Ideas

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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 12. «Falsafah» Y Al-Jabr en Bagdad y Toledo

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Además de instituciones de carácter académico como la Casa de la Sabiduría, el islam desarrolló los hospitales tal y como los conocemos en nuestros días.[1245] El primero, y más elaborado, fue construido en el siglo VIII bajo al-Rashid (el califa de Las mil y una noches), pero la idea se difundió con rapidez. Los hospitales musulmanes de la Edad Media que existían en Bagdad, El Cairo o Damasco, por ejemplo, eran bastante complejos para la época, mucho más que el Bimaristan en Gondeshapur. Tenían salas separadas para hombres y para mujeres, salas especiales dedicadas a las enfermedades internas, los desórdenes oftálmicos, los padecimientos ortopédicos, las enfermedades mentales, y contaban incluso con una sala de aislamiento para casos contagiosos. Había clínicas y dispensarios ambulantes y los ejércitos disponían de sus propios hospitales militares. Los hospitales más grandes tenían mezquitas vinculadas a ellos, con madrasas (escuelas) en las que aspirantes a doctores de todo el mundo acudían a formarse.

También fue en el siglo VIII y en territorio árabe donde surgió la idea de farmacia o apoteca. Y en Bagdad, al menos, los farmaceutas tenían que aprobar un examen antes de que se les autorizara a producir y prescribir medicamentos. Este examen evaluaba los conocimientos relativos a la correcta composición de las medicinas, dosis apropiadas y efectos terapéuticos. La contribución de los musulmanes en este ámbito, además de los remedios antiguos, incluye el alcanfor, la mirra, el azufre y el mercurio, así como la mezcla de jarabes y julepes.[1246] Un texto en particular, la obra del siglo XIII de Ibn al-Baytar Al-Jami‘ fi al-Tibb (Colección de dietas y medicamentos simples) tenía más de un millar de entradas basadas en plantas que el autor había recopilado alrededor de la costa mediterránea. La noción de sanidad pública también empezó con los árabes, ya que, por ejemplo, los doctores visitaban las prisiones para determinar la existencia de enfermedades contagiosas entre los reclusos y prevenir su propagación.

Dos médicos islámicos de esta época se encuentran entre los más grandes doctores de toda la historia. Al-Razi, conocido en Occidente por su nombre latino, Rhazes, nació en la ciudad persa de Rayy y en su juventud fue alquimista, después de lo cual se convertiría en un erudito en distintas materias. Escribió cerca de doscientos libros, y aunque casi la mitad de su producción está dedicada a la medicina, algunas de sus obras se ocupan de materias tan diversas como la teología, la matemática y la astronomía. Es evidente que poseía un gran sentido del humor, ya que dos de sus títulos eran: Sobre el hecho de que incluso los médicos habilidosos no pueden curar todas las enfermedades y Por qué la gente prefiere a los curanderos y charlatanes sobre los médicos diestros. Fue el primer médico jefe del gran hospital de Bagdad, y se dice que para escoger el lugar en el que éste se alzaría colgó tiras de carne en diferentes lugares y eligió aquel en el que la putrefacción fue menor.[1247] (De ser cierta, esta anécdota estaría muy cerca de ser el primer ejemplo de experimento). Con todo, al-Razi es más famoso por haber hecho la primera descripción de la viruela y el sarampión.[1248] Su otro gran libro fue el Al-Hawi (El libro exhaustivo), una enciclopedia en veintitrés volúmenes de conocimientos médicos griegos, árabes preislámicos, indios e incluso chinos. Se ocupaba, entre otros temas, de la enfermedades de la piel y de las articulaciones, y exploraba los efectos de la dieta y el concepto de higiene (una asociación que no era tan sencilla en una época en la que aún no existía la teoría de que los gérmenes provocan enfermedades).

El otro gran médico musulmán fue Ibn Sina, a quien también conocemos mejor por su nombre latinizado, Avicena.[1249] Al igual que al-Razi, Avicena escribió unos doscientos libros sobre gran variedad de temas, aunque su obra más famosa es Al-Qanun (El canon), una síntesis espléndida del pensamiento médico griego y árabe. El abanico de enfermedades y desórdenes considerados en él es vastísimo, y entre los temas que aborda se encuentran la anatomía, las purgas, los tumores, las fracturas y la propagación de las enfermedades a través del agua y la tierra; el libro, además, codifica unos setecientos sesenta medicamentos diferentes. El Qanun también fue pionero en el estudio de la psicología, ya que Avicena advirtió una estrecha relación entre los estados emocionales y los estados físicos y, asimismo, se refirió a los efectos benéficos de la música. Además, como hemos anotado, tuvo en cuenta el papel desempeñado por el medioambiente en la difusión de las enfermedades, y en este sentido podemos hablar de una rudimentaria forma de epidemiología; por otra parte, dado que consideraba a la medicina «el arte de quitar lo que impide el normal funcionamiento de la naturaleza» es posible afirmar que proporcionó a su disciplina sus primeros cimientos filosóficos. En el siglo XII, Gerardo de Cremona (véase infra, en este mismo capítulo) tradujo al latín el Qanun, libro que sumado a la obra de al-Razi Al-Hawi desplazó a Galeno hasta convertirse en el manual básico de las facultades de medicina europeas hasta el siglo XVII, algo más de medio milenio.[1250]

En el año 641 Alejandría había caído en manos de los musulmanes. Durante mucho años, como hemos visto, la ciudad había sido la capital mundial de los estudios matemáticos, médicos y filosóficos, y allí los musulmanes se toparon con una incontable cantidad de libros y manuscritos griegos sobre estos temas. Posteriormente, entre el profesorado de la Casa de la Sabiduría encontramos a un astrónomo y matemático cuyo nombre, como el de Euclides, se convertiría en palabra de uso cotidiano en todo el mundo educado: Muhammad ibn-Musa al-Khwarizmi. Su fama descansa en dos libros, uno muchísimo más original que el otro. El volumen menos original se basa en el Sindhind, que es el nombre árabe del Brahmasphuta Siddhanta, el tratado de Brahmagupta que había llegado hasta la corte de al-Mansur y en el que se describen varios problemas aritméticos así como los numerales indios. El trabajo de al-Khwarizmi se conoce hoy en una única copia, una traducción latina de un original árabe actualmente perdido.[1251] El título latino de esta obra es De numero indorum (Sobre el arte de contar indio). Al-Khwarizmi ofreció en ella una explicación tan completa del sistema indio que, como señala Carl Boyer, «es probablemente el responsable de su difusión, pero también de la falsa impresión de que nuestro sistema numérico es de origen árabe».[1252] Aunque al-Khwarizmi no afirmó ser original en este sentido, la nueva notación terminaría siendo conocida como la de al-Khwarizmi o, de forma corrupta, algorismi, lo que al final daría lugar a la palabra «algoritmo», que designa una forma particular de cálculo. La forma en que evolucionaron realmente nuestros números se muestra en la Figura 10 de la página 432, que, sin embargo, no evidencia lo lenta que fue esta transformación: aún en el siglo XI los estudiosos árabes seguían escribiendo los números mediante palabras completas.

Pero al-Khwarizmi también es conocido como el «padre del álgebra» y, ciertamente, su Hisab al-jabr wa‘l muqabalah contiene más de ochocientos ejemplos. Traducida al latín en el siglo XII por Gerardo de Cremona, el Álgebra todavía se usaba en el siglo XVI como libro de texto en las universidades europeas. De la introducción a la versión árabe (no incluida en su traducción al latín) se infiere que quizá el álgebra haya tenido origen en las complejas leyes islámicas relativas a la herencia, que con frecuencia implicaban cálculos complicados para determinar qué heredaban los hijos y qué deudas debían saldarse y cómo. La palabra al-jabr aparentemente significa algo así como «restauración» o «finalización», y se alude explícitamente al traslado de los términos sustraídos al otro lado de la ecuación; muqabalah, por su parte, significa «reducción» o «equilibrio» o algo similar. En el Quijote la palabra «algebrista» designa a un cirujano especialista en curar dislocaciones de los huesos, esto es, un «restaurador». En las ecuaciones cuadráticas, los elementos se reducen a ambos lados de la ecuación para restaurar el equilibrio.[1253] En el al-jabr, al-Khwarizmi introduce la idea de representar una cantidad desconocida por un símbolo, como la x, y dedica seis capítulos a resolver los seis tipos de ecuaciones que conforman las tres clases de cantidades: raíces, cuadrados y números. Aunque el al-jabr de al-Khwarizmi se ha considerado tradicionalmente la primera obra de álgebra, un manuscrito hallado en Turquía a finales del siglo XX ha puesto en duda esta atribución. Titulado Necesidades lógicas en la ecuaciones mixtas, el texto se ocupa más o menos de los mismos temas y resuelve algunas de las ecuaciones exactamente de la misma manera. Por tanto, parece que un manuscrito se basó en el otro, aunque nadie sabe cuál fue el primero.[1254]

FIGURA 10. Genealogía de nuestros números.

FUENTE: Carl Boyer, A History of Mathematics, Wiley, Nueva York, 1991, p. 229. Material empleado con autorización de John Wiley & Sons, Inc.

En las ciencias químicas, la personalidad árabe más destacada fue Jabir ibn-Hayyan, conocido en Occidente como Geber, y quién vivió en al-Kufah en la segunda mitad del siglo VIII. Como la mayoría de los químicos de la época, él también estaba obsesionado por la alquimia y, en particular, por la posibilidad de convertir los metales en oro (algo que Jabir pensaba podía conseguirse mediante una misteriosa sustancia aún no descubierta, el aliksir, de donde proviene nuestra palabra «elixir»). Los alquimistas también creían que su disciplina era la «ciencia del equilibrio» y que era posible producir metales preciosos mediante la observación (y mejoramiento) de los métodos de la naturaleza.[1255] Sin embargo, la química ofrecía la oportunidad de experimentar de forma sistemática y es legítimo considerar a Jabir uno de los fundadores del método experimental. Fue el primero que describió de manera sistemática los principales procesos químicos: la calcinación, la reducción, la evaporación, la sublimación, la fundición y la cristalización. Paralelamente a esto, al-Razi ofreció una clasificación sistemática de los productos de la naturaleza. Dividió las sustancias minerales en espíritus (mercurio, sal amoníaca), sustancias (oro, cobre, hierro), piedras (hematites, óxido de hierro, vidrio, malaquita), vitriolos (alumbre), bóraxes y sales. A estas sustancias «naturales», añadió las «artificiales»: el cardenillo, el cinabrio, la soda cáustica, las aleaciones. Al-Razi también creía en lo que podríamos denominar investigación de laboratorio y desempeñó un importante papel en la separación de la química propiamente dicha de la alquimia.[1256]

Así como el mundo creado por Dios era perfecto y el «arte» sólo podía aspirar a ser «ornamento», una forma de adornar la creación original de Dios, la filosofía, falsafah, era un conocimiento de ese mundo restringido por la propia capacidad del hombre para entenderlo por sí mismo. En otras palabras, la falsafah era, inevitablemente y por definición, un saber limitado: la revelación siempre sería superior a la razón. Al igual que ocurrió con la ciencia, la filosofía árabe era básicamente la filosofía griega, modificada por ideas indias y orientales y expresada en lengua árabe, aunque siempre con la salvedad de que la razón era limitada. A los hukuma, los sabios, que practicaban la falsafah, se oponían los mutakallim, los teólogos, que practicaban la kalam, teología.

Los tres filósofos árabes más importantes fueron al-Kindi, al-Farabi y Avicena. Al-Kindi, que nació en al-Kufah hacia el año 801, intentó conciliar los pensamientos de Platón y Aristóteles, aunque también tuvo gran estimación por Pitágoras, cuya matemática, pensaba, era la base de toda la ciencia. Era de buena cuna y entre sus ancestros destaca Imru’-al-Qays (m. c. 545), uno de los autores de las siete Mu’allaqat, las casidas «colgadas» en los muros de la Kaaba mencionadas al comienzo de este capítulo. Entre su propio pueblo era conocido como Faylasuf al-Arab y con frecuencia se le considera el primer filósofo árabe. No obstante, al-Kindi fue en realidad más un divulgador del conocimiento filosófico y un defensor del pensamiento griego, que un pensador original. Insistió en la separación de la filosofía y la teología, y al hacerlo se arriesgó a provocar la ira de los musulmanes ortodoxos, ya que, para él, ésta última debía someterse a las reglas lógicas del pensamiento filosófico. Además, afirmó que mientras en la teología había una jerarquía para acceder a la verdad, la filosofía estaba abierta a todos. Escribió muchísimo sobre el alma, a la que consideraba una entidad de carácter espiritual, creada por Dios. Pero acaso su principal contribución pueda resumirse en una anécdota sobre su vida. Dicen que un día entró a la corte de al-Ma‘mun y se sentó por delante de un teólogo, y que cuando éste protestó, al-Kindi le respondió que merecía una posición más elevada porque «yo sé lo que tú sabes, mientras que tú no sabes lo que yo sé».[1257]

Aunque al-Farabi también intentó crear una síntesis de las ideas de Platón y Aristóteles, fue Avicena, sobre quien ya hemos hablado en la sección dedicada a la medicina, quien aprovechó al máximo el pensamiento griego en su adaptación de Platón.[1258] Su filosofía era especulativa, y se inspiraba en la metafísica aristotélica y la teoría de las ideas platónica. Su idea de Dios era muy cercana al motor inmóvil de Aristóteles (aunque el de Avicena era un dios creador), mientras que pensaba que todos los demás seres poseían una doble naturaleza, al ser mezcla de cuerpo y alma. El alma del hombre formaba parte de un alma universal que emanaba de Dios, la segunda de sus tres emanaciones (la primera era el intelecto y la tercera la materia). Para este pensador el alma sobrevivía a la muerte, pero no ocupaba de nuevo un cuerpo. Por otro lado, creía que el estado más elevado que podían alcanzar los seres humanos era el del profeta, pues el profeta auténtico recibía el conocimiento directamente de Dios, sin otro intermediario que la luz divina. Sostenía que el hombre tenía libre albedrío, pero pensaba que Dios tenía control sobre las demás fuerzas. Esto le llevó a enfrentarse con la ortodoxia musulmana que afirmaba que Dios tenía poder absoluto sobre todo cuanto ocurría. Resulta difícil apreciar desde nuestra posición lo radical que fue su defensa de la filosofía como un ámbito independiente de la teología, pero es importante señalar que el filósofo inglés Roger Bacon (m. 1294) lo consideraba la mayor autoridad filosófica después de Aristóteles.[1259]

La ciencia y la filosofía islámicas fueron con frecuencia obra de sirios, persas y judíos. En cambio, la teología islámica, incluida la ley canónica, fue principalmente obra de árabes. Aunque antes nos hemos referido a los hadith, en el siglo VIII esta tradición experimentó varias transformaciones significativas, la más notable de las cuales fue impulsada por el famoso dicho de Mahoma «busca la sabiduría aunque esté en China». Animados por estas palabras muchos estudiosos musulmanes emprendieron arduos viajes, considerados a menudo actos piadosos, de tal manera que quien perdía la vida en uno de ellos era visto como un mártir, al igual que quien moría en la guerra santa.[1260] Haber viajado proporcionaba autoridad al hombre piadoso, pues ¿quién iba a poner en entredicho lo que había visto y aprendido? Como consecuencia de ello, durante los siglos VIII y IX, el número de hadith aumentó enormemente. Según Philip Hitti, un maestro de al-Kufah admitió, instantes antes de su ejecución, haber inventado más de cuatrocientas tradiciones. Debido a ello, más tarde se establecería que un hadith «perfecto» debía contar con dos elementos; una cadena que lo vinculara a la autoridad y un texto original. Sobre esta base, los hadith se dividieron luego en auténticos, aceptables y poco convincentes.

En el siglo IX (el tercer siglo musulmán) los hadith fueron canonizados en seis libros. El considerado por lo general de mayor autoridad es el de Muhammad ibn-Isma‘il al-Bukhari (810-870). Durante dieciséis años, se cuenta, visitó a un millar de jeques y, de las seiscientas mil tradiciones que recopiló, eligió 7397 que aceptó como sagradas. Estas tradiciones se dividen en tres categorías: oración, peregrinaje y guerra santa. El libro es hoy considerado sólo inferior en autoridad al Corán y los juramentos pronunciados sobre él se consideran válidos en los países musulmanes, un indicio de su profunda influencia en el pensamiento musulmán.

El estudio del Corán dominaba la enseñanza en las escuelas del antiguo mundo musulmán. El núcleo curricular, como diríamos hoy, consistía en la memorización del Corán y de los hadith, junto con el aprendizaje de la escritura y las matemáticas. Los estudiantes aprendían a escribir con poemas seculares, para impedir que se cometieran errores con los textos sagrados. «Los alumnos de las escuelas elementales (kuttab) de Bagdad cuyo desempeño era meritorio desfilaban por las calles mientras la gente les arrojaba almendras».[1261]

La Bayt al-Hikma, la Casa de la Sabiduría, era, como hemos visto, la institución educativa más destacada de Bagdad, pero la primera academia similar a un colegio, con residencias y centrada más en la enseñanza que en la investigación, fue el Nizamiyah, el seminario teológico fundado en Bagdad en 1065 o 1067 por el visir persa Nizam-al-Mulk.[1262] El término árabe para escuela o seminario era madrasa y aquí también el Corán y la poesía antigua eran la base de un currículo que se ampliaba para abarcar las humanidades, de forma similar a como los clásicos griegos y romanos servirían de base a la educación europea en siglos posteriores. El Nizamiyah se fusionó luego con otra madrasa, al-Mustansiriyah, que tenía hospital, baños, cocina y una torre con reloj en su puerta principal. Ibn Battuta, el gran viajero árabe, visitó Bagdad en 1327 y descubrió que la institución resultado de la fusión tenía cuatro escuelas jurídicas.[1263] En algún momento llegó a haber unas treinta de estas madrasas en Bagdad y casi igual número en Damasco. Hasta la introducción del papel, el principal método para recoger lo que se enseñaba era la memoria y los relatos de asombrosas hazañas mnemotécnicas eran una forma común de entretenimiento. Algunos estudiosos, se cuenta, eran capaces de memorizar trescientas mil tradiciones. Las mezquitas también tenían bibliotecas y ofrecían conferencias sobre los hadith. Esto era algo con lo que todos los viajeros podían contar. Los libros eran comunes entonces en el mundo musulmán. Según un autor, a finales del siglo IX había más de cien vendedores de libros en Bagdad, todos reunidos en una sola calle. Los libreros eran con frecuencia también calígrafos que cobraban una tarifa por copiar libros y era común que utilizaran sus tiendas como lugares de encuentro de autores, una función que en tiempos posteriores cumplirían los cafés.[1264]

No todos estaban de acuerdo en que el Corán era obra exclusiva de Dios. A mediados del segundo siglo islámico (nuestro siglo VIII d. C.) surgió una escuela de pensadores que cuestionó casi todos los fundamentos del islam tradicional. Se les conocía como los mutazilitas («aquellos que se apartan») y creían que la verdad sólo podía alcanzarse aplicando la razón a lo que se revela en el Corán. Por ejemplo, si Dios es Uno, no tiene atributos humanos y, por tanto, el Corán no puede haber sido pronunciado por Él, por lo que debió de haber sido creado de alguna otra forma. Al mismo tiempo, dado que Dios es justo y está animado por el principio de la justicia, el hombre debe poseer libre albedrío, pues de lo contrario sería injusto juzgar al hombre por actos que no era libre de realizar.[1265] El más osado de los pensadores mutazilitas fue al-Mazzam (activo en la primera mitad del siglo IX), quien proclamó que la duda era «el primer requisito del conocimiento».[1266]

Esta forma de pensamiento llamó en especial la atención de al-Ma‘mun, quien convirtió la perspectiva mutazilita en una religión estatal que sostenía un nuevo dogma, «la creación [khalq] del Corán», directamente en conflicto con la idea tradicional de que el Corán era «la palabra no creada de Dios». Como se podrá imaginar, esta inversión de las creencias establecidas causó gran consternación entre los fieles, más aún cuando al-Ma‘mun decidió crear el mihnah, un tribunal similar a la Inquisición al que eran llevados todos aquellos que se oponían al nuevo dogma. Esta nueva institución, así como la persecución de las ideas ortodoxas, continuó tras la muerte de al-Ma‘mun con dos de sus sucesores, pero luego la situación se invirtió. El hombre a quien generalmente se imputa el haber iniciado el regreso a la ortodoxia es Ahmad ibn Hanbal (780-855), quien sostenía que dado que Dios era todopoderoso, su justicia no era como la justicia humana, y que cuando se dice que el Corán es uno con Él, no se afirma que posea atributos humanos (sus atributos son atributos divinos y deben ser aceptados como tales, no se los puede explicar por analogía con los atributos humanos). A Ibn Hanbal le siguió Abú-al-Hasan ‘Alí al-Ash‘ari, de Bagdad (activo en la primera mitad del siglo X), quien afirmaba que el oído, la vista y el habla de Dios no son los mismos que los del ser humano. El hombre debe aceptar esto «sin preguntar cómo es posible». El seminario Nizamiyan en Bagdad fue fundado para propagar las ideas de al-Ash‘ari.[1267]

Después de él, gran parte del pensamiento islámico, al igual que sucedería con el cristiano, se obsesionó con la idea de reconciliar las ideas griegas con el texto sagrado. Y en ello, al-Ash‘ari fue seguido por el hombre al que universalmente se considera el más grande teólogo del islam, Abú Hamid Muhammad al-Ghazali. Nacido en 1058 en Tus, Khurasan, Persia, fue en cierto sentido el san Agustín del islam. Recorrió el mundo en busca de sabiduría, de acuerdo a la tradición inspirada por el profeta, y coqueteó (intelectualmente) tanto con el escepticismo como con el sufismo. El sufismo fue y sigue siendo la forma principal de misticismo islámico, un movimiento ascético con elementos gnósticos, neoplatónicos, cristianos y budistas. Los sufíes adoptaron la lana (suf) como material de sus hábitos a imitación de los monjes cristianos, de los que también tomaron el celibato. Tenían ciertas tendencias apocalípticas ya que creían en un «anticristo» y se caracterizaban por considerar que la purificación del alma se alcanzaba mediante el éxtasis. Fueron quienes introdujeron el uso del rosario, que probablemente tomaron de los hindúes, costumbre que transmitieron a los cristianos durante las cruzadas. Al igual que los gnósticos, distinguían entre el conocimiento de Dios, ma‘rifah, y el conocimiento intelectual, ilm.[1268]

Muchos musulmanes veneran hoy a al-Ghazali y le consideran sólo inferior al profeta. Su libro principal, Ihya ‘ulum al-din (Revivificación de las ciencias de la religión), es una combinación de dialéctica, misticismo y pragmatismo, y tuvo un enorme efecto en individuos tan distintos como Tomás de Aquino y Blaise Pascal y en buena medida contribuyó a dar forma al islam que se practica en nuestros días. La obra está dividida en cuatro partes. La primera examina los pilares del islam; la segunda va más allá del ritual y toma en consideración distintos aspectos de la vida cotidiana, como el matrimonio, el escuchar música, la adquisición de bienes terrenales; la tercera se ocupa de las pasiones y los deseos. No obstante, la cuarta y última parte es la más original y trata del camino hacia Dios. A lo largo de las secciones anteriores, al-Ghazali recuerda constantemente a sus lectores que deben siempre tener presente el alma, pues es mediante esta especie de autoconciencia cómo se consigue otorgar a todas las actividades algo extra para hacerlas más valiosas.[1269] En esta sección final, al-Ghazali sostiene que el camino hacia Dios está marcado por una serie de etapas. La primera es el arrepentimiento, a éste le siguen la paciencia, el miedo, la esperanza y la renuncia a todas aquellas cosas que, pese a no ser pecaminosas en sí mismas, constituyen estorbos que nos alejan de Dios. En cada una de estas etapas, sostiene al-Ghazali, hay revelaciones que confortan al individuo que ha emprendido el camino. Éstas, sin embargo, son otorgadas por la gracia de Dios y son temporales. Con todo, a medida que el alma asciende, sus esfuerzos cuentan cada vez menos, ya que Dios la guía cada vez más. El principal problema es quedarse estancado en una etapa y ser incapaz de avanzar. El creyente debe renunciar a todas las falsas apariencias y abrir su interior a Dios. El hombre alcanza la cima cuando pierde toda consciencia de sí mismo y Dios se le revela a través del amor, entonces adquiere un nuevo tipo de conocimiento, el ma‘rifah. En este punto, es posible que el hombre pueda ver a Dios desde la distancia y que se le permita vislumbrar el paraíso que le espera. Desde al-Ghazali, el islamismo suní (la creencia en que el Corán y la conducta del profeta son guía suficiente) ha sido la forma dominante de la fe.

La era dorada de Bagdad fue, por tanto, una época de apertura y tolerancia, en la que se realizaron muchísimos estudios básicos para la medicina, la matemática, la filosofía, la geografía y demás ramas de la ciencia. El punto culminante llegaría en el siglo XI. Fue entonces cuando Ibn al-Nadim publicó su al-Fihrist, que como se mencionó antes, era un compendio de los libros disponibles en la ciudad redonda, y que evidencia el exótico conjunto de actividades que en la época interesaba a los árabes. Resulta claro, como señalamos antes, que montones de gente de todo tipo —mercaderes, escritores, científicos, astrólogos y alquimistas— acudían entonces a Bagdad como en tiempos posteriores acudirían a Berlín, París o Nueva York, y lo hacían precisamente por ser una ciudad abierta, un caleidoscopio de humanidad. El gusto por los viajes de los mismos árabes se vio estimulado a comienzos del siglo XI por la llegada, procedente de China, de la brújula magnética, que permitió a los capitanes de los navíos prescindir de la navegación costera.

Sin embargo, esa gran apertura no duraría mucho tiempo. Algunos sectores empezaron a referirse a las áreas de estudio de origen griego e indio como las «ciencias extranjeras», disciplinas que ahora despertaban las sospechas de los piadosos. En 1065 o 1067, como hemos anotado, se fundó en Bagdad el Nizamiyah. Se trataba de un seminario teológico en el que el Corán y el estudio de la poesía antigua —más que la ciencia griega— se convirtieron en la columna vertebral del currículo. Tras fusionarse luego con una organización más reciente, el al-Mustansiriyah, la nueva institución se convirtió en el prototipo de las madrasas, las escuelas teológicas, con frecuencia vinculadas a mezquitas, que se difundieron por todo el mundo islámico, y en las que se enseña principalmente cuestiones éticas y morales según el Corán. El currículo incluía las «ciencias religiosas», las «ciencias coránicas» y, sobre todo, ilm al-kalam, lo que significa tanto teología como «apología», la reafirmación y defensa de la fe en contra de las incursiones de la ciencia y la filosofía. De esta forma, el islam se retrajo sobre sí mismo, un giro del que, en cierto sentido, el mundo árabe nunca se ha recuperado.

Aunque está a más de tres mil kilómetros al oeste, España (o gran parte de ella) fue territorio musulmán desde comienzos del siglo VIII. Antes de la conquista musulmana, España era uno de los países europeos de cristanización más reciente y, por tanto, la civilización árabe consiguió afianzarse con fuerza allí. La dinastía omeya consiguió consolidarse durante más de doscientos años en la Península, desde 756 hasta 961. Después de que hubieran sido depuestos en Damasco por los abasíes, un miembro de la dinastía, Abd-al-Rahman ibn Mu‘awiyah, nieto de Hisham, consiguió escapar, junto con tropas sirias leales, y atravesar el norte de África y, luego, el estrecho de Gibraltar. A pesar de la oposición de los árabes que ya vivían entonces allí, que se aliaron a Carlomagno, Abd-al-Rahman consiguió derrotarlos y establecer una nueva dinastía omeya.

La gloria alcanzada por la civilización árabe en España, que llega a su apogeo en la segunda mitad del siglo X, rivaliza con la de Irak. Para entonces, Córdoba, la capital, estaba a la par de Bagdad y Constantinopla, y era, por tanto, uno de los tres grandes centros de la cultura en el «mundo conocido». Sus calles estaban pavimentadas y cada casa se comprometía a encender una luz delante de su puerta en las noches. Existía un servicio postal que funcionaba regularmente, se usaban monedas de oro y plata, y la ciudad contaba además con abundantes jardines, setenta bibliotecas y toda una calle dedicada a la venta de libros. «Cuando los gobernantes de León, Navarra o Barcelona necesitaban un cirujano, un arquitecto, un compositor o un sastre, era a Córdoba adonde acudían».[1270]

Abd-al-Rahman III, el gobernante más admirable de todos, fue el fundador de la universidad de Córdoba. Ésta, localizada en la mezquita principal, se adelantó al al-Azhar de El Cairo e incluso al Nizamiyah de Bagdad. Estaba decorada con mosaicos traídos desde Constantinopla y contaba con un suministro de agua de tuberías de plomo. Tenía una biblioteca que albergaba unos cuatrocientos mil volúmenes. Un visitante del norte comentó en sus memorias que «prácticamente todos sabían leer y escribir».[1271] Entre las ideas que tuvieron su origen en Córdoba encontramos la de las religiones comparadas, que nació con la obra de Alí-ibn-Hazm (994-1064). Su al-Fasl fi al-Milal w-al-Nihal (La última palabra en sectas, heterodoxias y confesiones) fue un texto pionero, no sólo por su estudio de los diferentes grupos musulmanes, sino por la forma en que Ibn Hazm llama la atención sobre distintas inconsistencias de los relatos bíblicos. Pasarían casi quinientos años antes de que los pensadores cristianos consideraran que tales cuestiones eran importantes. Un logro equivalente fue el de Ibn Khaldún o Abenjaldún (nacido en Túnez en 1332), quien, se considera, inventó la sociología con su al-Muqaddimah, obra en la que concibió una teoría del desarrollo histórico en la que tuvo en cuenta la geografía, el clima y los factores psicológicos, en su intento de descubrir un patrón racional en el progreso humano. Algo que sin duda influyó en él fue que en Egipto, donde finalmente se estableció cuando había superado los cincuenta años, se le nombrara profesor del al-Azhar, la universidad más antigua y destacada de la región; allí tuvo la oportunidad de conocer a estudiosos procedentes de Turquestán, la India, el este asiático y lo más profundo de África. Su enfoque se expone con claridad al comienzo de al-Muqaddimah: «En la superficie, la historia no es otra cosa que información sobre los acontecimientos políticos, las dinastías y los sucesos relevantes del pasado remoto, presentada con elegancia y aderezada con proverbios. Sirve para amenizar reuniones concurridas y nos aporta cierto entendimiento de los asuntos humanos… Por otro lado, en su significado profundo, la historia implica reflexión y constituye un intento de alcanzar la verdad, de proponer explicaciones sutiles sobre las causas y orígenes de lo que existe, de conocer de forma profunda el cómo y porqué de los hechos. La historia, por tanto, está firmemente arraigada en la filosofía y merece que se la considere una de sus ramas».[1272] Ibn Khaldún denominó a esta ciencia de la sociedad que afirmaba haber descubierto ilm al-umran, la ciencia de la civilización. En el núcleo de cada civilización, afirmó, encontramos cohesión social y éste es el fenómeno más importante de entender.[1273]

Muchas de las ideas que los árabes concibieron en Bagdad y otros lugares, así como las ideas que aprendieron en sus viajes, llegaron a Europa a través de la España musulmana. Los numerales indios son un ejemplo claro (para una exposición más amplia, véase el siguiente capítulo). Fue en la España de la segunda mitad del siglo IX donde los numerales indios se modificaron en la forma denominada huruf al-ghubar («letras de polvo»). Estos numerales ghubar parecen haber sido introducidos para ser utilizados con un ábaco de arena, y su forma es bastante cercana a la de los números que usamos en la actualidad. La otra vía por la que los numerales indios se introdujeron en Europa fue a través de la obra de Leonardo Fibonacci, de Pisa (c. 1180-1250). El padre de Fibonacci era un mercader que relizaba muchísimos negocios en el norte de África. Debido a ello, Leonardo viajó a Egipto, Siria y Grecia y estudió con un musulmán. Se introdujo en el álgebra árabe y al hacerlo conoció los numerales indios.[1274] En 1202 escribió un libro de valor incalculable, aunque su título fuera algo engañoso. Se llamaba Liber abbaco (El libro del ábaco), pero no era un libro sobre el ábaco sino un buen tratado de álgebra que empezaba describiendo «los nueve numerales indios» y el signo 0, «al que los árabes llaman zephirum».[1275] Fibonacci también empleaba la barra horizontal para escribir las fracciones, un recurso que ya llevaba tiempo usando en Arabia, pero que no se popularizaría en Europa hasta el siglo XVI.

En España los árabes realizaron grandes avances en botánica. Mejoraron nuestra comprensión de la germinación (establecieron qué plantas crecen a partir de esquejes y cuáles lo hacen a partir de semillas), de las propiedades del suelo y, en particular, de los abonos. En medicina, introdujeron la idea de cauterizar las heridas, y descubrieron el «arador de la sarna». Fueron los árabes los que concibieron la idea del sharab o jarabe, originalmente un mezcla de azúcar y agua utilizada para ocultar el desagradable sabor de ciertas medicinas. También fueron ellos quienes inventaron la «soda». En el latín medieval sodanum era un remedio para el dolor de cabeza, palabra basada en el árabe suda, que significa migraña. Alcohol, alambique y álcali son todos términos químicos de origen árabe, así como las palabras acimut (alsumut) y nadir (nazir) usadas en astronomía.[1276]

En lo que respecta a su influencia sobre el pensamiento occidental, el gran logro de la España musulmana lo encontramos en el ámbito de la falsafah con la obra de Abú al-Walid Muhammad ibn-Ahmad ibnRushd, más conocido como Averroes. Como ha señalado Philip Hitti, el pensamiento árabe en España fue bastante atrevido. Ibn Najjah sugirió la posibilidad del ateísmo, e Ibn Tufayl evidenció cierta conciencia de la evolución. Pero probablemente estaban demasiado adelantados para su época. En este sentido, Averroes fue más un hombre del momento. Nacido en Córdoba en 1126, en una familia de jueces, se educó en la universidad de la mezquita de Córdoba, especializada en leyes y medicina, y se convirtió tanto en médico como en filósofo. Fue el primero que advirtió que nadie se contagiaba dos veces de viruela, los inicios de la idea de inmunidad y que comprendió el funcionamiento de la retina, un avance crucial.[1277] No obstante, Averroes fue más influyente como filósofo que como médico, y más en la cristiandad que en el mundo musulmán. El sultán de Marruecos le encargó la preparación de un texto claro sobre filosofía. Al encargo lo acompañaban sus honorarios: una toga de honor y un nombramiento como juez primero en Sevilla y luego en Córdoba, donde sucedió a Ibn Tufayl.[1278]

Con sus escritos Averroes hizo tres cosas. En primer lugar, como tantos antes que él, intentó reconciliar el pensamiento griego, en especial el de Aristóteles y Platón, con el Corán. En segundo lugar, intentó reconciliar las funciones de la razón y la revelación. Y por último, buscó mostrar de qué forma distintos sectores del pueblo se relacionaba con estas ideas según su inteligencia y su formación. De acuerdo con la costumbre de la época, su principal obra fue un comentario de Aristóteles, pero éste fue una paráfrasis tanto como un comentario y en él procuró exponer el pensamiento original de Aristóteles (y Platón), rechazando adiciones y falsificaciones posteriores y proponiendo su propia glosa. Dada su devoción por la razón, uno de sus argumentos más importantes es que las palabras del Corán no debían interpretarse todas literalmente. Cuando el significado literal del texto pareciera contradecir las verdades racionales de los filósofos, sostuvo, los versos debían leerse en sentido metafórico. En particular, afirmó que las nociones teológicas de la predestinación y la resurrección corporal le resultaban inaceptables. Para Averroes era el alma, no el cuerpo, la que era inmortal y ello cambiaba la naturaleza del paraíso, que no podía ser de carácter sensitivo. Aceptaba, con Platón, que gobernantes benignos podían acercar a su gente a Dios. Y defendió la existencia de tres niveles en la humanidad. La filosofía era para la élite (khass); para la gente en general (‘amm), el significado literal era suficiente; el razonamiento dialéctico (kalam) era para las mentes que ocupaban una posición intermedia. El método de Averroes fue tan importante como sus argumentos. Introdujo cierta dosis de duda, algo que nunca fue muy popular en el islam pero resultaría increíblemente fructífero en el cristianismo. Y su idea de niveles de entendimiento distintos llamó especialmente la atención en una religión dentro de la que existía una clase privilegiada de conocedores, el clero. Sólo en la década de 1470 se publicaron en Venecia más de cincuenta ediciones de las obras de Averroes. El averroísmo se convirtió en parte del currículo de todas las principales universidades europeas.[1279]

Así como, gracias a la Casa de la Sabiduría, Bagdad había sido un importante centro de traducción en el siglo IX, Toledo pasó a ocupar una posición similar después de ser conquistada por los cristianos en 1085. En términos cronológicos, la primera persona que realizó una traducción al latín de obras en árabe fue probablemente Constantino el Africano (m. 1087), un musulmán tunecino que se convirtió al cristianismo y trabajó en Salerno, en Italia meridional. Produjo traducciones bastante pobres («bárbaras» según un estudioso) de obras de Hipócrates y Galeno, que en ocasiones hacía pasar como propias. También había cierto número de traductores en Sicilia, que trabajaron sobre los falaysufs árabes, pero los frutos de Toledo fueron incomparablemente mayores.[1280]

Desde el siglo X se habían estado haciendo traducciones del árabe en Cataluña, y Barcelona fue la cuna del primer traductor español del que conocemos el nombre, Platón de Tívoli. Entre 1116 y 1138, tradujo, con la ayuda de un judío andaluz, Savasorda, obras judías y árabes sobre astrología y astronomía, pero poco después de ello el centro de esta actividad se trasladó a Toledo, que se había convertido en una joya de la cultura greco-judeo-árabe. Los estudiosos acudían por montones a Toledo para consultar, principalmente, los tesoros árabes reunidos en la Península tras siglos de dominio árabe. El nombre del arzobispo de Toledo, Raimundo (1125-1152), ha quedado asociado a esta empresa, y la expresión «escuela de Toledo» designa lo que de otro modo sería un grupo de individuos bastante dispares entre sí. Al parecer, en un primer momento, los estudiosos occidentales que llegaban a Toledo no sabían mucho árabe y por lo tanto emplearon a eruditos judíos y mozárabes que ya vivían allí. (Los mozárabes eran cristianos a los que las autoridades musulmanas habían permitido practicar su fe bajo un estricto control). Estos individuos traducían los textos árabes al español y luego los estudiosos inmigrantes los traducían del español al latín. No obstante, poco a poco la situación fue cambiando a medida que los estudiosos empezaban a aprender árabe por sí mismos, aunque el espíritu de cooperación se mantuvo. Al igual que Platón de Tívoli, que había contado con la colaboración de Savasorda, los dos traductores más destacados de la escuela de Toledo tuvieron sus propios colaboradores. Domingo Gundisalvo, archidiácono de Segovia, trabajó con el converso judío Avendeath (Ibn Dawud), mejor conocido como Juan Hispano, y Gerardo de Cremona, probablemente el traductor más recordado de todos, trabajó junto con el mozárabe Galippus (Ghalib).[1281]

Gundisalvo fue el principal traductor de los filósofos árabes, entre ellos, al-Farabi, al-Kindi, al-Ghazali y Avicena. La preeminencia de Gerardo de Cremona (1114-1187) la atestigua el hecho de que, tras su muerte, sus colegas y discípulos en Toledo compusieron una nota biobibliográfica que insertaron en los manuscritos de sus muchas traducciones. «Gracias a esta nota sabemos que Gerardo desdeñó las riquezas materiales que poseía y llevó una vida austera, dedicada por completo a la ciencia, por amor a la cual aprendió árabe y tradujo de esa lengua más de setenta libros, de los cuales la nota proporciona una lista».[1282] Destaca entre éstos el Almagesto (que fue la forma en que se conoció en Occidente a Ptolomeo), el Canon de Avicena y distintas obras de Euclides, Aristóteles, Hipócrates, Galeno, al-Razi, al-Khwarizmi («el comienzo del álgebra europea») y al-Kindi. Gerardo tradujo, de hecho, todo el abanico de la ciencia helénica y árabe, que había inspirado la cultura abasí de los siglos IX y X, y tras pasar un considerable período de su vida en Toledo, regresó a su tierra natal en Lombardía para morir allí. A estos nombres, podemos agregar el de dos ingleses, Adelardo de Bath, que tradujo a Euclides y a al-Khwarizmi, y Roberto de Chester, que realizó la primera traducción al latín del Corán y del álgebra de al-Khwarizmi.[1283]

Hacia finales del siglo XIII, el grueso de la ciencia y la filosofía árabe (y por tanto griega) había llegado a Europa. Dado que la ruta desde el norte hacia la península Ibérica pasaba por Provenza y los Pirineos, las ciudades del sur de Francia se vieron beneficiadas por ello: Toulouse, Montpellier, Marsella, Narbona. En todos estos lugares se realizaron traducciones y Montpellier, específicamente, se convirtió en el principal centro de estudios médicos y astronómicos de Francia. Al norte de Lyón, cierto número de monjes españoles ayudaron a convertir la famosa abadía de Cluny en un foco de difusión del saber árabe. El abad, Pedro el Venerable, patrocinó una nueva traducción latina del Corán. La ciencia árabe y griega pasó de allí a Lieja, entre otros lugares, y luego alcanzó Alemania e Inglaterra.

De esta forma, el imperio árabe, que llegó a abarcar el Mediterráneo oriental y occidental (como antes habían hecho los romanos) y que se extendió a lugares tan lejanos como la India, desempeñó un importante papel en el desarrollo de Europa. Preservado y ampliado por los árabes, el conocimiento griego no llegó a Europa occidental directamente a través de Bizancio y los Balcanes, sino que dio un rodeo por el norte de África hasta llegar a España. Los efectos a largo plazo de la transmisión de este saber nos ocuparán durante los demás capítulos de este libro, pero considero importante señalar aquí dos argumentos. El primero es que el contacto inicial entre Europa y el pensamiento griego (Aristóteles en particular, pero también Platón y otros autores) se dio a través de reelaboraciones árabes y no de forma directa. Por ejemplo, la lógica, la física y la metafísica de Aristóteles se estudiaron bien fuera en traducciones de traducciones árabes de los originales griegos, o a través de las obras de Avicena. Esto significa que, durante un tiempo al menos, la filosofía griega apareció revestida de la preocupación islámica por conciliar el Corán con el racionalismo, y en particular de la idea de Avicena de que los pasajes que no estaban de acuerdo con la razón debían interpretarse alegóricamente. Esto tendría una profunda influencia sobre pensadores como Tomás de Aquino así como sobre la exégesis bíblica.

El segundo efecto que quiero subrayar es que durante un tiempo Europa aceptó el estrecho vínculo que los musulmanes habían establecido entre filosofía y medicina. Esta relación (evidente en el hecho de que la palabra árabe hakim puede aplicarse tanto a un médico como a un filósofo) se aprecia en especial en las obras de al-Razi, Avicena y Averroes. La obvia importancia que tenía la medicina árabe, y el reconocimiento de su valor por parte de Occidente, se revertió de algún modo sobre la filosofía que tan vinculada estaba con ella.

Los conocimientos matemáticos, astronómicos, médicos y filosóficos árabes fueron cruciales en los albores de la ciencia occidental. El camino que recorrieron de Bagdad a Toledo mantuvo vivas ideas básicas que aún perviven entre nosotros.

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