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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 17. La difusión del saber y el ascenso de la exactitud

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Capítulo 17

LA DIFUSIÓN DEL SABER Y EL ASCENSO DE LA EXACTITUD

El 11 de junio de 1144, veinte arzobispos y obispos se reunieron en la iglesia de la abadía de San Dionisio en París, donde se dedicaron tantos altares como destacados clérigos hubo presentes. La mayoría de los obispos no habían visitado San Dionisio antes y estaban asombrados por lo que veían. No es exagerado afirmar que el abad Suger, el hombre que tenía a cargo la iglesia, había creado el primer estilo arquitectónico completamente nuevo en mil setecientos años, un avance estético e intelectual de primer orden.[1597]

Tradicionalmente, los edificios eclesiásticos habían sido construidos en el estilo románico, una reelaboración del de las basílicas del Mediterráneo oriental, estructuras por lo general encerradas, propias de países cálidos, y erigidas empleando materiales primitivos. La nueva iglesia de San Dionisio era bastante diferente. Suger utilizó los nuevos conocimientos arquitectónicos, que aprovechaban las matemáticas más recientes, para crear un vasto edificio en el que el énfasis horizontal de las iglesias románicas se reemplazaba por planos perpendiculares y la bóveda de crucería, en el que arbotantes situados en el exterior de la construcción se encargaban de soportar las paredes y permitían que la inmensa nave quedara en gran parte libre de columnas, y en el que gigantescas ventanas perpendiculares permitían que la luz se abriera camino en grandes cantidades hacia el hasta entonces lúgubre interior y brillara sobre el altar. El colorido rosetón situado a la entrada principal no era la característica menos impresionante de la catedral. Los colores iridiscentes y el intrincado tejido de la mampostería eran tan impresionantes como el ingenio exhibido por los artesanos al usar el vidrio para contar historias bíblicas en esta nueva forma artística.

Aunque no era de noble cuna, Suger había sido el compañero de juegos de infancia del rey de Francia y su amistad le había ayudado a obtener un lugar en las mejores mesas. Más tarde, estando Luis ausente en una cruzada destinada a fracasar, Suger se desempeñó como regente y lo hizo bastante bien. Aunque era benedictino, el abad no estaba completamente convencido de que renunciar al mundo fuera el camino correcto y, en cambio, pensaba que una abadía, en tanto cumbre de la jerarquía terrenal, debía demostrar una magnificencia que reflejara ese hecho.[1598] «Que cada uno siga su propia opinión. En cuanto a mí declaro que lo que me ha parecido sobre todo justo es que todas las cosas preciosas que existen deben servir por sobre todo para celebrar la santa eucaristía. Si las copas de oro, si los vasos de oro y si los pequeños morteros de oro servían [en el Templo, en el antiguo Israel], según la palabra de Dios y la orden del profeta, para recoger la sangre de los machos cabríos, de los terneros y de una novilla roja, cuántos recipientes de oro, piedras preciosas y todo cuanto de precioso hay en la creación son necesarios para recibir la sangre de Cristo».[1599] En consonancia con ello, entre 1134 y 1144, Suger reconstruyó y redecoró en su totalidad la iglesia-abadía de San Dionisio, utilizando todos los recursos a su disposición para crear un nuevo entorno para la liturgia.

Orgulloso de su logro, Suger escribió dos libros sobre él: Sobre Su administración y Sobre la consagración. En ellos nos dice que pensaba que San Dionisio debía ser una summa de todas las innovaciones estéticas que había conocido en sus viajes por el sur de Francia, a las que además debía superar. Se inspiró para ello en la teología del santo que daba nombre a la iglesia: pseudo Dionisio Areopagita (llamado así porque, además de sostener que había sido uno de los primeros discípulos griegos del apóstol Pablo, se identificaba como miembro del Areópago, el antiguo tribunal ateniense).[1600] Tradicionalmente se considera que Dionisio es el autor de un tratado místico medieval (entregado por el papa a la abadía que lleva su nombre en el siglo VIII) cuya idea central es que Dios es luz. Según esta teología, todo ser vivo recibe y transmite la iluminación divina, la cual baña todo el mundo de acuerdo con una jerarquía establecida por Dios. Mientras Dios es luz absoluta, todas sus criaturas reflejan Su luz de acuerdo con su resplandor interno. Es este concepto el que inspira la forma misma de las catedrales del siglo XII, de las que la del abad Suger fue el prototipo.[1601]

Además de la luz como concepto general, Suger introdujo varias características adicionales. Las dos torres almenadas de la fachada tenían como objetivo proporcionar a la catedral un aspecto militar, un símbolo del cristianismo militante y del papel del rey en la defensa de la fe. El portal, dividido en tres partes, refleja la doctrina de la Trinidad. El rosetón ilumina tres capillas elevadas «dedicadas a las jerarquías celestiales»: la Virgen, san Miguel y los ángeles. Al final del coro hay una serie semicircular de capillas (el ábside), que, además de permitir que muchos monjes o sacerdotes celebraran la eucaristía al mismo tiempo, aportaba al coro nueva luz para complementar la procedente del rosetón. Por otro lado, estando los contrafuertes ahora situados fuera del templo, quedaba espacio en el interior para un deambulatorio, alrededor de la nave, del que sobresalían capillas laterales, igualmente iluminadas por la luz natural, que permitían a su vez que todavía más monjes y sacerdotes dijeran misa. El hecho más destacado, sin embargo, era que la iglesia estaba ahora completamente abierta (en especial porque Suger había quitado la pantalla que separaba el coro de la nave) y el interior estaba todo bañado en una misma luz, como si la estructura entera fuera una única entidad mística.[1602] La teología de la luz no sólo era responsable de la introducción de las vidrieras de colores sino también del papel que en las nuevas catedrales tenían las piedras y materiales preciosos —las joyas, los esmaltes, el cristal—, tan dominantes en el arte medieval. Se creía que las piedras preciosas poseían un poder mediador, un valor moral incluso, y cada una simbolizaba una virtud cristiana. Todas estas entidades relacionadas de algún modo con la luz tenían como objetivo ayudar a los feligreses, reunidos formando una enorme congregación, a acercarse a Dios.

Suger tuvo acaso más éxito del que esperaba. Entre 1155 y 1180 se construyeron catedrales en Noyon, Laon, Soissons y Senlis. El rosetón de San Dionisio inspiró estructuras similares en Chartres, Bourges y Angers. Los obispos de Inglaterra y Alemania pronto empezaron a imitar las catedrales francesas, que no han perdido su esplendor en los casi mil años que han transcurrido desde que fueron erigidas.

Las primeras catedrales no fueron usadas sólo para la liturgia. Los obispos con experiencia permitían que los gremios y otras corporaciones de laicos se reunieran en ellas. Eran tantos los nativos que habían participado en la construcción de la catedral de su localidad que todos conocían el edificio bastante bien. En Chartres, cada corporación quería su propia vidriera de colores.[1603] El hecho de que las catedrales lograran atraer a los ciudadanos como nunca habían conseguido hacerlo los monasterios —situados en el campo, fuera de las ciudades— les permitió convertirse también en escuelas. El área cercana a las catedrales se conocía normalmente como el claustro, aunque se tratara de un espacio abierto, y fue allí donde empezaron a congregarse los alumnos junto a los artistas y artesanos. Además, las escuelas de los obispos eran diferentes de las monásticas, pues al estar en la ciudades eran más abiertas, más de este mundo, y la formación que ofrecían reflejaba este hecho. Mientras en los monasterios la instrucción era una cuestión de pares —un monje joven acompañaba a uno de mayor edad—, en las escuelas catedralicias la situación era bastante diferente y los estudiantes formaban un grupo que se sentaba a los pies del maestro. En un principio, la mayoría de los alumnos eran todavía clérigos para los que el aprendizaje era especialmente un acto religioso. Pero vivían en la ciudad, rodeados de laicos, y al final su trabajo sería de tipo pastoral, junto a las personas, no ya renunciando al mundo en un monasterio.

En semejante ambiente, las palabras viajaban con mucha más rapidez de lo que lo hacían en la época de los monasterios, y los aspirantes a clérigos o a eruditos se enteraban enseguida de quiénes eran los maestros más inteligentes, cuáles habían publicado más libros y en qué escuelas el debate era más animado. Cuando los contemporáneos mencionan escuelas con doctrinas características, por lo general se refieren a un maestro de renombre. Por ejemplo, los «meludinenses» deben su nombre a Roberto de Melun, mientras que los «porretani» eran los discípulos de Gilberto de Poitiers.[1604] En este sentido, las escuelas que ofrecían las mejores oportunidades eran, en primer lugar, la de Laon, luego la de Chartres y después la de París. Originalmente la palabra schola se aplicaba a todas las personas de un monasterio o catedral que formaban parte del coro.[1605] Lo que ocurrió en el siglo XII fue que el número de estudiantes aumentó con rapidez y excedió con creces el del personal que era necesario para ocuparse de una iglesia.

En este contexto, los alumnos aprendían principalmente a leer y escribir en latín, a cantar y a redactar prosas y versos. Sin embargo, los nuevos alumnos que no iban a convertirse en clérigos querían estudiar cuestiones más prácticas: leyes, medicina, historia natural. Y asimismo deseaban entrar en contacto con los textos más importantes de su tiempo y aprender a debatir y analizar.

A principios del siglo XIII París tenía una población de cerca de doscientos mil habitantes y estaba creciendo a toda velocidad, ya no confinada a la Île de París. En todos los aspectos la ciudad ofrecía enormes ventajas, entre otras, la abundancia de comida y vino y el hecho de que en un radio de unos ciento sesenta kilómetros se encontraban, por lo menos, otras veinticinco escuelas famosas. Esto consiguió crear una masa crítica de gente educada que contribuyó a alimentar aún más la demanda. La ciudad contaba también con muchas iglesias, cuyos edificios anexos con frecuencias proporcionaban alojamiento y alimentación a los estudiantes. Everardo de Ypres, que estudió tanto en Chartres como en París, cuenta que, mientras en la primera escuela formaba parte de una clase de cuatro alumnos, en la última participaba en una de trescientos estudiantes, reunidos en un amplio salón.[1606]

Las meras dimensiones de París eran lo que contaba. Hacia 1140 constituía, de lejos, la escuela dominante de Europa septentrional, aunque quizá fuera más apropiado hablar de «escuelas». Su reputación se basaba en el hecho de que reunía a una gran cantidad de maestros independientes, no a uno solo, y fue esto lo que permitió las interacciones e intercambios que darían origen al pensamiento escolástico. «Para el año 1140 era posible encontrar en París prácticamente de todo. Es cierto que para estudiar la ley canónica de altos vuelos era necesario desplazarse hasta Bolonia, y que para conocer los últimos avances de la medicina había que ir a Montpellier; no obstante, en cualquier rama de la gramática, la lógica, la filosofía y la teología, París proporcionaba todo lo que pudiera desear el estudiante más ambicioso, además de un respetable nivel en derecho y medicina».[1607] Trabajando sobre documentos de la época, R. W. Southern ha identificado diecisiete maestros de París en el siglo XII, entre ellos, Abelardo, Alberico, Pedro Elías y Pedro Lombardo.

Para mediados del siglo XII, centenares de estudiante procedentes de Normandía y Picardía acudían a París cada año. La enseñanza aún tenía lugar en el claustro de Nuestra Señora pero estaba empezando a extenderse, en primer lugar, en el margen izquierdo del Sena. Los nuevos maestros, nos cuenta Georges Duby, alquilaban establos en la calle Fouarre y en el Petit Pont. En 1180 un inglés que había estudiado en París fundó un colegio para estudiantes pobres y al sur del Sena, al otro lado de la Île de la Cité, empezó a desarrollarse un nuevo distrito en cuyas estrechas calles nació la Universidad de París.

La vida intelectual de las escuelas, y luego la de las universidades, era muy diferente de la de los monasterios. En estos últimos, la vida intelectual no se distinguía mucho de la contemplación y meditación solitaria alrededor de un texto sagrado, si bien algunas instituciones buscaron reunir buenas bibliotecas: por ejemplo, la abadía de Fulda, en Alemania, tenía dos mil volúmenes a disposición de los estudiosos, y Cluny contaba con cerca de un millar, incluida una traducción al latín del Corán. En Chartres y París, en cambio, se discutía. Maestros y alumnos se enfrentaban unos a otros en el equivalente intelectual del combate caballeresco, lo que en el contexto de la época era tan emocionante e impredecible en sus resultados como aquél: los maestros no siempre eran los vencedores. La base del currículo de las escuelas todavía la constituían las siete artes liberales establecidas en la alta Edad Media, pero ahora el trivium empezaba a ser considerado como la parte elemental, preparatoria, del curso. La principal meta del trivium era preparar al clérigo para el desempeño de su función más importante, ser capaz de leer la Biblia e interpretar críticamente los textos sagrados con el fin de extraer la verdad que contenían. No obstante, para poder hacer esto, los alumnos tenían que conocer los aspectos más sutiles del latín y para ello se estudiaban algunos autores clásicos, esto es, paganos, en particular, Cicerón, Virgilio y Ovidio. La enseñanza impartida en las escuela condujo al clasicismo y alimentó un renovado interés en la Roma clásica y la antigüedad en general.[1608]

Sin embargo, un hecho todavía más importante fue el surgimiento de la lógica, gracias al redescubrimiento de Aristóteles. «Desde la década de 1150, las ediciones en latín de los escritos redescubiertos empezaron a inundar las bibliotecas de los académicos». En el siglo XII, la lógica llegó a convertirse en la disciplina más importante del trivium y un clérigo llegó a sostener incluso que la razón era «el honor del hombre». (La única obra de Platón conocida entonces era el Timeo y no de forma completa).[1609] La lógica, se pensaba entonces, permitiría que los hombres penetraran de forma gradual los misterios de Dios. «Puesto que se consideraba que todas las ideas tenían su origen en el pensamiento del Dios creador y que en el texto de las Escrituras adoptaban una expresión imperfecta, oculta, disimulada detrás de términos a menudo oscuros y contradictorios, era el razonamiento lógico el encargado de disipar estas sombras y de resolver estas contradicciones. Partir de la palabra, descubrir su significación profunda».[1610] En la raíz de la lógica se encuentra la duda, pues de la duda derivan el razonamiento dialéctico, la discusión, el debate y la persuasión (que también sirven de base a la ciencia). «Indagamos a través de la duda», sostiene Abelardo, «y al indagar percibimos la verdad». Una de las principales característica de la «antigua lógica» eran los «universales», la idea, esencialmente platónica, de que todo tiene una forma ideal, desde la «silla» hasta el «caballo», por decir algo; el principio subyacente a esta concepción era que si todo podía ser dispuesto en un orden sistemático (lógico), entonces sería posible entender el propósito de Dios. Desarrollada en primera instancia por Pedro Abelardo (a quien Anders Piltz, en su estudio sobre la enseñanza medieval, describe como «el primer académico») en París, la «nueva» lógica sostenía que muchos episodios de la Biblia eran contrarios a la razón y, por tanto, no podían simplemente ser aceptados, sino que debían ser cuestionados. El pensamiento verdadero, insistía Abelardo, debía inspirarse en las obras de Aristóteles y basarse en silogismos del tipo: si todo A es B, y todo C es A, entonces todo C es B. Su obra Sic et non personificó este acercamiento al identificar pasajes contradictorios en la Biblia y compararlos con el objetivo de reconciliarlos allí donde era posible. Junto a Abelardo destaca Pedro de Poitiers, quien sostenía que «aunque la certidumbre exista, tenemos la obligación, sin embargo, de dudar de los artículos de la fe, de investigar y de discutir». Juan de Salisbury, un inglés que había estudiado en numerosas ciudades, París incluida, consideraba también que la lógica era central para el entendimiento: «En ella se apoyan todos los progresos del espíritu que por medio de la ratio superan y hacen inteligible la experiencia de los sentidos; luego el intellectus establece las causas divinas de las cosas y aprende el orden de la creación; por último se llega al verdadero saber, a la sapientia».[1611] En nuestro días, la palabra «lógica» resulta árida y seca y ha perdido gran parte del interés que suscitaba. En los siglos XI y XII, sin embargo, se trataba de una materia combativa y de muchísima actualidad, una etapa en el advenimiento de la duda y el cuestionamiento de la autoridad que ofrecía la oportunidad de acercarse a Dios de una manera nueva.

Con todo, las catedrales formaron parte de un cambio mucho más amplio en la sociedad que impulsó no sólo la creación de escuelas sino que propició su evolución en lo que hoy llamamos universidades. Las catedrales, como hemos visto, eran entidades urbanas y las ciudades eran lugares en los que además de conocimientos religiosos se necesitaban conocimientos prácticos. La matemática, por ejemplo, una disciplina que se había beneficiado de la traducción de libros árabes que eran, a su vez, versiones de obras griegas o indias, fue central para la construcción misma de las catedrales. Los arbotantes, inventados en París en el siglo XII, debían su concepción al menos en parte a la ciencia de los números. Las nuevas ciudades, donde cada vez más y más gente vivía más cerca una de otra, también tenían una enorme necesidad de médicos y abogados, y ello estimuló igualmente el que las escuelas evolucionaran para convertirse en universidades.[1612]

Repasemos el concepto de artes liberales.[1613] La noción griega de los estudios liberales era la de un sistema educativo apropiado para los ciudadanos libres, del cual tenemos por lo menos dos versiones: la de Platón, desde cuyo punto de vista filosófico y metafísico la educación debía tener como objetivo la excelencia moral e intelectual, y la de Isócrates, que defendía un currículo más adecuado al compromiso práctico con la comunidad y la vida política. Esto fue refinado por primera vez por los romanos, en particular por Varrón, quien en el siglo I a. C. compiló su De Novem Disciplinis, obra que identificaba nueve disciplinas: gramática, lógica, retórica, geometría, aritmética, astronomía, música, medicina y arquitectura. Como explicamos en el capítulo 11, a principios del siglo V, Marciano Capela redujo a dos las artes liberales de Varrón en su obra Las bodas de Filología y Mercurio, con lo que la medicina y la arquitectura pasaron a ser las primeras profesiones organizadas de forma separada.[1614] La clasificación de Capella fue ampliamente aceptada y durante los siguientes siglos se volvió habitual dividir sus siete artes liberales en trivium (gramática, lógica y retórica) y quadrivium (geometría, aritmética, astronomía y música). Según Alan Cobban en su historia de las universidades medievales, antes del año 1000 las materias que conformaban el quadrivium habían sido relativamente descuidadas, pues se las consideraba menos importantes para la formación de un cuerpo de clérigos educados. «Las aptitudes aritméticas necesarias para calcular las fechas de las festividades eclesiásticas móviles era con frecuencia todo lo que el estudiante aspirante a sacerdote aprendía del quadrivium».[1615] La educación era un experiencia fundamentalmente literaria que no suponía ningún desafío a las capacidades analíticas de los novicios (se aprendía a escribir en tablillas de cera).[1616] El que la lógica se convirtiera en la principal disciplina intelectual, por encima de la gramática y la retórica, fue una enorme metamorfosis intelectual que marcó una ruptura con «un sistema educativo basado en el conocimiento acumulativo y los modelos de pensamiento del pasado» y propició el surgimiento de otro que «derivaba su fortaleza del espíritu de la investigación creativa, que siempre mira hacia adelante». La idea de que las artes liberales eran un preludio a estudios más avanzados, y en especial a la teología, puede resultarnos hoy extraña, ya que, en el mejor de los casos, tales áreas apenas tienen para nosotros una relación tangencial con la teología.[1617] No obstante, ello formaba parte del legado de la concepción griega de los estudios liberales según la cual la mente debía ejercitarse en un amplio abanico de disciplinas como necesaria preparación para una vida plena en una democracia responsable. La principal diferencia era que en la Edad Media la teología había pasado a ocupar la posición en la cima de la jerarquía educativa que la filosofía tenía en el mundo griego.

Otro aspecto de ese legado era el boyante optimismo de las escuelas. Todos los maestros compartían la opinión de que los hombres, pese a su condición de seres caídos, eran «capaces de desarrollar al máximo sus dotes intelectuales y espirituales», de que el universo poseía un orden y, por tanto, era accesible a la investigación racional, y de que el hombre podía dominar su entorno gracias al intelecto, el conocimiento acumulativo y la experiencia.[1618] Se pensaba que, más allá del ámbito de las verdades reveladas, la capacidad del hombre para conocer y entender el mundo era ilimitada. Como anota Alan Cobban, esto supuso una reorientación capital en la historia del pensamiento de Europa occidental. Algo que quedó demostrado con claridad en el enfrentamiento entre Anselmo, el arzobispo italiano de Canterbury, más conocido hoy como san Anselmo, y el monje Gaunilo. Anselmo había creído encontrar una prueba —una prueba lógica— de la existencia de Dios razonando que si podemos imaginar un ser perfecto, ese ser perfecto —Dios— debe existir, pues, de otro modo, existiría un ser más perfecto que el que hemos sido capaces de concebir. Para nosotros esto no pasa de ser un mero juego de palabras, y lo mismo pensó Gaunilo, que de forma lacónica señaló que podemos fácilmente imaginar una isla más perfecta que cualquier otra que exista, pero ello no significa que semejante isla exista en realidad. Lo interesante de este intercambio, sin embargo, es que Anselmo, una destacada figura en comparación con el monje, publicó la respuesta de Gaunilo junto a su propia réplica. El debate daba por hecho que era posible hablar acerca de Dios en términos «razonables», que Dios podía ser estudiado como cualquier otra cosa y que el rango no tenía ninguna relación con la autoridad.[1619] Esto era algo nuevo.

Las cuatro áreas de estudio que impulsaron las primeras universidades fueron la medicina, el derecho, la ciencia y las matemáticas. La medicina y el derecho fueron muy populares en la baja Edad Media.[1620] Se trataba de carreras prácticas, que permitían acceder a buenos sueldos y a una posición estable dentro de la comunidad. A ambas vino a sumarse el ars dictaminis o dictamen, el arte de componer cartas y documentos formales, una rama especializada del derecho y la retórica. Estas tres disciplinas no tardaron en convertirse en enemigas naturales del humanismo literario pues constituían el lado práctico de las incipientes universidades, en fuerte contraste con el carácter sosegado y libre de compromisos del estudio de la antigüedad clásica. Por tanto, las primeras universidades no fueron resultado de un plan y su naturaleza profesional fue consecuencia de necesidades prácticas. Ahora bien, en lo que respecta a las ciencias las universidades tienen un origen incierto debido a la persistente desconfianza con que los clérigos veían a los autores paganos. Por ejemplo, Pedro Comestor, canciller de Nuestra Señora de París desde 1164, predicó que los autores clásicos podían ser útiles para el aprendizaje de la escritura pero que gran parte de sus «emanaciones» debían evitarse. Hacia el año 1200, Alejandro de Villedieu denigró a la escuela de la catedral de Orleans (hasta mediados del siglo XIII un importante centro de estudios humanísticos), a la que describe como «una pestilente cátedra de enseñanza… que difunde el contagio entre la multitud».

Alejandro, además, insistía en que nada contrario a las escrituras debía leerse.[1621]

Esta actitud se difundió y a principios del siglo XIII el mismo Aristóteles fue atacado. Desde el inicio de los estudios de lógica, los libros de Aristóteles habían sido traducidos en cantidades crecientes, en especial sus libros científicos sobre la naturaleza, hasta que su obra apareció como una filosofía completa, una síntesis del conocimiento alcanzada sin ninguna aportación de las creencias cristianas. Un historiador afirma que la recuperación de las obras de Aristóteles fue un «momento crucial en la historia del pensamiento occidental… sólo comparable al impacto que luego tendrían la ciencia newtoniana y el darwinismo».[1622] En la Universidad de París, la comunidad más apasionada y problemática en términos intelectuales era, sin duda alguna, la de la facultad de artes liberales, en la que «la filosofía era el rey» y cuyos maestros «constituían un elemento permanente de agitación y eran la fuerza que animaba las revoluciones intelectuales».[1623] De hecho, la facultad de artes liberales prácticamente se convirtió en una universidad dentro de la universidad, y cuando los libros de Aristóteles estuvieron disponibles en latín, los maestros modificaron el currículo para tenerlos en cuenta. No obstante, integrar las obras lógicas del filósofo en los estudios era algo muy diferente de discutir sus libros sobre la «naturaleza». En 1210 un sínodo local de obispos ordenó que se diera por terminado todo estudio de Aristóteles, cuyas obras no debían leerse ni en público ni en privado «bajo pena de excomunión».[1624] El papado respaldó esta prohibición en 1231 y, de nuevo, en 1263, y el obispo de París volvió a pronunciarse en este sentido en 1277. Posteriormente, se autorizó su estudio en privado, pero no su enseñanza pública. La prohibición de Aristóteles que la Iglesia buscó implementar es otro aspecto del control del pensamiento que podemos añadir a los descritos en el capítulo anterior.

Otras técnicas de control se añadirían luego. En 1231 debatir temas científicos en lenguas vernáculas se convirtió en una infracción punible, pues la Iglesia no quería que la gente común y corriente fuera expuesta a semejantes ideas. Con todo, ninguna prohibición puede aspirar a ser total: a fin de cuentas, para algunas personas el hecho de que ciertos libros estén prohibidos sólo los hace más atractivos. Y además Aristóteles no fue prohibido en todos lados, Toulouse, por ejemplo, u Oxford. La prohibición empezó a fracasar de forma absoluta después de 1242 cuando Alberto el Teutónico, hoy conocido como Alberto Magno, se convirtió en el primer alemán en ocupar la cátedra de teología en París. Pese a ser un firme adversario de la herejía, Alberto estaba muy interesado en las ideas de Aristóteles y pensaba que las obras completas del filósofo debían estar disponibles en toda Europa. Para Alberto había tres formas de alcanzar la verdad: la interpretación de las Escrituras, el razonamiento lógico y la experiencia empírica. Estos dos últimos eran evidentemente enfoques aristotélicos, pero Alberto fue aún más allá, pues aunque aceptaba el papel de Dios en la creación del universo, insistió en que la investigación (como hoy la llamaríamos) de los procesos naturales no debía ser obstaculizada por consideraciones teológicas, ya que sobre ellos «sólo la experiencia nos proporciona certeza».[1625] «La verdadera preocupación de la ciencia natural no es establecer lo que Dios podría hacer si quisiera, sino lo que ha hecho, esto es, qué ocurre en el mundo “de acuerdo a las causas inherentes de la naturaleza”».[1626] Aristóteles había sostenido que «conocer… es entender las causas de las cosas».[1627]

En Alberto podemos apreciar destellos de una separación entre diferentes formas de pensamiento. Alberto tenía una fe sólida y era esa fe la que le permitía pensar que era posible vincular la filosofía aristotélica y las creencias ortodoxas con miras a enriquecer nuestra comprensión del universo.

Otros, no obstante, fueron más radicales. Por ejemplo, un polémico efecto de la devoción por Aristóteles fue la llamada teoría de la «doble verdad» defendida por dos académicos, Sigerio de Brabante (muerto en 1284) y el danés Bo, conocido como Boecio de Dacia. La prohibición de Aristóteles en la Universidad de París no se aplicaba en todos los rincones de la ciudad y ello permitió el desarrollo de una filosofía inspirada en las ideas del maestro griego. La innovación más importante de las dos figuras que ahora nos interesan fue considerar la posibilidad de que una cosa fuera verdad en filosofía y otra en teología, una propuesta radical para su época (para cualquier época, de hecho). Boecio, en particular, sostuvo que el filósofo debía disfrutar de los frutos de su inteligencia y explorar el mundo de la naturaleza, este mundo, pero que sus dotes no lo autorizaban a indagar, digamos, el origen del universo o el origen del tiempo o el misterio de la creación, el cómo algo puede surgir de la nada. Estas cuestiones, así como lo que pasará en el Día del Juicio, son materia de revelación, no de razón, y por tanto quedan fuera del ámbito de la filosofía: hay dos conjuntos de verdades, las del filósofo natural y las del teólogo. Al igual que las ideas de Alberto, esta distinción entre dos áreas de pensamiento constituye una etapa en el desarrollo de la idea de un mundo secular.

En la Iglesia, sin embargo, muchos consideraron que las ideas de Sigerio eran todavía más problemáticas, ya que parecía deleitarse con los aspectos más desconcertantes de las enseñanzas aristotélicas, a saber, que el mundo y la raza humana eran eternos, que el comportamiento de los objetos estaba gobernado por su naturaleza, que el libre albedrío estaba limitado por la necesidad, que todos los seres humanos comparten un único «principio intelectivo». En sus clases, Sigerio se negaba a abordar con detalle las implicaciones de todo esto, pero no resultaba difícil leer entre líneas: en un universo así no había lugar para la Creación, Adán, el Juicio Final, la Divina Providencia, la Encarnación, la Expiación y la Resurrección.[1628] Esto, desde luego, era lo que inquietaba a los clérigos ortodoxos, y Aristóteles había sido prohibido precisamente porque su obra conducía a estas conclusiones. Otro profesor de teología en París, Juan de Fidanza, quien adoptó el nombre de Buenaventura, se sentía particularmente preocupado por la insistencia de Aristóteles en que, a pesar de ser Dios la primera causa de todo lo que existe, los seres naturales tienen sus propias causas y efectos, que operaban sin intervención divina.[1629] Según Buenaventura (y muchos que pensaban como él), semejante razonamiento conducía a un mundo desprovisto de Dios, por ello intentó corregir a Aristóteles de manera que, por ejemplo, el que las hojas de un árbol se marchitaran no fuera resultado de un proceso natural sino consecuencia de las cualidades que Dios había otorgado al árbol.

Como estos párrafos muestran, la teología escolástica (y el pensamiento escolástico en general) alcanzó en París su momento cumbre a mediados del siglo XIII, en un proceso que culminaría con la grandiosa síntesis de Tomás de Aquino, quien ha sido considerado «el pensador occidental más influyente entre Agustín y Newton». La gran contribución de Aquino fue su intento de reconciliar a Aristóteles y el cristianismo, aunque (como veremos durante el resto de este libro) su aristotelización del cristianismo fue más influyente que su cristianización de Aristóteles. Nacido entre Roma y Nápoles e hijo de un conde, Aquino era un hombre corpulento y reflexivo, pero, al menos en primera instancia, fácil de subestimar. Sin embargo, Alberto, su profesor y maestro, supo ver sus dotes y Tomás no le decepcionó.

Según Aquino, había sólo tres verdades que no podían ser demostradas mediante el pensamiento natural y que, por tanto, debían ser aceptadas: la creación del universo, la naturaleza de la Trinidad y el papel de Jesús en la salvación.[1630] Más allá de esto, Aquino se puso del lado de Aristóteles y en contra de Agustín, lo que resultaba mucho más polémico y fue sin duda mucho más influyente. Tradicionalmente se consideraba que, de acuerdo con el razonamiento de Agustín, debido a la Caída, los hombres y las mujeres venían al mundo para sufrir en él y su única esperanza real de alcanzar la felicidad estaba en el cielo. Aristóteles, en cambio, sostenía que este mundo, esta vida, ofrecía incontables oportunidades de alegría y felicidad, «la más perdurable y confiable de las cuales es la alegría de poder emplear nuestra razón para aprender y entender».[1631] Tomás corrigió esto al sostener que podemos usar nuestra razón para tener un anticipo de la otra vida, y una relativa felicidad, aquí en la tierra. Este mundo natural, sostuvo, «no es en ningún sentido malo».[1632] ¿Cómo puede ser malo el cuerpo, pregunta Aquino, si Dios lo santificó mediante la encarnación de Su Hijo? Tomás pensaba que el cuerpo y el alma estaban íntimamente ligados. El alma no era un fantasma en la máquina, sino que adoptaba su forma a partir del cuerpo como, decía, una escultura metálica toma su forma del molde. Éste era acaso el aspecto más místico de su pensamiento.

A diferencia de Sigerio, Aquino no fue considerado en su época un radical. Para muchos, sin embargo, esto lo hacía todavía más peligroso. Representaba la cara razonable del aristotelismo medieval, en particular al sostener que esta vida era más importante de lo que los tradicionalistas aceptaban: su idea era que la vida podía ser disfrutada y que Aristóteles tenía mucho que decir sobre cómo hacerlo. Esto suponía, de alguna forma, restar importancia a la otra vida y es claro que, durante las siguientes décadas y siglos, ello tendría un enorme efecto en la Iglesia, cuya autoridad se debilitaría progresivamente.

Hasta cierto punto, las escuelas atenienses, que se remontan al siglo IV a. C., la escuela de derecho de Beirut, que floreció entre los siglos III y VI, y la Universidad imperial de Constantinopla, que fue fundada en el año 425 y funcionó de forma intermitente hasta 1453, prefiguraron las universidades europeas. Los académicos medievales tenían noticias de estas instituciones y Alan Cobban se refiere a la noción de translatio studii, que había aparecido en la era carolingia y según la cual el centro del conocimiento había pasado de Atenas a Roma, de Roma a Constantinopla y de allí a París. «En este esquema las nuevas universidades eran la encarnación del studium, uno de los tres grandes poderes que dirigían la sociedad cristiana, siendo los otros dos el poder espiritual (sacerdotium) y el temporal (imperium)».[1633]

El término moderno «universidad» parece haber sido introducido de forma accidental, procedente del latín universitas, que en los siglos XII, XIII y XIV era empleado «para designar cualquier conjunto o cuerpo de personas con intereses comunes y estatus legal independiente», lo que significa que podía designar a una corporación de artesanos o a una congregación municipal, con frecuencia con sus propias normas de etiqueta.[1634] No fue hasta finales del siglo XIV y principios del XV que la palabra universitas empezó a ser utilizada en el sentido que le damos en nuestros días. El término medieval equivalente era studium generale; mientras studium denotaba un lugar con instalaciones para el estudio, generale hacía referencia a la capacidad de la escuela para atraer estudiantes de fuera de otras regiones distintas de la local. La expresión fue utilizada por primera vez en 1237 y el primer documento papal que la emplea se remonta a 1244 o 1245, donde se la usa para referirse a la fundación de la Universidad de Roma.[1635] Otras de las expresiones utilizadas eran studium universale, studium solemne y studium commune, si bien para el siglo XIV studium generale era la que se aplicaba a Bolonia, París, Oxford, Padua, Nápoles, Valencia y Toulouse. Las Siete partidas (1256-1263), el código legislativo de Alfonso X de Castilla, señalan las bases legales de esos primeros studia generalia. Las escuelas debían contar con maestros para cada una de las siete artes liberales, así como para enseñar derecho canónico y civil, y sólo el papa, el emperador o el rey podían autorizar su funcionamiento.[1636] No se menciona aquí lo que luego sería considerado un requisito adicional: la creación de facultades de teología, derecho y medicina como centros de excelencia para posgraduados. A principios del siglo XIII, sólo Bolonia, París, Oxford y Salerno proporcionaban una formación constante en algunas de estas disciplinas.[1637]

La primera universidad imperial, de hecho la primera universidad fundada de forma intencional, fue la de Nápoles, creada en 1224 por el emperador Federico II. La primera universidad papal fue la de Toulouse, autorizada por Gregorio IX en 1229 y fundada, en parte, para combatir las creencias heréticas. Esto dio origen a la idea de que la fundación de studia generalia era una prerrogativa exclusiva del emperador o el papa, una noción que para el siglo XIV se había convertido en doctrina aceptada.[1638] Esta disposición era más importante entonces de lo que sería hoy porque las nacientes universidades habían obtenido un buen número de considerables privilegios, dos en particular nos interesan en este momento. En primer lugar, los clérigos que contaban con beneficios tenían derecho a recibir los frutos de éstos mientras estuvieran estudiando en el studium. Dado que algunos cursos duraban hasta dieciséis años, esto no era poca cosa. El segundo privilegio fue el ius ubique docendi, el derecho de cualquier graduado de un studium generale a enseñar en cualquier otra universidad sin tener que examinarse de nuevo.[1639] Esto se remonta a la idea del studium, en el sentido de conocimiento, como «tercera fuerza» de la sociedad, ya que se lo consideraba universal, por encima de las fronteras de la nación y la raza. Esta idea de una mancomunidad de profesores en condiciones de moverse por toda Europa nunca llegó a materializarse. Cada uno de los nuevos centros de estudio se consideraba a sí mismo superior a los demás e insistía en examinar a quienes se habían graduado en las demás universidades.[1640]

Las primeras universidades fueron las de Salerno, Bolonia, París y Oxford. La primera de ellas, sin embargo, era bastante diferente de las otras tres. Aunque no tan importante como Toledo, Salerno tuvo un destacado papel en la traducción de textos científicos y filosóficos griegos y árabes al latín, si bien la medicina era la única disciplina en la que proporcionaba enseñanza superior.[1641] De hecho, Salerno era más conocida por el nivel de su práctica médica que por cualquier otra cosa (estaba rodeada de manantiales minerales a los que acudían los cojos y los ciegos). La escuela estaba formada por un conjunto de facultativos que pese a impartir algún tipo de enseñanza no constituían una corporación formal. En cualquier caso, las primeras muestras de una literatura médica aparecen allí en el siglo XI: enciclopedias, tratados sobre herbología y ginecología (cierto número de doctoras, entre ellas Trotula, ejercían la medicina en la ciudad) y bastantes obras árabes de ciencia y medicina y algunos textos médicos griegos traducidos al árabe.[1642] Estos textos estaban disponibles gracias a Constantino el Africano, un estudioso de origen árabe que se estableció en la ciudad hacia 1077, antes de viajar al norte, al monasterio de Monte Cassino, donde continuó su trabajo de traducción hasta su muerte en 1087. Los más influyentes tratados árabes que vertió al latín fueron el Viaticus de al-Jafarr, la obra de Issac Judaeus sobre la dieta, la fiebre y la orina, y la exhaustiva enciclopedia médica de Haly Abbas, compilada en Bagdad unos ciento cincuenta años antes. Las traducciones de Constantino dieron nuevo ímpetu al estudio de la medicina griega, lo que redundó, en el siglo siguiente, en decenas de nuevos libros escritos por médicos de Salerno. La ciudad desarrolló así un currículo médico que, tras ser exportado a París y otras universidades, se amplió gracias a la influencia de la nueva lógica y la escolástica.[1643] Estos avances se desarrollaron aún más en Bolonia y Montpellier. Hacia 1300 encontramos en Bolonia la primera referencia a la disección del cuerpo humano, lo que quizá fuera consecuencia de las investigaciones forenses necesarias para los procesos legales. (A su debido tiempo, el examen post mortem se convertiría en una parte fundamental del estudio anatómico). El primer texto sobre cirugía es un tratado anónimo hoy conocido como Cirugía de Bamberg (c. 1150). Entre las condiciones que describe se encuentran diversas fracturas y dislocaciones, lesiones del ojo y el oído, enfermedades de la piel, hemorroides, afecciones del nervio ciático y hernias.[1644] El libro explica además cómo tratar el bocio con sustancias ricas en yodo y refiere una forma de anestesia quirúrgica, una «esponja soporífera» empapada en extractos de beleño y amapola.[1645]

Bolonia, el más antiguo studium generale de Europa, contradice el panorama general de las universidades medievales al haber sido una creación laica destinada a satisfacer las necesidades profesionales de los laicos que querían estudiar derecho romano. La ley canónica, el particular dominio de los profesores y estudiantes eclesiásticos, no sería introducida en Bolonia hasta la década de 1140.[1646]

La confusión y polémica generada por la Querella de las Investiduras dio un enorme impulso a los estudios de derecho. «Dado que el derecho romano era la mejor arma ideológica disponible para confrontar la hierocrática doctrina papal, este sistema pasó a interesar de forma natural a los laicos preocupados por crear una embrionaria teoría política que refutara las afirmaciones del pensamiento político del papa».[1647] Con todo, fue la enseñanza de uno de estos primeros juristas lo que permitió que Bolonia superara a otras nacientes escuelas de leyes italianas, como la de Ravena y Pavía: Irnerio (quizá una latinización del Werner germánico), profesor de Bolonia hacia 1087. Al comentar el Corpus iuris civilis de Justiniano, Irnerio utilizó un método de análisis crítico similar al empleado por Abelardo en su Sic et non y de esta forma consiguió sintetizar la ley romana mejor de lo que cualquiera había logrado hacerlo antes. Los textos jurídicos básicos del derecho romano se pusieron a disposición del público en una forma apropiada para su estudio profesional, como un área particular de la educación superior, y ello colocó a Bolonia en una posición destacada como centro de estudios civiles al que empezaron a acudir estudiantes procedentes de toda Europa.[1648] La reputación de Bolonia aumentaría aún más poco tiempo después con la introducción, en las décadas de 1140 y 1150, de los estudios de derecho canónico. Este desarrollo estuvo encabezado por Graciano, quien era profesor de derecho canónico en la escuela monástica boloñesa de San Félix. Su Concordia discordantium canonum (conocida como el Decretum y terminada hacia 1140) hizo por el derecho canónico lo que Irnerio había hecho por el derecho romano: crear una síntesis práctica, adecuada para el consumo académico. El impacto de estos cambios puede apreciarse en el hecho de que, en los dos siglos siguientes, un alto porcentaje de los papas eran juristas, varios de los cuales habían sido profesores de derecho en Bolonia.[1649]

Otro de los logros de la universidad tuvo un carácter diferente: la Habitas, la constitución académica promulgada por el emperador Federico I en Roncaglia en noviembre de 1158, aparentemente por solicitud de los profesores del studium, y confirmada luego por el papado. La constitución adquiriría un tremendo significado que superó con creces su intención original y condujo a un sistema de privilegio académico que, finalmente, alcanzaría el mismo nivel que el tradicional privilegium clericorum.[1650] De hecho, la Habitas sería después venerada como el origen de la libertad académica «en el mismo sentido en que la Carta Magna se convirtió en punto de referencia indispensable de las libertades inglesas».[1651] La iniciativa empezó siendo un intento de la corona de respaldar a los abogados laicos frente al avance de los abogados canónicos, algo fomentado por la Querella de las Investiduras. En la Habitas el emperador aparece como ministro o servidor de Dios, una doctrina que refleja la idea de que el poder imperial derivaba directamente Dios sin la intermediación de la Iglesia.[1652] Con el paso del tiempo estas ideas serían refinadas para negar a los obispos cualquier poder sobre las universidades.[1653]

Los enfrentamientos entre el papado y el imperio sumieron a diversas ciudades italianas, entre ellas Bolonia, en luchas intestinas. Esta situación, cercana a la anarquía, promovió la formación de asociaciones de protección mutua, conocidas como sociedades de la torre o fraternidades. En este contexto se fundaron las escuelas boloñesas y fue así como la Universidad de Bolonia adquirió su característica distintiva, esto es, el ser una institución controlada por los estudiantes. La idea de una universidad de los estudiantes debe mucho al concepto contemporáneo de ciudadanía propio de los centros urbanos italianos, pues en un país cada vez más fragmentado por la guerra, la pertenencia a una ciudad era un bien preciado. En una situación en la que el estatus de ciudadano proporcionaba seguridad y protección, quienes carecían de él eran muy vulnerables; por tanto, fue casi natural que en Bolonia los estudiantes extranjeros de derecho se unieran para formar asociaciones de protección, o universitas. Más tarde, bajo la dirección de los rectores, éstas se dividirían en asociaciones nacionales.[1654]

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