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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 10. Paganos y cristianos, las tradiciones mediterránea y germánica

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Capítulo 10

PAGANOS Y CRISTIANOS, LAS TRADICIONES MEDITERRÁNEA Y GERMÁNICA

Los logros de los romanos fueron colosales. Ellos lo sabían y no debe sorprendernos, por tanto, que llegaran a creer en Roma aeterna, la ciudad eterna. No obstante, como todos los escolares saben, Roma no fue eterna. «El hecho más conocido sobre el Imperio Romano», afirma Arthur Ferrill, «es que entró en decadencia y cayó».[1000]

Ello quizá se deba, al menos en parte, al hecho de que la obra de historia moderna más famosa sea, precisamente, La historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Edward Gibbon, con la que cerrábamos el capítulo anterior. No obstante, este trabajo resulta hoy anticuado, y en los años que han pasado desde su publicación los estudiosos han ampliado y desarrollado las ideas de Gibbon y aportado nuevos datos y propuestas. Por ejemplo, un reciente título alemán, de casi setecientas páginas, ofrece una lista de no menos de doscientos diez factores que podrían haber propiciado el declive del imperio.[1001] Esto, sin embargo, no nos permite ir mucho más allá de subrayar la falta de consenso actual sobre las principales causas de la decadencia. Gibbon, por su parte, tenía una visión bastante más simple de Roma (a pesar de que su obra consta de seis volúmenes aparecidos entre 1776 y 1788). El historiador identificaba dos debilidades, una interna y otra externa, y opinaba que, por encima de todas las demás, éstas habían sido las que habían provocado el declive del imperio romano de Occidente. «La debilidad interna era el cristianismo, la debilidad externa la constituían los bárbaros».[1002] Se trata de una concepción que todavía hay quien la comparte. Arthur Ferrill, por ejemplo, ha señalado que, en la última década del siglo IV, un emperador, Teodosio, aún gobernaba un imperio mayor que el del gran Augusto y mandaba un enorme ejército. Sin embargo, ochenta años después tanto el imperio como el ejército habían sido borrados en el oeste. O como afirma el historiador francés André Piganiol: «la civilización romana no murió de muerte natural. Fue asesinada».[1003]

Es indudable que en Europa el principal cambio entre el mundo de la antigüedad y el de la Edad Media está caracterizado fundamentalmente por la difusión del cristianismo. Éste constituye uno de los cambios intelectuales más trascendentales entre los que contribuirían a dar forma al mundo que hoy conocemos. Al examinar este cambio, hay dos cosas que debemos tener en mente: necesitamos saber exactamente cómo y en qué orden ocurrió esta transformación, pero al mismo tiempo es importante averiguar por qué el cristianismo resultó ser tan extraordinariamente popular.[1004] Para responder a estas preguntas es obligatorio que volvamos al momento en que se escribieron los evangelios, un tema que ya empezamos a examinar en el capítulo 7.

En el Nuevo Testamento, Judea se describe como el hogar de la nueva fe, con una iglesia madre localizada en Jerusalén. No hay ninguna referencia a los sucesos políticos contemporáneos ni se menciona, por ejemplo, la revuelta judía contra los romanos o el asedio y destrucción de Jerusalén.[1005] Tradicionalmente este silencio se ha atribuido al hecho de que la revuelta carecía de significado para la Iglesia, debido a que para entonces los primeros cristianos habían abandonado la ciudad perdida y migrado a Pella, en Transjordania. Durante siglos nadie cuestionó esta explicación porque, en primera instancia, se adecuaba perfectamente a la idea de Jesús como un ser divino que no se involucraba en política y, además, porque en La guerra de los judíos, escrita en la década del 70 del siglo I d. C., el historiado judío Josefo había mostrado que la revuelta fue organizada principalmente por un grupo de zelotes fanáticos que «incitaron a la nefasta revuelta a una gente pacífica».[1006] Hoy esta descripción tradicional se pone por lo general en duda. En primer lugar, Pella nunca aparece en las Escrituras como un centro del cristianismo. Tanto las epístolas de Pablo como los Hechos de los Apóstoles confirman que la iglesia madre de Jerusalén fue «la fuente aceptada de la fe y la autoridad» a la que todos los que se adherían a la nueva fe habían de someterse. Por tanto, el absoluto silencio sobre esta iglesia madre después del año 70 d. C. tiene que tener alguna explicación. Nuevas investigaciones han intentado encontrar una respuesta satisfactoria a ello.

El punto de partida es el evangelio de Marcos, que ha sido objeto de muchas reinterpretaciones, en particular de dos pasajes ambiguos. El primero es aquel en el que los fariseos intentan acorralar a Jesús preguntándole si es lícito pagar tributos, que es cuando Éste pronuncia su conocida respuesta: «Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios». Esta replica se considera tradicionalmente una hábil maniobra que, implícitamente al menos, aprueba el pago de impuestos por parte de los judíos. Sin embargo, las investigaciones alternativas empiezan subrayando el hecho de que el evangelio de Marcos no es un texto muy largo, y que, por tanto, este episodio tuvo que parecerle importante al autor. Dado que fue escrito en griego, en Roma, entre los años L 65 y 75 d. C., hoy se cree que este pasaje fue redactado de tal manera que «satisficiera las necesidades» de los gentiles cristianos en Italia. Éste era un período muy temprano del cristianismo y a los fieles les preocupaba su condición. Según esta interpretación, que Jesús manifestara una actitud favorable al pago de tributos a Roma era crucial para su propio bienestar. Y esto era así porque una de las principales causas de la presión romana que conduciría a la revuelta del año 66 era, precisamente, el impago de los tributos.[1007] El fundador de los zelotes, Judas, era al igual que Jesús un judío de Galilea. Lo que los estudiosos sospechan es, por tanto, que lo que Jesús realmente pensaba era todo lo contrario de lo que el evangelio de Marcos le hace decir, a saber, que no había que pagar tributos. Ese significado fue cambiado porque de otra manera la situación del cristianismo primitivo en Roma hubiera sido insostenible. Esto arroja una luz muy interesante sobre una segunda frase de Marcos, su referencia a uno de los doce apóstoles como «Simón el Cananeo». En Roma, los gentiles del siglo I no habrían sabido qué significaba esto si no se les explicaba. Y de hecho, en Judea a Simón se le conocía también como «Simón el Zelote». Con este cambio el texto evangélico habría intentado esconder el hecho de que uno de los apóstoles, uno de los doce elegidos por Jesús, era un terrorista que se oponía a Roma. Como observa S. G. F. Brandon: «Era algo demasiado peligroso para admitirlo».[1008] En contra de esta opinión, otros investigadores sostienen que los cristianos eran en Roma un grupo demasiado reducido como para haber modificado de semejante forma el evangelio, y que hay innumerables partes del Nuevo Testamento que tampoco resultarían claras para los gentiles (como la circuncisión) que no fueron modificadas.

Estos episodios y su interpretación son vitales para una adecuada comprensión del cristianismo primitivo. Cuando se los examina junto con el Nuevo Testamento, en particular con los Hechos de los Apóstoles, vemos que lo que las investigaciones alternativas explican es lo que se ha denominado «la infancia judía del cristianismo». No podemos olvidar que los discípulos originales de Jesús eran todos judíos y que creían que Jesús era el Mesías de Israel. Aunque su muerte había supuesto un golpe tremendo, aún pensaban que regresaría para redimir a su pueblo. De acuerdo con esto, su principal tarea era convencer a sus compañeros judíos de que Jesús era en verdad el Mesías y de que habían de prepararse para su Segunda Venida. Y por tanto, continuaron viviendo como judíos, respetando la Ley y orando en el Templo de Jerusalén. Su líder era Santiago, el hermano de Jesús, quien consiguió captar a muchos conversos, entre otras cosas, por tener fama de ser un fervoroso practicante del judaísmo. (Tan fervoroso que fue ejecutado por el sumo sacerdote, preocupado por el control de los elementos revolucionarios en Israel).[1009]

Además, mientras estos sucesos tienen lugar en Jerusalén entre la Crucifixión y la revuelta, —Pablo se ha vuelto muy activo fuera de Israel. Pablo—, un fabricante de tiendas originario de Tarso, al oeste de Adana en la moderna Turquía, cuya célebre conversión tuvo lugar hacia el año 33 d. C. en el camino de Damasco cuando tuvo una visión de Cristo (Hechos 9,1-9). (Padecía una enfermedad crónica, se sospecha que epilepsia).[1010] —había concebido su propia versión del cristianismo y consideraba que su deber era difundir estas ideas fuera de Israel, en el mundo grecorromano. Y a propósito, su propia conversión no debe exagerarse: Pablo era un fariseo y, por tanto, creía fervientemente en la resurrección, desde su punto de vista lo que estaba haciendo era pasar de una secta judía a otra.[1011] Tenemos muy pocas dudas de que para esta época ya había versiones rivales del cristianismo. En su Segunda Epístola a los Corintios, por ejemplo, Pablo dice que: «Pues, cualquiera que se presenta predicando otro Jesús del que os prediqué, y os proponga recibir un Espíritu diferente del que recibisteis, y un evangelio diferente del que abrazasteis ¡lo toleráis tan bien!». A continuación se refiere a sus rivales como «superapóstoles», y en otros lugares se refiere a Santiago, Cefas (Pedro) y Juan. Como algunas de las ideas de Pablo ponían en peligro la credibilidad y autoridad de los discípulos cristiano-judíos en Israel, el apóstol fue denunciado y, en el año 59 aproximadamente, se le arrestó y envió a Roma (porque era ciudadano romano).[1012] Si la revuelta de 66-70 nunca hubiera ocurrido, es muy posible que la historia nunca hubiera vuelto a oír de Pablo. Pero el hecho es que la revuelta ocurrió y que Jerusalén y el Templo fueron destruidos, y debido a ello, el cristianismo judío, pese a persistir durante casi un siglo, nunca recobró la fuerza que había tenido y finalmente desapareció por completo. En cambio, la versión de Pablo consiguió sobrevivir, lo que cambió de forma decisiva el carácter de la religión. Lo que había empezado siendo una secta mesiánica judía se había transformado en una religión de salvación universal que se propagó en el mundo helénico del Mediterráneo, en otras palabras, entre los gentiles. Pablo confirma su independencia al afirmar específicamente que Dios le ha revelado a su Hijo «para que le anunciase entre los gentiles».

Las diferencias entre las creencias de Pablo y las de los discípulos de la Iglesia de Jerusalén residían, principalmente, en dos áreas. La primera, como hemos visto, era su convicción de que su misión era predicar entre los gentiles. Inicialmente, éstos quizá fueran grupos especiales de no judíos, que simpatizaban con la tradición israelita pero que se negaban a circuncidarse, y a los que Pablo caracteriza como aquellos que temen a Dios (Hechos 13,16, 26).[1013] A esto se unía la creencia de Pablo en que Jesús no era sólo un mártir, sino divino en sí mismo, y que su muerte tenía un profundo significado: profundo para aquellos que no pertenecían a Israel y profundo en términos históricos.[1014] El objetivo de Pablo, según Christopher Rowland, no puede ser entendido plenamente sin tener en cuenta su trasfondo helenístico, en particular, la idea de un dios salvador y la del hombre como un ser caído. El ejemplo clásico del dios salvador, como se recordará, era el culto a la deidad egipcia Osiris. Los seguidores de este dios creían que había muerto y resucitado de entre los muertos y que, a través del ritual, ellos podían emular su destino. También hay que examinar las ideas de Pablo en el contexto de las muchas sectas gnósticas, algunas de las cuales habían adoptado las ideas platónicas y enseñaban que el hombre se componía de una alma inmortal «prisionera» en un cuerpo físico (y mortal). Los gnósticos afirmaban originalmente que el alma había caído desde su «morada de luz y felicidad» y descendido al mundo material. Al «encarnarse» en este mundo, el alma había quedado atrapada por las fuerzas demoníacas que habitaban la tierra (y otros planetas) y sólo podía liberarse a través de un «conocimiento apropiado» de su naturaleza, la gnosis. El propósito de la gnosis era entonces rescatar al alma de su prisión corporal, de manera que pudiera regresar a su morada eterna.[1015] El cristianismo paulino era, por tanto, una amalgama de tres elementos: el cristianismo judío (la creencia de Jesús en un dios salvador y en el Mesías salvador), los dioses salvadores paganos y las ideas gnósticas sobre la condición del hombre como ser caído. Las dos últimas ideas eran anatema para los cristianos de Jerusalén, así como la opinión defendida por Pablo de que la Ley de Moisés había sido superada por la llegada de Jesús.[1016] Cuando Pablo viaja a Jerusalén para discutir sus ideas con los cristianos de la ciudad es atacado por una turba, de cuyas manos lo rescatan los soldados romanos, tras lo cual Pablo apela a su derecho, como ciudadano romano, a ser juzgado ante el tribunal imperial (es prácticamente seguro que en Jerusalén lo habrían linchado). El juicio al parecer ocurrió en el año 59, pero desconocemos el veredicto.

Las ideas de Pablo se hicieron populares porque parecían explicar lo que había ocurrido. En la tradición judía, un cataclismo debía preceder a la llegada del reino y ¿qué mayor cataclismo que la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo? Estos acontecimientos se interpretaron como los precursores del regreso del Mesías y del fin del mundo.[1017] El mismo Pablo compartía algunas de estas opiniones, por ejemplo, nunca se molestó en poner fecha a sus epístolas, como si el tiempo no le importara. Sin embargo, por supuesto, el Mesías no reapareció y el mundo no se acabó, por lo que al no materializarse la Segunda Venida los cristianos tuvieron que adaptarse poco a poco a ello. No abandonaron sus esperanzas de un apocalipsis, pero estas ideas fueron gradualmente perdiendo importancia dentro de su sistema de creencias. Y aquí encontramos otra de las innovaciones de Pablo. Hasta el momento, el cristianismo judío había aceptado básicamente la versión judía de la historia, según la cual la llegada del Mesías tendría lugar al final de los tiempos. Para los cristianos, sin embargo, Jesús ya había venido. Si su encarnación formaba parte del plan de Dios para la humanidad, entonces había que considerar la historia como dividida en dos etapas: una que iba desde la Creación hasta el nacimiento de Jesús y en la que Israel se preparaba para la llegada de Cristo, como está documentado en las Escrituras judías; y una segunda fase desde el nacimiento de Jesús en adelante. Pablo se había referido a las Escrituras de los judíos como la Antigua Alianza, o Testamento, y ahora empieza a afirmar que Jesús funda una nueva alianza.[1018] Veía a Jesús como un salvador, un camino que la gente debía seguir para poder alcanzar la vida eterna. Fue de esta forma como el cristianismo se convirtió en una religión de gentiles, que buscaba conversos de forma activa y se proclamaba como el único camino verdadero hacia la salvación.

Pablo también aportó al cristianismo primitivo buena parte de sus características más vistosas. Condenó la adoración de ídolos, la sexualidad e, implícitamente, la filosofía.[1019] En Roma, en los primeros años del cristianismo, los creyentes a menudo alardeaban de su ignorancia y su falta de estudios, y vinculaban el pensamiento filosófico independiente con el pecado del orgullo.[1020] Por último, debemos señalar que esta forma de cristianismo, el cristianismo paulino, emergió en un mundo romano, con leyes romanas y rodeado de dioses romanos, esto es, paganos. (Paganus significa «aldeano»). La lealtad a Roma, tan importante en el contexto imperial, significaba la aceptación de la divinidad del emperador y de los dioses del estado, que eran mucho más antiguos que el cristianismo. Tácito (c. 55-116) fue sólo uno de los muchos para los que el cristianismo no pasaba de ser «una nueva superstición».

En Roma la vida secular y la vida religiosa siempre habían estado entrelazadas. Cada ciudad del imperio estaba «protegida» por sus propios dioses y los edificios de la antigua Roma, desde los baños hasta los circos, estaban adornados con estatuas de los dioses y contaban con altares y pequeños santuarios. Augusto se interesó por la vida religiosa y durante su reinado restauró ochenta y dos templos que se encontraban en mal estado y autorizó la construcción de otros treinta.[1021] Ahora bien, nadie en el mundo pagano esperaba que la religión proporcionara una respuesta al significado de la vida. Era la filosofía la que conducía a un conocimiento de este tipo. Los romanos veneraban a los dioses paganos para que les ayudaran durante las crisis, para asegurar que el estado contaba con su bendición y para experimentar «un saludable sentido de comunidad con el pasado».[1022] A los paganos cultos el dios cristiano les resultaba primitivo. Mientras que de algún modo parecía lógico que un gran emperador o un gran guerrero, como Alejandro Magno, fueran dioses o hijos de dioses, venerar como dios a un pobre judío que había sido condenado a morir como los criminales en un remoto rincón del imperio era absurdo.[1023] Aunque había muchos dioses a los que los paganos adoraban, y los santuarios estaban por doquier («los santuarios son el alma misma del campo», dijo un escritor), en la práctica había en Roma tres cultos más importantes que todos los demás. Éstos eran el culto del emperador, de Isis y de Mitra.

Julio César había sido deificado tras su muerte en el año 44 a. C., el primer emperador que recibió semejante reconocimiento. Estando emparentado con César, Augusto se refirió abiertamente a sí mismo como el «hijo de [el] dios».[1024] Él también fue deificado tras su muerte y lo mismo ocurrió con su sucesor, Tiberio. Su sucesor, Calígula, se divinizó a sí mismo en vida. Los paganos tenían una tradición de pensamiento libre y los ciudadanos eran libres de decidir cómo interpretaban el carácter divino de su emperador. En la parte occidental del imperio, lo que se veneraba con frecuencia era el numen del emperador, un poder divino genérico vinculado a su rango. En la parte oriental, por otro lado, era la persona misma la que era considerada divina.

Muchos veneraban a Apolo, la deidad solar predominante, cuyo culto había fomentado Augusto, pero también era popular el culto de Isis y de Serapis (originalmente Osiris), que había nacido en Egipto. A Serapis se lo identificaba con el Toro divino, Apis, en el que Osiris se convertía tras su muerte, y esto permitía vincularlo a Zeus, Poseidón y Dionisos, todos ellos dioses relacionados con el toro en Oriente Próximo. Isis era la señora de la magia y la encargada de traer la civilización al mundo. Era una diosa salvadora y recuerda a las grandes diosas de anteriores épocas.[1025] El mitraísmo era una rama del zoroastrismo en Persia. El emperador Cómodo (180-192) veneró a Mitra y el emperador estoico Marco Aurelio fundó un templo en su honor en la colina vaticana. Este culto parece haber empezado en Siria hacia el año 60 d. C. y fueron los soldados romanos los que lo llevaron a la capital imperial, donde continuó siendo una religión de soldados, en cuyos ritos no había lugar para las mujeres.[1026] Había una complicada, y aterradora, ceremonia de iniciación y siete grados de pertenencia. A los seguidores se les denominaba sacrati, «los consagrados», y entre las prácticas se incluía una comida en comunión. Acaso por esta razón, muchos cristianos consideraban el culto de Mitra como una versión degradada y blasfema de su propia fe. Una de las ideas centrales del mitraísmo era la noción dualista de que el mundo es escenario de una batalla perenne entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad. Ésta era una creencia común al cristianismo y ello diferenciaba a ambas religiones de las demás concepciones paganas, que por lo general pensaban que el mundo natural era fundamentalmente bueno o, por lo menos, neutral. La festividad de Mitra se celebraba el 25 de diciembre (recuérdese que éste era un mundo sin fines de semana, en la que los únicos días libres eran las festividades). Aunque estas figuras eran las dominantes, la idea de una religión monoteísta no estaba en la naturaleza de los romanos, mucho más interesados en hallar lazos entre sus dioses y los de otros pueblos, algo que los hacía tolerantes.

Además de estos tres cultos principales, había una institución pagana sin paralelo en el judaísmo o el cristianismo: el oráculo. Al igual que en la Grecia clásica, en Roma los oráculos eran cavernas o santuarios (con frecuencia mucho más que santuarios) en los que se creía que los dioses hablaban. Normalmente estaban asociados con rituales elaborados, que en ocasiones implicaban una escenificación misteriosa y espectacular, a menudo nocturna. Los dioses hablaban a través de individuos (los «profetas») a los cuales los peregrinos formulaban preguntas. Algunas veces el profeta era un sacerdote local; algunas veces, era alguien escogido, o escogida, entre los mismos peregrinos; algunas veces, eran dos: uno que pronunciaba sonidos embrionarios y otro que los transformaba en versos. Los oráculos más famosos eran los de Apolo en Didima y en Claros, ambos en la costa jonia, en la actual Turquía. Robin Lane Fox supone que a Claros llegaban peregrinos procedentes de cuarenta y ocho ciudades distintas, desde las de la moderna Bulgaria hasta Creta y Corinto.[1027]

El judaísmo y el cristianismo se diferenciaban de las religiones paganas en un importante aspecto: apelaban a la «revelación» y no tanto al misterio. Cada uno de los cultos paganos ofrecía una experiencia secreta, para llegar a la cual había que superar un ceremonia de iniciación que conducía a un mensaje y experiencia específicos. El judaísmo y el cristianismo, en cambio, proponían una verdad general, aplicable y disponible para todos, y se mostraban muy abiertos respecto a ella.[1028]

El cristianismo se había convertido en una religión aparte del judaísmo desde la época de Pablo. Tras la revuelta judía de los años 66-70 d. C. y la destrucción de Jerusalén, los judíos tardaron unos veinte años en volver a organizarse. Algo que consiguieron aboliendo al clero del Templo, y sus sacrificios, y reemplazándolo con una estructura rabínica, un proceso durante el cual se expulsó de la fe a todos los cristianos.

Muchas de las ideas más básicas del cristianismo eran anatema en Roma. Por ejemplo, la idea del valor espiritual de los pobres era revolucionaria. De igual forma, la noción de herejía les resultaba ajena a los romanos. En Roma la gente era libre de pertenecer a tantos cultos como quisiera, si bien el ateísmo no era visto con buenos ojos. (El ateísmo, tal y como lo conocemos, ni siquiera existía. Los «ateos» eran epicúreos que negaban la providencia divina, pero no la existencia de los dioses).[1029] El inquebrantable carácter del cristianismo primitivo puede ser medido por el comportamiento de un grupo, cuyos miembros se vendieron a sí mismos como esclavos para poder pagar la fianza de unos correligionarios que habían sido arrestados.[1030] Y el hecho de que las mujeres desempeñaran un ostensible papel en las primeras congregaciones cristianas también se enfrentaba bastante a las costumbres romanas. Con todo, la diferencia más importante entre las ideas de los paganos y los judíos, por un lado, y las de los cristianos, por otro, la encontramos en sus actitudes ante la muerte. Los paganos y los judíos morían, pero incluso si creían en alguna especie de «otra vida», como la Isla de los Bienaventurados, no esperaban sin duda resucitar en cuerpo en la tierra. Los cristianos sí. La Segunda Venida podía no ser ya un asunto inminente, pero los cristianos estaban convencidos de que un día tendría lugar y entonces resucitarían de forma completa.[1031]

En esa época, sin embargo, el imperio estaba padeciendo una crisis en diversos frentes. El comercio se había reducido, la tasa de natalidad estaba cayendo, los godos amenazaban con cruzar el Danubio y, para colmo de males, el ejército que había regresado del este en 165-167 había traído consigo la plaga. La situación empeoró aún más en los siguientes años, cuando Roma permitió que tribus inmigrantes no pertenecientes al imperio se unieran al ejército y, en consecuencia, que se establecieran dentro de sus fronteras (limes). El control de muchas unidades pronto quedó en manos de bárbaros habilidosos y, dado el enorme poder que el ejército tenía en la elección del emperador, esta diversidad e inestabilidad se vio reflejada en la política. De los veinte emperadores que hubo entre 235 y 284 todos, con excepción de tres, fueron asesinados.[1032] Estas circunstancias resultaron propicias para el florecimiento de nuevas ideas.

Una fue el ascenso del neoplatonismo, que habían traído de Alejandría Amonio (activo c. 235), Plotino (204-275) y Porfirio (activo c. 270), que enseñaban la unidad última de todas las religiones y predicaban la doctrina de la «emanación» de la Unidad espiritual, el Uno, hacia la multiplicidad material del mundo. Con sus ideas rivalizaron las de Manes (m. 276), que sostenía que el mundo material era inherentemente malo y que era necesario que los creyentes se purificaran de forma continua con miras a aproximarse cada vez más a la Luz eterna.[1033] Manes creía que cada ser humano tenía un gemelo angélico, que lo vigila y lo guarda. En la materia mala se encontraban atrapadas partículas de luz y de bondad, y tanto comer carne como labrar el suelo eran anatema. Se contaban historias sobre cómo en una ocasión los vegetales habían llorado ante Manes cuando iban a ser cortados, y sobre palmeras que se quejaban de que las podaran.[1034] Cuando los elegidos morían, iban al reino de la Luz, mientras que los descreídos iban al infierno al final del mundo. Éste, el Momento Futuro, seguiría a la Segunda Venida de Jesús, cuando el mundo se derrumbara en un masivo incendio que duraría 1468 años.

Dado que los cristianos ortodoxos, e incluso los heréticos, no estaban dispuestos o eran incapaces de aceptar las prácticas tradicionales de Roma, y que tantas de sus ideas se oponían a los comportamientos rituales establecidos, su fe y su lealtad, como era de esperarse, terminaron siendo puestas bajo sospecha. Aunque la Iglesia primitiva no fue perseguida y suprimida de forma sistemática (para el año 211 había obispos por todo el Mediterráneo y en el continente llegaban hasta Lyón), sí hubo emperadores crueles que crearon un número muy grande de mártires. Dada la concepción apocalíptica de los primeros cristianos, esto sólo hacía aún más dramática su misión (se decía que los vírgenes tendrían en el cielo sesenta veces las recompensas de los cristianos comunes, pero que los mártires verían multiplicadas por cien las suyas).[1035] Y por tanto, cuando Constantino se convirtió en emperador en el año 312 d. C. y la suerte del cristianismo cambió (dejaron de ser perseguidos para empezar a ser favorecidos), el sentimiento de triunfo fue inmenso.[1036] Para esta época el canon de las Escrituras había surgido, lo que confirmó a los fieles que el plan divino para la humanidad tenía dos fases, y que el triunfo lento pero firme de la doctrina cristiana formaba parte de ese propósito.

Lo que nos devuelve a la nueva concepción del tiempo. Tradicionalmente, el tiempo se había considerado como un movimiento cíclico. Una concepción que reforzaban los movimientos de las estrellas, cada una de las cuales tenía su propio ciclo, y eran muchos los que sentían que una vez que se lograra comprender estos ciclos los misterios de los cielos serían revelados. Pero una concepción cíclica del tiempo en cierta manera hace que la historia carezca de sentido, ya que lo único que hace es repetirse a sí misma; los cristianos, en cambio, empezaron a ver el tiempo como un proceso lineal que se desarrollaba de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto significaba que la historia avanzaba hacia un fin definido, o telos. El nacimiento de Cristo era un momento central de este proceso lineal, y entender la función de la encarnación en el plan de salvación de todos los seres humanos se convirtió en la meta del cristianismo. Los primeros autores cristianos no desaprovecharon esta situación. Por ejemplo, Julio Africano (c. 160-240) sostuvo que el mundo duraría seis mil años. Según sus cálculos, el nacimiento de Cristo había ocurrido exactamente cinco mil quinientos años después de la Creación y, por tanto, para su época, quedaban aún unos trescientos años de espera antes de que Dios lograra su divino propósito. De esta forma, el cristianismo se diferenció de otras creencias. Mientras que en los mitos de creación de otras religiones sólo se encuentran vagas referencias a acontecimientos que ocurrieron en un pasado remoto, el cristianismo era específico: el Dios cristiano había intervenido en la historia para demostrar que ésta tenía un propósito y que él era el dios verdadero.

Estas ideas resultaban muy atractivas, especialmente para los esclavos y los trabajadores más pobres del imperio romano. Las razones para ello son bastante obvias: el cristianismo afirmaba que «sufrir es noble» y prometía un mundo mejor en el futuro, una Segunda Venida inminente. Esto era mucho más interesante para la gente ubicada en la parte más baja de la escala social y fue entre las masas urbanas, y no tanto entre la aristocracia romana o los rangos más altos del ejército, por ejemplo, en donde la nueva religión se hizo popular. (Los paganos, por supuesto, no se rindieron. El emperador Maximino Daia introdujo en las escuelas textos en los que Jesús era presentado como un esclavo y un criminal).[1037]

Sin embargo, ni los más apasionados cristianos podían esperar eternamente la Segunda Venida, por lo que se hicieron necesarias otras estratagemas. La persecución les proporcionó una. Para empezar debemos recordar que los romanos eran bastante tolerantes. Lo único que exigían a los pueblos que conquistaban era que reconocieran los dioses romanos con el mismo espíritu que los suyos. No obstante, se volvieron menos tolerantes desde que instauraron el culto al emperador. Como muchos pueblos de la antigüedad, creían que la prosperidad del estado dependía de que los dioses siguieran siéndoles favorables. Los cristianos hicieron algo más que negarse a venerar a los dioses y al emperador romanos: la misma idea de salvación, de Segunda Venida, implicaba que alguien derrocaría al emperador y acabaría con el estado. Eso ya era bastante malo, pero cuando además se negaron a aceptar cargos públicos y a cumplir con el servicio militar, la afrenta fue mucho más directa. Por otro lado, en sus servicios religiosos no distinguían entre amos y esclavos y eso era un grave problema desde el punto de vista social. Es cierto que rogaban a su Dios por «el bienestar del estado», pero eso no era suficiente y, poco a poco, la política imperial se volvió contra ellos.[1038] Primero, el emperador Trajano convirtió en delito capital el negarse a rendir homenaje al emperador. Luego, en 248, después de que los cristianos se negaran a participar en las celebraciones que conmemoraban el aniversario mil de la fundación de Roma, se volvieron especialmente impopulares y Decio decretó que todos debían presentarse ante un magistrado para ofrecer sacrificio a los dioses romanos. Según algunos cálculos, en esta época los cristianos formaban hasta un 10 por 100 de la población y, por tanto, el número de mártires fue particularmente alto. Pero los cristianos contra-argumentaron que la razón para la obvia decadencia del imperio, que ya entonces era evidente para todos, era que los romanos veneraban a los dioses equivocados. Esto empezó a hacer mella en las clases altas, lo que obligó a Valeriano y a Diocleciano a intentar extirpar el cristianismo por completo: amenazaron a los senadores con la pérdida de su cargo si se convertían, purgaron el ejército, destruyeron iglesias y quemaron libros.

Hacia el siglo III se había cruzado un límite en el que «el deseo de martirio estaba casi fuera de control».[1039] Para entonces los cristianos despreciaban deliberadamente las costumbres romanas: insultaban a los magistrados y destruían las efigies de los dioses paganos, en un intento de tener ocasión de emular el sufrimiento de Jesús. Querían que se los persiguiera. «Se creía que al sufrir una hora de tortura aquí en la tierra, el mártir estaba ganado la inmortalidad y la felicidad eterna».[1040] Éstos eran unos sentimientos magníficos (dependiendo del punto de vista). Pero de hecho, el cambio crucial, el que permitió que una religión de perseguidos se convirtiera en la fe oficial del imperio, no fue consecuencia de ninguna transformación fundamental de la filosofía en Roma sino de las decisiones de un emperador, Constantino (306-337), que descubrió que el cristianismo podía ser útil. Cuando en el año 312, en la batalla del puente Milvio, en las afueras de Roma, Constantino se enfrentó al usurpador Majencio, los cristianos que le apoyaban le aconsejaron que si buscaba el apoyo de su Dios, con seguridad vencería. Algunas versiones de esta historia cuentan que Constantino tuvo una visión en la que se le ordenó pintar una cruz enlazada, en los escudos de sus tropas.[1041] Constantino accedió a esta petición y su victoria resultaría decisiva. Después de ello, permitió que todas las religiones del imperio veneraran a sus propios dioses y, lo que fue aún más importante, retiró todas las restricciones legales impuestas a los cristianos. Desde entonces y hasta su conversión en su lecho de muerte, Constantino creyó que Cristo le guiaba. En los frescos se le representa con la cabeza rodeada por la aureola de los santos.

Realizó otros cambios. Observar el domingo se volvió obligatorio, al menos en las ciudades, y fue él quien comenzó la moda de coleccionar reliquias para instalarlas en santuarios. No menos importante es el hecho de que trasladó la capital del imperio de Roma a la nueva ciudad de Constantinopla, fundada en 330 en el antiguo lugar de Bizancio. La ciudad había estado antes bajo la protección de la diosa Hécate, pero Constantino saqueó lo santuarios paganos del Egeo para enriquecer su nueva sede y construyó una gigantesca estatua de sí mismo con un orbe en su mano, símbolo de la dominación mundial, en el que se incrustó un fragmento de la Vera Cruz, descubierta por su madre.[1042] Para entonces el cristianismo estaba muy difundido: en Grecia, Turquía (entonces conocida como Asia Menor), Egipto y Edesa (cerca de Armenia) por lo menos la mitad de la población era cristiana. Y la fe se extendía a Abisinia, España, la Galia y Persia, a Mauritania, en África, y a Britania, en el norte de Europa. Contribuyó a su éxito el que, al aumentar su confianza, se relajó un poco y absorbió costumbres y prácticas paganas donde sintió que ello favorecía sus intereses. Además de la adopción de la festividad de Mitra, el 25 de diciembre, como día de la Natividad, la palabra misma «epifanía» era un concepto pagano, usado cuando los dioses o diosas se revelaban a quienes les veneraban, con frecuencia en sueños.[1043] Los términos «vicario» y «diócesis» proceden de las reformas administrativas del emperador. El domingo era originalmente un día dedicado al sol, no a Jesús. En 326 Constantino entregó a los cristianos el santuario dedicado a Helios Apolo en el circo de Nerón para que fundaran la nueva iglesia de San Pedro. Las cabezas tonsuradas de los sacerdotes cristianos proceden de las costumbres de los sacerdotes paganos egipcios y cuando María fue celebrada por primera vez como Madre de Dios, en Éfeso en el año 431, la iglesia construida en su honor se alzaba sobre el templo de Diana.[1044] El incienso usado en la ceremonia de consagración fue el mismo que se empleaba en el culto de Diana.

El primer texto cristiano que reclama «intolerancia total» frente a los cultos paganos es de principios de la década de 340. Entre el año 380 y el 450, el paganismo se redujo velozmente. En particular, después de la década de 380 no vuelve a saberse nada del gimnasio. En parte, esto se debió a la menguante fortuna imperial: las autoridades municipales ya no contaban con los recursos necesarios para patrocinar las escuelas públicas. Pero también a actitudes cristianas. «El aspecto físico de la educación languideció en el entorno cristiano», debido a que, en la ciudades, se lo había ligado al ejercicio al desnudo, el paganismo y la homosexualidad consentida. El derrumbamiento final de los gimnasios, el núcleo central del helenismo, más que cualquier otro acontecimiento único, fue el que dio inicio a la «Edad Media».[1045] En el año 529 el emperador Justiniano cerró la antigua escuela de filosofía en Atenas, «el último bastión del paganismo intelectual».[1046] Para 530, cuando Justiniano fundó una nueva ciudad en el norte de África, el arte allí era totalmente cristiano, y todos los elementos paganos se habían incorporado a la nueva iconografía.

Hay una última razón para el éxito del cristianismo. La gente pensaba que la solidaridad religiosa ayudaría a mejorar las precarias finanzas del estado romano. Pero esto favoreció un cambio crucial en la organización de la sociedad, un cambio que daría forma a la Edad Media: el ascenso del clero.

En sus primeros días, la principal idea que sustentaba a la Iglesia era el «don del espíritu de Jesús». Se creía que los apóstoles habían recibido este espíritu de su maestro: ésta es la razón por la que Pedro hablaba en diversas lenguas y Pablo tenía visiones. A su vez, los apóstoles pasaban el espíritu a los primeros líderes de la Iglesia romana: estos «presbíteros» se diferenciaban de los miembros de su congregación en que se sentaban a la mesa mientras los demás permanecían de pie. No obstante, el desarrollo clave para la transformación del clero en una clase aparte fue el surgimiento de los obispos. El término «obispo» significaba originalmente en griego «supervisor». En la Iglesia primitiva, las distintas congregaciones se agrupaban en colegios, cada colegio se componía de siete congregaciones, y el obispo era el jefe de los siete presbíteros.[1047] A partir de esto y de la idea del «don del espíritu» surgió la idea de que únicamente los obispos estaban autorizados a mediar entre los cristianos y su Dios y que sólo ellos podían interpretar las Escrituras.

En un comienzo había obispos en todas las ciudades importantes del Mediterráneo —Antioquía, Éfeso, Alejandría, Cartago y Roma— y todos ellos tenían más o menos el mismo poder e influencia. Ocasionalmente se reunían en concilios o sínodos para resolver cuestiones de doctrina como, por ejemplo, si tenían el poder de perdonar los pecados o no. Un efecto de esto fue que los obispos se convirtieron en una clase separada del resto de la Iglesia. El celibato todavía no se había establecido, pero empezó a volverse costumbre el que los sacerdotes llevaran una vida retirada, dedicada a la meditación, el estudio y la lectura. Un último factor en la creación del clero fue la decisión de Constantino de otorgar a los sacerdotes cristianos el beneficio que antes se había concedido a los sacerdotes paganos y los eximió del pago de impuestos y de la obligación de servir en el ejército. Un emperador posterior, Graciano (375-383), liberó a los sacerdotes de la jurisdicción de tribunales civiles y determinó que, con excepción de actuaciones criminales, debían responder ante tribunales eclesiásticos. Por otro lado, el hecho de que se permitiera a los obispos recibir legados hizo que para el siglo V el clero se hubiera convertido en una clase privilegiada: eran ricos, controlaban con firmeza la doctrina de la Iglesia y habían adquirido «los privilegios políticos, económicos e intelectuales que hicieron que durante mil años constituyeran un factor importante y en ocasiones dominante de la sociedad occidental».[1048]

El ascenso de Roma como un centro prominente del cristianismo no fue en ningún sentido un resultado conocido de antemano. En los primeros tiempos de la Iglesia, si había un obispo más importante que todos los demás, era el de Antioquía, aunque los de Cartago y Alejandría también tenían mucho prestigio. Los obispos de cada lugar se denominaban «patriarcas». Pero Roma era la capital del imperio, y según la tradición, tanto Pedro como Pablo estuvieron allí, por lo que el «espíritu de Jesús» era especialmente fuerte a lo largo del Tíber. Con todo, Clemente, el primer obispo de Roma (sin contar a Pedro), no afirmó que su posición fuera superior a la de los demás obispos. Algo que no cambió hasta tiempos de Víctor (activo c. 190-198), que intentó excomulgar a algunos obispos orientales que se negaron a acatar su decisión sobre la fecha de la Pascua.[1049] En el año 325, en el primer concilio ecuménico, se reconoció que Roma tenía más prestigio que cualquier otro lugar, pero no más poder. Sin embargo, para la época del concilio de Serdica (la actual Sofía, capital de Bulgaria), celebrado en 343, los delegados acordaron que cuando ciertos asuntos eclesiásticos fueran materia de discusión, éstos se remitirían a Roma.

La autoridad de Roma nunca fue aceptada del todo en Oriente, por supuesto, pero un buen número de papas emprendedores convirtieron progresivamente a Roma en un centro neurálgico de la fe durante la decadencia del imperio, cuando el poder empezaba a escapar de las manos de los emperadores. («Papa», evidentemente, es el equivalente latino de «patriarca», padre). El papa Dámaso I (366-384) desecó la colina en la que se alzaba su residencia (el actual Vaticano) y retomó el coleccionismo de reliquias de los mártires en el punto en que lo había dejado Constantino. También renovó las tumbas de los primeros cristianos. De esta forma, Roma fue convirtiéndose en un lugar de peregrinación espectacular, como nunca lo fueron Antioquía o Cartago. El papa León I (440-461) identificó (esto es, inventó) la doctrina de la «sucesión apostólica» citando a Mateo 16,18: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia». El don del espíritu también resultó útil aquí. León convenció al emperador de la época para que insistiera en la suprema autoridad de Roma en todo el imperio, y consiguió hacerlo gracias a dos espectaculares victorias diplomáticas: en primer lugar, en 451 convenció a los hunos para que se retiraran de Roma; y en segundo lugar, en 452 salvó a la ciudad de los vándalos.[1050]

No obstante, el cristianismo primitivo no es importante exclusivamente por el desarrollo de una «jerarquía sagrada», el clero. La otra idea dominante de los primeros años fue la noción de monacato, la idea de que la mejor forma de conquistar una espiritualidad plena es renunciar al mundo y a todas sus tentaciones.[1051]

Aunque el monacato, como veremos, no fue una noción exclusivamente occidental, podemos decir que, en el área del Mediterráneo, nació en una depresión conocida como Wadi Natrun, o valle de Sal, «a un día en camello al oeste del delta del Nilo».[1052] Los ermitaños empezaron a reunirse allí en una fecha tan temprana como mediados del siglo II, y para el siglo siguiente hombres y mujeres procedentes de todos los rincones de la cristiandad acudían al valle, entonces liderado por un ermitaño conocido como Amón. Cada eremita construía una celda divida en dos compartimientos, en la roca viva (lo que por lo general requería un año); después de ello, vivían tejiendo alfombras que los mercaderes vendían por ellos en los mercados de Alejandría. Según un cálculo, para finales del siglo IV, el valle de Sal acogía a cinco mil eremitas. «El atractivo del lugar residía en parte en el hecho de que era, con el fin de la persecución y las ocasiones que ésta ofrecía para el martirio, lo mejor que les quedaba a los cristianos para demostrar qué eran las tentaciones de los demonios que, se creía, habitaban Wadi Natrum».[1053] «Eremita» y «ermitaño» derivaban de una palabra griega que significa «desierto».

A diferencia de los ermitaños del desierto, las primeras comunidades de monjes no aparecen hasta principios del siglo IV, en Tabennesi, a más de novecientos kilómetros subiendo por el Nilo. Allí, Pacomio (c. 292-346) creó la primera regla para llevar una vida alejada del mundo. Cada monje tenía su propia cabaña y su tiempo lo dedicaba a dos actividades principales: a aprender de memoria el Nuevo Testamento y a desempeñar la ocupación que le hubiera sido asignada.[1054] Debido a todo esto, en Roma se conocía a los primeros monjes como «egipcios». Con todo, la idea de retiro se hizo muy popular y para comienzos del siglo V empezaron a fundarse monasterios en Europa. El más influyente, de lejos, fue el fundado por Benito de Nursia (m. 543), que concibió una forma de vida comunal que tendría una enorme repercusión en la vida intelectual europea. (El período que va del año 550 al 1150 ha recibido con frecuencia el nombre de «los siglos benedictinos»).[1055] Su monasterio fue construido en Montecasino, una colina a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de Roma. Preparar su Regla de monjes, entendida como una manera de alcanzar la vida religiosa ideal, le llevó a Benito un buen tiempo y cierto número de experimentos dolorosos. Intentó, por ejemplo, la soledad del anacoreta, pero descubrió que podía ser psicológicamente peligrosa.[1056] Concibió su comunidad como un todo autosuficiente, tanto económica y políticamente como espiritualmente. La regla sólo preveía la injerencia del exterior cuando resultara evidente que la vida de los monjes en el interior de la comunidad era escandalosa. Los monjes elegían al abad, que desempeñaba el cargo de forma vitalicia y cuya autoridad era absoluta. A cambio, el abad tenía el deber de cuidar y alimentar a aquellos que estaban bajo su responsabilidad. Los «monjes negros», como se les conocía por el color de sus hábitos, vivían en silencio y «alejados» del mundo, y ser aceptado entre ellos no era sencillo. Para empezar, a todos los aspirantes se les mantenía esperando cinco días, durante los cuales se les negaba la entrada al monasterio. Sólo si demostraban estar preparados y soportaban la espera se los admitía, y únicamente como novicios, esto es, bajo la protección y guía de un monje determinado durante un año entero. Sólo después de ese tiempo, y siempre y cuando el novicio todavía deseara continuar, se le garantizaba la «estabilidad», como se denominaba la condición de los miembros plenos de la comunidad. Pertenecer a un monasterio benedictino era muy diferente de ser un ermitaño en Wadi Natrun, ya que éstos eran comunales en todo sentido: los monjes trabajaban, oraban, comían y dormían juntos y hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. Sus deberes les ocupaban todas las horas del día y celebraban servicios religiosos a lo largo del día y de la noche.

Sin pretenderlo, Benito creó una institución que terminaría siendo perfectamente adecuada para la alta Edad Media. Durante y después de la caída del imperio, cuando las ciudades entraron en crisis a medida que las escuelas y otras instituciones civiles desaparecían y el mundo se volvía un lugar menos ordenado, los monasterios, situados lejos de las ciudades, consiguieron mantenerse fuertes y ofrecer un liderazgo en cuestiones educativas, económicas, religiosas e incluso políticas. Los monjes se convirtieron con frecuencia en los encargados de interceder ante Dios y, en consecuencia, recibieron legados y donaciones de la realeza y la aristocracia. Las abadías acumularon una gran riqueza y los abades adquirieron gran poder e influencia local.

El cristianismo era un nuevo sistema de creencias, pero también era mucho más. Entre los siglo IV y VI, en Europa principalmente, su élite sacerdotal asumió muchas de las funciones civiles, políticas e incluso jurídicas de las que antes se ocupaba el imperio. Aunque útil, esto determinó el carácter básico de la Edad Media a medida que se abría una brecha entre el clero y los laicos, a quienes se prohibió orar en las iglesias (llegaría un momento en el que ni siquiera se les permitiría leer la Biblia). Paralelamente, la Iglesia proporcionaba una forma de escapar, hacia «otro mundo», de los rigores y dificultades de la vida cotidiana, y esta idea en particular otorgó al clero un inmenso poder sobre el laicado.

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