien Robespierre, al que conoció durante un viaje a Francia. Más tarde, tuvo ocasión de contactar con un místico danés llamado Kolmer, que había vivido varios años en Egipto en calidad de comerciante y, a su regreso a Europa, había intentado poner en marcha una sociedad secreta de orden maniqueo. Durante sus viajes, Kolmer se había entrevistado, entre otros, con el enigmático conde de Cagliostro en la isla de Malta. El joven Weishaupt, fascinado por su personalidad y sus conocimientos, le pidió que le iniciara en los llamados Misterios de los Sabios de Memfis, sin descuidar sus estudios «normales». Con 25 años se convirtió en profesor titulado y dos años después ya era catedrático en Ingolstadt.

La capacidad intelectual y personal de Weishaupt no había pasado inadvertida para sus mentores jesuitas, que, de hecho, le orientaron en su carrera hasta ordenarle sacerdote de su orden. Pero cuando descubrieron sus actividades heterodoxas lo expulsaron. No se puede decir que él lo sintiera mucho; para entonces ya estaba convencido de que el plan de Dios para el desarrollo de su creación resultaba tan endeble como impracticable en un mundo dominado por el materialismo, así que decidió cambiarse de bando y buscar otro tipo de iluminación, justo el contrario del prometido por el cristianismo. En ese sentido, necesitaba un grupo de trabajo que le permitiera profundizar en sus propios anhelos místicos a la vez que aplicaba sus ideas sobre el mundo físico. Una organización parecida a la de los jesuitas o la masonería, pero que fuera en una dirección muy diferente. Al no encontrar nada parecido, decidió fundarla él mismo en aquella noche de 1776, tras crear un reglamento a medio camino entre ambas sociedades y determinadas corrientes de falso rosacrucianismo. Entre los símbolos figuraba uno que pronto se haría célebre en el mundo entero: una pirámide con un ojo abierto en su interior, El Ojo que Todo lo Ve.

Sus primeros adeptos fueron cuatro alumnos de su propia cátedra, que inicialmente se dedicaron al proselitismo de acuerdo con una norma básica: sólo aceptaban la adhesión de personas bien situadas social y/o económicamente. Nadie podía acceder a la orden por deseo propio, sino por consentimiento de sus miembros. «Pocos, pero bien situados», solía repetir Weishaupt, que no deseaba presidir una organización numerosa sino poderosa. Por ello buscó y encontró desde el primer momento el apoyo económico de un banquero que ha pasado a la historia como uno de los hombres más ricos del planeta: Mayer Amschel Rothschild. La historia de su clan estará muy presente en los sucesivos acontecimientos de este libro.

La estrategia de crecimiento selectivo surtió efecto y pronto apareció el primer adepto de rango social elevado, un barón protestante de Hannover llamado Adolph Franz Friedrich Ludwig von Knigge, que ya había sido iniciado en la masonería regular y que introdujo a Weishatipt en la logia de Munich, Teodoro del Buen Consejo. La ambición personal y la capacidad de movilización de Von Knigge orientaron al grupo hacia un rápido crecimiento, multiplicando por diez el número de miembros con la incorporación sucesiva de nobles del rango del príncipe Ferdinand de Brunswick, el duque de Saxe Weimar, el de Saxe Gotha, el conde de Stolberg, el barón de Dalberg y el príncipe Karl de Hesse, entre otros. En poco tiempo, los Illuminati abrieron diversas logias en Alemania, Austria, Suiza, Hungría, Francia e Italia. Al cabo de dos años entre sus miembros apenas había una veintena de estudiantes universitarios, todos los demás pertenecían a la nobleza y la política o ejercían profesiones liberales como la medicina, la abogacía o la justicia. Incluso el muy famoso escritor Wolfgang Goethe se dejó seducir por los postulados de esa orden.

¿Cuáles eran estos? Según se revelaba a los nuevos miembros se trataba de la sustitución del viejo orden reinante en el mundo por otro nuevo en el que los Illuminati actuarían como mando supremo para conducir a la humanidad hacia una era nunca antes vista de paz y prosperidad racional. Eso equivalía a un gobierno mundial en el que cada hombre contara lo mismo que los demás, sin distinción de nacionalidad, oficio, credo o raza. Todos, excepto los propios Iluminados, encargados de regirlo. El propio Weishaupt escribió: «¿Cuál es en resumen nuestra finalidad? ¡La felicidad de la raza humana! Cuando vemos cómo los mezquinos, que son poderosos, luchan contra los buenos, que son débiles… cuando pensamos lo inútil que resulta combatir en solitario contra la fuerte corriente del vicio… acude a nosotros la más elemental de las ideas: debemos trabajar y luchar todos juntos, estrechamente unidos, para que de este modo la fuerza esté del lado de los buenos.

Pues, una vez unidos, ya nunca volverán a ser débiles».

Dicho así, sus intenciones resultaban incluso loables. Sin embargo, los objetivos finales sólo eran conocidos por Weishaupt y sus más inmediatos lugartenientes.

Nesta Webster, autora de Revolución Mundial. El complot contra la civilización y profunda conocedora del tema, describe así las seis metas a largo plazo de los Illuminati:

1. Aniquilación de la monarquía y de todo gobierno organizado según el Antiguo Régimen.

Abolición de la propiedad privada para individuos y sociedades.

Supresión de los derechos de herencia en todos los casos.

Destrucción del concepto de patriotismo y sustitución por un gobierno mundial.

Desprestigio y eliminación del concepto de familia clásica.

Prohibición de cualquier tipo de religión tradicional.

Según el razonamiento de Weishaupt, no había grandes problemas para conducir a los países de Oriente hacia esa unificación mundial, debido a la posibilidad de manipular las profundas conexiones de su cultura con el misticismo, el ritualismo y el eclecticismo. Sin embargo, el pensamiento de Occidente era mucho más individualista, nacionalista y aventurero y además llevaba mucho tiempo dominado por el cristianismo. En especial, por la Iglesia católica, cuya obsesión por cortar de raíz cualquier mínima desviación del dogma convertía cualquier heterodoxia espiritual en una empresa arriesgada. Pero también por el movimiento protestante en ciernes, que, en esencia, suponía una especie de catolicismo sin Papa.

En consecuencia, su primer objetivo debía orientarse contra la cultura occidental. Y dado que tanto él como sus seguidores vivían en Occidente, el secreto era un arma imprescindible. Según él mismo: «Se trata de infiltrar a nuestros iniciados en la Administración del Estado bajo la cobertura del secreto, al objeto de que llegue el día en que, aunque las apariencias sean las mismas, las cosas sean diferentes». Sólo de esta manera podría «establecer un régimen de dominación universal, una forma de gobierno que se extienda por todo el planeta. Para ello es preciso reunir una legión de hombres infatigables en torno a las potencias de la tierra, para que extiendan por todas partes su labor, siguiendo el plan de la orden».

La infiltración en la masonería

Weishaupt necesitaba ampliar su organización sin perder su control. Para ello, empezó a infiltrar a sus miembros en la masonería: captaba así a personas acostumbradas al secreto y el ceremonial, a las que sus ideas les resultarían familiares. Como algunas de las viejas escuelas de la Antigüedad, los masones llevaban mucho tiempo predicando que el sentido último de la existencia humana pasa por el perfeccionamiento espiritual y personal hasta el punto de que, en algún momento del futuro, el hombre habría evolucionado lo suficiente para no necesitar Estado, ni religión, ni sociedad según los parámetros conocidos, pues todos los hombres serían hermanos. Este sistema global llegaría pacíficamente, a partir de una evolución natural. La novedad que ofrecía Weishaupt era la posibilidad de acortar los plazos y no tener que esperar cientos, quizá miles de años, hasta que la utopía deviniera realidad. Él prometía materializarla en pocos años, quizá en el curso de una generación, aunque para ello hubiera que aplicar la violencia, ya que el viejo orden no se dejaría descabalgar con facilidad. A cambio, exigía obediencia ciega a su dirección, aunque sus órdenes no se comprendieran en un primer momento. Su propuesta se hizo tan popular que, según algunos autores, en 1789 controlaba por mano interpuesta la mayor parte de las logias masónicas, desde el norte de África hasta Suecia, desde España e Irlanda hasta Rusia, y también en los nuevos Estados Unidos de América.

Lo más probable es que la gran mayoría de Illuminati, sobre todo los de filiación masónica, desconocieran los métodos «mágicos» que pensaba aplicar Weishaupt para «traer el Cielo a la Tierra» en tan poco tiempo y que si hubieran imaginado los horrores que conllevaría la aplicación de sus ideas, tal vez no le hubiesen apoyado como lo hicieron. Como todas las organizaciones secretas de este tipo, aquí también se organizó el grupo de acuerdo con la técnica de círculos concéntricos o capas de cebolla, donde un iniciado adquiría más información a medida que probaba su utilidad y su fidelidad y en consecuencia ascendía en la jerarquía, pero sólo los máximos dirigentes de la orden estaban al corriente de todo el plan.

Con estos mimbres y con su propia experiencia adquirida en las ceremonias masónicas, Weishaupt elaboró en compañía de Von Knigge el llamado Rito de los Iluminados de Baviera, que constaba de trece grados de iniciación agrupados en una jerarquía de tres series sucesivas. Algunos de ellos jamás fueron practicados y sólo llegaron a existir sobre el papel. De menor a mayor, estos grados eran los siguientes: 1.º preparatorio, 2.º novicio, 3.º minerval, 4.º iluminado menor, 5.º aprendiz, 6.º compañero, 7.º maestro, 8.º iluminado mayor, 9.º iluminado dirigente, 10.º sacerdote, 11.º regente, 12.º mago y 13.º rey. El grado de iluminado menor marcaba la división entre los llamados Pequeños Misterios o Edificio Inferior, basado en el dominio de las capacidades del hombre, y los Grandes Misterios o Edificio Superior, el dominio de las capacidades del mundo, que implicaba poder político real. Según el reglamento de la orden, si un miembro alcanzaba el grado de sacerdote, no sólo estaba capacitado para asumir los poderes del Estado de manera efectiva, sino que debía actuar en consecuencia.

Además, Weishaupt dotó de un nombre simbólico a cada uno de los miembros. Von Knigge, por ejemplo, era Philon. Xavier von Zwack, uno de sus principales hombres de confianza, fue rebautizado como Catón; el escritor Wolfgang Goethe recibió el apelativo de Abaris. El filósofo Johann Gottfried von Herder se transformó en Damasus, etcétera. Él se reservó para sí mismo el apelativo de Espartaco, en homenaje al gladiador de origen tracio que en el 73 a. C. lideró la mayor revuelta de esclavos jamás organizada en la antigua Roma. Se veía a sí mismo como un nuevo héroe rebelde en contra del orden establecido tanto a nivel material como espiritual, una especie de Lucifer humanizado. «Cada hombre es su rey, cada hombre es soberano de sí mismo», decía el juramento del grado 13.º, el último, de los Illuminati. De igual forma, las logias adoptaron nombres en clave. La de Munich pasó a llamarse Atenas; la de Ingolstadt era conocida como Éfeso; la de Frankfurt, Tebas; la de Heidelberg, Útica; y la de Baviera, Achaia.

En julio de 1782, diversas obediencias masónicas se reunieron en el convento de Wilhelmsbad. Aprovechando el conocimiento y el prestigio adquiridos durante los últimos años, Adam Weishaupt intentó dar el definitivo golpe de mano que le permitiera unificar y controlar todas las ramas europeas de la organización. Sólo consiguió parte de sus objetivos: un acuerdo para refundir los tres primeros grados de todas las obediencias, dejando el resto al libre arbitrio de cada una, así como un importante trasvase de miembros: muchos francmasones de otros grupos decidieron ingresar en la logia iluminista mientras que un número importante de miembros de ésta hacían lo propio en otras logias, duplicando así su filiación. En aquella época ya defendía abiertamente una iniciación muy lejana de las influencias judeo cristianas y unos planteamientos políticos que implicaban la revolución como elemento irrenunciable en el camino hacia el éxito. Ni la Gran Logia de Inglaterra, que a partir de entonces quedó enfrentada formalmente a los Illuminati, ni el Gran Oriente de Francia, ni los iluminados teósofos del místico sueco Swedenborg le apoyaron, pero sí los demás grupos.

Frustrado por los resultados del convento de Wilhelmsbad y pensando que no merecía la pena seguir luchando, Von Knigge dimitió y terminó sus días retirado en Bremen, donde falleció en 1796 tras publicar sus obras completas a las que añadió algunos sermones para varios templos protestantes. Weishaupt se encontró en una situación delicada, recibiendo los ataques de los masones ingleses a los que se unieron los de algunos martinistas (discípulos de Martínez de Pasqually, Louis Claude de Saint Martin y Jean Baptiste Willermoz, impulsores del martinismo, otra obediencia de índole masónica), aunque el peor golpe fue la traición de Joseph Utzschneider, quien, tras abandonar la orden, envió un documento de advertencia a la gran duquesa María Anna de Baviera en el que advertía de que «se da el nombre de Iluminados a estos hombres culpables que, en nuestros días, han osado concebir e incluso organizar, mediante la más criminal asociación, el horroroso proyecto de extinguir de Europa el cristianismo y la monarquía».

El principio del fin… o el fin del principio

En junio de 1784, el elector de Baviera, duque Karl Teodoro Dalberg, ante la creciente alarma social planteada por la difusión de las acusaciones contra los Illuminati, aprobó un edicto por el cual quedaba estrictamente prohibida la constitución de cualquier sociedad, fraternidad o círculo secreto no autorizado previamente por las leyes vigentes. Un comunicado posterior identificaba a los Illuminati como una rama de la masonería y por tanto ordenaba el cierre de todas las logias masónicas. Poco después, Weishaupt fue destituido de su cátedra y desterrado, aunque encontró refugio en la corte de uno de sus adeptos, el duque de Saxe, que le nombró consejero oficial y le encargó la educación de su hijo. El resto de dirigentes de la orden se puso a salvo, refugiándose en la actividad de las logias masónicas europeas y americanas, antes de que en mayo de 1785 comenzaran las persecuciones, detenciones y torturas de los miembros inferiores de la organización.

Pero aún faltaba lo peor: en la noche del 10 de julio del mismo año, un enviado de Weishaupt, el abad Lanz, fue alcanzado por un rayo cuando galopaba en medio de una tormenta. Su cadáver no fue recuperado por miembros de la orden sino por gentes del lugar que, al ver sus hábitos, lo recogieron con cuidado y lo trasladaron a la capilla de san Emmeran. Allí, entre sus ropas, encontraron importantes y comprometedores documentos que revelaban los planes secretos de la conquista mundial. Eso selló definitivamente el destino oficial de los Illuminati, que a partir de ese momento se convirtieron en una organización maldita. La policía bávara descubrió todos los detalles de la conspiración y el emperador Francisco de Austria conoció así, de primera mano, lo que se estaba tramando contra todas las monarquías y en especial contra la francesa, encabezada por su yerno Luis XVI y su hija María Antonieta. Ambos fueron informados también e incluso tuvieron oportunidad de examinar Los Protocolos o Escritos originales de la orden y secta de los Illuminati, que acabó por publicar el gobierno de Baviera para alertar a la nobleza y el clero de toda Europa. No obstante, la desaparición formal de los Illuminati, junto con el destierro de Weishaupt y la detención de muchos de sus adeptos, los convenció de que la trama había sido abortada por completo.

Sin embargo, la llamada Revolución francesa estaba ya en puertas y nada volvería a ser igual en el viejo continente a partir de 1789, empezando por el hecho de que los reyes de Francia no sobrevivirían a la gran sublevación del republicanismo. Adam Weishaupt murió mucho después, en noviembre de 1830, a la edad de 82 años. Durante su largo exilio tuvo tiempo de sobra para regodearse con los resultados de sus maquinaciones. Sabía que él no sería el encargado de culminar el gran proyecto de los Illuminati, pero ya no le importaba, otros lo terminarían por él y, cuando lo hicieran, no tendrían más remedio que rendir homenaje a su memoria. En realidad, ¿no había estado predestinado a eso desde el mismo instante de su nacimiento por su propio nombre? ¿Acaso Adam no significaba «Adán» o «El primer hombre»? ¿Acaso weis no era un tiempo verbal del alemán wissen, «saber», y haupt se podía traducir como «líder» o «capitán»? ¿Acaso Adam Weishaupt no se podía interpretar como «el primer hombre que lidera a aquellos que poseen la verdadera sabiduría?».

Además, los Illuminati no habían desaparecido definitivamente.

Permitidme fabricar y controlar el dinero de una nación y ya no me importará quién la gobierne.

MEYER AMSCHEL ROTHSCHILD, banquero alemán

Los Rothschild

«No hay como ser rico para que todo el mundo se crea con derecho a criticarlo a uno». Eso debieron pensar los miembros de la familia Rothschild cuando leyeron en enero de 1991 la entrevista a John Todd publicada por la revista norteamericana Progreso para todos. Miembro del Consejo Masónico de los Trece, John Todd afirmaba que el famoso icono de la pirámide y el ojo resplandeciente con el que se representa por lo general a Dios significa en realidad algo muy distinto: la mirada vigilante de Lucifer. Según sus palabras, la imagen fue creada por los Rothschild y llevada después a Estados Unidos por dos significados masones y padres fundadores de la nación, Benjamín Franklin y Alexander Hamilton, antes de que comenzaran la revolución y la guerra de independencia de Inglaterra. «La familia Rothschild es la cabeza de la organización en la que yo entré en Colorado, y todas las hermandades ocultas forman parte de ella», aseguraba, «porque en realidad todas pertenecen al mismo grupo dirigido por Lucifer para instaurar su gobierno a nivel mundial». Añadía aún más: «Dicen que los Rothschild tienen trato personal con el demonio. Yo estuve en su villa y lo he vivido. Sé que es cierto».

Poderoso caballero…

La historia de los Rothschild, como la de todos los millonarios hechos a sí mismos, resulta apasionante por la ambición, el riesgo, la falta de escrúpulos y la inteligencia que a nivel personal demuestran todos los que están convencidos de que desean morir en una cama de oro, aunque hayan nacido en una de barro. Y también porque, como diría el refrán francés, enseña la forma en que uno puede «pringar en todas las salsas sin que se salpique la camisa».

Conviene aclarar un concepto erróneo en relación con el poder y el dinero: estamos acostumbrados a pensar que la mayoría de los grandes dirigentes históricos eran, sobre todo, personajes ricos. Tanto, que podían permitirse todo tipo de lujos y aventuras gracias a sus presuntas inmensas fortunas atesoradas en castillos protegidos por multitud de soldados. Su divertimento favorito, pensamos, era hacerse la guerra unos a otros de vez en cuando para ver quién se convertía en emperador.

En realidad, esos reyes, desde los antiguos mesopotámicos hasta los monarcas ilustrados, disponían de guardias armados permanentes más o menos numerosos, pero no de ejércitos formales que sólo se podían reunir para ocasiones especiales porque la guerra ha sido siempre un vicio caro —éste es uno de los motivos que obligó con el paso del tiempo a constituir los ejércitos nacionales, es decir el servicio militar obligatorio—. Con la mayor parte de la población dedicada a la producción agrícola, ganadera y pesquera, sólo unos pocos se podían permitir el lujo de dedicarse a la carrera de las armas desde temprana edad y éstos solían ser los que ya tenían la vida solucionada pues pertenecían a la clase dirigente. Aparte de ellos, el rey podía contar con tantos guardias personales en función del dinero que tuviese para pagarlos de su propio bolsillo. Si se aspiraba a conquistar un territorio vecino o simplemente destronar al monarca rival para instalar a otro más amistoso hacía falta un mayor número de combatientes. Durante mucho tiempo, el método más común para formar un ejército fue el de reclutarlo por la ley o a la fuerza entre los campesinos. Mal armados y entrenados, los integrantes de esta soldadesca carecían de grandes tácticas y su forma de hacer la guerra consistía más en invadir y devastar el territorio enemigo que en afrontar choques directos contra otra chusma, armada de la misma manera. Además, las guerras sólo se podían llevar a cabo en determinadas épocas del año: cuando las labores de producción agrícola no requerían la presencia constante de los hombres en el campo.

A medida que los reinos fueron creciendo de tamaño, y con ellos las ambiciones de sus dirigentes, se hizo necesario replantear el concepto de ejército para contar con una fuerza verdaderamente eficaz, bien equipada y mejor entrenada, que pudiera actuar en cualquier época del año. El problema seguía siendo el mismo: cómo pagarla. La solución fue el saqueo de las ciudades, que para entonces ya eran núcleos de población importante provistos de insospechados recursos. Los generales prometían a sus hombres todo el botín que pudieran tomar durante el asalto a las ciudades rivales después de ganar cada batalla: esclavos, ganado, joyas, telas o cualquier otra cosa que no quedara fijada de antemano como objetivo reservado para el mando.

De esta manera, además, los mercenarios se entregaban con mayor entusiasmo a la lucha pues sabían que si no vencían, tal vez pudieran conservar la vida y el empleo, pero se quedarían sin cobrar. Durante la época de la antigua Roma, ésta consiguió desarrollar una magnífica maquinaria militar gracias a las riquezas que los legionarios robaban en los sucesivos países conquistados (y que tan rápidamente perdían en el juego o el despilfarro), pero también por otros alicientes: la promesa de la ciudadanía romana y de concesión de tierras al final de su servicio, y la propia y creciente disciplina impuesta por los veteranos.

Con todo, el número de hombres en armas nunca fue tan grande como las engañosas imágenes del cine intentan hacernos creer hoy en día. En general, no hubo ejércitos de miles, decenas o cientos de miles de guerreros provistos de brillantes armaduras y luchando entre sí en las batallas de las antiguas civilizaciones. En la Edad Media, por ejemplo, la guarnición de un castillo importante podía contar con una docena de infantes y tres o cuatro hombres a caballo, o poco más. Si eso parece poca defensa, hay que tener en cuenta que tampoco solía haber muchos más atacantes. La posesión, el mantenimiento y el entrenamiento de un solo caballo costaba mucho en aquella época. En la llamada Edad Oscura, si un monarca pretendía iniciar una guerra en serio contra otro debía consultarlo antes con sus señores feudales. La mayor parte de los reyes medievales eran poco más que primus inter pares sostenidos por la fuerza y el respeto de sus señores. Si perdía su liderazgo ante ellos o pretendía retirarles algún privilegio, los mismos leales vasallos podían organizar una rebelión con relativa rapidez y despojarle del trono y de la vida.

Por lo demás, el rey era tan rico como lo fuese su reino. Los señores feudales recaudaban de sus siervos una cantidad concreta —se ha calculado que en torno a un tercio de la producción total final de cada siervo—, de la cual deducían una parte para su soberano y se quedaban con el resto. A menudo, el soberano tenía más problemas económicos que ellos, por culpa de lo que hoy llamaríamos sus gastos de representación y, sobre todo, por el afán de incrementar su reino para lo cual necesitaba armar un ejército de vez en cuando y enviarlo a una campaña de conquista. Pero si ésta no terminaba con victoria o, aun siendo un triunfo, no arrojaba el botín esperado, el problema empeoraba.

La única solución era el banquero. La antigua y relativamente misteriosa institución de la banca está documentada desde tiempos inmemoriales, pues se ha encontrado una forma primitiva de ella en los templos de las antiguas civilizaciones entre el Tigris y el Éufrates. El prestamista adquirió pronto un papel primordial en el desarrollo de la economía de los pueblos, pues sus recursos permitían afrontar aventuras para las que de otra manera no se podía reunir la financiación necesaria con relativa rapidez. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo a su desprestigio social, tanto por la envidia y el rencor del resto de la población como por la usura, que se convirtió casi desde el primer momento en la perversión favorita del sector. Además, el banquero siempre salía ganando en su negocio con independencia de la suerte que el particular corriera con la suma adelantada, porque reclamaba garantías iguales o superiores a la misma. Si en el momento del vencimiento de la deuda el particular podía subsanarla, él ganaba el interés. Y si aquél no podía hacer frente a la devolución económica, el banquero se quedaba con la garantía: casa, tierra, ganado, derechos mineros…

Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros cuando los primeros reyes acudieron a ellos en busca de dinero para pagar a sus ejércitos no era desdeñable. A un particular se le puede embargar aplicándole la ley, pero ¿a un monarca? Lo más probable era que si un prestamista pretendía presionar a un rey moroso se encontrase con que su deudor diera la orden de que le cortaran la cabeza, como de hecho debió de suceder al principio. Así que hubo que aguzar el ingenio para compensar sus riesgos, y así nació una doble estrategia.

En primer lugar, el banquero exigía cierta cuota de poder real inmediato a cambio del préstamo, método por el cual accedía a títulos nobiliarios o recibía el control de tierras o negocios públicos cuando el soberano no podía compensarle económicamente. En poco tiempo, todos los tronos europeos contemplaron así el nacimiento de una nueva e influyente categoría de cortesanos y consejeros que no provenía de la aristocracia ni del clero, sino de la banca. En segundo lugar, se diversificaron las apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de forma más discreta a uno de sus más directos enemigos, un aspirante al mismo trono, un monarca rival o incluso al mismo enemigo al que se enfrentaba en la lucha y para la que había pedido previamente el dinero. De esta manera, en caso de que el primero no devolviera la cantidad adelantada y en el tiempo pactado, se podía cortar su financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender que dispondría de todo lo que necesitara para destruir a su rival. De paso, se fidelizaba también al enemigo del rey. En ocasiones, era preciso financiar a terceros y hasta cuartos elementos factibles de entrar en el juego para asegurarse de que éste terminara con el deseado beneficio.

Esta doble estrategia se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además una pose cosmopolita, una proyección social y un interés exagerado en asumir las deudas de los distintos gobiernos, por lo que se les acabó conociendo como «banqueros internacionales».

El color de la revolución

La casa Rothschild, fundada por Mayer Amschel, apodado Rothschild, pionero de la saga, constituyó desde el principio el mejor ejemplo de este tipo de banca.

Mayer nació en 1743 e instaló su primer negocio financiero en la ciudad germana de Frankfurt am Main, su ciudad natal. Hijo del banquero y orfebre judío Moisés Amschel Bauer, el origen de su famoso apellido hay que buscarlo en el sobrenombre por el que todo el mundo le conocía en la ciudad, debido a que en la fachada del edificio donde tenía instalado su negocio colgaba un escudo de color rojo (en alemán, rot es «rojo» y schild significa «escudo»). La tradición considera el rojo como una tonalidad solar, vivificante, fortalecedora y de carácter positivo, pero, a partir de la época del primer Rothschild y hasta la actualidad, el escudo o la bandera de este color se convirtió en el emblema de las sucesivas revoluciones de izquierdas que han sacudido el mundo.

Mayer se inició en el negocio bancario de su propio padre y más tarde viajó a Hannover para perfeccionar su oficio con la familia Oppenheimer. Gracias a su intensa actividad, su visión comercial y su don de gentes, entabló amistad con el general Von Storff, quien lo introdujo en la corte del landgrave de Hesse Kassel, y poco después empezó a trabajar para el mismo príncipe Wilhelm IX, que se dedicaba a ganar dinero de todas las formas posibles y muy especialmente con la guerra.

El príncipe reclutaba a los mercenarios que necesitaban diversas monarquías europeas para solventar sus rencillas entre sí, multiplicadas a raíz de los desequilibrios generados por la Revolución francesa: los equipaba y alojaba hasta que partían definitivamente a la batalla, y cobraba un porcentaje por cada operación. Mayer comprendió en seguida cómo funcionaba el negocio y se aplicó a él con gran eficacia. La mejor prueba es que pronto adquirió una pequeña fortuna personal, que incrementó reinvirtiendo en todos aquellos negocios en los que pudiera ganar más, desde el comercio de vinos hasta la venta de antigüedades, sin olvidarse del original oficio bancario que consolidó de regreso a su Frankfurt natal.

El dinero no es un fin en sí mismo, sino un simple medio de pago para lograr otros objetivos verdaderamente importantes en la vida. Muchas personas no comprenden lo que significa exactamente eso hasta que cumplen una edad avanzada o hasta que, en casos contados, amasan una gran fortuna como la que consiguió reunir Mayer en un tiempo récord. ¿Cuáles eran los sueños personales del primero de los Rothschild? ¿En qué deseaba utilizar sus elevados ingresos, en realidad? Muy probablemente, en ganar poder. Al fin y al cabo ésta es la gran tentación de todos los hombres que consiguen sobresalir en la jerarquía social. Es posible que Mayer fantaseara con la posibilidad de utilizar su riqueza para forzar su coronación en alguna parte del mundo, aunque, en la época de las monarquías absolutas ligadas a largas dinastías, el mero hecho de expresar algo así en voz alta podría haberle costado la vida. Un puñado de espadas y mosquetes de un rey pobre podían acabar con facilidad con los sueños de un banquero rico. Y, sin embargo, ¿por qué la monarquía tenía que ser hereditaria, aunque los sucesores de un hipotético buen rey fueran unos ineptos? O aunque no lo fueran. ¿Por qué no se podía catapultar a los verdaderos animadores de la economía y la sociedad, como él mismo se consideraba, a primera fila? ¿Es que no había ninguna posibilidad de cambiar el orden de las cosas?

En este escenario aparecieron los Illuminati de Weishaupt, y, de pronto, Mayer entendió que existía otro medio de acceder al poder. Si no de frente, actuaría entre bambalinas.

Desde el primer momento, la familia Rothschild amparó y financió la trama de los Iluminados de Baviera, hasta el punto de que Mayer los congregó en su propia casa de Frankfurt en 1786. Según diversos expertos, en aquella reunión el objetivo principal fue el estudio detallado de los preparativos de la Revolución francesa, que sucedió pocos años después. Allí se acordó, entre otras cosas, todo el proceso de agitación prerrevolucionaria, el juicio y ejecución públicos del rey francés Luis XVI y la creación de la Guardia Nacional Republicana para proteger el nuevo régimen. Algunos años más tarde, el diputado y miembro del Comité de Salud Pública de la Asamblea Nacional, Joseph Cambrón, llegó a denunciar veladamente estos hechos, recordando que a partir de 1789 «la gran Revolución golpeó a todo el mundo, excepto a los financieros». Siguiendo el proyecto original de los Illuminati, también se diseñó el plan para extender el proceso revolucionario al resto del continente europeo y provocar un cataclismo social que beneficiara a los intereses de la sociedad secreta.

Dos años antes de morir en 1812, el primero de los Rothschild ya había planeado el futuro de su negocio asociando a sus cinco hijos varones (y, según su testamento, excluyendo de manera explícita a sus hijas de cualquier participación accionarial) en la empresa que a partir de entonces pasaría a denominarse Mayer Amschel Rothschild e Hijos. Así constituyó la primera red financiera europea de gran alcance, porque cada hermano se instaló en una ciudad diferente y abrió su propio establecimiento, que representaba una quinta parte de la propiedad general. Amschel hijo se quedó en Frankfurt, Karl se marchó a Nápoles, Natham a Londres y Salomón a París, donde al poco tiempo fue sustituido por James mientras él abría una nueva sucursal, esta vez en Viena. Eran las ciudades más importantes de la época, de modo que los cinco hermanos podían reunirse periódicamente para intercambiar información y obtener una visión de conjunto bastante veraz acerca del desarrollo político y económico de Europa, así como para coordinar sus estrategias. Los hermanos se habían juramentado para proseguir la labor de su padre, con la ventaja de que cada uno de ellos podía contar con el apoyo incondicional de los demás, y decidían así qué dirigentes de una u otra nación servían mejor a su causa y, en consecuencia, les prestaban o no el dinero solicitado.

Su enriquecimiento económico aumentó junto a su influencia en los distintos gobiernos europeos. Buen ejemplo es la rama francesa presidida inicialmente por Salomón, que, en poco tiempo, pasó de figurar en los archivos policiales por su actividad de contrabandista a ser una gran figura de la corte y de la alta sociedad. Fue a partir de 1823 cuando el rey Luis XVIII obtuvo de él un empréstito de 400 millones de francos, el primero de una interesante serie. Meses después, el banquero era condecorado con la Legión de Honor por «sus valiosos servicios a la causa de la Restauración». Más tarde, Salomón partió a Viena donde muy pronto se hizo con la amistad personal del canciller Metternich y con las simpatías de la corte imperial. Sus relaciones con la curia romana también fueron viento en popa, hasta el punto de negociar un importante préstamo al mismo Estado Vaticano.

El resultado de todas esas maniobras fue que a partir de entonces la casa Rothschild se convirtió en sinónimo de riqueza y poder sin fronteras.

Un ejercicio de estilo

Una de las armas principales de la familia para lograr el éxito constante en sus negocios ha sido el manejo de información privilegiada para adelantarse a sus competidores. Una cualidad muy útil en lugares como la Bolsa, donde se puede perder o ganar una enorme cantidad de dinero en unos minutos. En teoría, el mercado bursátil es un sistema útil a la hora de facilitar dinero a las empresas en desarrollo. En la práctica, funciona a menudo como una especie de casino especializado en el que los especuladores llevan todas las de ganar y, de hecho, gustan de adornarse a sí mismos con el título de «tiburones financieros».

Durante las guerras napoleónicas, los Rothschild apoyaron por igual a Bonaparte y a Wellington (siguiendo la vieja regla de apostar por el rey y por el monarca rival al mismo tiempo), pero la jugada maestra se produjo a raíz de la batalla de Waterloo.

Para entonces, el Pequeño Corso ya había perdido el placer de los poderes ocultos que le habían impulsado a lo más alto de su carrera, entre ellos algunas poderosas logias masónicas, pero todavía le quedaban fuerzas y ambición para un último intento de recuperar su vieja gloria. Así lo hizo durante el período de los Cien Días, tras escapar de su primer exilio insular en Elba. Ingleses, prusianos, austríacos y rusos organizaron en seguida un importante ejército para aplastarle definitivamente y se enfrentaron con los franceses en la planicie belga de Waterloo a mediados de junio de 1815. Uno de los Rothschild fue testigo privilegiado de la batalla y, cuando se aseguró de que Marte, dios de la guerra, sonreía a los aliados comandados por el británico duque de Wellington y el general prusiano Blücher, salió del lugar al galope.

Llegó a la costa francesa reventando a sucesivas monturas, donde pagó un dineral para cruzar con urgencia el canal de la Mancha y, una vez al otro lado, volvió a galopar hasta llegar a Londres. Una vez allí irrumpió en el English Stock Market (Bolsa de Valores Inglesa) y, con aire agitado, empezó a vender acciones a cualquier precio hasta que se deshizo de todas ellas. El resto de agentes bursátiles conocían el potencial informativo que manejaba la red bancaria de los Rothschild, por lo que dedujeron que semejante actitud sólo podía significar una cosa: los aliados habían sido derrotados en Waterloo, Napoleón y Francia volvían a brillar en todo su esplendor, y lo más probable es que sólo fuera cuestión de tiempo que intentaran vengarse de Inglaterra, cruzando el canal de la Mancha e invadiéndola. El pánico se apoderó del mercado, que cayó a mínimos nunca vistos. En medio del caos, sólo un pequeño grupo de agentes anónimos se dedicaba a comprar acciones, que quemaban en las manos de los vendedores, a un precio miserable.

Poco después llegaron al fin noticias fidedignas de la victoria de Wellington y Blücher. La Bolsa se recuperó con rapidez. La gran diferencia era que las acciones más importantes estaban ahora en manos del banquero que las había comprado a través de los agentes anónimos y que no era otro que el mismo Rothschild. Nunca una cabalgada resultó más rentable.

Instalados en la respetabilidad que conceden las grandes fortunas, a partir de ese momento los Rothschild no hicieron más que incrementar su poder hasta que se quedaron sin rivales en Europa. Entonces se planteó un nuevo reto: la conquista financiera de América. Un grupo de Illuminati había escapado allí tras la persecución desatada en 1785 y se estaba reorganizando con rapidez, a salvo del largo brazo de las fuerzas monárquicas y católicas. En consecuencia, parte de la familia hizo las maletas y cambió los elegantes y elitistas salones de té europeos por los más rudimentarios establecimientos de los financieros del este de Estados Unidos.

Una revuelta puede ser espontánea, una revolución jamás lo es.

JACQUES BORDIOT, periodista y escritor francés

La Revolución francesa

Entre las postales que hay a la venta en el Museo Carnavalet de París figura una reproducción de uno de los cuadros más famosos que se pueden admirar en su interior. Se trata de una alegoría de finales del siglo XVIII que representa los derechos del hombre y el ciudadano, rubricados en 1789. Como en otras obras del mismo estilo, el texto aparece impreso sobre una especie de Tablas de la Ley rodeado de símbolos de la época. Un par de ángeles pintados en la parte superior certifican la bondad del contenido y, en lo más alto del cuadro, presidiéndolo todo, hay un triángulo con un ojo abierto en su interior irradiando luz. El emblema que desde entonces se ha utilizado en todo el mundo para representar a Dios… y también el signo máximo de los Illuminati.

Curtis B. Dalí, ex yerno del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y declarado masón, es uno de los muchos especialistas que aseguran que los Iluminados de Baviera no sólo no desaparecieron tras la persecución y desmoronamiento de su organización en Alemania, sino que se reconstituyeron en la clandestinidad y siguieron adelante con sus planes. En su opinión, participaron, y muy activamente, en el desarrollo de la Revolución francesa.

Preparando la revolución

Cualquier libro o enciclopedia de historia califica la Revolución francesa como uno de los hechos fundamentales de la civilización moderna, que, entre otras cosas, sirvió como precedente para definir algunos de los estándares ideológicos que desde entonces ha lucido la democracia: el concepto actual de ciudadano, los derechos civiles, el sufragio universal, el humanismo y la libertad de pensamiento… El impacto de los hechos que condujeron a la caída de la monarquía de Luis XVI y su sustitución por una república, aboliendo el mito de invencibilidad del absolutismo, fue de tal calibre que aún hoy los franceses celebran su fiesta nacional el 14 de julio, festejando la toma de La Bastilla y cantando La Marsellesa. En general, la imagen que el ciudadano de a pie posee de la Revolución francesa suele estar bastante idealizada; piensa en ella como una época llena de peligros y aventuras, pero también hermosa y esforzada, que hubiera merecido la pena vivir.

Hay muchos libros escritos sobre los aspectos externos y visibles de los hechos de 1789 y los años posteriores, así que no nos extenderemos demasiado sobre ellos, sino sobre los que no suelen aparecer en primera página porque los Iluminados se han especializado en disimular su presencia en los documentos históricos.

Aquellos que justifican el desencadenamiento del proceso revolucionario en las pésimas condiciones generales de la población francesa, y sobre todo en las sucesivas hambrunas de las clases inferiores, desconocen la influencia de los Illuminati en los acontecimientos. Prácticamente todos los pueblos europeos han atravesado en algún momento de su historia circunstancias críticas parecidas o peores y nunca hasta finales del siglo XVIII se había producido una rebelión organizada como la que padeció Francia en aquella época, ni una convulsión politicosocial como la que llevó implícita. Tampoco el crecimiento de la burguesía, ni la cacareada «crisis del absolutismo» o razones similares que se han aducido para justificar los acontecimientos parecen suficientes. Ni siquiera la combinación de todas ellas.

¿Entonces? ¿Acaso los franceses son una raza aparte respecto al resto de los europeos?, ¿los únicos capaces de cambiar de arriba abajo en tan poco tiempo un orden social consolidado durante siglos?

La única gran diferencia entre 1789 y otros momentos parecidos de épocas anteriores radica en la preparación consciente del proceso revolucionario, que fue calculado al detalle durante varios años antes de su estallido. Nada quedó al azar. Cuando saltó la primera chispa fue porque la cadena de acontecimientos que seguiría estaba perfectamente trabajada en ese sentido, aunque, al final, la violencia y la brutalidad de su desarrollo hizo que sus creadores perdieran las riendas de éste.

Los expertos en la materia saben que para que se produzca un proceso revolucionario con éxito «es imprescindible disponer de una situación previa de grave alteración generalizada que fuerce a la población no ya a pedir, sino a exigir un cambio». Si éste no se produce, se multiplicarán los motines y las revueltas, pero es casi imposible que se llegue a la revolución en sí «a no ser que existan dos factores muy concretos» que canalicen la misma: «un clima cultural e intelectual» que alimente y reconduzca las fuerzas en efervescencia, y «un grupo constituido» que se encargue de «organizar y movilizar a las masas» dirigiéndolas hacia los diversos objetivos, aunque ellas o, mejor dicho, y sobre todo ellas «no se den cuenta de que alguien las está manipulando».

El clima cultural que se necesitaba para la Revolución francesa se larvó en los años previos de la Ilustración y el enciclopedismo, y sus principales inspiradores fueron el filósofo Charles Luis de Secondât, barón de Montesquieu, el teórico de la división de poderes, que fue iniciado en la masonería durante una estancia en Londres v por ello, según cierta tradición masónica, puede ser considerado como el primer masón real de Francia, y François de Salignac de la Mothe, más conocido como Fenelón, arzobispo de Cambrai, cuyo secretario y ejecutor testamentario fue Andrew M. Ramsay, uno de los artífices de la masonería moderna.

En cuanto al grupo constituido, es evidente que los masones llevaron desde el principio la voz cantante, aunque da la impresión de que había al menos dos clases de masonería actuando: la «normal» y la infiltrada por los Illuminati. Diversas fuentes, empezando por algunos protagonistas de la época como Marat o Rabaut Saint Étienne denunciaron en su momento la presencia de «agitadores extranjeros», sobre todo ingleses y prusianos, que dirigieron al populacho en los principales episodios, como la toma de La Bastilla o el asalto al palacio de las Tullerías. En las confesiones obtenidas durante el posterior proceso a la fracción extremista aparecen, entre otros agentes, los de un banquero prusiano llamado Koch, los austríacos Junius y Emmanuel Frey, y un español apellidado Guzmán. Sin olvidar que una de las figuras de mayor interés al inicio de los acontecimientos, Felipe de Orleans, posteriormente rebautizado como Felipe Igualdad, que llegaría a ocupar el cargo de maestre del Gran Oriente de Francia, había sido iniciado en la Gran Logia Unida de Inglaterra y, por tanto, podría haber actuado aconsejado por estos rivales de los Illuminati.

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