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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 17. La difusión del saber y el ascenso de la exactitud

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Si la rivalidad entre el papa y el emperador fue uno de los factores que contribuyeron al especial carácter de Bolonia, otro fue la economía. La ciudad, habiendo comprendido las ventajas económicas de contar con una universidad en su municipio, pronto aprobó un estatuto que prohibía a los profesores establecerse en otro lugar.[1655] Los estudiantes, conscientes del poder que esto les daba, respondieron con la creación en 1193 de un universitas scolarium, cuyo objetivo era establecer un régimen en el que los estudiantes detentaban el poder en todo sentido. Bajo este sistema, los acuerdos contractuales entre estudiantes individuales y docentes fueron reemplazados por corporaciones de estudiantes organizados (y con frecuencia militantes), las universitates. Tal fue el éxito de este tipo de organizaciones que, finalmente, tanto la comuna de Bolonia como el papado reconocieron a las universitates.[1656] Es importante señalar que el hecho de que los estudiantes detentaran el poder en esta época dependía en parte de que en Bolonia los estudiantes de leyes eran bastante mayores que los estudiantes de la actualidad. Muchos tenían alrededor de veinticinco años y algunos estaban más bien cerca de los treinta. Buena parte ya habían obtenido un grado en artes antes de llegar a la ciudad y un buen porcentaje disfrutaba de beneficios eclesiásticos. Más importante aún era el hecho de que sus estudios podían prolongarse hasta diez años y de que, debido a sus beneficios, muchos eran personas acomodadas, por lo que su presencia en la ciudad era un factor significativo en su economía y finanzas.[1657] Todo ello tenía un gran impacto en la vida universitaria. Los estudiantes escogían a sus maestros varios meses antes del año académico y, tras ser elegidos, éstos debían pronunciar un juramento de sumisión. Los profesores eran multados si empezaban sus clases un minuto tarde o si las prolongaban más allá del tiempo acordado.[1658] Al comienzo de cada año académico los estudiantes y docentes se ponían de acuerdo en el currículo a seguir y el programa se dividía en puncta quincenales, de manera que los alumnos conocían con antelación cuándo iba a enseñarse cada tema en particular.

Los estudiantes continuamente evaluaban el desempeño de sus maestros, que podían ser multados si éste se consideraba insatisfactorio.[1659] Cualquiera que no consiguiera atraer a su curso a, al menos, cinco estudiantes era considerado ausente y multado en consecuencia. Si por alguna razón un maestro tenía que dejar la ciudad, estaba obligado a realizar un depósito como garantía de su regreso.[1660] Sin embargo, a medida que otras universidades empezaron a proliferar, Bolonia descubrió que este estricto régimen empezaba a perder su atractivo (en especial para los maestros) y, desde finales del siglo XIII, el municipio empezó a ofrecer salarios para los docentes. Desde entonces los estudiantes fueron perdiendo gradualmente su poder.[1661]

En el siglo XII también se estableció la forma en que debían desarrollarse las clases. Los textos, empezando por la Biblia, se estudiaban desde cuatro puntos de vista: el tema tratado, su objetivo inmediato, su propósito subyacente y a qué rama de la filosofía pertenecían. El maestro empezaba por explicar estos aspectos antes de glosar determinadas palabras o expresiones, y todo el proceso recibía el nombre de lectio o lectura. En un principio, no se permitía a los estudiantes tomar apuntes, pero a medida que las materias se hicieron más complejas, anotar lo que el maestro decía se convirtió en algo necesario.

El studium generale de Bolonia fue cerrado en distintas ocasiones durante la Edad Media por razones muy variadas que van desde la plaga hasta la prohibición papal. Dado el inherente conflicto entre el derecho civil y el canónico, y los representantes de uno y otro, esto acaso fuera inevitable. No obstante, una consecuencia directa de ello fue la fundación de diversos studia en Vicenza (1204), Arezzo (1215), Padua (1222), Siena (c. 1246) y Pisa (1343).

París, el más antiguo studium generale después de Bolonia, se diferenciaba (como hemos visto) en que su especialidad dominante era la teología. «La Universidad de París constituye el primer y más dramático ejemplo en la historia europea de la lucha por la autonomía universitaria ante la dominación eclesiástica».[1662] En este caso la inmediata barrera eclesiástica para el ejercicio de la libertad universitaria eran el canciller y el capítulo de la catedral de Nuestra Señora, cuyas escuelas, creadas en el siglo XI y situadas en el área cerrada del cloître, formaban la raíz primordial del studium. «A medida que la reputación de estas escuelas crecía, se vieron infiltradas por numerosos estudiantes externos y esto condujo al desorden. Cuando el obispo y el capítulo redujeron las posibilidades de estudiar en el claustro, los estudiantes emigraron a la orilla izquierda del Sena, el actual Barrio Latino. Para el siglo XII esto había dado origen a muchas escuelas, distribuidas alrededor de los puentes del Sena, y especializadas en teología, lógica y gramática».[1663]

París, a diferencia de Bolonia, fue desde el principio una universidad de maestros. Agrupados alrededor de Nuestra Señora, los académicos de París estaban satisfechos con su estado clerical debido a los privilegios e independencia que les daba (estaban exentos de ciertos impuestos y del servicio militar). Esto significaba que la Universidad de París era un enclave autónomo, protegido tanto por el rey como por el papa. Esta autonomía, dentro del área urbana de París, explica en parte su preeminencia en teología y, posteriormente, la colocó a la vanguardia del debate sobre la libertad académica.[1664] Al igual que ocurrió en Bolonia, los reyes Capetos de Francia no tardaron en comprender el valor económico de la población académica y desde un principio mostraron una actitud positiva y tolerante hacia maestros y estudiantes.[1665]

En París, la facultad de artes era, de lejos, la más grande de todas. Y de hecho, como la universidad era tan grande, los estudiantes de cada nacionalidad tenían su propia escuela, con un rector encargado de recaudar los honorarios. Estas escuelas —francesa, normanda, picarda anglo-germana— estaban ubicadas, principalmente, en la orilla izquierda del Sena, en la calle Fouarre, y en ellas estaba en germen la idea de los colegios universitarios. El impacto de la guerra de los Cien Años afectó gravemente a la Universidad de París, que perdió a sus estudiantes extranjeros. En parte como consecuencia de ello, florecieron universidades en todos lados: España, Inglaterra, Alemania, Holanda, Escandinavia.

Las universidades inglesas originales, Oxford y Cambridge, se diferencian de las continentales en que surgieron en pueblos que carecían de catedrales.[1666] En cierto modo, Oxford se desarrolló donde lo hizo por casualidad. En el siglo XII había varios lugares de Inglaterra en los que podría haberse desarrollado un studium generale; las catedrales de Lincoln, Exeter y Hereford, por ejemplo, contaban con buenas escuelas. York y Northampton eran otras posibilidades.[1667] Una teoría sostiene que Oxford surgió hacia 1167 como resultado de un éxodo de estudiantes procedentes de París.[1668] Otra afirma que, en un primer momento, Northampton contaba con una escuela preeminente, pero que la hostilidad de sus ciudadanos hizo que hacia 1192 los alumnos se trasladaran en masa a Oxford, cuya ubicación resultaba muy conveniente al ser un punto en el que se encontraban los caminos que conectaban Londres, Bristol, Southampton, Bedford, Worcester y Warwick.[1669]

También es posible (algunos dirían probable) que los estudiantes de Northampton hubieran sido atraídos por los extraordinarios profesores con los que ya contaba Oxford. Entre éstos estaban: Teobaldo Stampensis en 1117 y quizá ya en 1094; Roberto Pullen, alumno de Juan de Salisbury, en 1133; y Godofredo de Monmouth, que residió en Oxford entre 1129 y 1151.[1670] «La primera prueba específica de la existencia de diversas facultades y una gran concurrencia de maestros y estudiantes en Oxford nos la proporciona el testimonio de Gerardo de Gales, c. 1185, sobre la lectura de su Topographia Hibernica ante un grupo de académicos, una hazaña que tardó tres días. Hacia 1190 Oxford aparece descrita como un studium commune por un estudiante frisón [que asistía a clases allí]… Respalda esto la conocida presencia en Oxford, hacia finales de siglo, de cierto número de famosos eruditos como Daniel de Morley y Alejandro Nequam».[1671] Oxford estaba básicamente organizada siguiendo el sistema de París (es decir, estaba dirigida por los profesores, no por los estudiantes), pero nunca consiguió atraer tal cantidad de estudiantes extranjeros como su modelo. En términos organizativos se distinguía entre los procedentes del norte (boreales) y los procedentes del sur (australes, el sur del río Nene es lo que hoy conocemos como Cambridgeshire).[1672]

Mientras la principal especialidad de Bolonia era el derecho y la de París los estudios de lógica y teología, Oxford se hizo famosa por su trabajo en matemáticas y ciencias naturales.[1673] Como mencionamos brevemente antes, esto se debía en no poca medida a los numerosos ingleses que en el siglo XII viajaron por toda Europa para familiarizarse con los datos científicos revelados por las magníficas traducciones realizadas en Toledo, Salerno y Sicilia. Oxford se benefició también de la prohibición de estudiar los nuevos libros de Aristóteles impuesta por el papa a París a principios del siglo XIII.

Roberto Grosseteste es considerado en la actualidad como una figura clave en el movimiento científico oxoniense (convirtió a Aristóteles en lectura obligatoria). Obispo de Lincoln de 1235 a 1253, fue también uno de los primeros cancilleres de la universidad.[1674] Sus traducciones (conocía el griego, el hebreo y el francés) y su asimilación del nuevo material aristotélico disponible condujeron a dos avances que influyeron de forma decisiva en el desarrollo de la ciencia en la Edad Media: en primer lugar, la aplicación de las matemáticas a las ciencias como forma de describir y explicar los fenómenos naturales; y en segundo lugar, el énfasis en la observación y la experimentación como método fundamental para someter a prueba cualquier hipótesis. «Estos principios transformaron el estudio de los datos científicos, que dejó de ser un ejercicio más bien azaroso para convertirse en una investigación matemática integral de los fenómenos físicos basada en el ciclo tripartito de observación, hipótesis y verificación experimental».[1675]

Continuador de Grosseteste fue Roger Bacon, quien se convirtió en el primer científico en el sentido en que hoy usamos el término. Tras estudiar con Grosseteste en Oxford, Bacon dio clases en París, donde fue tan polémico como Abelardo lo había sido antes. Estaba convencido de que, algún día, el conocimiento científico daría a la humanidad un dominio completo sobre la naturaleza y pronosticó los submarinos, los automóviles y los aeroplanos (así como dispositivos para caminar sobre el agua). Al igual que su maestro pensaba que las matemáticas eran el lenguaje oculto de la naturaleza y que el estudio de la luz, la óptica, entonces llamada «perspectiva», permitiría al hombre acceder a la mente del Creador (creía que los rayos de luz viajaban en línea recta y que tenían una velocidad finita aunque muy rápida). El pensamiento de Bacon constituyó un avance definitivo para el paso de la mentalidad religiosa al moderno pensamiento científico.

Entre comienzos del siglo XIV y 1500 las universidades europeas pasaron de ser unas quince o veinte a ser cerca de setenta, aunque en Alemania y España este desarrollo tardó más que en otros lugares.[1676] La mayoría de las universidades del siglo XV habían sido fundadas como instituciones seculares por los municipios y el papado se limitó a confirmarlas. Esto incluye las de Treviso (1318), Grenoble (1339), Pavía (1381), Orange (1365), Praga (1347-1348), Valencia (1452) y Nantes (1461). Esta multiplicación permitió que cada vez más estudiantes acudieran al centro local, lo que ayudó a ratificar la naturaleza laica de las nuevas universidades. Muchos de los studia franceses del siglo XV —entre ellos los de Aix (1409), Dôle (1422), Poitiers (1431) y Bourges (1464)— se vieron libres de cualquier interferencia eclesiástica desde el principio, como ocurrió también en Alemania, Bohemia y los Países Bajos. Las universidades de Viena (1365), Heidelberg (1385) y Leipzig (1409) fueron fundadas por los gobernantes locales, mientras que las de Colonia (1388) y Rostock (1419) recibieron el patrocinio de las autoridades municipales. Por lo general, las universidades de Europa septentrional se organizaron siguiendo el modelo de París, esto es, como universidades de maestros; los establecimientos de Europa meridional, en cambio, adoptaron el sistema boloñés de universidad de los estudiantes.[1677]

Las universidades medievales no tenían requisitos formales de admisión. El futuro estudiante simplemente tenía que demostrar un suficiente conocimiento del latín para poder seguir las clases. (Y se esperaba igualmente que mientras estuvieran dentro del recinto de la universidad pudieran comunicarse en latín). Los estudiantes tampoco estaban obligados a presentar un examen escrito para obtener un título, pero sí se los evaluaba en todo momento a lo largo de su carrera académica. «La tasa de deserción era mucho mayor que la de nuestros días y las universidades no sentían que tuvieran la responsabilidad de guiar a alguien hacia un título dudoso».[1678] Además de asistir a las clases de la mañana (obligatorias y sin interrupciones), el estudiante debía acudir a los debates públicos que cada maestro ofrecía una tarde a la semana. Estos debates eran de dos tipos: de problemate, que involucraban cuestiones de lógica; y de quaestione, relacionados con matemáticas, ciencias naturales, metafísica y otras áreas del quadrivium. Los estudiantes avanzados tenían que contribuir a estos debates como requisito para obtener su grado. A pesar de que muchos de los estudiantes eran demasiado jóvenes para realizar verdaderas contribuciones a un debate formal, su presencia en estas exhibiciones les ayudaba a superar las rígidas limitaciones de una educación dominada por la idea de autoridad. Los debates más liberadores de todos eran los de quod libet.[1679] En estas ocasiones, era posible cuestionar cualquier proposición, independientemente de su autoridad, y abordar cualquier tema eclesiástico o político sin importar lo polémico que fuera. A estos certámenes podían asistir todos los que quisieran.[1680]

De forma paralela al surgimiento de las universidades, otro trascendental cambio estaba teniendo lugar en Europa, menos coherente, menos específico, menos delicado en términos religiosos o políticos, pero en última instancia un cambio igual de práctico y no menos profundo. Se trata del surgimiento de la cuantificación. En el medio siglo transcurrido entre, digamos, 1275 y 1325, apareció en Europa toda una serie de innovaciones que cambió por completo los hábitos del hombre y su forma de pensar el mundo. Según Alfred W. Crosby, «no volverían a verse cincuenta años como éstos hasta comienzos del siglo XX, cuando tuvo lugar una revolución similar en Europa con la aparición de la radio, la radioactividad, Einstein, Picasso y Schönberg».[1681] Durante este breve lapso de tiempo, dondequiera que uno mirara la vida se estaba volviendo más cuantificada y cuantificable. Algunos historiadores creen que éste fue un cambio de enormes consecuencias, que llevaría a Europa a tomar la delantera a China, la India y el islam.

Hasta este momento, el espacio y el tiempo habían sido cuestiones vagas. Por razones históricas y religiosas que los europeos consideraban «obvias», Jerusalén era el centro del mundo, el cual estaba dividido en cuatro reinos según un pasaje del libro de Daniel. El tiempo aún no se dividía universalmente entre antes y después de Cristo, y algunos preferían una distinción tripartita: de la Creación a los Diez Mandamientos, de los Diez Mandamientos a la Encarnación y de la Encarnación a la Segunda Venida.[1682] Por lo general, la gente creía que la salvación era imposible para todos aquellos que habían vivido antes de Jesús (y éste es el motivo por el que, en la Divina Comedia, Dante coloca a Homero, Sócrates y Platón en el Limbo y no en el Purgatorio o en el Paraíso). Aunque existían «horas», el día medieval se dividía en la práctica en las siete «horas» canónicas en las que se rezaban las oraciones: maitines, prima, tercia, sexta, nona (de donde deriva noon, la palabra inglesa para mediodía), vísperas y completas.[1683] Todo lo que había bajo los cielos estaba hecho de los cuatro elementos y estaba sujeto al cambio. Los cielos, por el contrario, eran perfectos, formaban una esfera perfecta compuesta por un quinto y perfecto elemento, «inmutable, sin mancha, noble y en todo sentido superior a los cuatro elementos con los cuales los seres humanos están en contacto».[1684] Una idea que pervive en nuestra palabra quintaesencia.

La noción de número también era aproximada en la Edad Media. Las recetas para fabricar vasos de vidrio o las partes metálicas de los órganos rara vez incluían cifras precisas y expresiones como «un poquito más» o «un trozo de tamaño medio» se consideraban indicación suficiente. Contar un gran conjunto de edificios, como los que había en la ciudad de París, podía ser considerado tan difícil como contar todas las espigas de un cultivo o las hojas de un bosque. Todavía se utilizaban los números romanos, lo que dificultaba la aritmética; además, no siempre los escribían como nosotros lo haríamos: MCCLXVII podía ser x.cc.l.xvij (era común terminar los números grandes con una jota para que no pudieran alterarse de forma fraudulenta). Los números cardinales y ordinales se representaba como vo y vm.[1685] Para contar con los dedos cifras superiores a una decena, la gente utilizaba las articulaciones de los dedos para designar los múltiplos de diez; y los números más grandes requerían complicaciones adicionales, de manera que, por ejemplo, poner el pulgar de una mano extendida en el ombligo significaba cincuenta mil. «La gente se quejaba de que los números más grandes requerían “la gesticulación de un bailarín”».[1686]

Sin embargo, y ésta es la cuestión relevante, hacia finales del siglo XIII la sociedad europea cambió de forma radical y de ser una sociedad centrada principalmente en la percepción cualitativa pasó a ser cuantitativa en todos los aspectos. Ello quizá tuviera alguna relación con el aumento de la población, ya que entre el año 1000 y 1340 la población occidental por lo menos se dobló. En todo caso, el hecho es que se introdujo lo que Jacques le Goff ha denominado «una atmósfera de cálculo» en la vida europea.[1687] Este cambio tuvo mucho que ver con el redescubrimiento de Aristóteles. Alfred Crosby llama la atención sobre el hecho de que mientras el Summa sententiarum, el texto básico de teología de Pedro Lombardo, escrito a mediados del siglo XII, contiene únicamente tres citas de filósofos seculares entre miles de referencias a los padres de la Iglesia, la Summa theologiae de Tomás de Aquino, escrita entre 1266 y 1274, incluye tres mil quinientas citas de Aristóteles sólo, mil quinientas de las cuales provienen de obras que Occidente desconocía por completo un siglo antes.[1688]

Fue en este momento, por ejemplo, cuando los niveles de alfabetización aumentaron abruptamente, algo en parte estimulado y en parte provocado por cambios en la escritura (un logro en este sentido fue la estabilización del orden de las palabras dentro de la frase en la cadena sujeto-verbo-objeto). El ejemplo más famoso de este hecho es la diferencia entre los papados de Inocencio III (1198-1216) y Bonifacio VIII (1294-1303), mientras el primero remitió a lo sumo unos pocos centenares de cartas cada año, el segundo llegó a enviar hasta cincuenta mil. M. T. Clanchy señala un detalle extraordinario: mientras la cancillería real inglesa usó en la década de 1220 una media semanal de 1,65 kilogramos de cera para sellar documentos, a finales de la década de 1260 esta cifra se había elevado hasta los 14,47 kilogramos. En esta época los espacios de separación entre palabras, frases o párrafos no existían o eran muy escasos (los romanos habían abandonado la separación de las palabras). Por lo general, eso significaba que la lectura era un ejercicio complicado que se realizaba en voz alta. Fue sólo a comienzos del siglo XIV cuando la nueva escritura cursiva se combinó con la separación de palabras, la puntuación, los títulos de capítulo, las cabeceras, las remisiones y otras herramientas que hoy damos por sentadas (además de algunas que no, como el uso de un semicírculo para indicar que una palabra continuaba en el siguiente renglón). Hacia 1200 Esteban Langton (futuro arzobispo de Canterbury) ideó el sistema de capítulos y versículos para dividir los libros de la Biblia, que hasta entonces habían circulado prácticamente indiferenciados. Las bibliotecas, por tradición, se organizaban de acuerdo a criterios religiosos: primero estaba la Biblia, luego los padres de la Iglesia y, en último lugar, los libros seculares sobre las artes liberales. Sin embargo, más allá de estas amplias distinciones el lugar ocupado por la mayoría de los textos era arbitrario y poco fiable, y fue en esta época cuando se introdujo la idea de un orden alfabético, capaz de ser entendido por todos y sin ningún significado doctrinal.[1689] De la misma forma, los académicos introdujeron también el índice analítico. Cada una de estas innovaciones modificó la experiencia de la lectura, que pasó de hacerse en voz alta a hacerse en silencio. En 1412 en Oxford y en 1431 en Angers surgieron disposiciones que ordenaban que las bibliotecas fueran lugares silenciosos (hasta entonces nunca lo habían sido). Esto condujo a que la lectura de libros desplazara a la emulación de figuras carismáticas como característica central de la educación. Estos cambios fueron muy significativos porque convirtieron la lectura en un acto privado y potencialmente herético (algo en extremo importante en la Inglaterra del siglo XV). También hay pruebas de que la privacidad aportada por la lectura silenciosa condujo a un aumento de la literatura erótica.[1690]

Los primeros relojes de las ciudades carecían de manecillas y esfera y sólo tenían campanas. (La palabra inglesa clock, «reloj», está emparentada con el francés cloche y el alemán glocke, que significan «campana»). Los relojes de campana fueron muy populares desde el principio. En una petición para que se instale uno en la ciudad de Lyón, podemos leer: «Si se construyera un reloj semejante, más comerciantes vendrían a las ferias, los ciudadanos se sentirían más alegres, felices y contentos y vivirían una vida más ordenada, y la ciudad habría ganado decoración».[1691] Muchas ciudades, incluso pequeñas, acordaron pagar impuestos con tal de poder contar con un reloj. El reloj mecánico fue inventado probablemente en la década de 1270 (el mismo decenio en que fueron inventados los anteojos), y en el Paraíso de Dante, escrito hacia 1320, encontramos una referencia a su funcionamiento. Aunque los relojes aparecieron en China antes que en Europa, fue el entusiasmo occidental por establecer horas de igual duración lo que cambió la percepción del tiempo. Un sistema horario de este tipo ya era de uso general en Alemania en la década de 1330.[1692] Jean Froissart comienza su crónica de la guerra de los Cien Años empleando las horas canónicas, pero durante el curso de su relato cambia éstas por horas iguales. No se necesitó mucho tiempo para que el reloj de la ciudad empezara a determinar cuándo se iniciaba y cuándo terminaba la jornada laboral.

El descubrimiento de la perspectiva (que examinaremos con más detalle en el capítulo 19, dedicado a las ideas sobre la belleza) y su relación con las matemáticas constituye otro aspecto de la cuantificación de la vida que tuvo lugar en este período. Encontramos unos primeros indicios del uso de la profundidad en los frescos de Giotto (1266/12761337) y luego en Taddeo Gaddi (muerto en 1366), en un proceso que culmina en la época de Piero della Francesca (1410/1420-1492). Cada uno de estos descubrimientos y aplicaciones se complementaban entre sí, y Nicolás de Cusa llegó a afirmar que «Dios es precisión absoluta».[1693] Esta forma de pensar conduciría a la obra de Nicolás Copérnico (1473-1543), uno de los iniciadores de la revolución científica que haría del espacio algo mucho más grande y mucho más preciso.

El libro de Al-Khwarizmi sobre los números indios y el álgebra fue traducido al latín por Roberto de Chester en el siglo XII y desde entonces la influencia de este nuevo sistema de numeración creció de forma continua (el último libro de matemáticas que empleó números romanos se escribió en 1514).[1694] Con todo, hubo un curioso período de transición en el que los europeos utilizaron ambos sistemas. Mientras un autor podía escribir un año como MCCCC94, esto es, dos años después del descubrimiento de América, Dirk Bouts fechaba en Lovaina un retablo con MCCCC4XVII, lo que probablemente signifique 1447. Los signos de las operaciones aritméticas aparecerían más tarde. En la segunda mitad del siglo XV en Italia y otros países se seguían empleando las letras ¯P (plus) y ¯M (minus) para designar la suma y la resta. Los símbolos para el «más» y el «menos», + y -, que hoy nos resultan tan familiares, aparecen en letra impresa en Alemania en 1489. Sus orígenes, sostiene Alfred Crosby, son oscuros: «Acaso provengan de las marcas que los encargados de almacén escribían con tiza en las balas y cajas para indicar si estaban por encima o por debajo del peso requerido».[1695] En 1542, Roberto Recorde anuncia en Inglaterra que «esta figura + denota mucho, mientras que esta línea –, plana y sin línea que la cruce, denota poco». Y al parecer fue él quien inventó en el siglo XVI el signo para igual, =, para evitar la repetición de la fórmula «es igual a»; su argumento era que «nada hay más igual que dos líneas iguales».[1696] El signo x para multiplicar no fue establecido hasta muchos siglos después (para empezar, x tiene hasta once significados distintos en los manuscritos medievales). Las fracciones se empleaban en el comercio y podían ser muy complicadas en la Edad Media, como y, en algún caso. Los decimales existían de forma embrionaria, pero el sistema no sería completado hasta trescientos años después (véase el capítulo 23).

Con la llegada de los números indoarábigos, por fin fue posible el avance del álgebra. A principios del siglo XIII Leonardo Fibonacci utilizó letras en lugar de números, pero no llegó a desarrollar esta idea. Su contemporáneo, Jordano Nemorario, usó letras como símbolos para cantidades conocidas y desconocidas, pero carecía de símbolos para la suma, la resta y la multiplicación. Serían los algebristas franceses del siglo XVI quienes codificaran de forma completa este sistema. En primer lugar, Francisco Vieta empleó vocales para las cantidades desconocidas y consonantes para las conocidas, y luego, en el siglo XVII, Descartes introdujo el moderno sistema, en el que a, b, c y sus letras vecinas al comienzo del alfabeto denotan las cantidades conocidas, mientras que x, y, z y sus vecinas al final del alfabeto denotan las incógnitas.[1697]

El desarrollo de la notación musical ocurrió de manera paralela a estos cambios en la escritura y las matemáticas. Una característica del canto gregoriano, la forma más famosa de la música eclesiástica medieval, es que no puede medirse: la estructura de su línea musical está determinada por el flujo de las palabras latinas. Sin embargo, hablando en términos muy amplios, hacia el siglo X el número de cantos diferentes había aumentado de tal forma que era imposible que alguien pudiera recordarlos todos, lo que hizo necesario un sistema para registrarlos. Para ello, se introdujo lo que un estudioso ha denominado «notación neumática», un sistema de marcas para indicar la respiración, cuándo la voz debe elevar el tono (acento agudo, ´) o bajarlo (acento grave, `) o subir y bajar (acento circunflejo, ^). Esto mejoró cuando los monjes trazaron a lo largo de la página una línea horizontal, y luego dos o más, para que las notas altas y bajas pudieran ser reconocidas con mayor facilidad: he aquí el origen del pentagrama. Tradicionalmente se atribuye la invención del pentagrama al director de coro benedictino Guido de Arezzo, quien, más allá de haberlo inventado o no, fue sin duda el que lo estandarizó. «Con frecuencia», señaló a propósito de sus compañeros en el coro, «no parecemos alabar a Dios sino luchar entre nosotros».[1698] Guido sostuvo que con los nuevos métodos estaba en condiciones de formar a un buen cantante en dos años en lugar de diez. Fue él quien advirtió que en el conocido himno Ut queant laxis, cantado en la festividad de Juan el Bautista, los tonos ascendían como el pentagrama:

Ut queant laxis Resonare fibris

Mira gestorum Famuli tuorum

Solve polluti Labii reatum

Sancte Ioannes.[1699]

Las cursivas en este fragmento forman la escala ut, re, mi, fa, sol, la, que se convertiría en la base de los métodos elementales de enseñanza musical con los que todos los niños aprenden hoy música (do reemplazó a ut más tarde, quizá debido a que la t de ut no se cantaba).[1700]

La base del canto gregoriano estaba formada por las voces tenores (del latín tenere, tener) que constituían el cantus firmus (canto firme) o, como diríamos hoy, el tono básico. Desde finales del siglo IX, voces más altas se empezaron a separar, aunque en un principio se mantuvieron en paralelo. Más tarde, esa separación se haría más pronunciada, lo que daría lugar a la música polifónica occidental, que al parecer fue la primera en ser compuesta y escrita utilizando notación musical y no mediante ensayo y error con las voces. Esto ocurrió principalmente en París, donde la profesión de músico surgió por primera vez. En la Edad Media la música formaba parte del quadrivium y era una de las artes matemáticas avanzadas en la que todos los estudiantes de grado superior recibían formación. Mientras Perotin, de la escuela de Nuestra Señora, introdujo los silencios (un concepto posiblemente derivado de la noción de cero), Franco de Colonia codificó el sistema de notación y determinó los valores en términos de tiempo de todas las notas y silencios: doble larga, larga, breve y semibreve, cada una de las cuales era un múltiplo exacto de la anterior. La unidad básica era el tempus, que se definía como «el intervalo en el que el tono o la nota más pequeños están presentes, o pueden estar presentes, de forma completa».[1701] La nueva música —música polifónica y puesta por escrito, lo que permitía muchísimo mayor control sobre los pequeños detalles— vendría a ser conocida como ars nova, en oposición al ars antiqua. No obstante, el nuevo arte no fue del gusto de todos, entre ellos, lo que quizá no sea una sorpresa, del papa. En Docta sanctorum patrum, la primera proclamación papal relacionada con la música, Juan XXII bramó con furia contra la música polifónica, que fue prohibida en las iglesias.[1702]

El último elemento fundamental en la creciente cuantificación de la vida fue la introducción de la doble entrada en los libros de contabilidad y las técnica asociadas a ello. El registro continuo llevado a cabo en sus libros por Francesco di Marco Datini, un mercader de Prato, entre 1366 y 1410, nos muestra que los numerales indoarábigos empezaron a aparecer hacia 1366 y que hasta 1383 las cuentas se llevaron de forma narrativa. Después de esa fecha, la práctica cambió y los activos y los pasivos empezaron a ser llevados en columnas paralelas, bien fuera en la misma página o en páginas enfrentadas. Desde ese momento el que un negocio estuviera dando beneficios o pérdidas resultaba obvio de una forma tan inmediata como nunca lo había sido.[1703] En la Toscana, esta técnica era conocida como veneziana, lo que sugiere que se empleó antes allí. Cuadrar las cuentas se ha convertido en una ceremonia sagrada de nuestro tiempo, pero en la era de los descubrimientos ésta fue una importante innovación que permitió a los hombres controlar sus empresas a medida que los negocios se aventuraban miles de kilómetros alrededor del mundo.

La invención de la imprenta amplificó y aceleró la extensión de la cuantificación, no menos de lo que contribuyó a ampliar y difundir el saber. Debido a los elevados precios de los manuscritos, en el siglo XIII la mayoría de los estudiantes no podían costearse el comprar copias de los textos que estudiaban, al menos no sin hacer grandes sacrificios. En consecuencia, los estudiantes dependían muchísimo de la lectura y exposición de esos textos en las escuelas universitarias. La aparición de métodos más baratos y útiles de producir manuscritos a finales de ese siglo, un proceso impulsado y luego controlado muy de cerca por las universidades, ayudó a aliviar la situación.[1704] El sistema estaba basado en la copia múltiple de exemplars, que eran copias fieles de los textos y comentarios empleados en la enseñanza. Cada exemplar estaba dividido en partes o peciae, por lo general de cuatro folios (ocho páginas) cada una, referidas a distintas porciones del texto. Varios copistas podían por tanto trabajar en el mismo exemplar, cada uno reproduciendo un pecia distinto. Este sistema permitía a los estudiantes comprar o alquilar copias relativamente baratas de cada sección en particular. La circulación más amplia de los textos liberó a los estudiantes de su dependencia de las palabras del maestro, alivió en algo el esfuerzo de su memoria y les permitió estudiar en un ambiente privado y más relajado.[1705]

Antes de la introducción del papel, los libros de vitela eran costosos, pero no excesivamente costosos. Las afirmaciones de algunos estudiosos modernos de que para hacer cada libro se necesitaban las pieles de miles de animales son por completo equivocadas. Si una piel media tenía un área de medio metro cuadrado, ello significa que, en términos aproximados, daba para entre doce y quince páginas de veinticuatro por dieciséis centímetros, lo que implica que un libro de ciento cincuenta páginas requeriría entre diez y doce pieles. Con todo, esto todavía era mucho. A medida que el apetito de lecturas crecía y las universidades se hacían más populares y populosas, la demanda de libros aumentó y las tiradas cada vez mayores hicieron que producir libros de pergamino o vitela fuera cada vez menos viable.[1706] En las distintas ciudades universitarias surgieron corporaciones para agrupar a copistas y libreros, que con frecuencia se convirtieron en apéndices cuasioficiales de las universidades, con derecho a ser juzgados por los tribunales universitarios (algo que en parte estaba relacionado con la insistencia de las autoridades universitarias en inspeccionar la fidelidad doctrinal de los textos).[1707] Este sistema fue bastante eficiente —prueba de ello es que gracias a él más de dos mil copias de obras de Aristóteles han llegado hasta nosotros procedentes de los siglos XIII y XIV— y constituye un indicio de la emergencia de un nuevo público lector en el siglo XIII.

Hacia el siglo XIV el uso del papel estaba generalizado en Italia. Las fábricas de papel se ubicaban por lo general río arriba respecto de las ciudades debido a que allí el agua era más limpia, y en esta época los traperos se convirtieron en una figura familiar (se trataba de un negocio lucrativo) e incluso las cuerdas viejas adquirieron valor (de allí la expresión inglesa money for old rope, «dinero por cuerdas viejas», para designar algo ganado sin esfuerzo). A comienzos del siglo XV aparecen las corporaciones de fabricantes de papel, que como las de copistas y libreros tuvieron un estrecho vínculo con las universidades.[1708]

El «descubrimiento» de la imprenta en Occidente dependió de tres innovaciones: los tipos móviles de metal fundido, la tinta grasa y la prensa. Entre los precursores de este acontecimiento debemos mencionar a los orfebres, que hacían sellos para adornar las cubiertas de cuero de los libros; a los fabricantes de peltre, que usaban cuños; y a los fundidores de metal del siglo XIII, que sabían cómo usar punzones con grabados en relieve para crear moldes de arcilla y realizar con ellos las inscripciones de los escudos de armas.[1709] Además, por supuesto, estaban los troqueles que, a golpe de martillo, se empleaban en la acuñación de moneda. Los principios de la impresión estaban en realidad a la vista de todos.

Con todo esto en mente, debemos ahora ocuparnos de un famoso pleito que tuvo lugar en Estrasburgo en 1439. Los documentos, en cierto modo enigmáticos, que han sobrevivido del proceso señalan que un cierto Johann Gensfleisch, también conocido como Gutenberg, un orfebre, se había asociado con otros tres, Hans Riff, Andreas Dritzehn y Andreas Heilmann, que le proporcionaban apoyo financiero mientras él perfeccionaba una serie de procesos secretos. El pleito surgió tras la muerte de Dritzehn, cuando sus herederos quisieron tomar su lugar en el acuerdo. Los procesos secretos incluían el pulido de piedras preciosas, la fabricación de espejos y un nuevo arte que involucraba el uso de una prensa, algunas «piezas» o stücke, separadas o juntas, algunas formas hechas de plomo y, por último, «cosas relacionadas con la acción de la prensa». Gutenberg no era el único que estaba experimentando métodos de impresión. A mediados de la década de 1440, otro orfebre, Procopius Waldvogel de Praga, llegó a un acuerdo con los ciudadanos de Aviñón para construir algunas «formas de hierro… relacionadas con la escritura», lo que también resulta enigmático. La primera mención indiscutible de la imprenta la encontramos en la Crónica de Colonia, de 1499, cuyo autor afirma haber conocido a Ulrich Zell, el primer impresor de la ciudad, quien a su vez habría conocido a Peter Schoeffer, uno de los socios de Gutenberg. El texto sostiene que «el noble arte de la impresión fue inventado originalmente en Maguncia, Alemania. Llegó a nosotros en el año de Nuestro Señor 1440 y desde entonces y hasta 1450 el arte y todo lo relacionado con él fue mejorado continuamente… Aunque el arte fue descubierto en Maguncia, como hemos dicho, las primeras pruebas fueron realizadas en Holanda, donde antes de esa fecha se imprimió una [gramática de] Donato. Los comienzos del arte se remontan a esos libros; y hoy se lo practica con mayor conocimiento y delicadeza de lo que fuera en un primer momento». El debate en torno a si el lugar en que se realizó la primera impresión fue Maguncia u Holanda nunca ha sido resuelto de forma satisfactoria.[1710] Con todo, nadie discute que Maguncia fue sin duda la cuna de la industria de la impresión.

Gutenberg parece haber regresado a Maguncia procedente de Estrasburgo a finales de la década de 1440. Allí se asoció con Johann Fust, un rico ciudadano que se convirtió en su nuevo patrocinador, y con Peter Schoeffer, un antiguo estudiante de la Universidad de París que había sido copista antes de convertirse en impresor. Todo parece haber marchado bien hasta 1455, cuando Fust y Gutenberg se pelearon y fueron a los tribunales. Gutenberg perdió el caso y tuvo que pagar los intereses del préstamo que había recibido y devolver lo que quedaba del capital; Fust y Schoeffer, por su parte, siguieron adelante sin él. El 14 de octubre de 1457 salió de la nueva imprenta el primer libro impreso que es posible fechar con precisión. Se trata del llamado Salterio de Maguncia, el primer producto del que sería un floreciente negocio durante los siguientes cien años. Lucien Febvre considera que el Salterio era de tal calidad que es imposible que haya sido el resultado de un primer intento, y hoy en día los historiadores están más o menos de acuerdo en que otras imprentas estaban ya en funcionamiento entre 1450 y 1455, produciendo libros a escala comercial: gramáticas, calendarios, misales y la famosa Biblia de cuarenta y dos líneas, seguida por la de treinta y seis líneas en tres volúmenes.[1711] Gutenberg luego se endeudaría, pero después de ello sería recompensado por servicios personales por el arzobispo electo de Maguncia, quien lo vinculó a su palacio de Eltville, ciudad en la que quizá haya instalado una imprenta. No había entonces ninguna clase de uniformidad tipográfica y no la habría hasta el siglo XVIII con la Ilustración francesa, cuando se adoptó una medida estándar, «el punto», que correspondía a un del pie de rey, una medida que sigue empleándose en nuestros días.[1712]

En la época en que surgió la imprenta, había cuatro tipos de caligrafía populares: la «letra negra» o gótica, respaldada por los estudiosos; una gótica más grande, menos redondeada y de ángulos más pronunciados; una gótica bastarda, usada en los libros de lujo; y la «littera antiqua», la escritura redonda inspirada en la minúscula carolingia que empleaban los humanistas y que Petrarca, un consumado calígrafo, había puesto de moda en un intento de proporcionar a los textos clásicos —muchos de ellos recién descubiertos— una forma cercana a su apariencia original. Esta última se relacionaba también con una letra cursiva, la cancelleresca, basada en la caligrafía común de la cancillería vaticana, la cual fue el origen de la itálica.[1713] Con todo, en el triunfo de la letra redonda y la itálica tuvo mucho que ver la intervención del famoso impresor veneciano Aldo Manuzio, quien en 1501 utilizó unos tipos redondos y cursivos cortados por Francesco Griffo e inspirados en la letra cancelleresca que reducían considerablemente el espacio ocupado por el texto. Estos tipos venecianos fueron adoptados con rapidez en Alemania y en Francia y pronto se convirtieron en la tipografía estándar. Durante un tiempo las universidades continuaron fieles a la letra gótica, mientras que la preferida en la literatura en lenguas vernáculas era la letra redonda. Sin embargo, desde mediados del siglo XVI en adelante esta última fue invadiendo progresivamente el mundo académico. Aldo Manuzio también introdujo la paginación en el mundo editorial, aunque ésta no se hizo habitual hasta el segundo cuarto del siglo XVI.

Con la llegada de la imprenta los libros dejaron de ser artículos de lujo. Y al estar en condiciones de poseer libros, los lectores quisieron poder llevarlos consigo en sus viajes, lo que llevó a que se produjeran volúmenes cada vez más pequeños. Desde el principio se imprimieron libros en cuarto (el folio se doblaba dos veces para obtener cuatro hojas) y en octavo (el folio se doblaba cuatro veces para obtener ocho hojas), pero, una vez más, fue Manuzio quien, ansioso de facilitar la lectura de los autores clásicos, lanzó su famosa colección «portátil», un formato que pronto fue copiado por muchos otros. Para el siglo XVI, por tanto, la industria del libro estaba dividida en pesados volúmenes eruditos destinados a las bibliotecas y obras literarias o polémicas más pequeñas destinadas al público en general.[1714]

El hecho de que los libros atrevidos vendieran más debido al escándalo que provocaban estaba en la naturaleza del negocio editorial, y esto tuvo como consecuencia que muchos de los primeros editores protegieran a autores sospechosos de herejía. Al ser las primeras personas en leer los manuscritos, los editores se mantenían al tanto de las ideas frescas y, con frecuencia, eran los primeros en ser persuadidos por los nuevos argumentos. En este sentido, los impresores fueron de los primeros en convertirse al protestantismo. Su posición, sin embargo, también los hacía más vulnerables, ya que tenían una sede y sus nombres aparecían en la primera página de los libros que publicaban. Para el Santo Oficio fue demasiado fácil sostener que para erradicar la herejía no había alternativa más sencilla que cerrar las imprentas que diseminaban estas ideas. Como consecuencia de ello, a principios del siglo XVI muchos impresores fueron obligados a huir de Francia en particular para evitar a los espías, informantes y censores. Augereau fue sólo uno de los impresores quemados en la hoguera. El más famoso «mártir del libro» fue Étienne Dolet, un escritor convertido en librero e impresor que trabajó para Gryphe y quien, además de escribir sus propios libros, tuvo una disputa con Erasmo. En 1542 Dolet publicó varias obras religiosas sospechosas que alertaron a las autoridades, las cuales inspeccionaron sus instalaciones, donde hallaron una copia de un libro de Calvino. El editor fue quemado en la hoguera en agosto de 1544 junto con sus libros.

En los primeros días de la imprenta, los editores no pagaban a los autores que publicaban, quienes se limitaban a recibir gratis varias copias de sus obras y enviarlas con pomposas dedicatorias a ricos mecenas con la esperanza de obtener así alguna recompensa por su trabajo, lo que unas veces funcionaba y otras no. Algunos autores tenían que aceptar comprarle a su editor determinado número de copias de su propia obra, como le ocurrió a Serianus, quien en 1572 compró 186 copias (de una edición de trescientas) de su Commentarii in Levitici Librum.[1715] Sin embargo, hacia finales del siglo XVI y, con seguridad, a comienzos del XVII la moderna costumbre de que los autores vendan sus manuscritos a los editores ya había hecho su aparición. A medida que la lectura se hizo más común y se vendían más y más copias de libros, los anticipos a cuenta de los derechos de autor crecieron y para el siglo XVII éstos podían ser considerables (decenas de miles de francos en el caso de Francia, por ejemplo).[1716] La idea de derechos de autor se introdujo a mediados del siglo XVII, empezando por Inglaterra.[1717] Juzgadas por las tiradas actuales, las primeras ediciones eran pequeñas, llegando en algunos casos a no superar el centenar de copias. La Biblia podía dar lugar a ediciones de novecientos o mil ejemplares, pero estas cifras eran muy grandes para la época y los editores que se arriesgaban a ellas a menudo tuvieron que afrontar problemas financieros.[1718] No obstante, con el avance de la tecnología, los costos de producción del libro se redujeron, lo que hizo que fuera menos arriesgado publicar más copias: para la segunda mitad del siglo XVI ediciones de dos mil o más ejemplares eran ya comunes. La gramática griega de Nicolás Clenardo, de 1564, y su edición del Corpus iuris civilis, publicada en 1566-1567, fueron publicadas en tiradas de dos mil quinientos ejemplares. En Holanda algunas ediciones de la Biblia alcanzaron las tres mil y cuatro mil copias.[1719]

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