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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 19. La explosión de la imaginación

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Capítulo 19

LA EXPLOSIÓN DE LA IMAGINACIÓN

El último día del carnaval de Florencia de 1497 (y lo mismo ocurriría al año siguiente) apareció una construcción muy curiosa en medio de la Piazza della Signoria, dominada por el Palazzo Vecchio. El centro de la estructura estaba compuesto por varios tramos de escalera que formaban juntos una pirámide. En el escalón más bajo se habían colocado distintos disfraces, máscaras y barbas postizas utilizados en el carnaval. Sobre ellos se encontraban algunos libros (tanto textos impresos como manuscritos) de poetas latinos e italianos, entre ellos Boccaccio y Petrarca. Luego había varios utensilios de adorno femenino (espejos, velos, cosméticos, perfumes) y encima de ellos laúdes, arpas, barajas y piezas de ajedrez. En la cima de esta extraña edificación había dos niveles en los que se habían dispuesto algunos cuadros; se trataba de cuadros de un tipo especial, ya que mostraban beldades y en particular beldades con nombres clásicos: Lucrecia, Cleopatra, Faustina, Bencina. Cuando se prendió fuego a esta «hoguera de las vanidades», los miembros de la Signoria, la asamblea política, contemplaron el acontecimiento desde los balcones de sus palacios. Se tocó música, se cantó y las campanas de la iglesia repicaron. Luego, toda la gente se trasladó a la Piazza di San Marco donde, para bailar, formaron tres círculos concéntricos. Los monjes ocupaban el central, alternados con niños vestidos como ángeles; después venían otros eclesiásticos y por último los ciudadanos en general.[1807]

Todo esto se realizó para satisfacción del profeta dominico fray Girolamo Savonarola, de Ferrara. «Agudo y carismático», convencido de que Dios le había enviado para propiciar la reforma espiritual de los italianos y de la del predicador, altísima posición «sólo inferior a la de los ángeles», Savonarola había buscado regenerar la Iglesia a través, entre otras cosas, de una serie de jeremiadas, terribles advertencias sobre los males que sobrevendrían de no reformarse de manera total e inmediata. En su concepción no había mucho espacio para la literatura y los saberes clásicos. «Lo único bueno que debemos a Platón y Aristóteles», sostuvo, «es que nos proporcionaron muchos argumentos que podemos emplear contra los herejes. Sin embargo, tanto ellos como otros filósofos están ahora en el infierno. Incluso cualquier anciana sabe más sobre la fe que Platón. Por el bien de la religión sería conveniente que se destruyeran muchos libros aparentemente útiles».[1808]

La destrucción de tantas representaciones y símbolos de la belleza en la hoguera de las vanidades era un suceso especialmente trágico ya que, como señalamos en el capítulo anterior, el arte, la intención artística y el compromiso con la belleza eran características que definían a la civilización renacentista.[1809] Para Burckhardt al menos, «incluso la apariencia exterior de los hombres y las mujeres [italianos] y sus hábitos cotidianos eran mucho más perfectos, hermosos y refinados que los de las demás naciones de Europa».[1810] La estética reinó en el Renacimiento más de lo que lo había hecho en cualquier otra época y por ello resulta apropiado que se haya dado el nombre de período estético al «largo» siglo XVI: 1450-1625.

Aunque en el ámbito de las artes el siglo XV es una época en la que abundan las innovaciones, es posible proponer un listado de las más importantes: la invención de la pintura al óleo, el descubrimiento de la perspectiva lineal, los progresos realizados en la comprensión de la anatomía, el renovado interés por la naturaleza y la recuperación de la noción platónica de universalismo, una idea que probablemente deba figurar como la más influyente y dominante del período.

El desarrollo de la técnica de la pintura al óleo se atribuye tradicionalmente a los Van Eyck, Hubert y Jan, ambos activos en la década de 1420 en Gante, Brujas, La Haya y sus alrededores. Esta preeminencia ya no se considera válida, pero sí resulta indudable que Jan van Eyck perfeccionó la técnica de la pintura al óleo y el uso de los barnices, con lo que consiguió que los colores y los efectos de color de sus obras sobrevivieran inalterados durante siglos. La característica más importante de la pintura al óleo es que se seca lentamente, a diferencia del fresco, que era entonces la técnica más popular. Los frescos se secaban tan rápido que los pintores tenían que trabajar muy deprisa y disponían de muy pocas oportunidades para modificar lo que habían hecho. Por el contrario, los pigmentos mezclados con aceite no se secan durante semanas, lo que significa que los artistas podían introducir alteraciones, mejorar los puntos débiles de sus cuadros o incluso cambiarlos por completo en caso de que se les ocurriera una nueva idea. Esto hizo a los pintores más atentos y reflexivos, y les dio más tiempo para mezclar sus tintes y buscar efectos más sutiles. Esto resulta evidente ya en los Van Eyck, cuya representación detallada de objetos y superficies (algo prácticamente imposible de conseguir en los frescos) es indicio de un desarrollo y realismo de la forma y el espacio mucho mayores. El tiempo adicional que proporcionaba el óleo permitió que los pintores exploraran la expresión facial con más detenimiento, con lo que se amplió el abanico de emociones representadas.

La perspectiva lineal, conocida inicialmente en Italia como costruzione legittima, fue inventada a principios del siglo XV, posiblemente por Brunelleschi, si bien la técnica fue desarrollada y mejorada por Leon Battista Alberti y Piero della Francesca. La idea debía de haber estado madurando lentamente desde la época en que se construyeron las grandes catedrales, lo que llamó la atención sobre las distancias y fomentó la escultura tridimensional. La perspectiva era importante no sólo por el realismo que añadía a las pinturas, sino también por el hecho de que implicaba conocimientos de matemáticas, que en aquella época formaban parte de las artes liberales. Si los pintores conseguían demostrar que su arte dependía o se beneficiaba de las matemáticas, ello respaldaría su reivindicación de que la pintura era también, en sí misma, un arte liberal y no una labor mecánica. El punto fundamental de la perspectiva lineal era la idea de que si bien las líneas paralelas nunca se encuentran, sí parecen hacerlo al converger en un punto de fuga situado en el horizonte. Esto transformó por completo la verosimilitud de las pinturas y explica en buena medida que su popularidad aumentara considerablemente.[1811]

Asimismo, el mayor realismo de la pintura al óleo y la perspectiva se benefició, por un lado, de los detenidos estudios de anatomía realizados por muchos artistas del siglo XV (lo que permitió una representación más fiel de la musculatura, gracias a los avances de la ciencia médica, como veremos en un capítulo posterior), y por otro, del nuevo sentimiento de afinidad hacia la naturaleza promovido por el humanismo, que estimuló la representación del paisaje además de la de la figura humana. Este proceso estuvo acompañado de un nuevo interés en el estilo narrativo, esto es, un interés por pinturas que, además de glorificar a Dios, contaran una historia que pudiera resultar atractiva a muchos. En el mismo estudio que mencionamos en el capítulo anterior, Peter Burke ha señalado que de dos mil pinturas del período cuya fecha de composición se conoce, sólo un 5 por 100 de las elaboradas entre 1480 y 1489 están dedicadas a temas seculares, mientras que entre 1530 y 1539 este tipo de obras suponen un 22 por 100 de la muestra. Ahora bien, aunque esto sugiere que el número de obras dedicadas a temas no religiosos se multiplicó por cuatro en un lapso de cincuenta años, no debemos exagerar las dimensiones del cambio, pues incluso en fechas posteriores la mayoría de la producción artística siguió siendo de contenido religioso.

Entre las obras de tema secular, las alegorías se volvieron muy populares después de 1480. En nuestros días las pinturas alegóricas resultan más bien extrañas y, por lo general, no gozan de mucha popularidad fuera del círculo de los historiadores del arte. El gusto moderno no se lleva muy bien con las mujeres ligeras de ropa corriendo o bailando en medio de las ruinas clásicas, con los pequeños cupidos regordetes ataviados con arcos y flechas o espadas y cintas, y menos aún con los híbridos mitad hombre, mitad bestia, o las cabras con colas de pez. No obstante, durante el Renacimiento, con el humanismo en plena ebullición, el alegorismo era tan popular como puede serlo el impresionismo en nuestros días. Las alegorías clásicas se pusieron de moda aproximadamente en la época en que Botticelli terminó su Primavera, en la actualidad una de las pinturas más famosas del mundo. Obra rica en complejas alusiones cristianas y mitológicas, consta de nueve figuras entre las que se encuentran Mercurio, Cupido, las tres Gracias y, la imagen más famosa de todas, Flora, adornada con centenares de flores. El gusto por las alegorías fue creciendo a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero al terminar este período el simbolismo que antes resultaba tan atractivo se había fragmentado hasta tal extremo que la capacidad de la mitología para transmitir un mensaje particular se había visto terriblemente socavada.

Con todo, el hecho de que la alegoría floreciera durante el Renacimiento es muy significativo. La popularidad de la que gozaban las deidades clásicas sugiere, por ejemplo, que éstas nunca habían desaparecido en realidad y que habían sobrevivido de forma subterránea, con frecuencia adaptándose e hibridándose con la tradición cristiana. A su vez, esto plantea la posibilidad de que en la Edad Media los europeos en general no hubieran estado tan convencidos de la verdad del cristiano como la Iglesia quería creer. La existencia de rasgos paganos en el cristianismo más remoto impregna elementos tan «visibles» como los nombres de los días de la semana y la mismísima fecha de la Navidad. Sin embargo, aquí nos referimos a huellas con implicaciones mucho más importantes. Durante el gran florecimiento del arte cristiano de los siglos XIII y XIV, los astrólogos dirigían la vida de ciudades italianas enteras. Para comienzos del siglo XIV los dioses paganos aparecían con frecuencia no sólo en la literatura sino también en los monumentos. En Venecia se los empleó en los capiteles góticos del palacio del dux, y más o menos por la misma época los encontramos en Padua, Florencia y Siena.[1812] A comienzos del siglo XV el recurso a la mitología y la astrología paganas fue todavía más explícito. En la Sacristía vieja de San Lorenzo, en Florencia, justo encima del altar, se encuentra una cúpula en la que aparecen figuras mitológicas y una constelación celeste que coincide con el cielo que se observaba en la ciudad en la época del Concilio de Florencia. Posteriormente, decorados similares invadieron incluso los palacios de los papas (la lista de los sucesores de san Pedro en los apartamentos de los Borgia está rodeada de símbolos celestiales, incluidos Júpiter y Marte). Marsilio Ficino fundó toda una escuela exegética en la que se aceptaba que era posible buscar la sabiduría en las alegorías clásicas, lo que implica que éstas eran mucho más que simples alusiones a la mitología. Ser capaz de descifrar una alegoría confería cierto estatus de iniciado que resultaba muy atractivo para el espíritu de la época, una faceta que desarrollaría hábilmente uno de los seguidores de Ficino, Pico della Mirandola (1463-1494). Según este pensador, y otros con ideas similares, los antiguos mitos eran una especie de código que ocultaba una sabiduría secreta: las alegorías velaban esa sabiduría, y una vez se lograra descifrarlas, se conseguiría revelar los secretos del universo. Pico mencionaba al respecto las enseñanzas de Moisés, quien, a fin de cuentas, había vivido en comunión con Dios durante cuarenta días en el Sinaí y había regresado sólo con dos tablillas: era mucho más lo que se le había revelado, pero él había mantenido este conocimiento en secreto. El mismo Jesús había aludido a ello cuando dijo a sus discípulos: «Es que a vosotros se os han dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no». Para Pico, y muchos otros como él, todas las religiones compartían un misterio, y sólo unos pocos elegidos, los filósofos, podían acceder a su conocimiento a través del desciframiento de los antiguos mitos. Una forma de hacerlo era explorando los vínculos y similitudes entre la mitología clásica y el cristianismo.[1813]

Con todo, la idea dominante entre los artistas del Renacimiento era, como hemos anotado, el universalismo, una noción esencialmente platónica. El universalismo es, de hecho, una de las ideas más antiguas e influyentes de la historia de la humanidad. Proviene en parte de la antigua Grecia, y se refleja en las teorías de Pitágoras y Platón, aunque también debe mucho a los pensadores cristianos de los primeros siglos después de Cristo, que, en Alejandría, adaptaron las ideas de los filósofos griegos. Para el Renacimiento la idea de universalidad contaba ya con una larga genealogía y se había hecho cada vez más compleja.

En su panorama de las teorías sobre el arte y la belleza en la Edad Media, Umberto Eco concluye que la estética medieval estaba repleta de repeticiones y reiteraciones y constituía un mundo «en el que todo ocupaba el lugar que le correspondía… la civilización medieval intentó captar las esencias eternas de las cosas, de la belleza así como de todo lo demás, en definiciones precisas».[1814] La diferencia se aprecia de forma más clara en el estatus de los artistas: el artista medieval era alguien «dedicado al humilde servicio de la fe y de la comunidad» (una comunidad que bien podía estar compuesta sólo por los miembros de un monasterio ubicado en un lugar remoto).[1815] Sin embargo, en la base del universalismo renacentista encontramos la idea de que si bien la naturaleza era un sistema «ordenado por Dios», como se pensaba en la Edad Media, ahora se otorgaba al hombre, y en especial al artista, la capacidad de comprenderlo. Según esta teoría, la naturaleza es homogénea y todo el conocimiento puede por tanto reducirse a unos pocos axiomas primarios, la «ley natural». Pensadores como Francis Bacon creían que el hombre tenía los dones necesarios para conocer la naturaleza y que el tiempo en que ese conocimiento sería perfecto estaba a punto de llegar. Conscientes o no, los cristianos adoptaron las ideas platónicas, en particular la noción de que, dado que el hombre compartía algunas de las cualidades de la mente divina, la observación adecuada de la naturaleza y de los vínculos entre las distintas artes y ciencias permitiría al hombre, y en particular a los artistas y científicos, vislumbrar la esencia real del universo, la realidad subyacente. Para el Renacimiento esto era lo que significaba sabiduría. Marsilio Ficino fue diáfano: «Dios ha creado todo de manera que puedas verlo. De la misma forma en que Dios crea, el hombre piensa. El entendimiento humano refleja, en una escala limitada, el acto de la creación. El hombre está unido a la divinidad por aquello que tiene de divino, su intelecto».[1816] Pico della Mirandola puso aún más énfasis: «En Él están todas las cosas; por tanto dejadlo ser todas las cosas, entended todas las cosas y así seréis Dios». Mientras que las bestias tienen una naturaleza establecida, al hombre (y en especial a los artistas) se les ha otorgado la capacidad de alterar su naturaleza y de «ser todas las cosas». Esto es lo que significaba ser artista y la razón por la que ser artista era tan importante.

Los pensadores del Renacimiento también creían que todo el universo era un modelo de la idea divina y que el hombre era «un creador que venía después del creador divino». Central en esta concepción era el concepto de belleza, una forma de armonía que reflejaba las intenciones de la divinidad. Lo que era placentero para los ojos, el oído y la mente era bueno, moralmente valioso en sí mismo. Más aún: revelaba parte del plan divino para la humanidad, pues evidenciaba la relación de las partes con el todo. Este ideal renacentista de belleza respaldaba la noción de que ésta tenía dos funciones, noción aplicable a todas las disciplinas. En un nivel, la arquitectura, las artes visuales, la música y los aspectos formales de las artes literarias y dramáticas informaban a la mente; en un segundo nivel, la complacían mediante el decoro, el estilo y la simetría. De esta forma se estableció una asociación entre belleza e ilustración. También esto era lo que entonces significaba la sabiduría.

El corolario natural de todo ello era el deseo de universalidad personal, la consecución de un corpus de conocimientos universales. La conjunción de disciplinas diferentes fue, en parte, un esfuerzo deliberado por encontrar un saber más profundo mediante la exploración de las similitudes que era posible identificar en el núcleo de las distintas esferas del conocimiento. Debido al entonces reciente redescubrimiento de los clásicos griegos y latinos y a una mayor disponibilidad de esos materiales, la presunta existencia de tales similitudes estaba en el ambiente más que nunca. Como consecuencia de ello, los hombres del Renacimiento con frecuencia pasaron de un campo a otro de forma natural. Vitruvio había señalado que las artes y las ciencias tenían una teoría común pese a las grandes diferencias que las separaban en la técnica y la práctica. Por tanto, recomendaba que alguien como el arquitecto dominara el trasfondo teórico de muchas disciplinas distintas. «Debe ser un hombre de letras, un delineante hábil, un matemático familiarizado con la indagación científica, un estudiante de filosofía diligente, y conocedor de la música; no debe ignorar la medicina ni desconocer las respuestas de los juris consultos, y le será útil saber astronomía y poder realizar cálculos astronómicos».[1817] Esta idea de universalidad fue adoptada de nuevo por los hombres renacentistas, y la hallamos en el pensamiento de los humanistas y en los ideales de la Academia florentina. En La cultura del Renacimiento en Italia, Jacob Burckhardt escribió: «El siglo XV es ante todo el de los hombres polifacéticos. No hay biografía que no mencione, junto a la obra maestra de su héroe, otras búsquedas, todas más allá de los límites del simple diletantismo… Pero entre estos hombres polifacéticos, hay algunos que quizá puedan ser llamados universales por encima de todos los demás». Como tales identifica a Alberti y a Leonardo (quien tenía su propio consejero para cuestiones matemáticas, Luca Pacioli).[1818]

He aquí lo que Burckhardt dice de Alberti: «Perseveró en la ciencia y el dominio de las armas, los caballos y los instrumentos musicales, así como en el estudio de las letras y las bellas artes… con lo que mostró mediante el ejemplo que todos los hombres pueden hacer cualquier cosa de sí mismos si lo desean». El propio Alberti escribió mucho sobre la universalidad, como también lo hizo Leonardo. Decía Alberti, por ejemplo, que: «El hombre fue creado, por placer de Dios, para reconocer la fuente primaria y original de las cosas en medio de la variedad, la diferencia, la belleza y la multiplicidad de la vida animal, en medio de todas las formas, estructuras, apariencias y colores que caracterizan a los animales».[1819] Y en su libro sobre la arquitectura se nos dice explícitamente que «la capacidad para advertir la armonía y la belleza es una propiedad innata de la mente» y que el reconocimiento de estas verdades deriva de la estimulación «rápida y directa» de los sentidos. «Al juzgar la verdadera belleza no es la opinión lo que cuenta sino una especie de razón que es innata en la mente». El hombre, afirmaba Alberti, poseía cualidades mentales que eran análogas a las cualidades divinas, en particular la «capacidad de reconocer» y la «capacidad de hacer». Todas las criaturas se perfeccionan en la medida en que desarrollan plenamente sus dones innatos.[1820]

La naturaleza, pensaba Alberti, poseía un orden armónico que obedecía a un plan divino y las matemáticas ofrecían la mejor descripción de ese plan. Otros pensadores de la época, como Kepler, coincidían con esta idea. La conciencia que el hombre tiene de cualidades innatas, como la capacidad para percibir la belleza, por ejemplo, puede ampliarse e incrementarse mediante la acumulación de buenos modelos. Ésta es la meta del arte. En su búsqueda de formas verdaderamente buenas en la naturaleza, el artista está siempre a la caza de modelos hermosos de, digamos, cuerpos humanos. Y coleccionar estos ejemplos le permite, de forma gradual, refinar y aclarar su concepción de, en este caso, lo que es un cuerpo bello. Finalmente, tras muchas indagaciones similares, el artista habrá perfeccionado su conciencia de la idea general de belleza. Todos los hombres tienen el don de reconocer la belleza, pero el artista se ejercita para perfeccionar ese don y ofrecer su concepto a sus semejantes. Y gracias a la calidad de las obras de arte que coloca ante nuestros ojos, se convierte en nuestro maestro en cuestiones de estética. El reconocimiento de la belleza se funda en los dones divinos del intelecto humano. El currículo de Alberti sólo recoge fuentes clásicas, y no menciona a la Biblia ni a ningún autor cristiano.[1821] Durante el Renacimiento se escribieron unos cuarenta y tres tratados sobre la belleza. La idea de hombre universal es una idea común a casi todos ellos.

Peter Burke ha destacado a quince hombres universales del Renacimiento («universales» en tanto evidenciaron su talento, más allá del mero diletantismo, en tres o más campos): Filippo Brunelleschi (1377-1446), arquitecto, ingeniero, escultor, pintor; Antonio Filarete (1400-1465), arquitecto, escultor, escritor; León Battista Alberti (1404-1472), arquitecto, escritor, pintor; Lorenzo Vecchietta (1405/1412-1480), arquitecto, pintor, escultor, ingeniero; Bernard Zenale (1436-1526), arquitecto, pintor, escritor; Francesco di Giorgio Martini (1439-1506), arquitecto, ingeniero, escultor, pintor; Donato Bramante (1444-1514), arquitecto, ingeniero, pintor, poeta; Leonardo da Vinci (1452-1519), arquitecto, escultor, pintor, científico; Giovanni Giocondo (1457-1525), arquitecto, ingeniero, humanista; Silvestro Aquilano (antes de 1471-1504), arquitecto, escultor, pintor; Sebastiano Serlio (1475-1554), arquitecto, pintor, escritor; Michelangelo Buonarroti (1475-1464), arquitecto, escultor, pintor, escritor; Guido Mazzoni (antes de 1477-1518), escultor, pintor, productor teatral; Piero Ligorio (1500-1583), arquitecto, ingeniero, escultor, pintor; Giorgio Vasari (1511-1574), arquitecto, escultor, pintor, escritor.[1822]

El lector advertirá que en esta lista, de un total de quince hombres universales, catorce eran arquitectos, trece pintores, diez escultores, seis ingenieros y seis escritores. ¿Qué tenía en particular la arquitectura para ocupar un lugar tan destacado frente a todas las demás actividades? En el Renacimiento, la aspiración de muchos artistas era el progreso arquitectónico. En el siglo XV la arquitectura era una de las actividades que más se aproximaba a las artes liberales, mientras que la pintura y la escultura eran sólo mecánicas. Esto cambiaría después, pero ayuda a explicar las prioridades en la Italia del quattrocento.

Las carreras de algunos de estos hombres universales fueron extraordinarias. Francesco di Giorgio Martini, por ejemplo, diseñó un gran número de fortalezas y máquinas militares. Y otras de sus ideas pueden apreciarse en los setenta y dos bajorrelieves que realizó, dedicados todos a «instrumentos con fines bélicos». Fue concejal en Siena y algo más, ya que se convirtió en una especie de espía que informaba sobre los movimientos de las tropas papales y florentinas. Formado como pintor, maduró como escultor y arquitecto en la década de 1480, y asimismo escribió un importante tratado sobre arquitectura. En esta obra se refirió a los nidos de las aves y a las redes de las arañas, cuya invariabilidad, pensaba, era una demostración de que los animales no habían sido dotados con la capacidad de invenzione que caracterizaba a los humanos.[1823] Giovanni Giocondo fue un fraile dominico, «un hombre de muchas facetas y maestro de todas las facultades nobles». Vasari lo describe principalmente como hombre de letras, pero añade que era también un muy buen teólogo y filósofo, un gran conocedor del griego (en un momento en que tal cosa no era común en Italia), un magnífico arquitecto y un excelente maestro de la perspectiva. Adquirió fama en Verona, la ciudad en que vivía, por el papel que desempeñó en el rediseño del Ponte della Pietra, un puente construido sobre terrenos tan inestables que siempre estaba derrumbándose. En su juventud pasó muchos años en Roma, lo que le permitió familiarizarse con las reliquias de la antigüedad, de muchas de las cuales se ocupó en un libro. Mugellane llamó a Giocondo «profundo maestro en antigüedades». Escribió comentarios sobre César y divulgó a Vitruvio entre sus contemporáneos y descubrió las cartas de Plinio en una biblioteca parisina. Construyó dos puentes sobre el Sena por encargo del rey de Francia.

Tras la muerte de Bramante se le encomendó completar, junto con Rafael, los trabajos de la iglesia de San Pedro. Giocondo se aseguró de que los cimientos se renovaran, proceso durante el cual se descubrieron y rellenaron varios pozos. Con todo, es probable que su mayor logro fuera la solución que ideó para los grandes canales de Venecia, ya que al desviar las aguas del río Brenta contribuyó a que La Serenissima sobreviviera hasta nuestros días. Fue gran amigo de Aldo Manuzio.[1824] Los talentos de Brunelleschi superan los mencionados con anterioridad. Además de haber diseñado y dirigido la construcción de la maravillosa cúpula de la catedral de Santa Maria del Fiore en su ciudad, fue fabricante de relojes, orfebre y arqueólogo. Amigo de Donatello y Massaccio, fue más polifacético que cualquiera de ellos.[1825]

Cabría preguntarse si en realidad se ha exagerado la idea de hombre universal, de hombre renacentista. En el siglo XII ciertos estudiosos, como Tomás de Aquino, estuvieron muy cerca de poseer un «saber universal», ya que conocían todo lo que podía conocerse en la época (recuérdese la hipótesis de R. W. S. Southern, expuesta en el capítulo 15, según la cual ese conocimiento total se resumía entonces en unos pocos centenares de volúmenes, por lo que no era imposible saberlo todo o casi todo). Acaso lo que resulta realmente significativo en la idea renacentista de hombre universal sea la actitud de los individuos que la encarnaron, su conciencia de sí mismos, su optimismo. Ello explica en buena medida la explosión de la imaginación que caracteriza el período.

Íntimamente ligada a la idea de universalidad estaba la cuestión del paragone: si la pintura era superior a la escultura y viceversa. En el siglo XV éste era un asunto intelectual de enorme actualidad y constituye un tema central en los escritos de, por ejemplo, Alberti, Filarete y Leonardo. Alberti defendía la superioridad de la pintura: tenía color, podía representar muchas cosas imposibles para la escultura (las nubes, la lluvia, las montañas) y hacía uso de ciertas artes liberales (por ejemplo, la matemática, en la perspectiva). Leonardo pensaba que el bajorrelieve era una especie de híbrido entre la pintura y la escultura, lo que podría hacerlo superior a ambas. Por su parte, los partidarios de la superioridad de la escultura sostenían que la tridimensionalidad de las estatuas las hacía más reales que los cuadros, y que los pintores se inspiraban en figuras esculpidas. En oposición a ellos, Filarete afirmaba que mientras una escultura no podía eludir el hecho de que había sido realizada a partir de la piedra o la madera, por decir algo, la pintura podía mostrar el color de la piel y el brillo de los cabellos y representar una ciudad en llamas, la luz de un hermoso amanecer y el brillo del mar, todo lo cual superaba las posibilidades de la escultura. Finalmente, para vencer las objeciones de quienes defendían la superioridad de la escultura, nombres como Mantegna y Tiziano pintaron figuras de piedra con «relieves» como trompe l’oeil: la pintura podía imitar a la escultura, pero la escultura era incapaz de imitar a la pintura.[1826]

Sin embargo, en la época de los hombres universales no sólo se compararon sin cesar la pintura y la escultura, sino que también se hizo lo mismo con la pintura y la poesía. Durante un tiempo, se consideró que ambas actividades eran muy similares. En 1442, Lorenzo Valla, acaso siguiendo los planteamientos propuestos por Alberti en su tratado Sobre la pintura, sugirió que la pintura, la escultura y la arquitectura se encontraban entre las actividades que «más se aproximan a las artes liberales». En la introducción a la sección sobre la pintura y los pintores de su De viris illustribus (1456), Bartolomeo Facio proponía unos argumentos más detallados, pero comparables: «hay… cierta gran afinidad entre los pintores y los poetas; una pintura, de hecho, no es otra cosa que un poema sin palabras. Pues en realidad en ambas obras se presta igual cuidado a la invención y a la organización… Tanto la tarea del pintor como la del poeta consiste en representar las propiedades de sus temas, y es en esto precisamente donde mejor se reconoce el talento y capacidad de cada uno».[1827] En Sobre la pintura, escrita veinte años antes que Facio compusiera sus biografías de pintores, Alberti fue el primero que consideró ampliamente la necesidad de que los artistas aprendieran de los poetas y se ocupó de las similitudes entre pintura y poesía. Esperaba que el pintor «conociera de forma tan profunda como pudiera todas las artes liberales», ya que «el disfrutar de los poetas y oradores será de provecho para él, pues éstos cuentan con muchos adornos en común con el pintor».[1828] Más aún, Alberti aconsejaba al pintor estudioso que se familiarizara con «los poetas y oradores y otros hombres de letras, pues no sólo obtendrá excelentes ornamentos de estas mentes ilustres, sino que también le ayudarán en aquellas mismas invenciones que en la pintura le harán merecedor de las mayores alabanzas. El eminente pintor Fidias acostumbraba decir que había aprendido de Homero cuál era la mejor forma de representar la majestuosidad de Júpiter. Yo soy de la opinión de que también podemos ser mejores y más ricos pintores gracias a la lectura de nuestros poetas…». Para Alberti, la pintura, al igual que la poesía, utilizaba fundamentos teóricos del quadrivium (de la geometría y la aritmética) y, por tanto, debía considerársela, al igual que aquélla, un arte liberal.[1829]

En muchas de las notas que tomó mientras preparaba su Tratado de la pintura, Leonardo da Vinci manifestó con claridad que en su opinión (inspirada en argumentos clásicos) la pintura era el arte más noble y superior. Y de hecho, con Leonardo cristalizan muchas de estas ideas a propósito de la pintura y la poesía. «Si afirmáis que la pintura es poesía muda», escribió, «entonces el pintor puede decir que la poesía es pintura ciega… pero la pintura continúa siendo la más valiosa dado que sirve al sentido más noble», en otras palabras, al sentido de la vista. Leonardo insistía en que la facultad que tenía la pintura para imitar la naturaleza y su poder para engañar al espectador superaban las propiedades de la poesía. «Podemos asegurar con justicia que la diferencia entre la ciencia de la pintura y la poesía es equivalente a la que hay entre un cuerpo y la sombra que proyecta».[1830]

Algunos pintores renacentistas buscaron ejercitar sus habilidades creativas escribiendo poesía ellos mismos. Les interesaba ser reconocidos como poetas porque, pese a la defensa de la pintura realizada por Alberti y los argumentos de Leonardo a favor de la superioridad de la pintura, durante todo el período inicial del Renacimiento, en los círculos intelectuales se tenía en más alta consideración a los poetas que a los pintores. Brunelleschi escribió una serie de sonetos para defender su posición en su enfrentamiento con Donatello sobre la decoración de la sacristía vieja de la iglesia de San Lorenzo, en Florencia, varios de los cuales han sobrevivido hasta nuestros días. Bramante también intentó escribir versos, y se conservan treinta y tres de sus magníficos sonetos. Sin embargo, de todos los artistas del Renacimiento que escribieron poesía el de mayor mérito literario fue sin duda Miguel Ángel.[1831]

La misma idea de universalidad implicaba que el hombre universal era algo especial, diferente, un modelo del ideal. Por tanto, es natural que los hombres universales a los que nos hemos referidos estuvieran a la vanguardia del movimiento que consiguió mejorar el estatus de los artistas en el siglo XV. Una de las formas en que se manifestó este cambio la encontramos en la práctica del autorretrato. Dada la autoconciencia que se había alcanzado hacia mediados de siglo sobre el valor del autorretrato y la imaginería asociada a la promoción intelectual y social, la labor de Antonio Filarete resulta sin parangón. Incorporó no uno sino dos autorretratos suyos en la decoración de las puertas de bronce de San Pedro, que realizó por encargo del papa Eugenio IV entre 1435 y 1445. El primero es un retrato de perfil basado en las monedas y medallas romanas, y se lo encuentra en una pequeña medalla en el centro del borde inferior de la hoja izquierda de las puertas; su reverso se encuentra en la misma posición, pero en la hoja derecha, y ambos están acompañados por su nombre.[1832] El segundo testimonio que dejó en su propia obra se aprecia en la cara interior de la puerta, en un relieve situado a nivel del suelo en el que aparecen Filarete y sus ayudantes, que ejecutan una danza. Esto es más de lo que parece, pues en Sforzinda, el tratado que dedicó a imaginar la ciudad ideal, Filarete escribió: «Si todos tienen que trabajar juntos al mismo tiempo, los primeros así como los últimos, el trabajo tendrá que ser como un baile. Los primeros bailarán igual que los últimos si cuentan con un buen director y una buena música».[1833]

En consonancia con la posición cada vez más elevada del artista y las ideas de paragone y autorretrato, encontramos los conceptos de invenzione y fantasia, que formaban juntos lo que podríamos denominar licencia artística. Durante el siglo XV, y especialmente en relación con los hombres universales, se empezó a aceptar que los artistas no siempre tenían que realizar exactamente lo que sus patrones les pedían. Esto supuso un cambio trascendental. He aquí, por ejemplo, lo que escribe Isabella d’Este a fray Pietro della Novallara en marzo de 1501: «Si piensa que [Leonardo, el pintor florentino] estará allí algún tiempo, Su Reverencia acaso pueda sondear si él accedería a encargarse de una pintura para nuestro studiolo. En cuyo caso, le dejaríamos en libertad de elegir el tema y el tiempo de ejecución…». En otras palabras: ya ni siquiera se intentaba especificar el tema de la obra.[1834]

Los enormes cambios que estaban teniendo lugar en las artes visuales quizá se resumen con más claridad en la comparecencia de Veronese ante la Inquisición en 1573. Aunque más adelante nos ocuparemos de la Inquisición con mayor detalle, podemos señalar aquí que uno de los efectos de la Reforma y de la respuesta de la Iglesia católica a ella —el Concilio de Trento, que se reunió de forma intermitente de 1544 a 1563 para decidir la política de Roma— fue que las obras de arte pasaron a ser objeto de censura. Veronese había pintado un inmenso y suntuoso lienzo para los cultos padres dominicos del convento de Santi Giovanni e Paolo, en Venecia, en donde era necesario para reemplazar una pintura de La última cena de Tiziano que se había consumido en un incendio. El trabajo de Veronese era en realidad un tríptico, tres arcos con Cristo en el central y escaleras que descienden del lienzo. A pesar del tema religioso, la pintura es muy viva y utiliza la perspectiva de forma sorprendente; representa una elaborada celebración veneciana, en la que los asistentes aparecen vestidos con finas prendas y rodeados de jarras de vino, abundante comida, negros con vestidos exóticos, perros y monos. La Inquisición lo reprendió por ello.

Inquisidor. ¿Cuál es el significado del hombre cuya nariz está sangrando? ¿Y de esos hombres armados vestidos como alemanes?

Veronese. Pretendía representar a un sirviente cuya nariz está sangrando debido a algún accidente. Los pintores usamos las mismas licencias que los poetas, y representé a los dos soldados, uno bebiendo y el otro comiendo en las escaleras, porque se me dijo que el propietario de la casa era rico y habría tenido tales sirvientes.

I. ¿Qué está haciendo san Pedro?

V. Trinchando el cordero para pasarlo al otro extremo de la mesa. I. ¿Y el que está junto a él?

V. Tiene algo entre los dientes e intenta limpiárselos.

I. ¿Le encargó alguien pintar en su obra alemanes [esto es, protestantes], bufones y cosas similares?

V. No, señores míos, lo hice para decorar el espacio.

I. ¿Y no deberían ser apropiadas las decoraciones añadidas?

V. Yo pinto en mis cuadros lo que considero que es apropiado, así como lo que mi talento me permite.

I. ¿Sabe usted que en Alemania y otros lugares infectados por la herejía, los cuadros se burlan y mofan de las cosas de la Santa Iglesia Católica para enseñar doctrinas perversas a los ignorantes?

V. En efecto, y eso está mal, pero repito que me limito a seguir lo que mis superiores en el arte han hecho antes.

I. ¿Qué han hecho ellos?

V. Miguel Ángel pintó en Roma al Señor, a Su Madre, a los Santos y a las Huestes Celestiales desnudos, incluso a la Virgen María.

Los inquisidores le exigieron una disculpa y le hicieron prometer que corregiría la pintura en un lapso de tres meses. Y lo hizo, pero no en la forma en que la Inquisición esperaba. Lo único que cambió a la pintura fue su título, que pasó a ser Banquete en casa de Levi, una solución mucho más segura, ya que en la Biblia se señala que a él asistieron «publicanos y pecadores».[1835]

En cualquier caso, un diálogo como el que hemos reproducido habría sido inimaginable un siglo antes, y ello demuestra lo mucho que había cambiado para esta época el estatus del artista. Aunque el humanismo no hubiera logrado más transformación que la emancipación del artista, todavía hoy vigente, sólo eso ya lo hacía merecedor de atención.

En 1470, en Breslau, durante una fiesta pública en honor del matrimonio de Matías Corvino, rey de Hungría, los recién casados fueron agasajados por el sonido de muchas trompetas y de «toda clase de instrumentos de cuerda». Se considera que éste es el testimonio más antiguo de un gran número de instrumentos de cuerda, el ingrediente fundamental de lo que más tarde recibiría el nombre de orquesta. Un centenar de años después, aproximadamente entre 1580 y 1589, algunos caballeros empezaron a reunirse de forma regular en casa del conde Giovanni dei Bardi en Florencia. Este grupo, conocido como la camerata estaba compuesto por el célebre flautista Vincenzo Galilei (padre del astrónomo Galileo Galilei), Jacopo Peri y Giulio Caccini, también músicos, a los que se sumaba el poeta Ottavio Rinuccini. Durante el curso de sus conversaciones, principalmente dedicadas al teatro clásico, surgió la idea de que las obras clásicas podían cantarse «de forma declamatoria».[1836] Fue así como más adelante nacería la ópera. En términos muy amplios, podemos afirmar que en el largo siglo que va de 1470 a 1590 aparecen los principales elementos de la música moderna en un proceso análogo al que se observa en la pintura.

Los desarrollos en este campo pueden dividirse en tres grupos. En primer lugar, se dieron una serie de avances técnicos, tanto para instrumentos como para voces, que permitieron la evolución de los tipos de sonido que escuchamos hoy. En segundo lugar, se desarrollaron diversos géneros musicales, lo que condujo a la forma de la música tal y como la conocemos en la actualidad. Y, en tercer lugar, tenemos el surgimiento de los primeros compositores de música moderna, los primeros músicos famosos cuyos nombres aún recordamos.

Entre los avances técnicos, podemos señalar para empezar el principio de «imitación», una innovación de la escuela de música flamenca, cuyos principales representantes fueron Jean Ockeghem (c. 1430-1495) y Jacob Obrecht (c. 1430-1505). Sin embargo, durante el siglo XV y buena parte del XVI, la música flamenca fue ganando prestigio no sólo en Europa septentrional sino también en Italia. En la corte papal en Roma, en la catedral de San Marcos en Venecia, en Florencia y en Milán, los músicos flamencos eran los más solicitados. En este contexto, el término «imitación» designa la costumbre de que en una obra polifónica las voces no canten juntas sino una después de otra, cada una repitiendo lo dicho por la anterior. Este recurso tenía un gran poder expresivo y se ha mantenido vigente hasta el día hoy en todos los géneros musicales. Por la misma época, se introdujeron las masas corales que reunían gran cantidad de voces. En particular, el coro papal adquirió mucha importancia, si bien fue en Venecia donde el flamenco Adrian Willaert (c. 1480-1562) introdujo el coro doble, en el que dos cuerpos vocales se yuxtaponían continuamente uno a otro, algo que tenía una fuerza dramática aún mayor.[1837]

También fue en Venecia donde se dieron los primeros pasos hacia la orquestación, la idea de designar instrumentos específicos para cada parte de la composición.[1838] Esto se relaciona con el hecho de que fue también en esta ciudad donde se inició la impresión de partituras hacia 1501, con lo que los intérpretes pudieron llevar las ideas musicales «no en la cabeza, sino en su equipaje».[1839] Venecia produjo dos músicos extraordinarios, Andrea Gabrieli y su sobrino Giovanni. Fueron ellos quienes perfeccionaron el equilibrio de los coros, con grupos de instrumentos de cuerda y de viento, en galerías corales opuestas, que hacían avanzar y retroceder la melodía y que tenían por base dos grandes órganos. Yehudi Menuhin considera que este momento de la música occidental «marca el auténtico comienzo de la música instrumental independiente» y, en particular, de un elemento que sería de vital importancia a lo largo de la era moderna: la disonancia suspendida. Esta disonancia, planeada de forma deliberada, llama la atención sobre sí misma y exige ser resuelta (al menos hasta Schönberg, en 1907), lo que subrayó el carácter emocional de la música y propició el desarrollo de la técnica de la modulación, el libre movimiento de un tono a otro sin el cual habría sido imposible el movimiento romántico en música (Wagner, por ejemplo).[1840]

Los siglos XV y XVI también fueron testigos del aumento del número de instrumentos disponibles y, en un sentido rudimentario, de los comienzos de la orquesta. Inicialmente, tuvo una gran importancia la difusión del arco desde Asia, a través del islam y Bizancio, donde hacia el siglo X el rabab y la lura se tocaban con arcos de una o dos cuerdas. En Europa, el arco musical, descendiente directo del arco de caza, apareció primero en España y Sicilia, pero se difundió con rapidez hacia el norte del continente. Aunque el sonido producido al puntear las cuerdas se desvanecía con rapidez, se descubrió que las notas emitidas por las cuerdas al vibrar podían prolongarse mucho más tiempo frotando un arco sobre ellas. El segundo acontecimiento decisivo para la evolución de la música occidental fueron las cruzadas de los siglos XII y XIII. Los nuevos instrumentos encontrados en Oriente Próximo se difundieron velozmente, en particular el antecesor del violín, que aparece por primera vez en ilustraciones bizantinas del siglo XI, cuando tenía muchas formas diferentes (ovalada, elíptica, rectangular) y ya contaba con una parte estrecha para permitir que los movimientos del arco fueran más flexibles. Otros instrumentos eran el rebec y la gittern, precursora de la guitarra, un enorme instrumento hecho a partir de un bloque de madera sólida.[1841]

Los instrumentos de cuerda provistos de teclado aparecen inicialmente en la primera mitad del siglo XV, quizá como desarrollo de un instrumento misterioso, el checker, del que no se conserva ningún ejemplar, por lo que sólo lo conocemos a través de ilustraciones. También existía un primitivo clavicordio, denominado monocordio (quizá inventado por Pitágoras), y un antiguo clavicémbalo, un instrumento alargado, a partir del cual evolucionaron la espineta y el virginal, ambos de tamaño más pequeño. Para el siglo XVI el laúd, la guitarra, la viola y el violín se habían hecho muy populares a medida que se difundía el gusto por la música cromática. Carlos IX, rey de Francia entre 1560 y 1574, ordenó la construcción de treinta y ocho instrumentos a Andrea Amati, el famoso fabricante de Cremona, y especificó que doce debían ser violines grandes, doce violines pequeños, seis violas y ocho bajos.

Entre los instrumentos de viento, el órgano se había utilizado desde la época de los romanos, si bien desde el siglo X en adelante había pasado a ser instrumento exclusivo de la Iglesia. En este campo la importación más significativa de Oriente fue la bombarda, que deriva de la surna persa, un instrumento de doble lengüeta con agujeros para los dedos y pabellón amplio. El oboe moderno probablemente fue inventado a mediados del siglo XVII por un miembro de la familia Hotteterre, y se introdujo en la corte francesa.[1842] Se consideraba un complemento de los violines, aunque también contribuía al continuo.

Entre las diversas formas musicales surgidas desde el siglo XI podemos destacar el madrigal, la sonata, las formas corales, el concierto, el oratorio y la ópera. El madrigal pasa a ocupar una posición relevante hacia 1530, cuando se convierte en la principal forma de música secular entre las clases cultas italianas. Sus orígenes se remontan a las frottole, canciones de amor acompañadas por un único instrumento y que, por lo general, se componían más por divertimento que como comentarios serios sobre las aflicciones del corazón. El madrigal se volvió más ambicioso bajo la influencia de Adrian Willaert, quien por norma empleaba cinco voces, con lo que el trabajo coral se enriqueció y se hizo más sensual. Con la maduración del madrigal, el liderazgo musical pasó de los flamencos a los italianos, y en particular a Roma y Venecia, si bien no debemos pasar por alto la contribución de los franceses al crear la chanson, conocida en otros lugares como canzon francese. La chanson era una forma despreocupada y alegre, que con frecuencia proponía «cancioncillas de amor» sentimentales, según las palabras de Alfred Einstein, en las que la voz pretendía imitar el canto de las aves, y a partir de ella surgiría finalmente la sonata. Los principales exponentes del madrigal y de la chanson/sonata fueron Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) y Orlando di Lasso (1532-1594). En Roma, Palestrina fue maestro di cappella de la iglesia de San Pedro desde 1571. Compuso noventa y cuatro misas y ciento cuarenta madrigales; fundamentalmente fue un compositor religioso. Lasso, por su parte, fue un maestro del madrigal y del motete, que celebró en sus obras el amor en esta vida y esta tierra. La búsqueda del estilo y la excelencia instrumental condujo en su momento a la aparición del virtuoso, particularmente en los teclados y las maderas. En ello también observamos un proceso similar al que tuvo lugar en la pintura: el surgimiento del músico como artista respetado por derecho propio.[1843]

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