Illuminati

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PRIMERA PARTE

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Recordemos la reunión organizada por los Rothschild pocos años antes en Frankfurt, en la que se había estudiado el desencadenamiento del proceso revolucionario. Según el especialista Alan Stang, uno de los delegados franceses que asistieron a ese encuentro fue el introductor de los Iluminados en Francia, el político, orador y escritor francés Honoré Gabriel de Riqueti, más conocido como conde de Mirabeau, presidente de la Asamblea Nacional Francesa en fecha tan crítica como la de 1789, y cuyo nombre simbólico era el de Leónidas.

Mirabeau había sido captado años atrás durante su visita a la corte prusiana de Berlín como enviado del propio Luis XVI. Gracias a su influencia, los Illuminati penetraron en la logia parisina Los Amigos Reunidos, rebautizada como Philalethes (Buscadores de la Verdad). Entre los prohombres conducidos a la «iluminación» por su labor proselitista figuran Desmoulins, Saint Just, Marat, Chenier… y el obispo Charles Maurice de Talleyrand Périgord, de trayectoria tortuosa pero larga, puesto que siguiendo los planes de Weishaupt reorganizó en noviembre de 1793 las iglesias en Francia, motivo por el cual fue formalmente excomulgado por el Papa; más tarde fue el encargado de dar el visto bueno a la coronación de Napoleón como emperador y, aún después, llegó a ser ministro de Negocios Extranjeros con Luis XVIII durante la segunda Restauración. Una de las obras más célebres de Mirabeau, en la que ya se esbozan algunos de los ideales revolucionarios, es su Ensayo sobre el despotismo, que había redactado durante uno de los encierros a los que le sometió su padre en su juventud para intentar frenar sus costumbres libertinas. En público, siempre defendió la monarquía constitucional, aunque su propia ideología no podía estar más de acuerdo con los principios revolucionarios.

Además de los Illuminati, se ha hablado de la influencia de la orden de los Templarios o, más bien, de sus herederos. La leyenda afirma que, cuando la cabeza de Luis XVI caía guillotinada ante la turba, una voz más alta que las otras gritó: «¡Jacques de Molay, estás vengado!» Recordemos que De Molay fue el último de los maestres templarios, ejecutado por orden del rey francés Felipe el Hermoso.

Cierta tradición masónica liga a las logias con el linaje templario, cuando un puñado de caballeros perseguidos logró embarcar en el norte de Francia en un buque con destino a Escocia. Allí encontraron refugio en las hermandades de constructores, con las que se fundieron y constituyeron el llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. En aquel momento nació la idea de «la venganza templaria», según la cual, los templarios «masonizados» asumirían como objetivo político no sólo el derrocamiento de los herederos de Felipe el Hermoso, sino de toda la dinastía Capeta. En el ritual del grado 30 del rito escocés se puede leer: «La venganza templaria se abatió sobre Clemente V no el día en que sus huesos fueron entregados al fuego por los calvinistas de Provenza, sino el día en que Lutero levantó a media Europa contra el papado en nombre de los derechos de conciencia. Y la venganza se abatió sobre Felipe el Hermoso no el día en que sus restos fueron arrojados entre los desechos de Saint Denis por una plebe delirante ni tampoco el día en que su último descendiente revestido del poder absoluto salió del Temple, convertido en prisión del Estado para subir al patíbulo [en referencia a Luis XVI], sino el día en que la Asamblea Constituyente francesa proclamó frente a los tronos, los derechos del hornee y del ciudadano».

La Gloriosa

En un principio, la masonería de Francia se definía como una «sociedad de pensamiento» de influencia cristiana, pero pronto renunció a este origen bajo la influencia de ideólogos ingleses, de los que heredó el racionalismo mecanicista que desembocó en las teorías de Voltaire y su círculo, y alemanes, de los que asumió el fuerte misticismo germano y la orientación del martinismo. La primera logia masónica había sido constituida en territorio galo en 1725 con el nombre de Santo Tomás de París y fue reconocida por la masonería de Inglaterra siete años más tarde. Se extendió con rapidez entre la nobleza: el duque de Villeroy, amigo íntimo de Luis XV, fue uno de los primeros iniciados franceses y se cuenta que el mismo soberano llegó a ingresar en la logia de Versalles junto a sus dos hermanos. Sin embargo, en 1737 fue oficialmente prohibida, ya que británicos y franceses estaban en guerra y la monarquía de París temía que el secreto de sus conciliábulos sirviera para albergar algún tipo de traición.

Fieles a su tradición de clandestinidad, los masones hicieron caso omiso de la prohibición y prosiguieron sus reuniones aún con mayor discreción en un hotel ubicado precisamente en el barrio de La Bastilla. Un primo del rey, Luis de Borbón Conde, asumió la responsabilidad de gran maestre hasta 1771. De ese modo, la organización fue ganando peso e influencia mientras se extendía por toda Francia y crecía el debate en su propio seno: ¿centrarse en el trabajo interno o volcarse hacia el mundo y, en especial, hacia la política? Al acceder a la dirección el duque de Chartres se produjo la fractura definitiva entre el Gran Oriente de Francia y el Oriente de Francia. Unos apostaban por la indiferencia religiosa y la intervención activa en el ambiente politicosocial del país, mientras que otros insistían en que los rituales masónicos se habían constituido originalmente para centrarse en el desarrollo espiritual.

Poco antes del estallido revolucionario, existían al menos 629 logias en Francia, de las que sólo París contaba con 63. Se calcula que el número de francmasones franceses no bajaba de los 75.000. Y otro dato elocuente: el período revolucionario comenzó con la convocatoria de los Estados Generales, representantes del clero, la nobleza y el pueblo llano; de los 578 miembros del Tercer Estado, al menos 477 habían sido iniciados en diferentes logias masónicas, a los que hay que sumar los 90 masones de la aristocracia y un número todavía indeterminado en el clero.

No se conoce, si es que existe, un documento escrito en el que la masonería definiera alguna directiva concreta para iniciar, dirigir, sostener o canalizar directamente el proceso revolucionario, pero los números son elocuentes. Todos los ideólogos del nuevo régimen, así como la totalidad de sus dirigentes políticos sin ninguna excepción de interés, fueron masones. Desde los teóricos y propagandistas, como Montesquieu, Rousseau, D’Alambert, Voltaire y Condorcet, hasta los activistas más destacados de la Revolución, el Terror, el Directorio e incluso el bonapartismo, como los ya citados Mirabeau, Desmoulins, Marat y también Robespierre, Danton, Fouché, Siéyés… hasta el propio Napoleón. El misterio reside en averiguar cuáles de ellos militaban también en las filas de los Illuminati y cuáles eran dirigidos por sus propios compañeros sin darse cuenta, aunque podríamos encontrar alguna pista en los boletines de los clubes jacobinos que utilizaban masivamente el icono del Ojo que Todo lo Ve.

No sólo eso. Los ciudadanos ignorantes asumieron como originales y propios de la Revolución una serie de símbolos que en realidad siempre habían pertenecido a la masonería, como el gorro frigio, los colores de la bandera republicana (azul, blanco y rojo eran los distintivos de los tres tipos de logia vigentes en la época) y la escarapela tricolor (inventada por Lafayette, francmasón y carbonario), la divisa «Libertad, Igualdad, Fraternidad» e incluso La Marsellesa (himno compuesto por el masón Rouget de L’Isle e interpretado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo, el actual himno nacional de Francia).

El mismo Felipe Igualdad (Felipe de Orleans), en 1793 y tras haber votado a favor de guillotinar a su primo el monarca y a su mujer María Antonieta, quiso terminar con la práctica del secreto en la masonería porque según sus palabras «la república es ya un hecho» y «en una república no debe haber ningún secreto ni misterio». Quizá porque temía que, al igual que él había conspirado contra Luis XVI, alguien podía conspirar contra él. Lo cierto es que la masonería como tal desapareció del escenario poco después. Y que Felipe Igualdad fue guillotinado ese mismo año, después de que su espada ceremonial fue rota en la asamblea del Gran Oriente de Francia.

La revista Humanisme, editada por la Gran Logia de Francia, sentenciaba en 1975 con gran claridad que «es conveniente recordar que la francmasonería está en el origen de la Revolución francesa», ya que «durante los años que precedieron a la caída de la monarquía, las declaraciones de los Derechos del Hombre y la Constitución Rieron larga y minuciosamente elaboradas en las logias. Y, naturalmente, desde que fue proclamada la República francesa se adopta la divisa prestigiosa que los francmasones habían inscrito siempre en el oriente de su templo: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”».

En la actualidad, los masones siguen refiriéndose a la Revolución francesa como La Gloriosa.

La toma de La Bastilla

Algunos de los episodios de la revolución resultan tragicómicos cuando se analizan en profundidad. Es el caso del famoso asalto a La Bastilla del 14 de julio que el imaginario colectivo suele retratar como la reacción popular de los ciudadanos franceses, que, enardecidos contra la represión de las autoridades monárquicas, atacaron la famosa cárcel y la destruyeron después de poner en libertad a los muchos y agradecidos reos políticos que se hacinaban en sus malsanos calabozos. La realidad es mucho menos romántica.

Muchos historiadores han demostrado hace tiempo que al populacho no se le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue incitado a ello por una serie de alborotadores profesionales. El experto Christian Funck Bretano llega a asegurar en Las leyendas y archivos de La Bastilla que esos agentes fueron contratados por los Illuminati, que movilizaron auténticas bandas de criminales reclutados en Alemania y Suiza para aumentar los desórdenes en París en los días previos a la revolución. En todo caso, cuando la turba se presentó ante los muros de aquella auténtica fortaleza exigió sin más a su comandante gobernador, De Launay, que se rindiera y abriera las puertas. Lógicamente, el militar se negó y la muchedumbre inició entonces el ataque que el batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión rechazó con facilidad. Este batallón estaba compuesto por soldados veteranos que habían sufrido heridas de importancia o mutilaciones en actos de guerra; el propio De Launay era cojo por esta causa.

Tras reflexionar someramente, los asaltantes comprendieron que no conseguirían nada por la fuerza y propusieron un trato: prometieron respetar la vida de todos los soldados y dejarlos ir si a cambio entregaban a los presos y abandonaban pacíficamente el lugar. De esta manera se evitaría un derramamiento de sangre inútil.

Teniendo en cuenta la situación general en Francia, y sobre todo en París, así como la imposibilidad para De Launay de pedir ayuda, éste aceptó el trato. Abrió las puertas de la prisión y en ese momento la multitud irrumpió en su interior. Esta aplastó a los soldados por la pura fuerza de su número, los degolló y descuartizó, y paseó después sus restos clavados en bayonetas por las calles de la capital francesa. La misma cabeza del ingenuo De Launay fue pinchada en una pica y llevada a Versalles para exhibirla antes las ventanas del palacio, donde la propia reina María Antonieta la contempló con horror.

Y todo para liberar a los «muchos y torturados presos políticos que agonizaban» en La Bastilla. Según algunos historiadores, en el momento de la destrucción de la cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos llamados Tabernier y Whyte, que fueron recluidos por el régimen republicano poco después en el manicomio de Charenton; el conde de Solages, un libertino juzgado y condenado por diversos crímenes, y cuatro defraudadores llamados Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, todos ellos encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de los banqueros parisinos. Según otros historiadores, había un octavo preso, otro libertino llamado Donatien Alphonse François, más conocido como el marqués de Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus más famosas obras como Aline y Valcour, Las 120 jornadas de Sodoma o Justine.

Poco después, un constructor probablemente masón e Illuminati llamado Pierre Francois Palloy propuso desmantelar la prisión para construir con los mismos bloques una pirámide, «a imitación de las construidas por los egipcios». Nunca sabremos si este monumento habría incluido un ojo abierto en su fachada, porque el proyecto fue desechado ante sus dificultades técnicas. En los meses siguientes, el gobierno revolucionario encarceló y ejecuto a muchas más personas que en el Antiguo Régimen. Eso sí, su propaganda consagró la toma de La Bastilla como un heroico suceso popular.

El irresistible ascenso de Napoleón Bonaparte

Uno de los sectores que había apoyado todo el proceso revolucionario desde el principio había sido el financiero. Obviando a los Rothschild, el historiador Albert Matiez señala a Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro con Luis XVI, Étienne Delessert, fundador y propietario de la Compañía Aseguradora Francesa, Nicolás Cindre, agente de cambio y Bolsa, y Boscary, presidente de la Caisse D’Escompte y titular de varios cargos políticos, como algunos de los más relevantes banqueros implicados. Agotado el periodo de la Convención, los hombres de negocios ocuparon la práctica totalidad de los puestos de importancia en la Administración republicana.

La Revolución francesa degeneró finalmente en uno de los momentos más dramáticos de la historia de ese país: la dictadura impuesta por el Terror jacobino, consagrada en el decreto del 14 Primario o diciembre de 1793, que suspendía la Constitución, la división de poderes y los derechos individuales. Todo ello, sumado a la creación de un tribunal revolucionario sumarísimo, llevó al primer ensayo de régimen totalitario en la Europa moderna. Pese a presumir de su carácter anticlerical y antimonárquico, lo que incluía la persecución de la nobleza, una categoría contraria por naturaleza al ideal de igualdad, se calcula que el número de víctimas mortales durante este período no bajó de las 40.000 y, de ellas, un 70 % fueron trabajadores y otro 14 %, gentes de clase media. Sólo el 8 % de las víctimas fueron de origen noble y otro 6 % pertenecía al clero. Buen ejemplo del tratamiento que los líderes revolucionarios dieron a las mismas masas que los encumbraron fueron las matanzas de La Vendée donde la Convención se propuso «exterminar a los bandoleros para purgar completamente el suelo de la libertad de esa raza maldita». La palabra bandoleros era un eufemismo para referirse a toda la población.

En un primer momento, los habitantes de La Vendée habían apoyado el levantamiento siguiendo la inercia general y creyendo las promesas de prosperidad y felicidad que traería la caída de la monarquía. Sin embargo, la sucesión de calamidades, miseria y arbitrariedades políticas que se sucedieron a partir del triunfo del régimen republicano acabó por desencadenar una insurrección de los independientes y orgullosos pobladores de la región. La Convención no se podía permitir ningún tipo de reacción que pusiera en peligro el futuro del inestable régimen, así que envió al ejército a la zona, señalando en uno de sus pronunciamientos públicos que «se trata de despoblar La Vendée» hasta el punto de que «durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentre subsistencia en ese suelo».

La brutal represión y las consiguientes matanzas de hombres, mujeres y niños se extendieron bastante tiempo después de que la rebelión fuera formalmente aplastada, como demuestra la masacre de Nantes, en la que centenares de personas fueron ahogadas después de ser amarradas a embarcaciones que posteriormente hundieron.

Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó devorando a sus propios hijos y el ideal de fraternidad estalló definitivamente en mil pedazos cuando empezaron a sucederse las traiciones entre dirigentes. Herbert, por ejemplo, fue guillotinado con el visto bueno de Danton, pero éste subió al patíbulo poco más tarde empujado por Saint Just y Robespierre, quien, según algunas investigaciones, había sido designado en persona por Adam Weishaupt para conducir la revolución, al menos hasta entonces. Las cabezas de éstos también rodarían en la denominada Reacción de Termidor, que desembocó en el Directorio, constituido por masones como Joseph Fouché o el vizconde de Barrás. Este último también aparece, según varias fuentes, como miembro de los Illuminati. Fue el encargado de elegir a Bonaparte para dirigir el ejército francés, pese a su juventud.

Después llegó el golpe de Estado del 18 y 19 Brumario, 9 y 10 de noviembre, de 1799, en el que la figura más visible y gran protagonista fue Napoleón, en aquellos momentos un héroe popular tras sus victorias en las campañas militares contra los enemigos europeos de la Revolución francesa. Napoleón había ingresado durante su campaña de Italia en la logia Hermes de rito egipcio, aunque según otros autores ya había sido iniciado en una logia marsellesa de rito escocés cuando era un oscuro teniente del ejército. Durante su mandato, siempre se rodeó de masones, algunos de ellos en contacto directo con los Illuminati. Su propio hermano José, al que impuso como rey de España, donde recibió el apelativo popular de Pepe Botella, llegó a ser gran maestre. En fecha tan simbólica como la Nochebuena del mismo 1799, impulsó la nueva Constitución, que estableció el Consulado y permitió que una paz relativa se fuera instalando en el interior del país. A cambio, utilizó las energías bélicas aún latentes para su propio beneficio, construyendo el ejército más poderoso de su época y lanzándolo a la conquista de Europa.

Al principio, el emperador sumó una victoria tras otra, y no todas ellas fueron de índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó uno de los tesoros documentales más preciados para una organización como la de los Illuminati, los Archivos Vaticanos, que fueron trasladados a París. Se habla de varios miles de valijas con documentación de todo tipo. La mayor parte fue devuelta tiempo después, pero no toda. Finalmente y tras haber derrotado a casi todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en los extremos de Europa: en España, donde la guerrilla y la resistencia popular propiciaron las primeras derrotas de los hasta entonces invencibles granaderos y, sobre todo, en Rusia, cuya campaña concluyó en un desastre absoluto cuando los rusos incendiaron el Moscú recién conquistado y, con la ayuda del «General Invierno», forzaron a la expedición francesa, carente de pertrechos, a iniciar una agónica retirada. Se dice que algunos dirigentes Illuminati juraron odio y venganza contra el pueblo ruso y su zar por haber dado al traste con sus planes.

Las guerras napoleónicas reportaron grandes beneficios al entonces denominado Sindicato Financiero Internacional, en el que figuraban prohombres como Rothschild, Boyd, Hope o Betham, para empezar, sólo dos meses después de la llegada de Bonaparte al poder nació el Banco de Francia. Esta institución privada cuyo presidente y administradores no eran nombrados por la Asamblea Nacional, sino por los accionistas mayoritarios, recibió desde el principio un trato notable de la nueva Administración: ejerció el privilegio de recibir en axenta corriente los fondos de la Hacienda Pública y, tres años más tarde, también solicitó y obtuvo la facultad exclusiva de la emisión de papel moneda. Este sistema de control financiero y por tanto económico y a la larga político de las naciones fue exportado en años sucesivos a otros países europeos.

El historiador británico McNair Wilson asegura que la verdadera razón de la caída de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses comerciales de los banqueros al organizar un bloqueo total contra Inglaterra, a la que siempre consideró la principal potencia enemiga. En esto coincide con el análisis de otros investigadores, según los cuales, Bonaparte no fue más que un instrumento en manos de los Illuminati. Su misión consistía en edificar una Europa unida bajo su autoridad, basada a su vez en los principios inspiradores de la Revolución francesa, pero fue retirado del juego cuando no sólo fracasó en la campaña de Rusia, sino que empezó a tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que recibía en secreto. Es un hecho que los hermanos Nathan y James Rothschild financiaron los ejércitos del duque de Wellington, a la postre el gran vencedor de Napoleón en el campo de batalla.

De cualquier manera, durante el imperio napoleónico comenzó un nuevo ciclo que permitió la expansión de los principios revolucionarios, y también los de los Illuminati, hasta el último rincón del viejo continente. Aunque su aventura finalizara de forma diferente a como había sido diseñada en la sombra, lo cierto es que, cuando el Pequeño Corso cayó definitivamente, el antiguo orden europeo había quedado destruido por completo.

Los Illuminati se dieron por contentos con la experiencia adquirida y permitieron una reordenación temporal del asolado continente europeo, en el que se redistribuyeron los territorios conquistados a fin de conseguir un mínimo equilibrio de poder entre las potencias triunfantes. El Congreso de Viena sólo fue la cara visible de las negociaciones bajo cuerda que sirvieron entre otras cosas para consolidar la restauración de la monarquía en Francia con un débil Luis XVIII al frente de la institución y para señalar a Suiza como el país neutral por excelencia a fin de servir mejor a los intereses financieros.

Entretanto, los tres monarcas más importantes del momento, el zar Alejandro I de Rusia, Francisco II de Austria y Hungría y Federico Guillermo III de Prusia, firmaron en septiembre de 1815 la Santa Alianza, un pacto por el cual se comprometían a ayudar a cualquier rey que se comprometiera a defender los principios cristianos en todos los asuntos de Estado, haciendo de ellos «una hermandad real e indisoluble». Todos recordaban muy bien lo que le había ocurrido a Luis XVI y a su esposa María Antonieta y ninguno deseaba que volviera a desatarse, ni en sus respectivas naciones ni en el resto de Europa, otro proceso revolucionario similar.

Ninguno sospechaba, tampoco, que el ministro austríaco de Exteriores, el príncipe Klemens Furst von Metternich, el llamado árbitro de la paz en el Congreso de Viena, fuera un agente más de los Rothschild.

Los intentos posteriores de recomposición política sólo sirvieron para causar sucesivas convulsiones y nuevas revoluciones que salpicaron además al continente americano y acabaron conduciendo a la tremenda hecatombe que comenzó aquel caluroso verano de 1914.

Hay dos historias, la oficial, embustera, que se enseña ad usum delfini, y la real, secreta, en la que están las verdaderas causas de los acontecimientos: una historia vergonzosa.

HONORÉ DE BALZAC, escritor francés

La herencia de Weishaupt

Estudiando la evolución de los acontecimientos, resulta obvio que los Illuminati no desaparecieron tras su «destrucción» oficial. En general, todos sus dirigentes resultaron ilesos y la mayoría de ellos permanecieron activos hasta el final de sus vidas, bien a través de su labor en las logias masónicas en Europa o América, influyendo en los sucesivos acontecimientos revolucionarios, bien organizando nuevas sociedades de las que apenas nos han llegado algunos rumores sordos. Lo que parece claro es que si alguno de ellos todavía no había comprendido la importancia del secreto, a partir de entonces éste se transformó en condición sine qua non para todas y cada una de sus actividades. Eso implicaba ocultar la propia pertenencia a la orden a todos los que no estuvieran iniciados en la misma o a los que se quisiera reclutar, incluso a los propios familiares. De esta forma, los Illuminati lamieron sus heridas en la oscuridad mientras reflexionaban sobre los errores cometidos en su primer asalto al poder y perfeccionaban el plan para el segundo.

La fórmula de Hegel

Si los planes de conquista mundial de Weishaupt no se habían hecho realidad con la Revolución francesa, fue tal vez por dos motivos. Primero, porque aún no contaba con el número suficiente de conjurados para abarcar todos los frentes. El mundo conocido se hacía más y más grande cada día que pasaba, a medida que la exploración y la colonización en los siglos XVIII y XIX extendían las fronteras occidentales. Es probable, por otra parte, que si el lugar de operaciones se hubiera limitado a Europa como en siglos precedentes, se habría podido alcanzar el objetivo previsto. Y segundo, porque carecía de un buen plan para movilizar a las masas ignorantes en apoyo de sus ideas.

En efecto, los Iluminados de Baviera comprendían que cuanto más grande fuese un grupo de gente, más fácil resultaba manipularlo; sobre todo cuando sus integrantes están convencidos de que viven en un régimen protector de sus libertades y por tanto abdican de su individualidad y su responsabilidad en el Estado. Pero en su época no disponían de medios para transmitir sus mensajes. No existía todavía el cine, la televisión o Internet… y la lectura de periódicos o libros se limitaba a las clases altas de la sociedad. Por tanto, la única forma de llegar a las masas para convencerlas de las bondades del plan iluminista, y sobre todo para evitar que dejaran de apoyarlo por cansancio o por miedo, era a través de agentes instigadores en los partidos políticos, los sindicatos y las organizaciones sociales. Ahora bien, resultaba harto difícil unificar la estrategia ante el elevado número de personas que debían disponer de las directrices, que, además, cambiaban con cierta frecuencia.

En 1823, un profesor y filósofo alemán llamado Georg Wilhelm Friedrich Hegel solucionó este problema. El famoso discípulo de Emmanuel Kant estudiaba en el seminario de Tubinga cuando se desató la Revolución francesa. Desde el principio, Hegel se sintió entusiasmado por los valores y el espíritu que transmitía ese acontecimiento sin precedentes en la historia de la Europa moderna. Es más, durante toda su vida celebró el día de la toma de La Bastilla como si se tratara de su propio cumpleaños. El joven Hegel había hecho de la polis, el concepto griego de ciudad, su ideal personal. En su opinión, el hombre no necesitaba pensar en el más allá o en otros mundos para ser feliz, porque los ideales de belleza, libertad y felicidad podían materializarse en esa misma polis. Las primeras noticias procedentes de París le hicieron pensar que lo que intentaban los impulsores de la revolución era construir conscientemente en Francia lo que los antiguos griegos habían disfrutado simplemente por vivir en ese momento histórico. El hombre pasaba a ser el centro definitivo del universo, sin necesidad de utilizar la muleta de ninguna divinidad.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y quedaba claro que los bellos ideales del principio se transformaban en una orgía de sangre y horror hasta desembocar en una auténtica dictadura, los ánimos de Hegel se enfriaron. Al final de su vida seguía recordando con nostalgia el espíritu de la revolución y, con horror, su materialización. Intentó explicar lo ocurrido afirmando la contradicción de intentar imponer la libertad. Los revolucionarios, en nombre del ideal universal de libertad, «han negado las particularidades de los franceses comunes y en especial su fe cristiana. Al negar lo particular, por lógica lo universal termina particularizándose también.

Para mantener la totalidad no se puede negar algo, sino incluirlo. Lo universal debe incluir todas las particularidades».

Hegel acabó elaborando un nuevo tipo de lógica, la dialéctica, que reúne a los opuestos en una nueva síntesis que los abarca y los supera a ambos. En su opinión, esta lógica regía tanto al pensamiento humano como a la propia naturaleza.

¿Cómo se podía aplicar semejante razonamiento en el caso de los Illuminati? Según Hegel, la existencia de un tipo concreto de gobierno o sociedad, llamada tesis, acabaría por fuerza provocando la aparición del opuesto; es decir, una sociedad contraria llamada antítesis.

Tesis y antítesis comenzarían a luchar entre sí en cuanto tuvieran el menor contacto, puesto que la existencia de una amenazaba la existencia de la otra. Si ambas luchaban durante un largo período sin que ninguna de ellas consiguiera aniquilar definitivamente a la otra, la batalla evolucionaría hacia un tercer tipo de sociedad diferente constituida por una mezcla de las dos, un sistema híbrido llamado síntesis, que acabaría por absorberlo todo, por universalizar la sociedad.

Aplicando esta lógica a la historia de Europa, los Illuminati comprendieron que, en efecto, en los conflictos entre sus pueblos y naciones siempre se había producido el triunfo de una tesis sobre otra hasta desembocar en la sociedad de su época: una síntesis que abarcaba las sucesivas herencias paganas, grecorromanas y cristianas acumuladas durante tantos siglos y que, dominada por el cristianismo, la monarquía y la libre empresa, se agrupaba genéricamente bajo el nombre de sociedad occidental.

Ahora sí, el camino a seguir estaba meridianamente claro. Era imprescindible arrebatar a la sociedad occidental su carácter de síntesis y convertirla en una nueva tesis. Eso sólo se podía hacer mediante la creación y oposición de una nueva antítesis, es decir, una nueva sociedad contraria a la occidental, lo suficientemente poderosa como para amenazar su lugar en el mundo, aunque no tanto como para destruirla. Después, bastaba con mantener la guerra entre ambas durante varias generaciones para que, al fin, las masas humanas de uno y otro bando, agotadas, reclamaran a gritos la paz y el entendimiento entre ambos mundos. Eso desembocaría en la formación de una nueva síntesis, una sociedad occidental y contraria a la occidental al mismo tiempo, que globalizaría a la humanidad, y cuyo advenimiento sólo sería posible gracias a los manejos en la sombra de los Iluminados.

El proceso sería obviamente más largo y complejo de lo que en un principio había imaginado Weishaupt, ya que a principios del siglo XIX no existía en el mundo nada parecido a la nueva antítesis que necesitaba la orden y tampoco interesaba sentarse a esperar a que surgiera por evolución natural. Así que la clave definitiva a partir de ese momento fue doble: primero, construir esa nueva sociedad que sirviera de antítesis y, segundo, enfrentarla a la sociedad occidental de acuerdo con el concepto de guerra permanente. Como decía Hegel: «El conflicto provoca el cambio y el conflicto planificado provocará el cambio planificado».

En realidad, todo el razonamiento era muy similar a la vieja técnica bancaria de financiar a los dos bandos a la vez, con la diferencia de que ninguno de los contendientes originales triunfaría en el combate final, sino que lo haría un tercero por encima de ellos.

A esas alturas, resulta fácil imaginar cómo se sentaron a deliberar los Illuminati sobre la mejor manera de crear una buena antítesis de la sociedad occidental. Para ello bastaba con tomar las ideas sobre las cuales se asentaba ésta e invertirlos. Si la tesis estaba basada en gobiernos monárquicos, cristianos y económicamente favorables a la libre empresa y a la individualidad personal, la antítesis por fuerza debía construirse a partir de gobiernos populares (sólo en apariencia, porque si no degenerarían en anarquía), ateos y económicamente dirigidos por el Estado, en los que los ciudadanos carecerían de autonomía personal.

Quizá, sólo quizá, sea una coincidencia que Karl Marx, filósofo alemán, que estuvo viviendo en París en 1843, fundara poco después la Asociación Internacional de Trabajadores, también llamada la Primera Internacional, y algunos años más tarde publicara una de las obras políticas más importantes del mundo, en la que se recogían punto por punto los ideales de los Illuminati, El Capital.

La guerra permanente

Un ex agente de los servicios secretos británicos, William Guy Carr, publicó en su libro Peones en el juego parte de la correspondencia mantenida entre 1870 y 1871 entre Giuseppe Mazzini y Albert S. Pike, que hoy se conserva en los archivos de la biblioteca del British Museum, en Londres. En una de las cartas, fechada el 15 de agosto de 1871, Pike le comunica a Mazzini el plan a seguir por los Illuminati: «Fomentaremos tres guerras que implicarán al mundo entero». La primera de ellas permitiría derrocar el poder de los zares en Rusia y transformar ese país en la fortaleza del «comunismo ateo» necesaria como antítesis de la sociedad occidental. Los agentes de la orden «provocarán divergencias entre los imperios británico y alemán, a la vez que la lucha entre el pangermanismo y el paneslavismo». Un mundo agotado tras el conflicto no interferiría en el proceso constituyente de la «nueva Rusia», que, una vez consolidada, sería utilizada para «destruir otros gobiernos y debilitar las religiones».

El segundo conflicto se desataría aprovechando las diferencias entre los fascistas y los sionistas políticos. En primer lugar, se apoyaría a los regímenes europeos para que derivaran hacia dictaduras férreas que se opusieran a las democracias y provocaran una nueva convulsión mundial, cuyo fruto más importante sería «el establecimiento de un Estado soberano de Israel en Palestina», que venía siendo reclamado desde tiempos inmemoriales por las comunidades judías, cuyos rezos en las sinagogas incluían siempre la famosa muletilla, «el año que viene, en Jerusalén», expresando así el anhelo de reconstituir el antiguo reino de David. Además, esta nueva guerra permitiría consolidar una Internacional Comunista «lo suficientemente robusta para equipararse al conjunto cristiano». Los Illuminati preveían que en ese momento podrían disponer así, por fin, de la ansiada antítesis.

La tercera y definitiva guerra se desataría a partir de los enfrentamientos entre sionistas políticos y dirigentes musulmanes. Este conflicto debía orientarse «de forma tal que el Islam y el sionismo político se destruyan mutuamente» y además obligara «a otras naciones a entrar en la lucha, hasta el punto de agotarse física, mental, espiritual y económicamente».

Albert S. Pike.

Al final de la tercera guerra mundial, pronosticaba Pike, los Illuminati desencadenarían «el mayor cataclismo social jamás conocido en el mundo», lanzando una oleada revolucionaria que, por comparación, reduciría la época del Terror en Francia a un simpático juego de niños. «Los ciudadanos serán forzados a defenderse contra una minoría de nihilistas ateos», que organizarán «las mayores bestialidades y los alborotos más sangrientos». Las masas, decepcionadas ante la nula respuesta de las autoridades políticas y religiosas, serían llevadas a tal nivel de desesperación que «destruirán al mismo tiempo el cristianismo y los ateísmos» y «vagarán sin dirección en busca de un ideal». Sólo entonces, según Pike, se revelaría «la luz verdadera con la manifestación universal de la doctrina pura de Lucifer, que finalmente saldrá a la luz». Los Illuminati presentarían al mundo a un nuevo líder capaz de devolver la paz y la normalidad al planeta (y que sería identificado como la nueva encarnación de Jesucristo para los cristianos, pero al mismo tiempo como el mesías esperado por los judíos y el mahdi que aguardan los musulmanes) y todo el proceso desembocaría finalmente en la anhelada síntesis. La horrorosa profecía coincidía con las ideas de Hegel y, sorprendentemente, se ajusta hasta ahora de una manera bastante fiel a la evolución histórica que conocemos. ¿Quién era este Albert S. Pike, que hablaba con fría indiferencia de los mayores desastres de la humanidad?, ¿y Mazzini, que asentía silenciosamente ante esos planes?

Como ya se ha explicado anteriormente, en Francia los Illuminati sobrevivieron a través de la infiltración de sus miembros en la masonería; en otros países europeos y americanos sucedió algo similar. La orden encontraba refugio donde podía y cada vez se extendía más en su seno la creencia de que los nuevos pasos a dar se tendrían que enmarcar en un escenario diferente, fuera de Francia y de Alemania, donde habían actuado preferentemente. Así que, según diversos autores, el italiano Giuseppe Mazzini fue designado nuevo jefe de la orden en 1834. Mazzini había alcanzado el grado 33 de la masonería italiana en la Universidad de Génova y, al igual que habían hecho los Illuminati franceses, promovió a los italianos para que mantuvieran una doble militancia integrándose en la organización de Los Carbonarios. Esta última sociedad, cuya meta declarada en 1818 era «idéntica a la de Voltaire y la Revolución francesa: la aniquilación del catolicismo en primer lugar y, en último término, de todo el cristianismo», gozó de una gran popularidad en el mundo rural francés e italiano durante los años siguientes.

El origen del Carbonarismo o Masonería Forestal se encuentra en los bosques del Jura. Al igual que la masonería clásica nació entre los gremios de constructores medievales, las sectas carbonarias fueron en un principio grupos de trabajadores y artesanos que se llamaban a sí mismos la Hermandad de los Buenos Primos y que se dedicaban en su mayoría a elaborar carbón vegetal a partir de la tala de árboles. Su precedente más conocido fue la Orden de los Cortadores, cuyos ritos esotéricos, practicados por los leñadores del Borbonesado, fueron trasladados a París como un exotismo rural por un caballero francés llamado Beauchaine. Durante el siglo XIX la infiltración en los carbonarios de diversos refugiados políticos, entre ellos masones e Iluminados, acabó poniendo también esta organización en la órbita de las sociedades controladas por los herederos de Adam Weishaupt.

Muchas de las ceremonias de los carbonarios, cuyas logias compuestas por diez miembros se llamaron en principio Bosques Jurásicos y posteriormente pasaron a ser Ventas, se desarrollaban en el interior de los bosques, donde los asistentes se sentaban sobre troncos, y los instrumentos del trabajo del leñador sustituían a los del constructor. En lugar de escuadra y compás, los carbonarios utilizaban el hacha y la sierra, pero, por lo demás, las preguntas y respuestas rituales de sus ceremonias se asemejaban mucho a las de la masonería. Si un neófito superaba la prueba de iniciación, le sentaban en un tronco cortado sobre el que debía sostener un hacha con la mano izquierda. Con un puñal apoyado contra el pecho debía jurar guardar el secreto sobre la X, es decir, sobre la Hermandad Carbonaria, cuyo nombre no se pronunciaba jamás. Los juramentos se realizaban con el puño cerrado y alzado, una expresión de la unión fraternal de los iniciados. Si un renegado rompía su promesa de silencio era asesinado sin misericordia. La obsesión por el secreto, heredada de la experiencia de los Illuminati, desarrolló una serie de gestos para reconocerse entre sí, ya que en la jerarquía carbonaria, sólo el fundador de cada venta, conocido como diputado, tenía potestad para relacionarse con el nivel superior. Entre estos gestos figuraba una serie de golpes con el dedo (uno aislado, dos rápidos y tres lentos, sucesivamente) sobre el brazo izquierdo de otro miembro o bien un ademán con las manos, como si alguien subiera una escalera.

En principio, la organización se había fundado para ayudar y dar soporte entre sí a sus miembros, pero, tras caer en las manos de los Illuminati, éstos reorientaron sus fines y empezaron a trabajar en favor de un gran proyecto, la unificación de Italia, para la que se barajó en un principio el nombre de Ausonia. El plan pasaba por crear una república moderna y federada, que constara de 21 provincias y con una bandera triangular, como el sello de los Iluminados.

Para conseguir el mayor apoyo posible, Mazzini constituyó la Joven Italia, un grupo político que pronto fue imitado en todos los países donde los carbonarios habían conseguido presencia, como Alemania (a la Joven Alemania se afilió el poeta Heinrich Heine), Inglaterra (Benjamín Disraeli comenzó en la Joven Inglaterra la carrera que le condujo hasta el puesto de primer ministro británico) o España, entre otros. El carbonarismo, por otra parte, había desembarcado en España en 1823, junto con un grupo de exiliados napolitanos que huían de la derrotada revolución liberal en Italia. Uno de ellos, llamado Pecchio, fundó en Madrid la versión ibérica de la organización, que fue destruida con la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis. El resultado natural de la idea dio lugar a una Joven Europa, una federación que se constituyó en Berna sobre la base de los demás grupos y que ya no escondía su deseo de impulsar a los países europeos hacia una unificación política real. Sin embargo, las rivalidades, desconfianzas y planes particulares de las diferentes sociedades truncaron la unidad en muy poco tiempo.

Los carbonarios estuvieron detrás de diversas insurrecciones de corte liberal en varios puntos de Europa, como en la revolución de 1830 en Francia, cuya chispa fue la actuación de uno de los miembros de la dirección suprema de la organización llamado Barthe, que instigó a un grupo de patronos para que despidieran a sus obreros sin una buena justificación y así aprovechar el descontento creado para lanzar las masas a la calle. El caos social y político resultante acabó por llevar al poder a Felipe de Orleans, o Felipe Igualdad, quien en agradecimiento nombró a tres ministros carbonarios, entre ellos al propio Barthe. Otro de los carbonarios más conocidos fue Philippo Michele Buonarrotti, llamado «el primer revolucionario profesional», organizador de diversas sociedades secretas y, según diversos estudiosos, probable modelo para el personaje del conde de Montecristo en la novela homónima de Dumas. A pesar de la brutalidad de sus métodos y su carácter revolucionario, el carbonarismo dejó hondas secuelas en la historia del nacionalismo italiano, así como en los acontecimientos políticos de otros países, como Portugal, donde se le achaca ser uno de los probables responsables de la caída de la monarquía.

Pero los carbonarios no fueron los únicos revolucionarios utilizados por los Illuminati. En una época minada de sociedades conspirativas y de revoluciones de todo tipo, también es digna de contar la historia de Louis Auguste Blanqui, un hombre violento e implacable pero de gran capacidad organizativa, que fundó en Francia la organización conocida como Las Familias, en cuya constitución y desarrollo participaron líderes carbonarios. Diversos expertos afirman que Blanqui fue el primero en plantear el concepto de lucha de clases, que más tarde Karl Marx desarrollaría con mayor detalle, así como el de librepensador, que es como él mismo se autodefinía.

Cada Familia la componían doce miembros que actuaban como un compartimento estanco trabajando por los mismos fines que la Revolución francesa. En 1836 su conspiración fue descubierta y desarticulada, pero menos de un año después Blanqui había inventado una nueva. En realidad era la misma pero con otro nombre, Las Estaciones, y había sido organizada con más precauciones. La unidad básica de la sociedad era la Semana, compuesta por seis miembros dirigidos por un séptimo.

Cuatro Semanas, o, mejor, los séptimos de cuatro Semanas, se reunían y formaban un Mes. Tres Meses tenían una Estación como jefe y organizador. Cuatro Estaciones estaban a las órdenes de un agente revolucionario designado muy probablemente por los Illuminati. En mayo de 1839, las Estaciones se sublevaron, aunque casi todos los obreros que se levantaron en armas tras la bandera roja enarbolada por Blanqui ignoraban en realidad quiénes eran sus superiores últimos. Esta revolución también fracasó y Blanqui acabó en la cárcel. Sin embargo, aunque había sido condenado inicialmente a muerte, logró permutar el castigo y acabó saliendo de prisión. Aún tuvo fuerzas para fundar una nueva organización secreta llamada Los Cocodrilos que, como todas las anteriores, acabó en el cubo de la historia. Murió en 1881.

Volviendo a Mazzini, durante el proceso de la unificación italiana apoyó sin dudar a otros líderes revolucionarios como el mítico Giuseppe Garibaldi, cuyos partidarios fueron conocidos como «los camisas rojas», y a diversos intelectuales, entre los que destacó el famoso compositor Giuseppe Verdi, cuyo apellido fue utilizado con doble sentido en numerosas pintadas patrióticas en las que «¡Viva Verdi!» significaba en realidad «¡Viva Vittorio Emmanuelle, Rege D’Italia!».

Tras largos años de guerras con sus respectivas derrotas y victorias, exilios y regresos, en 1861 los revolucionarios lograron construir una Italia nueva y unida, aunque no como república, como deseaba Mazzini, sino como una monarquía dirigida por Víctor Manuel II, como proponía el aristócrata y político Camilio Benso Cavour, artífice de la unificación de Italia.

El modo de comportarse de Mazzini generó críticas dentro de su propia organización. En abril de 1836, bajo el apelativo de Nubius, uno de los dirigentes de la Logia Alta Venta Romana, la principal de los carbonarios en aquel momento, escribió a otro llamado Beppo, quejándose de la pose de «conspirador de melodrama» que le gustaba adoptar a su jefe de filas, así como de su incontinencia verbal: «Le gusta hablar de muchas cosas [que no debería] y, por encima de todas, de él mismo. Nunca deja de proclamar que él está por encima de todos los tronos y los altares, que él fertiliza [la mente de] las gentes, que es el profeta del humanitarismo».

Semejante actitud, sumada a las oportunidades de expansión de la orden que entonces empezaban a presentarse en Estados Unidos, llevó probablemente a la destitución de Mazzini como cabeza más o menos visible de los Illuminati.

En 1860, todavía fundó otra organización llamada la Oblonica, cuyo agresivo significado, «Cuento con un puñal», ya indicaba el tipo de actividades que podía llevar a cabo. El círculo de poder interno de la Oblonica fue bautizado como Mafia, que, según todos los especialistas, no es más que un acrónimo como el nombre de Verdi. Hay diversas propuestas para explicarlo, aunque la más curiosa es la de «Mazzini Autorizza Furti, Incendi e Awelegementi» o, lo que es lo mismo, Mazzini autoriza a cometer robos, incendios y asesinatos. Los encargados de llevar a la práctica la autorización fueron conocidos como los mafiosi o mafiosos. Mazzini murió en Pisa en 1872.

Socios de Lucifer

En los últimos años de su vida, como antes comentábamos, Mazzini se carteó con Albert S. Pike, abogado y general sudista durante la guerra de Secesión. Pero sabemos que además fue uno de los máximos dirigentes de la masonería del rito escocés en el nuevo continente y un activo miembro, con el cargo de jefe de justicia, del Ku Klux Klan o Clan del Círculo. El KKK había sido fundado por otro masón, Nathan Bedford Forrest, en principio con el objetivo declarado de defender a los blancos del sur de las posibles revanchas de la hasta entonces esclavizada población negra, así como de los abusos que pudieran cometer las victoriosas tropas del norte.

De la importancia de Pike entre las sociedades secretas del siglo XIX en Estados Unidos dan buena cuenta algunos de sus títulos, como el de Soberano Pontífice de la Masonería Universal o Profeta de la Francmasonería, así como el manual constitucional Moral y Dogma. Especialmente fascinado por la posibilidad de ver en vida un gobierno mundial, su intensa actividad y su eficacia lo llevaron a alcanzar el cargo de responsable máximo de los Illuminati en 1859.

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