Illuminati

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PRIMERA PARTE

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En otra de las cartas que Mazzini y Pike se escribieron, el europeo proponía al norteamericano la creación de otro círculo dentro de los círculos, en el que se desarrollase «un rito que sea desconocido y practicado sólo por masones de altos grados», que «deben ser sometidos al más terminante de los secretos». Gracias a este nuevo grupo «cuya presidencia será desconocida» para los grados inferiores, «gobernaremos la francmasonería entera». El control absoluto de todos los masones del planeta era el mismo objetivo que Adam Weishaupt había intentado sin éxito en el convento de Wilhelmsbad, pero en este caso parece que Pike triunfó donde el bávaro había fracasado. Fundó el Nuevo y Reformado Rito del Paladín, creando tres consejos, uno en Charleston, Carolina del Sur; otro en Roma, y el tercero en Berlín. Un documento de junio de 1889 y titulado Asociación del Demonio y los Iluminados, en el que Pike dirigía unas instrucciones secretas a los veintitrés consejos supremos de la masonería mundial, aporta algunos detalles de ese nuevo rito, partiendo de la advertencia primera a sus miembros: «A vosotros, Instructores Soberanos del Grado 33, os decimos: Tenéis que repetir a los hermanos de grados inferiores que veneramos a un solo Dios, al que oramos sin superstición. Sólo nosotros, los iniciados del Grado Supremo, debemos conservar la verdadera religión masónica, preservando pura la doctrina de Lucifer».

En el mismo documento, Pike hablaba como un sacerdote: «Él, sí, Lucifer, es Dios. Desgraciadamente, Adonai [en referencia al dios judeocristiano] también es Dios, porque, según la ley eterna, no hay luz sin oscuridad, belleza sin fealdad, blanco sin negro. El Absoluto sólo puede existir en la forma de dos divinidades diferentes, ya que la oscuridad sirve a la luz como fondo, la estatua requiere una base y la locomotora necesita el freno». Y añadía: «La religión filosófica verdadera y pura es la fe en Lucifer, que está en pie de igualdad con Adonai. Pero Lucifer es el Dios de la luz, es bueno, él lucha a favor de la humanidad contra Adonai, el oscuro y el perverso».

Las prometeicas reflexiones de Pike serían puestas a prueba a lo largo del siglo siguiente, el XX, bautizado como el siglo de la violencia.

El gobierno de Estados Unidos no está en ningún sentido fundado sobre la religión cristiana. El gobierno no es razón ni elocuencia, es fuerza.

GEORGE WASHINGTON, presidente estadounidense

La independencia de Estados Unidos

Sólo dos meses después de la fundación de la Orden de los Iluminados de Baviera nació un nuevo país, que, a pesar de sus modestos comienzos, estaba destinado a convertirse en la potencia mundial más importante del planeta. El 4 de julio de 1776 los delegados de los trece estados —trece, como los grados del ritual Illuminati— del territorio conocido hasta entonces como Nueva Inglaterra proclamaron y rubricaron su Declaración de Independencia y su constitución como nación con el nombre de Estados Unidos de América.

Nueve de las trece firmas pertenecían a francmasones: Franklin, Hooper, Walton, Ellery, Hancock, Whipple, Hewes, Stock ton y Paine. Otros nueve firmantes de los artículos de la nueva confederación también pertenecían a las logias masónicas: Adams, Dickinson, Laurens, Harnett, Bayard Smith, Roberdau, Carroll y, de nuevo, Hancock y Ellery En cuanto a los trece delegados encargados de firmar la Constitución de Estados Unidos, la Carta Magna más antigua en vigor en la actualidad, pese a los numerosos remiendos practicados durante los últimos poco más de dos siglos, todos sus avalistas, absolutamente todos, eran masones: Washington, Blair, Dayton, King, Broom, Gilman, Bedford, Paterson, McHenry, Brearley y otra vez Franklin, Carroll y Dickinson.

Cincuenta de los cincuenta y cinco integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente que ratificó los acuerdos, igual que casi todos los mandos del ejército republicano que derrotó a las tropas británicas también formaban parte de la misma organización. ¿Cuántos de ellos eran, además, miembros de los Illuminati?

Construyendo el Nuevo Mundo

La chispa que desató la revolución de las colonias británicas fue el incidente de la Fiesta del Té. En diciembre de 1773, el gobierno del rey Jorge III de Inglaterra aplicó un impuesto a todo el té importado por las colonias, en una nueva vuelta de tuerca a una política fiscal que los norteamericanos consideraban completamente desproporcionada. Las protestas contra la metrópoli se generalizaron hasta el punto de que varias docenas de colonos disfrazados de indios aprovecharon la noche para abordar tres barcos que acaban de llegar al puerto de Boston, cargados con la preciosa mercancía y arrojaron todos los fardos al agua. Las autoridades locales culparon a los masones de haber provocado el incidente, y lo cierto es que unos cuantos formaban parte del grupo de abordaje. La taberna Green Dragon, próxima a los muelles de Boston, era el escenario de las reuniones habituales de la logia Saint Andrews, pero la escasa asistencia en la noche de los sucesos aconsejó posponer la reunión. La sala fue utilizada entonces por una extraña organización llamada Hijos de la Libertad, cuyos miembros, algunos de ellos masones militantes, fueron los que se disfrazaron de indios y procedieron a la acción.

Taberna Green Dragon.

Poco después se produjo la famosa cabalgada de Paul Revere, uno de los héroes de la Revolución americana, que a las diez de la noche salió al galope para avisar a las tropas independentistas agrupadas en Lexington de que el ejército realista británico estaba a punto de atacarlos.

Recibido el aviso, los milicianos de Massachusetts se adelantaron y empujaron a los británicos hacia la localidad de Concord, donde, enfrentados por una fuerza rebelde aún mayor, se vieron obligados a retirarse hacia Boston. Cerca de 300 soldados británicos murieron en esa batalla, la primera y simbólica victoria de las tropas revolucionarias. Paul Revere era uno de los masones de la logia Saint Andrews.

A partir de ese momento, la influencia de la masonería, no sólo en la génesis y fundación, sino en toda la historia de Estados Unidos, es bastante obvia y reconocida en general. La mejor prueba de ello es que al menos quince de sus presidentes han sido francmasones, desde George Washington (que se inició en la logia Fredericksburg 4 de Virginia) hasta George Bush padre (grado 33 del Supremo Consejo), pasando por Theodore Roosevelt (maestre en la logia Matinecock 806 de Oyster Bay en Nueva York), William Howard Taft (gran maestre de la Masonería de Ohio), Franklin Delano Roosevelt (grado 32 del Rito Escocés) o Gerald Ford (inspector general honorario del Grado 33 y miembro de la logia Columbia 3).

La misma Casa Blanca, residencia oficial del presidente en Washington, fue diseñada por el masón James Hoban. También pertenecía a la orden Frederick A. Bartholdi, el autor de la tan neoyorquina como simbólica Estatua de la Libertad. Y por si faltaba algo, el monumento más grande erigido en honor a la masonería se encuentra en la localidad de Alexandria, en Virginia, junto al río Potomac, el George Washington Masonic National Memorial (Monumento nacional masónico en memoria de George Washington), que fue inaugurado en mayo de 1932 y sufragado por las aportaciones de las logias norteamericanas. En su interior se puede visitar, entre otros, una biblioteca con más de veinte mil libros sobre la masonería, un museo dedicado a Washington y la réplica de una logia.

Monumento nacional masónico en memoria de George Washington.

El movimiento de masones, e Illuminati, entre ambos lados del Atlántico se concretó en casos como los del antiguo impresor norteamericano e inventor del pararrayos Benjamín Franklin, que contactó con las sociedades secretas de Londres y París, o el francés Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier, bastante más conocido por su título nobiliario de marqués de Lafayette, que encabezó una expedición militar de voluntarios en ayuda de los colonos. Este es el mismo Lafayette masón que tomó parte en los sucesos de la Revolución francesa y que ordenó la demolición de La Bastilla, una vez tomada, para después enviar sus llaves como regalo a George Washington. Es de suponer que éste agradeció la ayuda militar prestada en su momento, pero, una vez conseguida la independencia, se mostró más reacio a relacionarse con los masones franceses. Temía la infiltración de los Illuminati, como refleja la carta que el propio primer presidente estadounidense escribió en 1798 a un pastor protestante llamado G. W. Snyder y en la que decía: «No tengo la menor intención de poner en duda que la doctrina de los Iluminados y los principios del jacobinismo se han extendido en Estados Unidos. Al contrario, nadie está más convencido que yo. Lo que pretendo exponeros es que no creo que las logias de nuestro país hayan buscado, en tanto que asociaciones, propagar las diabólicas doctrinas de los primeros y los perniciosos principios de los segundos, si es que es posible separarlos», pero luego reconocía que «lo que hayan hecho las individualidades [miembros de las mismas logias, al margen de ellas] es demasiado evidente para permitir la duda».

Y si faltaba algo que lo demostrara, ahí están los principales símbolos de Estados Unidos: la bandera y el gran sello. En junio de 1777, el Congreso aprobó la primera ley que establecía una enseña oficial que representara a la nueva nación. Los colores que se utilizaron fueron los mismos que los de la Revolución francesa, rojo, blanco y azul, y los signos insistían en el número trece, trece barras y trece estrellas «representando a una nueva constelación». Con el paso del tiempo, el campo de estrellas fue ampliándose a razón de una por cada nuevo estado que se fue integrando en la unión.

En cuanto al gran sello y escudo de Estados Unidos, el Congreso, reunido en Filadelfia, encargó a John Adams, Benjamín Franklin y Thomas Jefferson que elaboraran ese símbolo oficial, y cada uno de ellos sugirió su propio diseño. Según las actas del comité correspondiente, Adams presentó un tema de la mitología griega que representaba a Heracles, mientras que Jefferson y Franklin echaron mano del Antiguo Testamento: el primero sugirió una imagen de los israelitas marchando hacia la Tierra Prometida y el segundo planteó una alegoría con Moisés conduciendo al «pueblo elegido» a través de las aguas del mar Rojo. A estos proyectos iniciales se añadieron otras versiones y propuestas hasta que se aprobó oficialmente el diseño presentado por el entonces secretario del Congreso, Charles Thomson, maestre de una logia masónica de Filadelfia dirigida por el propio Franklin. En otra parte del libro ya hemos recogido la denuncia de un masón de alto grado acerca de la autoría real de ese diseño.

En el anverso del sello aparece un águila calva americana con las alas desplegadas que lleva sobre el pecho un escudo con el campo superior de color azul y el inferior repartido en trece barras blancas y rojas. En una de sus garras porta una rama de olivo y en la otra, trece flechas. Sobre ella hay un dibujo circular en cuyo interior trece estrellas componen la «nueva constelación», insinuada en la bandera, que de nueva no tiene nada, porque se puede reconocer con claridad una estrella de David. Finalmente, el ave lleva en el pico una cinta en la que se inscribe la primera leyenda oficial de Estados Unidos: «E pluribus unum» («De muchos [se formó] uno»), el mismo eslogan de Weishaupt. En cuanto al reverso de este sello es muy popular en todo el mundo, puesto que se puede ver en los billetes de un dólar. Fue el presidente Franklin D. Roosevelt quien ordenó imprimirlo en 1945.

Lo que más nos interesa, sin embargo, es que en el reverso aparece un icono familiar: un triángulo con un ojo en su interior. Y que incluye la leyenda «Novus Ordo Seclorum» o «Nuevo orden de los siglos». La inclusión de esta frase, en principio tomada de Virgilio, se interpreta como la intención de los padres de la nación norteamericana de equiparar a Estados Unidos nada menos que con la Roma clásica. En realidad, la comparación se puede establecer hoy —y de hecho aparece a menudo en prensa y en ensayos políticos, donde se habla del imperio «fáctico» que controla Washington, se compara a los norteamericanos con los romanos y a los europeos con los griegos, se caracteriza a veces al presidente George W. Bush como Un césar del Imperio y se describe a los marines como analfabetos pero militarmente eficaces legionarios romanos—, pero en 1776, ¿quién podía pensar que una insignificante colonia de un rincón del mundo llegaría a convertirse en lo que es hoy? A no ser que alguien lo hubiera previsto así, naturalmente.

Martín Lozano asegura en El nuevo orden mundial que el verdadero sentido de la leyenda está relacionado con un concepto astrológico propio de la simbología iluminista: la nueva era de Acuario, que debe suceder a la era de Piscis o era cristiana, abocada a desaparecer en el siglo XXI En su opinión, 1776 marcaba el inicio de un periodo de 250 años durante el que debía consumarse la transición entre una y otra era, y Estados Unidos sería la nación encargada de desempeñar «un papel determinante» en ello.

Los temores expresados por George Washington en la carta antes mencionada arrancan probablemente de 1785, cuando los Illuminati abrieron su primera logia formal e independiente en territorio estadounidense, la Columbia de Nueva York. Muchos prohombres de la época se afiliaron entonces, como el gobernador De Witt, Clinton Roosevelt, antepasado de Franklin Delano; Horace Greeley, e incluso el propio Thomas Jefferson, según algunas fuentes. En el siglo XX, el nombre de la organización cambió por el de Gran Logia Rockefeller.

Más ricos que Rockefeller

Si Europa tuvo a los Rothschild como genuinos representantes de los llamados banqueros internacionales, América necesitaba su propia dinastía de millonarios, y la encontró en el clan Rockefeller. John Davidson Rockefeller, el fundador de la saga, nació en 1839 en Richford, descendiente de una familia de inmigrantes judeoalemanes que había llegado a Estados Unidos en 1733. Sus comienzos fueron bastante humildes, aunque desde el principio se decantó por el negocio del dinero, trabajando como contable de la firma Hewitt & Tuttle. Sus biógrafos lo describen como una persona tan inteligente y ambiciosa como fría y austera en sus necesidades personales, con una gran visión de futuro, una ansia desmedida por la riqueza y una capacidad de trabajo fuera de lo normal. Dicen que su personalidad sirvió de modelo al propio Walt Disney para crear uno de sus personajes, el tío Gilito (Scrooge, en el original, como el nombre del avaro personaje de Cuento de Navidad, de Charles Dickens).

Asociado con un hombre de negocios inglés, fundó su primera compañía, la Clark & Rockefeller, que multiplicó su volumen comercial a raíz de la guerra de Secesión y le permitió disfrutar de su primer éxito económico. Sin embargo, la verdadera carrera hacia la cúspide comenzó a raíz de la fundación de su propia compañía petrolera, la mítica Standard Oil, y la South Improvement Company, en cuya sociedad atendió a los petroleros más importantes del sur de Estados Unidos.

Durante aquellos años, Rockefeller utilizó todos los medios legales y menos legales para ir eliminando uno a uno a sus competidores mientras repetía a todo el mundo una de sus alabanzas favoritas: «God bless the Standard Oil!» (¡Dios bendiga a la Standard Oil!). Su fama de depredador de los negocios (incluyendo la coacción a los clientes de otras empresas, el soborno a los propios empleados de las mismas e incluso la compra de algunos parlamentarios corruptos), unida a la complejidad legal y jurídica con la que había construido su compañía, y que hacían prácticamente inútiles las leyes antimonopolio en su caso, le convirtieron en un negociante temible, hasta el punto de que muchos de sus competidores decidieron unirse a él en lugar de competir.

La producción de la Standard Oil, que en el año de su fundación, en 1870, era de aproximadamente el 4 % del mercado petrolífero americano, se multiplicó hasta alcanzar, sólo seis años más tarde, el 95 %. Y por si necesitaba ayuda, Rockefeller empezó a trabajar codo con codo con los Rothschild a partir de 1880, cuando buscaba la manera de abaratar el transporte de cada barril de petróleo que embarcaba en los ferrocarriles de Pennsylvania, Baltimore y Ohio, controlados por la banca Kuhn, Loeb & Company. A partir de ese momento, su compañía quedó definitivamente consolidada, aunque, hacia 1882, había crecido tanto que se vio obligada a adaptarse y transformarse en la Standard Oil Trust, el primer trust de la historia de la economía: el sueño de Weishaupt, hecho realidad en el terreno industrial.

Esta posición de predominio no frenó la avalancha de demandas judiciales contra su negocio petrolero, más bien al contrario. Pero de todas las que se presentaron en su momento sólo una pareció prosperar, en 1907, cuando un juez apellidado Landis le condenó nada menos que por 1.642 casos de extorsión. La sentencia incluía el pago de indemnizaciones por valor de más de 29 millones de dólares de la época. Su reacción cuando tuvo noticia del fallo fue sorprendente, puesto que se limitó a comentar: «El juez Landis estará muerto mucho antes de que hayamos saldado esta deuda». Los hechos le dieron la razón porque la condena fue recurrida y finalmente anulada varios años más tarde.

Aún hubo otra tentativa de desmontar su monopolio cuando el juzgado federal de Missouri emprendió un proceso contra él bajo la acusación de complot contra el libre comercio. Después de sucesivos recursos y contrarrecursos, la causa llegó al Tribunal Supremo, que en 1911 decretó la desmembración de la Standard en 39 compañías diferentes, cada una de las cuales debía operar de forma independiente y en competencia unas con otras. Legalmente así sucedió, pues el trust dejó de actuar con el mismo nombre. Sin embargo, teniendo en cuenta que las acciones de las nuevas empresas seguían estando en manos de los mismos accionistas que controlaban la vieja empresa, empezando por el propio Rockefeller, que era el accionista mayoritario, la situación tampoco cambió demasiado.

Con ánimo de eludir futuros problemas con la ley, Rockefeller se dedicó a crear varias fundaciones filantrópicas, que, aparte de mejorar su imagen social, sirvieron para poner a salvo buena parte de su patrimonio, previa transferencia. Las leyes norteamericanas eximen a las fundaciones de pagar impuestos, pero no les impide poseer, comprar o vender todo tipo de bienes o valores bursátiles; además, los fondos transferidos a una fundación se pueden deducir de la declaración de la renta, y todos los bienes que les son entregados están exentos también de derechos sucesorios. Buen ejemplo de la utilidad de las fundaciones es el artículo aparecido en la prensa norteamericana en agosto de 1967 donde se denunciaba la cantidad «irrisoria» que pagaban los Rockefeller en concepto de impuesto sobre la renta, a pesar de sus innumerables riquezas. Según este artículo, uno de los miembros del clan llegó a pagar la cifra de 685 dólares en impuestos, cuando su fortuna personal incluía propiedades, mansiones, yates, aviones privados… que oficialmente estaban a nombre de sus fundaciones familiares «sin ánimo de lucro» aunque nadie más utilizara estos bienes.

Las fundaciones de los Rockefeller permitieron a los miembros del clan entablar un contacto directo y fluido con los personajes más importantes de la economía y la política mundiales, y también de la religión. John Davidson Rockefeller junior, su hijo, siguió la estela marcada por el fundador e introdujo mejoras en el sistema de la empresa familiar, creando una nueva categoría de colaboradores, llamados asociados, cuyo principal objetivo era doble: por un lado, actuar como consultores del trust y, por otro, tejer una red de influencias cada vez más amplia (preferiblemente entre personas bien situadas), que apoyara el trabajo de las fundaciones.

Rockefeller hijo también se convirtió en el principal promotor de un cierto ecumenismo protestantista, que promovía la incorporación de los principios religiosos a las tesis del capitalismo expansivo y progresista. Para ello dedicó parte de su tiempo y de su dinero, en aportaciones considerables, a instituciones como el Movimiento Mundial Interiglesias, el Consejo Federal de Iglesias y el Instituto de Investigaciones Sociales y Religiosas. Tal vez siguiera el viejo esquema Illuminati de unificar no sólo los gobiernos y las economías sino también las almas de todos los seres humanos. En el siglo XX, la actividad de los Rockefeller se centró en dos líneas básicas: la económica y la política, representada por los hermanos Nelson y David, y entremezcladas ambas en más de una ocasión. Otro importante paso adelante para el clan fue la introducción en el ámbito bancario. En 1930, el clan Rockefeller ya controlaba el Chase National Bank, convertido en la primera institución financiera del país. El proceso de consolidación financiera culminaría en 1955 con la fusión con el Bank of the Manhattan Company, ligado al grupo Warburg, de donde salió el Chase Manhattan Bank, que durante muchos años estuvo presidido por David Rockefeller.

En la actualidad es difícil encontrar un sector económico mundial en el que no aparezca representado algún agente del clan.

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