Ideas

Ideas


Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 11. El libro, herido de muerte: El nacimiento del arte cristiano

Página 33 de 106

A finales del siglo VI, tuvo lugar un importante cambio en el mundo cristiano en la actitud de los fieles hacia las imágenes. En lugar de entender las imágenes como representaciones de Cristo y de otras figuras santas, cada vez más y más creyentes empezaron a considerarlas sagradas en sí mismas. Este «culto de las imágenes» fue especialmente intenso en la mitad oriental del mundo cristiano, el imperio bizantino, y quizá haya estado relacionado con la relativa cercanía de esta región a Tierra Santa. Quienes peregrinaban a Palestina con frecuencia regresaban con reliquias o recuerdos de algún tipo, como piedras de los lugares santos, que eran vistos en cierto sentido como cuasidivinos (Justiniano había enviado a un equipo de artesanos a Jerusalén). Esta costumbre se difundió gradualmente en Occidente e incluso Roma no fue inmune a su influjo: el sanctasanctórum del palacio de Letrán alberga un imagen de Jesús del siglo VIII que, al menos durante la Edad Media, era considerada santa en sí misma y se la sacaba en tiempos de crisis.

El cambio de actitud hacia las imágenes se infiere de dos desarrollos específicos. Uno lo constituye el que las imágenes ya no aparecen sólo en tumbas e iglesias, sino que se vuelven portátiles, lo que sugiere que podían ser usadas en casa y llevadas en los viajes. El segundo es que se tiende a reducir la acción o a prescindir por completo de ella, «con lo que la figura santa aparece como si estuviera presente, acaso a la espera de que su poseedor la invoque para cobrar vida».[1187] (Es esa sensación de que la imagen está congelada en el tiempo lo que con frecuencia queremos describir cuando hoy utilizamos el adjetivo «icónico»). A pesar de que las Escrituras no proporcionan absolutamente ninguna información sobre el aspecto de Jesús, los apóstoles o la virgen María, hacia el siglo VI los autores cristianos empiezan a ofrecer descripciones de ellos de acuerdo con lo que creían era la tradición (a menudo resultado de visiones). En un texto, por ejemplo, se describe a Pedro como alguien «de altura media, con entradas, piel blanca, complexión pálida, ojos oscuros como el vino, barba poblada, nariz grande, cejas unidas…». A Cristo se lo muestra como barbado, de pelo largo, con una aureola, vestido de blanco y oro, con un rollo en una mano y con la otra levantada en señal de autoridad.[1188] Invariablemente se asumía que las características físicas se relacionaban con cualidades espirituales. Algunas de las imágenes se consideraban de origen milagroso y se las denominaba acheiropoietai, lo que significa «no hechas por manos (humanas)».[1189]

Para nosotros, los iconos son imágenes muy estilizadas, pero no era así como se las veía en su momento. Para los bizantinos, un icono era un retrato completamente fiel que recogía las características físicas reales del personaje santo que representaba. Ésta es la razón por la que no se les permitía cambiar: eran la imagen verdadera de alguien sagrado. En el año 692, el concilio Quinisexto (Quinto y Sexto) había aprobado un nuevo acercamiento a la representación de la figura humana. Antes de esa fecha, Cristo había sido representado como un cordero, pero ahora se prescindió de ello. De allí en adelante se lo podía representar con apariencia humana. «El drama de la iglesia descendió así de las paredes y pasó al iconostasio, que separaba la parte verdaderamente santa de la iglesia del resto del templo». Como ha escrito Cyril Mango, los iconos eran el equivalente visual de las hagiografías: «Los fieles podían posar sus miradas sobre sus héroes (entre los que con seguridad cada quien encontraba a aquel que se adaptaba a sus aspiraciones o resolvía sus temores) mientras veneraban a Cristo».[1190]

Esto fue excesivo para algunas personas y su disgusto aumentó cuando se permitió que la imagen de Jesús apareciera en las monedas durante el reinado de Justiniano II. A mediados del siglo VIII se produjo una feroz reacción contra la veneración de las «imágenes santas», lo que condujo a la llamada controversia iconoclasta, que se prolongaría desde 754 hasta 843. Las razones para que se desencadenara esta batalla ideológica son diversas y sus consecuencias fueron importantísimas tanto para la noción de autoridad papal como para el arte cristiano. En primer lugar, algunos creían que hacer imágenes de Cristo era blasfemo, ya que, por definición, la naturaleza divina de Dios, su inmaterialidad, no puede ser representada de forma inteligible de ninguna manera, y hacerlo implicaba afirmar que Jesús no era divino, una actitud que se adecuaba en términos generales con las ideas de la famosa secta herética arriana. Por otro lado, existía la idea de que crear imágenes de Cristo y de los santos era mera idolatría y, en este sentido, suponía un regreso a prácticas paganas. Por último, los iconoclastas pensaban que el culto de las imágenes era un fenómeno básicamente nuevo, que violaba las etapas más puras y originales del cristianismo, cuando la fe no se preocupaba por las imágenes (que es la razón por la que las Escrituras no se interesan por la apariencia de Jesús o de los apóstoles).[1191]

Estos argumentos fueron debatidos durante el concilio eclesiástico de Hieria, celebrado en el año 754 bajo el auspicio del emperador Constantino V, que condenó la veneración de las imágenes y buscó que se las destruyera. Como siempre, el problema era mucho más complejo. Dos razones adicionales subyacen a las acciones de los emperadores iconoclastas de los siglos VIII y IX. Una es que los hombres que llegaron al poder en Bizancio en aquellos años eran del este y, por tanto, estaban más influidos por las tradiciones de Oriente Próximo, en particular la judía y la musulmana, que prohibían las imágenes en sus lugares de oración. Por otro lado, la controversia iconoclasta también puede interpretarse como un intento de los emperadores bizantinos de extender su poder. Desde este punto de vista, los emperadores veían a los monjes griegos, en particular, como un obstáculo para sus objetivos, ya que éstos se habían vuelto inmensamente populares gracias a una serie de supuesto iconos milagrosos (que se movían o sangraban) conservados en los monasterios.[1192]

Debido a las opiniones que con fuerza defendía el papa de la época, Gregorio II, seguidor de Gregorio Magno, la controversia iconoclasta se convirtió en una discusión sobre la autoridad papal. Gregorio II creía que las imágenes artísticas eran un medio fundamental para la educación y la instrucción religiosa de los pobres y los analfabetos, y por tanto envió una belicosa epístola a Constantinopla en la que acusaba al emperador de interferir en asuntos doctrinales que no eran de su incumbencia y (quizá con demasiado optimismo) amenazándolo con usar la fuerza si intentaba volver a hacerlo. Desde este momento, el papado buscó protección en los reyes occidentales, empezando por Pipino, el monarca franco. El emperador respondió trasladando la jurisdicción eclesiástica de Italia meridional y Dalmacia de Roma a Constantinopla, la separación entre la Iglesia romana y lo que hoy llamamos la Iglesia ortodoxa griega había empezado.[1193]

Durante las etapas más enconadas de la campaña iconoclasta se destruyeron muchas imágenes, se quemaron iconos portátiles y se cubrieron con cal los murales y mosaicos, o bien se los raspó por completo. Los manuscritos ilustrados fueron cortados o mutilados de otras formas (cuando no quemados directamente) y se fundieron los platos litúrgicos. Con todo, esto también fue una experiencia cercana a la muerte más que un holocausto. Los peores daños tuvieron lugar en Constantinopla y Asia Menor o, como dice Cyril Mango, «donde estaba el poder». Los iconoclastas ciertamente consiguieron reducir la cantidad de arte cristiano, pero no alcanzaron su objetivo de erradicarlo por completo. Hay algunas pruebas de que, como consecuencia de sus acciones, las técnicas del mosaico decayeron, al igual que la captación de la figura humana entre los pintores.[1194]

En las iglesias, en lugar de figuras humanas, los iconoclastas preferían lo que consideraban motivos «neutrales», esto es, animales, aves, árboles, hiedra, etc. Los iconódulos (los defensores de las imágenes sagradas) respondieron a ello afirmando que sus adversarios querían convertir la casa de Dios en una verdulería.[1195] Muchos de los escritos de los iconoclastas, quizá la mayoría, terminarían siendo destruidos, por lo que conocemos la historia especialmente a través de los textos de los vencedores (Juan Damasceno, Germano, Nicéforo), cuya preocupación principal es exponer los argumentos que las Escrituras y las autoridades patrísticas ofrecen a favor de la representación de la figura humana. Estos autores exploran las relaciones entre la imagen y, digamos, el santo que representa y, en particular, la posibilidad de representar a Cristo, en su doble naturaleza divina y humana, en una imagen.

Finalmente, tras casi dos siglos de terrible conflicto (se encarceló y se torturó a los artistas, a algunos de los cuales se les cortó la nariz o se les arrancó la lengua), se acordó que los cristianos podrían pintar figuras que realmente hubieran aparecido en la tierra, esto es, Cristo, los apóstoles y los santos e incluso algunos ángeles que se habían «manifestado» en forma humana en ocasiones específicas (por ejemplo, durante la Anunciación). Lo que no debía intentarse era representar a Dios Padre o la Trinidad. Un último e importantísimo refinamiento consistió en que cualquier retrato tenía que ser «idéntico a la persona», esto es, el dibujo debía ser respecto a la persona como su reflejo en un espejo, lo que significaba que el artista no era libre de usar su imaginación. (Un argumento para retratar a Jesús con exactitud era que así los fieles podrían reconocerlo el día del Juicio Final). Esto implicaba que las imágenes tradicionales no podrían nunca alterarse, nada podía ser añadido o sustraído, un pensamiento similar al que desalentó en otros lugares el debate razonado y la innovación. Por analogía se aplicó el mismo razonamiento a la arquitectura y la decoración de las iglesias. Los adornos siguieron siendo simples y se excluyó lo que los bizantinos denominaban «conocimiento exterior». Algo que suponía una negativa a las alegorías, a las artes liberales, a los calendarios de trabajos. Todo lo que importaba (y lo único que era permitido) era el drama central del cristianismo: el nacimiento, ministerio, crucifixión y resurrección de Jesús. (Los profetas del Antiguo Testamento podían representarse, ya que habían anunciado la Encarnación).

No fueron sólo los rostros de los apóstoles los que permanecieron fijos. Se continuó ignorando la perspectiva y las proporciones. En la pintura bizantina, el tamaño de una figura dada está determinado por su importancia en la historia y no por su posición en el espacio. Ésta es la razón por la que, por ejemplo, María siempre es más grande que José, lo que nos ayuda a entender por qué los santos pueden ser del mismo o mayor tamaño que las montañas que aparecen al fondo. No se realizó ningún trabajo sobre el color para crear la impresión de distancia y las figuras no arrojan sombras que puedan arruinar la serena armonía de la composición. Lo importante era que todos los elementos del cuadro estuvieran igualmente bañados en luz celestial. Con todo, en vista de que no podía modificarse de ningún modo la iconografía, los anónimos artistas bizantinos dirigieron su creatividad hacia un uso del color aún más extravagante y ostentoso. «El arte bizantino contó con una paleta mucho más rica que cualquier estilo precedente lo que dio origen a pinturas que rebosaban espiritualidad, en las que el pan de oro y otros colores costosos brillaban como joyas, ejemplos reales de las cuales se incrustaban en ocasiones en las imágenes».[1196]

Para apreciar plenamente el primer arte cristiano necesitamos hoy ser capaces de realizar un salto imaginativo. Contemplado a la luz de cirios humeantes, el destello y brillo de sus oros, sus púrpuras y sus joyas iridiscentes ofrecían al espectador el espectáculo y esplendor de una majestad mágica, misteriosa e inalterable en un mundo incierto y hostil. Las basílicas bizantinas eran teatros espléndidamente coloreados en los que lo importante era la representación de un drama que nunca cambiaba. «Que los bizantinos miraban estas imágenes como retratos verdaderos de los sujetos que representaban proporcionaba a sus basílicas una intensa aura sagrada que hoy apenas podemos imaginar».[1197] Tras ser defendidas con tanto esfuerzo, estas ideas serían adoptadas al final de la controversia iconoclasta, en el año 843, y permanecerían inalteradas durante siglos. De hecho, no cambiarían hasta la gran era de la construcción de las catedrales.

Pocos discutirán la afirmación de que el arte cristiano es una de las mayores glorias de la historia del arte y las ideas. Por tanto, resulta más destacable aún que floreciera en una época en la que otras áreas de la vida intelectual estaban en decadencia. No obstante, las mismas fuerzas que crearon Ravena, San Lorenzo en Milán o el monasterio de Santa Catalina en el monte Sinaí, tenían un reverso tenebroso que hay que colocar junto a toda la luz y el color con los que iluminaron el mundo. La controversia iconoclasta nos recuerda que la destrucción, la crueldad y la estupidez son legado del prejuicio religioso en igual medida que sus logros más estupendos. Que ciertas obras de Cicerón hayan sobrevivido en una única copia, y ello en la capa más profunda de un palimpsesto, subraya cuán frágil es la civilización.

Ir a la siguiente página

Report Page