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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 18. La llegada de lo secular: Capitalismo, humanismo, individualismo

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Capítulo 18

LA LLEGADA DE LO SECULAR: CAPITALISMO, HUMANISMO, INDIVIDUALISMO

El matrimonio Arnolfini, el retrato pintado por Jan van Eyck en 1434, es merecidamente considerado un magnífico ejemplo de los inicios del arte flamenco del Renacimiento. El cuadro nos muestra al comerciante italiano Giovanni Arnolfini y a su joven esposa Giovanna Cenami, de pie, en una habitación de la casa, sus manos unidas con ternura. Gracias a un fino manejo del pincel y sutiles efectos de luz, la pintura consigue captar con maestría la expresión de los burgueses recién casados —su gesto piadoso y sereno, pero ligeramente autosuficiente— y constituye un sorprendente estudio psicológico. Sin embargo, también es algo por completo diferente. El cuadro invita al espectador a concentrarse en el extraordinario abanico de posesiones con las que la nueva pareja ha sido bendecida. Tenemos, en el suelo, una alfombra oriental, un intrincado tejido de pequeños rombos, junto a la que destacan la silla de respaldo alto, cubierta con telas y adornada con empuñaduras grabadas, y el lecho con dosel rojo; en la pared del fondo, el espejo veneciano, convexo, cuenta con un marco ricamente decorado con miniaturas en esmalte que recrean escenas de la pasión de Cristo; todo ello bajo un brillante candelabro metálico de complicados patrones florales. Por su parte, ambas figuras lucen también espléndidos vestidos, con túnicas de mangas y dobladillos forrados en piel, y —en el caso de Giovanna— un tocado de elaborado encaje. Por último, encontramos en el suelo un par de zuecos de madera de suela gruesa que muestran cómo los Arnolfini pueden permitirse elevarse sobre el fango de las calles. Como la historiadora Lisa Jardine ha subrayado, esta obra no es sólo un registro de una pareja de individuos, sino también una celebración de la propiedad. «Se espera que toda esta profusión de detalles nos interese en tanto que garantía de la importancia del modelo, no como registro de un interior flamenco en particular… La composición es un tributo a la mentalidad del comerciante de éxito: su deseo de tener y de mantener».[1729]

Esta pintura tiene una tremenda relevancia para el tema de este capítulo porque aunque el Renacimiento es probablemente el período de la historia con el que más familiarizados estamos, pocos aspectos del pasado europeo han sido sometidos a una revaloración tan profunda en las últimas generaciones como la idea de que entre 1350 y 1600 hubo un «renacimiento» del pensamiento y la cultura. La concepción según la cual el Renacimiento fue de «trascendental importancia» para el desarrollo del mundo moderno, después del estancamiento que supuso la Edad Media, surge en el siglo XIX, y debe mucho a la obra del historiador suizo Jacob Burckhardt La cultura del Renacimiento en Italia (1860). No obstante, aunque la idea de que una «primavera cultural», vinculada a una nueva apreciación de la literatura clásica y a un aumento extraordinario y repentino del esplendor de las artes visuales, se propagó entonces por Europa tiene sin lugar a duda algo de cierto, no es menos razonable que en la actualidad el Renacimiento es considerado más una revolución económica que una revolución cultural.[1730]

Una vez pensamos en ello, esta afirmación resulta menos sorprendente de lo que parece a primera vista, más si tenemos en cuenta el hecho de que el Renacimiento mismo es consecuencia de importantes desarrollos, muchos de los cuales fueron de naturaleza económica. En los últimos tres capítulos hemos visto que probablemente a partir del siglo X y, con seguridad, desde el XI, tuvieron lugar en Europa una serie de cambios de capital importancia, cambios que incidieron de forma significativa en la religión, la psicología, el crecimiento de las ciudades, la agricultura y la difusión del conocimiento. Aparecieron entonces nuevas formas de arquitectura, se redescubrieron la ciencia, la medicina y la filosofía del mundo pagano, y una serie de trascendentales innovaciones modificaron la manera de medir el paso del tiempo, la lectura, la música y el arte, que había sido testigo del descubrimiento de la perspectiva. La baja Edad Media no puede en este sentido ser descrita como un período de estancamiento. Desde la década de 1920, con el historiador de la Universidad de Harvard Charles Haskins, los estudiosos empezaron a hablar de un renacimiento del siglo XII, un concepto que hoy goza de amplia aceptación.[1731]

De algún modo, la idea de que la historia puede dividirse en «megaperíodos», entre los que el Renacimiento se opone a la Edad Media, es vista hoy con cierto escepticismo, y se la considera más bien una versión «triunfalista» del pasado heredada del siglo XIX. Como Erwin Panofsky y otros historiadores del siglo XX han señalado, en la historia europea es posible identificar otros diversos «renacimientos»: el carolingio, el otoniano, el anglosajón y el germano-celta. Los italianos de los siglos XIV y XV, por tanto, no fueron los únicos que redescubrieron en su momento la antigüedad clásica. Ahora bien, hechas estas salvedades, no deja de ser cierto que fueron ellos, más que cualquier otro, quienes advirtieron qué estaba sucediendo, e incluso Panofsky reconoce que el Renacimiento italiano fue algo más que una simple «evolución»: una auténtica «mutación», un paso adelante decisivo e irreversible.[1732]

Varios factores, principalmente técnicos y económicos, parecen haberse combinado para dar origen a lo que podríamos denominar el Renacimiento en sentido estricto. Desde el punto de vista tecnológico, tenemos la llegada de la brújula magnética, procedente de China, instrumento que posibilitó la realización de un buen número de excepcionales hazañas marítimas que abrieron el globo a la exploración europea; la pólvora, también desde China, como hemos sugerido antes, contribuyó al derrocamiento del orden feudal y favoreció el surgimiento del nacionalismo; el reloj mecánico: transformó la relación del hombre con el tiempo y, en particular, el trabajo, al liberar la organización de las actividades humanas de los ritmos de la naturaleza; y la imprenta supuso un enorme salto para la difusión del conocimiento y erosionó el monopolio que la Iglesia tenía sobre la educación. Además, la lectura silenciosa promovió la reflexión solitaria, lo que subrepticiamente contribuiría a que los seres humanos se independizaran de las formas de pensar más tradicionales y del control colectivo del pensamiento, propiciando así la subversión, la herejía, la originalidad y la individualidad.

Se han vertido ríos de tinta sobre el impacto que pudo ejercer la peste negra en el Renacimiento. En el siglo XIV, como consecuencia de la plaga, la población se redujo en muchas áreas rurales, lo que obligó a los terratenientes a ceder a las exigencias de los campesinos, cuyas condiciones de vida mejoraron significativamente; los descubrimientos arqueológicos respaldan esta idea, ya que demuestran que en esta época las ollas de barro se sustituyeron por ollas metálicas.[1733] Sobre la Iglesia y la vida religiosa, la peste parece que tuvo dos efectos principales. En primer lugar, la gran mortandad hizo que la gente se volviera pesimista e introvertida, lo que privilegió formas más privadas de fe. Tras las epidemias se fundaron muchas más capillas privadas y organizaciones benéficas que antes, y aumentó el misticismo. También se observa un nuevo interés en el cuerpo de Cristo: mientras el Cuarto Concilio de Letrán había estipulado que era deber de los católicos comulgar al menos una vez al año, ahora los fieles buscaban participar en la celebración con tanta frecuencia como podían.[1734] Y por supuesto, paralelamente a esto, muchas personas tomaron el camino opuesto en términos psicológicos, y empezaron a dudar de la existencia de la Divina Providencia. El segundo gran efecto de la plaga lo encontramos en la estructura misma de la Iglesia: un 40 por 100 de los sacerdotes había muerto como consecuencia de la peste y en muchos casos fue necesario nombrar a clérigos muy jóvenes para reemplazarlos. Estos nuevos sacerdotes eran mucho menos cultos y educados que sus predecesores y este hecho contribuyó a reducir en buena medida la autoridad que la Iglesia detentaba en el ámbito del saber. En muchos lugares las escuelas católicas se vieron desbordadas. De este modo, cualquier vínculo entre la peste negra y el Renacimiento resulta tenue, ya que las pruebas a nuestra disposición apuntan en direcciones opuestas: si bien es cierto que un clero menos educado puede haber contribuido a debilitar la autoridad eclesiástica, también lo es que la gran devoción que siguió a la plaga es exactamente contraria a lo que consideramos propio del Renacimiento. Acaso lo mejor que pueda señalarse al respecto es que, al ayudar a destruir el sistema feudal, que para entonces ya estaba decayendo, la peste negra constituyó el coup de grâce que permitió el florecimiento de un nuevo sistema.

Los intentos de explicar por qué razón el Renacimiento surgió y fue más lejos en Italia resultan más convincentes. Esto tiene mucho que ver con el reducido tamaño de las ciudades-estado italianas, que habían conseguido mantener su independencia en buena parte debido a las prolongadas batallas entre el papado y el Sacro Imperio Romano. Y también con la geografía del país —una larga y estrecha península con una gran costa, pero con una quinta parte de su territorio compuesta por montañas y otras tres quintas, por colinas—, que no favorecía la agricultura pero, en cambio, fomentaba el comercio, la navegación y la industria. En su conjunto, esta situación político-geográfica promovió el desarrollo de las ciudades de tal modo que hacia 1300 había en Italia veintitrés centros urbanos que tenían veinte mil habitantes o más. Si a esta población relativamente urbana y en gran medida independiente, sumamos la privilegiada posición comercial del país, situado a medio camino entre Europa septentrional y Oriente Próximo, tenemos que los mercaderes italianos constituían una clase más educada que la mayoría del continente y que estaban en una mejor posición para aprovecharse de los cambios que estaban teniendo lugar entonces.

En el capítulo anterior vimos cómo el renacimiento del siglo XII estuvo asociado a un cambio en los centros de enseñanza —de las escuelas monásticas se pasa a las escuelas catedralicias— y a un cambio en la enseñanza, pues el trabajo individualizado que suponía la relación entre maestro y discípulo en los monasterios vino a ser sustituido por mayores grupos de estudiantes y el uso de los libros como herramientas de aprendizaje. Pues bien, en la Italia renacentista se observa un cambio adicional cuya importancia, como señala Paul Grendler en su estudio Schooling in Renaissance Italy, es imposible exagerar. «La extraordinaria diversidad política, social, económica e incluso lingüística [de Italia] amenazaba con dividir la península en cualquier momento. La educación, sin embargo, mantuvo unidos a los italianos y desempeñó un papel fundamental en la creación del Renacimiento. Los pedagogos humanistas idearon una formación muy diferente de la que se impartía en el resto de Europa a principios del siglo XV. A partir de entonces, los gobernantes, profesionales y humanistas que conformaban la élite italiana tuvieron como lengua común el latín clásico, compartieron una misma retórica y se inspiraron en un mismo depósito de actitudes morales y ejemplos de vida aprendidos en la escuela. El currículo humanista unificó el Renacimiento, e hizo de él una era de magníficos logros, cultural e históricamente coherente».[1735]

En los cimientos de la educación renacentista, afirma Glendler, se encuentra la presunción optimista de que es posible entender y controlar el mundo. Hacia mediados del siglo XIV, cuando el sistema educativo de la Iglesia se estaba derrumbando, surgieron en Italia tres tipos de escuelas: las escuelas de latín comunales, dirigidas por la municipalidad, las escuelas independientes (lo que hoy llamaríamos escuelas privadas) y las escuelas de ábaco, donde se enseñaban las habilidades necesarias para el comercio y los negocios. Según las cifras que Glendler cita a propósito de Venecia, un 89 por 100 de los estudiantes acudía a escuelas independientes, mientras que sólo un 4 por 100 asistía a las escuelas públicas. Este mismo autor señala que el 33 por 100 de los niños en edad escolar tenía una alfabetización rudimentaria, que el 12 por 100 de los estudiantes eran niñas y que para 1587 más del 23 por 100 de los habitantes de la ciudad sabía leer y escribir.[1736] Y el caso de Venecia, sostiene, no era atípico.

En el siglo XV los humanistas cambiaron el currículo. Desaparecieron las gramáticas y glosarios en verso, los poemas morales y el ars dictaminis, que fueron sustituidos por la enseñanza de la gramática, la retórica, la poesía y la historia con base en los autores clásicos redescubiertos recientemente. En particular, los humanistas introdujeron el estudio de las cartas de Cicerón, convertidas en «el modelo de prosa latina». La mayoría de los maestros eran humanistas y, hacia 1450, señala Grendler, la mayoría de las escuelas del norte y centro de Italia enseñaban los studia humanitatis.[1737] La educación se centraba en la enseñanza de la lectura, la escritura epistolar elocuente, la poesía y la historia, «una materia nueva, ausente del currículo medieval». Grendler rechaza la idea de que el estudio del latín reprimía la originalidad y volvía dóciles a los estudiantes. El Renacimiento mismo, señala, demuestra la falsedad de esta suposición. En lugar de ello, sostiene, a la mayoría de los estudiantes les encantaba el latín y la civilización a la que éste les abría las puertas. Según él, es esto lo que ayuda a explicar el Renacimiento, y vincula el aprendizaje del latín con la enseñanza de la música y el atletismo hoy. A los jóvenes les gusta tanto lo que hacen y lo que les espera al final de sus esfuerzos, que éstos no son sentidos como tales: se sienten fascinados por la habilidad que están aprendiendo y saben lo importante que es dominarla para lo que hay más adelante. Con todo, la principal característica era que este sistema educativo era secular, lo que tuvo un enorme efecto en los puntos de vista de sus incontables titulados, ya fueran artistas, funcionarios públicos u hombres de negocios.

Las escuelas de ábaco deben su nombre a la obra Liber abbaco, escrita a principios del siglo XIII por Leonardo Fibonacci, el hijo de un funcionario gubernamental de Pisa enviado a dirigir la colonia comercial de esta ciudad en Bujía, Argelia, donde descubrió los numerales indoarábigos así como otros aspectos de la matemática árabe (véase el capítulo 12). Fibonacci nunca tuvo gran influencia sobre la teoría matemática enseñada en las universidades, pero sí sobre los negocios del Renacimiento italiano. Los niños estudiaban el ábaco durante cerca de dos años a mediados de su formación escolar. Nicolás Maquiavelo, por ejemplo, se matriculó en una escuela de ábaco a la edad de diez años y ocho meses y estuvo en ella durante veintidós meses. Prácticamente todos los que asistían a estas escuelas tenían entre once y catorce años. En algunas ocasiones las municipalidades contrataban maestros para enseñar ábaco, en otras se trataba de profesores independientes.[1738] Que estos saberes eran importantes lo demuestra el que, en Della famiglia, Leon Battista Alberti recomendara que los niños estudiaran ábaco. «Después los estudiantes retornaban a los “poetas, oradores y filósofos”».[1739] En las escuelas de ábaco se enseñaba aritmética básica, contabilidad y algo de geometría, los jóvenes aprendían allí a contar con los dedos y a calcular intereses y memorizaban las tablas de multiplicar. El núcleo del sistema lo formaba el estudio de hasta doscientos problemas matemáticos relacionados con los negocios: pesos y medidas, conversión de divisas, problemas de división cuando hay un socio, préstamos e intereses y contabilidad por partida doble. Los libros de ábaco, y en especial la sección que dedicaban a los problemas mercantiles, servían como libros de referencia después de terminados los estudios: cuando un mercader no podía resolver un problema, acudía a ellos para buscar una situación que fuera comparable. Estos libros también enseñaban buenas costumbres comerciales: a atar junto todo el papeleo de cada año financiero, a mantener un registro de las disputas, a prever problemas relacionados con las herencias, etc. En ningún momento aludían a un «precio justo».[1740]

Aunque, una vez más, es importante no ver en estas escuelas más de lo que realmente fueron, tampoco debemos pasar por alto el hecho de que ésta fue la primera ocasión en que una civilización formó a sus hijos de forma sistemática para la práctica del comercio. La explosión de imaginación por la que principalmente se conoce al Renacimiento no se fundó sólo en la prosperidad comercial, pero el conocimiento de los números y el dominio de las destrezas propias del comerciante fueron considerados parte integral de la educación de los niños italianos en los siglos XIV, XV y XVI, y su contribución a los logros del período no debe subestimarse.

Entre las ciudades-estado italianas, Florencia constituye un ejemplo destacado. Con cerca de noventa y cinco mil almas, su población era aproximadamente la mitad de la Milán, Venecia o París, y bastante similar a la de Génova y Nápoles.[1741] A cierta distancia de la costa, Florencia carecía de puerto, pero hacia finales del siglo XV combinaba los servicios artísticos y artesanales que prestaba a Milán o Venecia con la banca. Peter Burke sostiene que había en la ciudad doscientos setenta talleres que fabricaban telas, ochenta y cuatro dedicados a la talla de madera y la ebanistería, ochenta y tres a la seda, setenta y dos a la orfebrería y cincuenta y cuatro a los trabajos de cantería. Los principales palacios de la ciudad contaban con instalaciones de fontanería modernas, como evidencian las abundantes referencias a los pozos, cisternas, fosas sépticas y letrinas en los testimonios de la época. Las calles estaban bien pavimentadas y se mantenían limpias gracias a un sistema de cloacas que desaguaban en el Arno.[1742] Todo esto es una prueba de que entre los siglos XII y XIV la economía de Florencia había crecido como no lo había hecho ninguna otra. Este crecimiento se fundaba en tres elementos: el comercio de textiles, la producción misma de éstos y la banca. Italia en general y Florencia en particular fueron la cuna de una revolución económica en la que el comercio, y en especial el comercio internacional, constituía la base de todas las demás actividades.[1743] Por ejemplo, a mediados del siglo XIV, la familia Bardi tenía agentes comerciales en Sevilla, Mallorca, Barcelona, Marsella, Niza, Aviñón, París, Lyón, Brujas, Chipre, Constantinopla y Jerusalén. La familia Datini realizaba transacciones con doscientas ciudades desde Edimburgo hasta Beirut.[1744] Robert Lopez afirma que ninguna otra conmoción económica ha tenido un impacto semejante en la historia mundial, «con la posible excepción de la Revolución Industrial en el siglo XVIII… No es exagerado decir que Italia desempeñó en la primera transformación capitalista la misma función que Inglaterra tendría en la segunda cuatrocientos años después».[1745]

Aunque hubo algunos avances tecnológicos como la invención de la carabela y del trinquete móvil, la revolución comercial fue fundamentalmente de tipo organizativo. «La primitiva búsqueda de beneficios se reemplazó por el oportunismo, el cálculo y la planificación racional a largo plazo».[1746] La moneda de cuenta se desarrolló más o menos en la misma época que la contabilidad de doble entrada, y los seguros marítimos nacieron en las ciudades toscanas en las que floreció el comercio internacional. Esto hizo que el cálculo de los fletes fuera mucho más complejo, lo que a su vez aumentó el papeleo. Los archivos de la familia Datini en Prato incluyen más de quinientos libros de contabilidad y unas ciento veinte mil cartas escritas entre 1382 y 1410. Esto da una media de 4285 cartas al año, poco menos de doce cartas al día. «La escritura se convirtió en la base de toda actividad».[1747]

¿Marca todo esto el nacimiento del capitalismo? La respuesta es afirmativa en el sentido de que hubo una acumulación de capital constante y un aumento en el uso del crédito, y en que se separó la gestión de la propiedad del capital y de la fuerza de trabajo. También lo es en el sentido en que se realizaron intentos deliberados de ampliar el mercado a través de operaciones a gran escala; y también en la manera en que conscientemente se formaba a los jóvenes en las destrezas propias del comercio. Ahora bien, todo ello ocurría en una escala mucho menor que en la actualidad.[1748]

Con todo, la señal más visible del surgimiento del capitalismo en este período quizá sea el éxito de la otra gran actividad florentina, la banca. La banca fue una revolución en sí misma. Los siglos XIII y XIV fueron testigo del ascenso de las grandes familias de banqueros (los Acciaiuoli, Amieri, Bardi, Penizzi y Scali) que para 1350 habían establecido una red de subsidiarias en todos los principales centros de comercio: Brujas, París (veinte casas en 1292) y Londres (catorce). Muchas de las operaciones modernas ya habían sido introducidas para entonces: el cambio de divisas, el depósito, la transferencia, el crédito a interés, el descubierto. La demanda estaba constituida por el grupo relativamente reducido de los príncipes europeos más ricos, cuya pasión por el consumo de ostentación había fomentado el comercio de artículos de lujo (paños, principalmente) y los servicios bancarios.[1749] Richard Goldthwaite sostiene que estas pocas casas aristocráticas pueden ser consideradas las creadoras del Renacimiento.[1750]

A medida que más y más personas se dedicaban al comercio, por primera vez la riqueza empezó a ocupar el lugar de la cuna como principal signo de distinción social. Los comerciantes, e incluso los tenderos en caso de ser suficientemente ricos, fueron con frecuencia nombrados caballeros, y con bastante asiduidad imitaron a la antigua aristocracia construyendo palacios y comprando propiedades en el campo. Según Peter Burke, fue este entrecruzamiento de la vieja aristocracia y la alta burguesía el que produjo una fusión de valores y cualidades: «el arrojo militar de los nobles y el cálculo económico de los burgueses». De esta mezcla surgió un nuevo espíritu empresarial, «en parte bélico y en parte mercantil, que se manifestó por primera vez en el comercio marítimo». Aunque al final, esto conduciría a formas más tranquilas y menos arriesgadas de comercio continental, fue el espíritu aventurero el que dio inicio a la gran revolución comercial.[1751]

Este matrimonio entre la aristocracia y la burguesía también creó una nueva élite urbana, culta, educada y racional, que personificaba el nuevo orden representado por la contabilidad por partida doble, el reloj mecánico y el uso generalizado de los numerales indoarábigos. Con todo, ésta seguía siendo una sociedad artesanal. La actividad intelectual continuaba siendo funcional, vinculada a propósitos vocacionales y profesionales específicos y dirigida a satisfacer las necesidades sociales del mundo secular.[1752] En términos psicológicos, esto condujo al surgimiento de un culto de la virtú, del hombre que se ponía por encima de todas las tradiciones religiosas y confiaba sólo en sí mismo, una idea cuyo parecido con el concepto griego de héroe no es mera casualidad.[1753] La vida adquirió un ritmo mucho más rápido para aquellos individuos que comprendieron que dependían de sus propias facultades, que la racionalidad era superior a la tradición y que la adecuada administración del tiempo y del dinero eran la clave. En Italia los relojes empezaron a dar la hora todo el día.

Aunque todo esto puede explicar la nueva riqueza de Florencia, no nos aclara por qué ésta se tradujo en una gran explosión cultural. Peter Hall, experto en historia de las ciudades, lo atribuye al hecho de que (como ocurrió en la Atenas clásica y en la Viena del siglo XIX) «los creadores de riqueza y las figuras intelectuales provenían de las mismas familias». La aristocracia no sólo patrocinaba las artes y el estudio sino que estaba íntimamente involucrada en ambas actividades. «Casi todas las familias prominentes contaban con un abogado y un clérigo, muchas con un erudito humanista… Cosimo de’ Medici era banquero, estadista, estudioso, amigo y patrono de humanistas (Bruni, Niccoli, Marsuppini, Bracciolini), artistas (Donatello, Brunelleschi, Michelozzo) y clérigos cultos (Ambrogio Traversari, el papa Nicolás V)». Fue esto lo que hizo que el modelo de patrocinio artístico cambiara y se ampliara. Peter Burke ha mostrado que, de aproximadamente dos mil pinturas de fecha conocida producidas en Italia entre 1420 y 1539, un 87 por 100 son de asunto religioso; la mitad de éstas representan a la Virgen María y una cuarta parte a Cristo (el resto son de santos).

Al mismo tiempo, el cambio estaba en el ambiente. Un primer indicio de ello es que los encargos de obras de arte religioso provenían cada vez menos de las autoridades eclesiásticas y más de los grandes gremios o hermandades espirituales y de patronos privados.[1754] Esto significa que eran los nuevos ricos y no los clérigos quienes ahora elegían a los principales artistas y discutían con ellos los detalles del proyecto de, digamos, una cúpula nueva o una iglesia entera.

El segundo cambio tuvo lugar cuando el patronazgo secular pasó de los edificios eclesiásticos a los edificios públicos de las ciudades. Por ejemplo, varias personalidades destacadas del arte del siglo XIV (Giotto, Duccio y Ambrogio Lorenzetti) dedicaron la mayor parte de sus carreras al servicio del gobierno. Vinculado a este cambio se apreció un intento de introducir nuevos temas seculares, en particular a través de la principal innovación del arte del trecento, esto es, el establecimiento de la narrativa.[1755]

Un tercer cambio afectó al estatus del arte y el artista. En un principio, a comienzos del Renacimiento, el arte todavía se consideraba una labor artesanal, como ocurría en Atenas. Las pinturas y las esculturas eran objetos prácticos encargados para ser colocados en altares particulares o nichos específicos. Pero el fuerte aumento de la demanda en la Italia de los siglos XIV y XV impulsó a los artesanos a desarrollar nuevas ideas y, sobre todo, a demostrar que estaban familiarizados con los nuevos conocimientos en perspectiva, anatomía, óptica y arte clásico. «Desde entonces hubo un mercado artístico, en primera instancia para las iglesias y conventos, y luego, hacia mediados del siglo XIV, para las residencias particulares».[1756] Los artistas en verdad andaban a la caza de encargos y sus patronos tenían una influencia considerable sobre la obra terminada. Los contratos eran a todos los efectos documentos comerciales y especificaban los materiales, el precio, la entrega, el tamaño, el trabajo de los ayudantes y los detalles que debía incluir el producto terminado (los querubines y el lapislázuli tenían un coste adicional). Un contrato podía especificar que el maestro mismo era quien debía ejecutar la obra; y, por ejemplo, uno de 1485 entre Giovanni d’Agnolo dei’ Bardi y Boticelli para un retablo especifica tanto lo que cuestan los colores como lo que cuesta su pincel (pel suo pennello). Otro, de 1445, a propósito de la Madonna della Misericordia de Piero della Francesca, especifica en itálicas que «ningún otro pintor diferente de Piero puede poner sus manos en el pincel».[1757] Giotto fue acaso el más avanzado en este aspecto, ya que tuvo muchísimo éxito en sus negocios y todo indica que supo combinar un gran talento artístico con un astuto cerebro comercial: para 1314 tenía hasta a seis notarios encargados de sus asuntos.[1758]

En consonancia con esto, los artistas empezaron a poner su propio sello en sus obras. Las familias donantes comenzaron a aparecer en las pinturas, y también los artistas, como hicieron Benozzo Gozzoli en su Cabalgata de los reyes magos (1459) y Botticelli en su Adoración de los reyes magos (c. 1472-1475). «Para mediados del siglo XV resulta evidente que la posición social del artista ha cambiado radicalmente; Ghiberti y Brunelleschi tuvieron importantes cargos administrativos en Florencia, y el segundo fue incluso miembro de la Signoria». El respeto por los artistas aumentó de forma increíble; hacia el siglo XVI, cuando se aplicó el adjetivo «divino» a Miguel Ángel se había llegado casi a la adulación. En palabras del historiador del arte Arnold Hauser, «la novedad básica de la concepción renacentista del arte es el descubrimiento del concepto de genio; una idea desconocida (y de hecho inconcebible) en la Edad Media, cuando la mentalidad de la época no otorgaba ningún valor a la originalidad intelectual y a la espontaneidad, de manera que se recomendaba la imitación, y se descuidaba la competencia intelectual. La idea de genio era la consecuencia lógica del nuevo culto del individuo que triunfaba compitiendo libremente en un mercado también libre».[1759]

Este cambio de sensibilidad estuvo acompañado por cambios paralelos en la arquitectura. En algún momento después de 1450, los arquitectos empezaron a diseñar las fachadas de las residencias particulares para marcar que eran diferentes de los demás edificios circundantes. La importancia de entradas principales creció y cada vez fueron más imponentes. Se quitaron las tiendas para que todo el mundo pudiera apreciar la magnitud de las viviendas. También desde esa época aproximadamente ocurre lo mismo con los interiores y se pone de moda el comprar objetos por sus cualidades artísticas y ya no sólo por su utilidad, lo que incluye las obras de arte de épocas anteriores. Un coleccionismo semejante implicaba, por supuesto, un conocimiento del arte y de la historia del arte. «La gentilezza o refinamiento se convierte en un tema constante que halla expresión en los artículos que los italianos compran: vajillas, instrumentos musicales, obras de arte».[1760]

Así fue cómo el ascenso de la alta burguesía coincidió con el de los artistas. La Iglesia y la monarquía habían dejado de ser las únicas fuentes de patrocinio para las artes, y en ocasiones no eran ya ni siquiera las más importantes. El coleccionismo de arte continuó siendo una actividad reservada a una minoría, pero estaba mucho más difundido de lo que lo había estado antes. Hacia finales del siglo XV los precios de los trabajos artísticos empiezan a aumentar y después del año 1480, cuando los artistas comienzan a recibir títulos de nobleza, los pintores y los escultores pueden aspirar a vivir con cierta opulencia, como es el caso de Rafael y Baldassare Peruzzi.[1761]

Según Hans Baron, el otro cambio significativo del Renacimiento, y uno con mayores consecuencias que la aparición del concepto de genio, fue el abandono de la noción medieval de renuncia. «El monje ya no tenía el monopolio de la virtud». Ahora el ideal era Aristóteles, un hombre que había concluido que necesitaba la casa, la possessione et la bottega. Los florentinos, como los griegos antes que ellos, creían en el éxito y veían la vida como una carrera. Ya no era cierto que, como había sostenido Tomás de Aquino, cada quien «tenía una condición establecida en la vida».[1762] «El hábito de calcular era central en la vida urbana italiana»; el conocimiento de los números estaba difundido; el tiempo era precioso y debía «gastarse» con cuidado, según un plan racional; el ahorro y el cálculo eran la regla. «La tendencia de las especulaciones humanistas en la Florencia de comienzos del siglo XV está orientada a reconciliarse con la vida en la tierra, y supone un rechazo implícito (y en ocasiones explícito) de la abnegación hasta entonces asociada oficialmente con la religión».[1763] El resultado de esto fueron muchas visiones del mundo diferentes, lo que acaso estimuló las innovaciones intelectuales.

El nuevo humanismo, movimiento que estudiaremos a continuación, básicamente ofrecía una alternativa al orden divino, al que sustituía por un orden racional fundado en la experiencia práctica. «Era como si el mundo fuera una gran entidad matemática compuesta de cantidades abstractas, intercambiables, medibles y, sobre todo, impersonales».[1764] La virtud era por tanto algo personal, que se conseguía con el esfuerzo individual y sin relación con las ventajas que proporcionaban la cuna o la posición social y aún menos los poderes sobrenaturales. La antigüedad clásica sirvió de cimiento a esta concepción, y fuera de la Iglesia el pensamiento escolástico fue en gran medida abandonado.[1765] El lugar dejado por la Iglesia vino a ocuparlo principalmente el estado. En su famoso estudio, Jacob Burckhardt anota que «en las ciudades italianas, se observa por primera vez el surgimiento del estado como una creación calculada y consciente, el estado como obra de arte».[1766]

En su estudio Before European Hegemony: The World System, AD 1250-1350, la profesora Janet Abu-Lughod sostiene que en el siglo XII «coexistieron diversos sistemas protocapitalistas en distintos lugares del mundo, sin que ninguno tuviera el poder suficiente para aventajar a los demás».[1767] Luego, anota, en el siglo XIV la peste bubónica golpeó las redes comerciales de Oriente Próximo, con efectos devastadores en comparación con los que tuvo sobre las europeas, un hecho que en parte explica el ascenso de Occidente (habíamos reseñado su argumento en el capítulo 15). Ahora bien, aunque la plaga puede haber sido un elemento importante e incluso crucial, este análisis puramente económico pasa por alto el papel que desempeñaron los cambios psicológicos e intelectuales que también estaban teniendo lugar en Italia, y en Florencia en particular, en el siglo XIV. Me refiero al surgimiento del humanismo y a la aceleración del individualismo.

La primera figura del humanismo renacentista es Petrarca (1304-1374). Uno de los logros de Petrarca es el haber sido el primero que reconoció la «edad de las tinieblas» al advertir que los mil años que, aproximadamente, separaban su época del esplendor de la antigua Roma (y, a través suyo, de la Grecia clásica) habían sido un período de decadencia. En su poema sobre Escipión el Africano, Petrarca volvía su mirada al pasado para pronosticar un cambio trascendental en la historia.[1768]

… Poterunt discussis forte tenebris

ad puram priscumque iubar remeare nepotes.

Tunc Elicona noua reuirentem stirpe uidebis,

tunc lauros frondere sacras; tunc alta resurgent

ingenia atque animi dociles, quibus ardor honesti

Pyeridum studii ueterem geminabit amorem.

[Podrán tal vez, pasadas las tinieblas,

volver nuestros lejanos descendientes

al puro resplandor del siglo antiguo.

Verás entonces cómo reverdece

Helicón con renuevos, cómo tornan

a poblarse, sagrados, los laureles;

resurgirán entonces los ingenios,

los ánimos despiertos, eminentes,

en quienes brotará el ardor de antaño

por la pasión honesta de las Piérides].

Petrarca, por supuesto, tuvo la suerte de haber nacido en una época en la que los esfuerzos de los estudiosos medievales habían dado sus frutos, ya que en los siglos inmediatamente precedentes éstos habían conseguido recuperar y traducir de forma gradual los clásicos antiguos. Sin embargo, su mérito está en haber leído esos clásicos desde una perspectiva totalmente nueva. Los estudios de la baja Edad Media, cuyo punto culminante cabe situar en la obra de Tomás de Aquino, se habían centrado, como hemos visto, en los trabajos de Aristóteles, cuyas ideas habían intentado integrar con el mensaje cristiano. La innovación de Petrarca en este sentido fue doble. En lugar de interesarse por la ciencia y la lógica aristotélicas y las implicaciones cristianas de los nuevos saberes, respondió a la poesía, la historia y la filosofía antiguas en sus propios términos, en tanto «ejemplos radiantes» de una civilización anterior. Europa, sentía, había olvidado este período de grandeza, y por ello se propuso intentar comprender su poderosa imaginación siendo fiel a ella. «De esta forma», afirma Richard Tarnas, «Petrarca dio comienzo a la reeducación de Europa».[1769]

Si tenemos en cuenta el mundo en el que vivió Petrarca, comprenderemos que incluso él creyera que el cristianismo era la realización divina de todo el pensamiento. No obstante, a ello añadió la idea de que la vida y el pensamiento no eran unidimensionales y que valía la pena estudiar el mundo clásico porque había sido la vida más elevada antes de que Cristo apareciera en la tierra. Al instar a sus contemporáneos a mirar al pasado, Petrarca estimuló y renovó la búsqueda de textos perdidos de la antigüedad. Occidente tuvo entonces la suerte de que esto coincidiera con un período de cambio en Constantinopla, pues debido al temor de la invasión turca (la ciudad caería finalmente en 1453) muchos estudiosos empezaron a trasladarse a Europa occidental, Italia en particular, llevando consigo, entre otras muchas cosas, los Diálogos de Platón, las Enéadas de Plotino y otros textos de la tradición platónica. Y la segunda contribución de Petrarca fue estimular un renacimiento platónico que recuerda al renacimiento aristotélico del siglo XII. Con todo, aunque Petrarca siempre se sintió fascinado por Platón, en el siglo XIV los nuevos manuscritos del filósofo todavía no habían llegado a Occidente. No fue hasta comienzos del siglo XV cuando se recuperaron los originales griegos (antes de 1450 muy pocos occidentales sabían griego) y, por tanto, la tarea de introducir estas ideas en Europa quedaría en manos de humanistas posteriores, como Marsilio Ficino y Pico della Mirandola.

Mientras que el aristotelismo había guiado la mente escolástica, el platonismo proporcionó a los humanistas una forma de ver el mundo que se adecuaba al cambio que ellos estaban intentando propiciar. La idea esencial del platonismo era que la mente humana es la imagen y semejanza de Dios, la «deiformidad del conocimiento», según la acertada expresión de William Kerrigan y Gordon Braden. Más importante todavía era «la noción de que la belleza era un componente esencial en la búsqueda de la realidad última, que la imaginación y la visión eran más importantes en ella que la lógica y el dogma, que el hombre podía alcanzar un conocimiento directo de lo divino; tales ideas tuvieron un gran impacto en la nueva sensibilidad que estaba emergiendo en Europa».[1770] Por encima de todo esto, destaca el hecho de que el estilo fluido de Platón resultaba mucho más atractivo que las meras notas de Aristóteles en las que se había basado el renacimiento del siglo XII, y este hecho también contribuyó a dar forma a la nueva sensibilidad. Mucha gente creía que la versión que Aristóteles ofrecía de Platón era bastante inexacta. Coluccio Salutati y Niccolò Niccoli pensaban que Platón era superior a Aristóteles y que la elocuencia de Sócrates era el ideal al que debían aspirar; y la obra en la que Leonardo Bruni celebraba el humanismo y el esplendor estilístico de Sócrates, Platón y Cicerón gozó de una gran popularidad: sobreviven doscientas cincuenta copias en vitela del manuscrito.[1771] Hans Baron califica al Dialogi ad Petrum Paulum Histrum de Bruni como el «certificado de nacimiento de un nuevo período».[1772]

Para entonces, doscientos años después de la obra de Tomás de Aquino, la escolástica se había ido anquilosando en las universidades a medida que los académicos, enfrascados en el estudio de los maestros medievales, se dedicaban a debatir nimiedades. Por tanto, no es casual que la fundación de una academia platónica, en las afueras de Florencia, en la segunda mitad del siglo XV, dependiera no de la universidad sino del patrocinio de Cosimo de’ Medici, y que la dirigiera Marsilio Ficino, el hijo de un médico. Fue allí, en un escenario bastante informal, donde tuvo lugar la transformación de la idea de aprendizaje tradicional. En el aniversario del nacimiento de Platón se celebraban grandes banquetes y su busto estaba siempre iluminado por una vela encendida.[1773] Ficino terminaría traduciendo al latín todo el corpus platónico.[1774]

En el platonismo, o el neoplatonismo, los humanistas reconocieron una corriente espiritual tan antigua como el cristianismo y, en muchos sentidos, no muy diferente de éste, lo que a su vez arrojó nueva luz sobre la fe. El cristianismo podía aún ser la expresión definitiva del propósito de Dios para la humanidad, pero la existencia misma del platonismo indicaba que no era la única manifestación de esa profunda verdad. En este ánimo, los humanistas no se detuvieron en la literatura griega. La academia de Florencia (en realidad estaba situada en Careggi, a las afueras de la ciudad) promovió el estudio de toda clase de escritos intelectuales, espirituales e imaginativos, sin importar su procedencia: se buscó el conocimiento en obras compuestas en Egipto y Mesopotamia, en el zoroastrismo y en la cábala hebrea. El argumento central del neoplatonismo, que a las ideas de Platón sumaba las de Plotino, era que el mundo en su totalidad estaba impregnado de divinidad, que todas las cosas poseían una cualidad «numinosa», que la naturaleza estaba en verdad encantada y que, prestando la debida atención, era posible descifrar el propósito de Dios. El platonismo enseñaba un entendimiento estético del mundo, lo que contribuye a explicar tanto el florecimiento del arte renacentista como el elevado estatus alcanzado entonces por los artistas. Marsilio Ficino escribió un libro titulado Teología platónica en el que sostenía que el hombre poseía «casi el mismo genio que el Autor de los cielos».[1775]

Y dado que el platonismo valoraba la estética antes que cualquier otra cosa, la imaginación empezó a ser exaltada por encima de las virtudes aristotélicas de la observación atenta y lo que nosotros denominaríamos investigación. Se asumió que la verdad metafísica, revelada por Dios a los hombres de genio a través de los números, la geometría y la intuición, era la que ofrecía acceso al conocimiento último. Como parte de esto, esta época fue testigo del retorno de la astrología, así como de los horóscopos y el zodiaco y su numerología mística. Los antiguos dioses grecorromanos no tenían la dignidad del Dios judeocristiano, pero la mitología clásica tuvo una nueva vida al considerársela, con respeto y simpatía, la verdad religiosa de aquellos que habían vivido antes de la Encarnación. E incluso hubo quienes previeron una futura nueva edad de oro en la que la religión sería una amalgama de cristianismo y Platón.[1776]

La acumulación de riqueza constituía el telón de fondo de estas ideas, y su importancia no debe subestimarse. En palabras de un historiador, «el hombre del Renacimiento vivía entre dos mundos… Se encontraba suspendido entre la fe y el conocimiento. A medida que el dominio de las concepciones sobrenaturales de la Edad Media empezaba a desvanecerse, las preocupaciones seculares y humanas fueron adquiriendo mayor importancia. La experiencia individual aquí en la tierra fue cada vez más interesante que los misterios de la otra vida. La confianza en Dios y en la fe se debilitaron. El mundo actual se volvió un fin en sí mismo y la vida dejó de ser una preparación para el mundo por venir».[1777] Es indudable que la acumulación de riquezas contribuyó a este cambio, al que ese mismo historiador considera uno de los tres grandes cambios de sensibilidad de la historia (los otros dos serían «el surgimiento del monoteísmo ético hacia el 600 a. C… y el cambio provocado por Darwin a mediados del siglo XIX»). De acuerdo con esta interpretación, el Renacimiento debe entenderse como tres desarrollos interrelacionados que, en su conjunto, explican la aparición de esa nueva sensibilidad: el humanismo, el capitalismo y el movimiento estético, el culto de la belleza que condujo al mayor florecimiento de las artes que el mundo ha conocido. El capitalismo, entendido aquí no sólo como una cuestión económica sino de expresión personal, no hubiera madurado sin las ideas de los humanistas a propósito de la primacía de «este mundo», y las artes no hubieran proliferado sin las grandes fortunas amasadas por los primeros capitalistas.

El humanismo estaba menos interesado en el redescubrimiento de las ciencias de los antiguos que en restablecer un conjunto de valores paganos, esto es, la perspectiva secular de griegos y romanos, en la que el hombre era la medida de todas las cosas. Esta actitud, como advirtió en primer lugar Petrarca, se habría perdido durante cerca de mil años, mientras los cristianos prestaron atención a las advertencias de Agustín, según el cual quien se dejaba absorber por los intereses terrenales ponía en peligro su entrada en la Nueva Jerusalén (que era precisamente la Ciudad de Dios, no la Ciudad del Hombre).[1778] Pero los antiguos se habían preocupado más por llevar una vida fructífera y feliz aquí en la tierra, que por el destino eterno de sus almas, y la filosofía clásica, por ejemplo, se ocupa más de cómo llevar una vida plena en este mundo que por la otra vida. Los humanistas se apropiaron de esta perspectiva. He aquí, por ejemplo, las palabras de Erasmo: «Nada que sea piadoso y conduzca a las buenas maneras, puede ser llamado profano. El primer lugar debe concederse a la autoridad de las Escrituras; pero, no obstante, en ocasiones encuentro algunas cosas dichas o escritas por los antiguos, e incluso por los paganos y aun por los poetas mismos, tan castas, tan santas y tan divinas, que no puedo evitar pensar que, al escribirlas, contaban con la inspiración divina… Libre y entre amigos, confieso que no puedo leer lo que dice Cicerón sobre la edad antigua o sobre la amistad… sin besar el libro».[1779] Erasmo llega incluso a hacer que algunos de sus personajes sostengan que conceder el título de santos a Sócrates y Cicerón no es blasfemo.

La idea de que en realidad había una nueva aristocracia en Italia era central en el ideal humanista. Esta aristocracia se fundaba en la estética y la educación, y no tanto en los privilegios heredados, la tierra o el dinero; era el resultado del aprecio de la cultura y de los logros alcanzados por las artes y las ciencias, y valoraba por encima de todo la expresión propia. El Renacimiento fue acaso la época en la que la teoría estética llegó a su punto más alto (aunque Ernst Cassirer considera que el siglo XVIII fue aún más consciente de este ámbito de la experiencia, como veremos en el capítulo 29). Se creía entonces que la poesía y el arte detentaban los secretos de la armonía universal. Examinaremos con más detalle esta concepción en el siguiente capítulo.

La revolución intelectual que tuvo lugar en la baja Edad Media había mostrado, entre otras cosas, que las autoridades del pasado no siempre coincidían y, más importante todavía, que con frecuencia esas mismas autoridades habían disfrutado de vidas plenas pese a carecer de los beneficios que proporcionaban las Escrituras. Paralelamente, la vida se había organizado de forma comunal, en congregaciones, gremios y universidades. Tras los cambios que provocaron la aparición del reloj, la pólvora, la peste y demás, y dado el aumento de la riqueza, el individualismo empezó a extenderse más allá del mundo «académico» de la catedral y la universidad. Además, como hemos visto, la mortandad causada por la peste negra en el seno de la Iglesia cambió por completo la experiencia medieval, ya que los clérigos no fueron ya necesariamente los miembros mejor educados de la sociedad. Cuando a esto se sumó la introducción de los libros impresos y de la lectura silenciosa, la difusión del individualismo puede considerarse completa. El individualismo y la riqueza (bien fuera ésta la que ayudó al surgimiento del capitalismo o bien un producto de un protocapitalismo) fueron en conjunto los primeros elementos de lo que hoy podemos denominar vida moderna. En formas diferentes, Dante, Petrarca, Maquiavelo y Montaigne escribieron todos sobre la libertad intelectual y la expresión individual, en textos a menudo aderezados con cierto escepticismo hacia el mensaje cristiano.[1780] Tras la invención de la imprenta, el ascenso de las literaturas en lenguas vernáculas estimuló la diversidad en detrimento de la uniformidad. Fue esta constelación de creencias la que imprimió al pensamiento renacentista su particular carácter.

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