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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 22. La historia avanza hacia el Norte: El impacto intelectual del protestantismo

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Capítulo 22

LA HISTORIA AVANZA HACIA EL NORTE: EL IMPACTO INTELECTUAL DEL PROTESTANTISMO

«Mientras Pedro y Pablo habían vivido en la pobreza, los papas de los siglos XV y XVI vivían como emperadores romanos». Según un cálculo realizado por el parlamento, en 1502 la Iglesia católica poseía el 75 por 100 de todo el dinero que había en Francia.[2062] Veinte años después, en Alemania, la dieta de Nuremberg calculó que la Iglesia acumulaba el 50 por 100 de toda la riqueza del país. Semejante fortuna conllevaba ciertos «privilegios». En Inglaterra, los sacerdotes acostumbraban hacer proposiciones a las mujeres que entraban en el confesionario, a las que ofrecían la absolución a cambio de sexo.[2063] William Manchester menciona una estadística según la cual en Norfolk, Ripton y Lambeth, el 23 por 100 de los hombres acusados de delitos sexuales contra mujeres eran clérigos, pese a que éstos constituían menos del 2 por 100 de la población. Al abad de San Albano se le acusó de «simonía, usura y malversación y de vivir públicamente y de manera constante en compañía de prostitutas y amantes dentro del recinto del monasterio». La forma de corrupción más difundida era la venta de indulgencias. Existía entonces una clase especial de funcionarios eclesiásticos, los quaestiarii o perdonadores, a los que el papa había autorizado a distribuir indulgencias. Ya en 1450, Thomas Gascoigne, canciller de la Universidad de Oxford, comentaba que «en la actualidad los pecadores dicen: “No me importa cuántas maldades cometo a los ojos de Dios, pues puedo fácilmente obtener una remisión plenaria de todas mis culpas y penas a través de la absolución e indulgencia que me concede el papa, concesión por escrito que puedo comprar por cuatro o seis peniques”». Estaba exagerando: según otros testimonios era posible comprar indulgencias a dos peniques o, en ocasiones, cambiarlas «por un trago de vino o de cerveza… o incluso por los servicios de una prostituta o por amor carnal». John Colet, deán de la catedral de San Pablo a principios del siglo XVI, no fue el único que se quejó de que la conducta de los quaestiarii, y de la jerarquía que los respaldaba, había deformado la Iglesia, que se había convertido en una mera «máquina de hacer dinero».[2064]

El punto de inflexión se alcanzó en 1476, cuando el papa Sixto IV declaró que las indulgencias también podían concederse «a las almas que sufrían en el purgatorio». Este «fraude celestial», como lo califica William Manchester, tuvo éxito de inmediato: con tal de socorrer a sus parientes ya muertos, los campesinos eran capaces de hacer pasar hambre a sus familias.[2065] Entre los que aprovecharon la situación con verdadero cinismo se encontraba Juan Tetzel, un fraile dominico que creó su propio espectáculo ambulante. «Viajaba de aldea en aldea con un cofre con herrajes metálicos, una bolsa de recibos impresos y una cruz enorme envuelta en la bandera papal. Las campanas de las iglesias repicaban para marcar su llegada a la ciudad… Instalado en la nave de la iglesia loca, Tetzel empezaba a anunciarse proclamando: “Tengo aquí los pasaportes… que conducen a las almas de los hombres a la dicha del paraíso celestial”. El precio era una ganga, insistía, especialmente teniendo en cuenta las alternativas; y apelaba a la conciencia de quienes le escuchaban para que no dejaran de ayudar a los parientes que se habían ido a la tumba sin confesarse: “Tan pronto la moneda suene en el cofre, el alma por la que fue pagada saldrá volando del purgatorio e irá directa al cielo”».[2066] En su peor momento, Tetzel escribió cartas en las que se prometía a los crédulos compradores que incluso los pecados que tenían la intención de cometer les serían perdonados.

Había ido demasiado lejos. La historia tradicional sostiene que las extravagancias y exageraciones de Tetzel provocaron la indignación de un sacerdote que, además, era profesor de filosofía en Wittenberg, al norte de Leipzig, en Alemania: Martín Lutero. Sin embargo, Diarmaid MacCulloch, profesor de historia de la Iglesia en la Universidad de Oxford, ha llamado la atención recientemente sobre varios otros procesos dentro del catolicismo que crearon el marco para las acciones de Lutero. Por ejemplo, a principios del siglo XVI, ya había una diferencia entre los tipos de sermones que se predicaban en las iglesias de Europa septentrional y los que se impartían en el sur del continente. Mientras en el norte los predicadores se centraban en los fieles congregados en el templo y los penitentes mismos, en el sur los sermones daban más importancia a los sacerdotes y su papel como mediadores en el perdón de los pecados.[2067] La insatisfacción con el papel desempeñado por los clérigos era mucho menor en Italia que en Europa septentrional, y esto al parecer tenía algo que ver con los gremios.[2068] En Suiza y sus alrededores estaban surgiendo Landeskirchen, iglesias administradas a nivel local en las que la enseñanza de la doctrina era principalmente función del magistrado de la región y no tanto de los sacerdotes.[2069] Al mismo tiempo, aumentó el número de ediciones de la Biblia a disposición del público, lo que contribuyó a que cada vez más gente interiorizara su fe.[2070] En 1511 se reunió en Pisa un concilio de cardenales convocado por el rey de Francia para discutir la reforma de la Iglesia.[2071] Y en 1512 aparecieron en latín ciertas obras de Orígenes en las que se sugería que no había habido Caída en el sentido en que se la entendía tradicionalmente, y que todos, incluso el demonio, se salvarían y regresarían al Paraíso.[2072] Desde este punto de vista, el cambio estaba en el ambiente.

Con todo, fue Lutero quien inició ese cambio. «Achaparrado y lozano», Lutero era hijo del propietario de una mina y había acudido a la universidad con la esperanza de convertirse en abogado; sin embargo, en 1505, durante una tormenta, tuvo una experiencia mística que le llevó a pensar «que Dios estaba en todo».[2073] Fue una gran transformación. Hasta entonces, Lutero había formado parte de la fraternidad humanista, un discípulo y colega de Erasmo que había traducido varias obras clásicas, pero tras su conversión rechazó la compañía de los humanistas y se obsesionó por la piedad interior. En 1510, el punto culminante del Renacimiento, cuando Leonardo, Miguel Ángel y Rafael estaban todos activos, Lutero acudió a Roma. Lo que encontró allí lo escandalizó profundamente. Cierto es que apreció las obras maestras de la escultura y la pintura y los magníficos monumentos religiosos de la ciudad, pero la conducta de los sacerdotes y cardenales lo «estremeció», en particular por el cinismo que caracterizaba su relación con la liturgia, a la que consideraba el fundamento de sus privilegios.[2074]

En 1512 Lutero regresó a Wittenberg, donde llevó una vida apacible durante algunos años. Indignado por lo que había tenido ocasión de conocer en Roma, se alejó aún más de la sofisticación de los humanistas, así como de lo que veía como cinismo y corrupción de la jerarquía católica, y se dedicó al estudio de las Escrituras mismas y, en particular, de los padres de la Iglesia y, sobre todo, de san Agustín. Durante estos años continuó contemplando consternado el mundo que le rodeaba y acaso, como sostienen Jacob Bronowski y Bruce Mazlish, «incubando sus ideas y su coraje». Hacia 1517, sin embargo, Lutero no podía ya aguantar más y el 31 de octubre, la víspera de Todos los Santos, pasó a la acción. En un acto que tendría repercusiones mundiales, clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg noventa y cinco tesis en las que se manifestaba en contra de la venta de indulgencias e invitaba a cualquiera que se atreviera a discutir con él al respecto.[2075] «Yo, Martín Lutero, doctor, de la orden de monjes de Wittenberg, deseo anunciar públicamente que he propuesto ciertas nociones contra las denominadas indulgencias pontificias…».

El blanco del ataque de Lutero no era simplemente Tetzel o el Vaticano. El objeto de sus críticas era la teología que sustentaba las indulgencias. En teoría, las indulgencias existían debido al «exceso de gracia» que había en el mundo. Tanto Jesús como los santos que habían venido tras él habían hecho tanto bien que había un superávit de gracia en el planeta. La compra de una indulgencia permitía al comprador beneficiarse de ese excedente. A Lutero le disgustaba de entrada la idea de que la gracia pudiera ser negociada como si se tratara de patatas, pero también le inquietaba algo no menos importante, a saber, que esta doctrina ocultaba el hecho de que la venta de indulgencias liberaba al comprador de tener que hacer penitencia por sus pecados, pero no del pecado mismo. Por tanto, la venta de indulgencias era una práctica sin sustento teológico y profundamente engañosa. Esto no estaba muy lejos de la segunda innovación de Lutero: un regreso a la idea del siglo XII de que para que la remisión de los pecados fuera efectiva era necesario un acto de contrición, que el pecador sintiera un «verdadero arrepentimiento interior». Los papas podían proclamar la remisión plenaria de todas las penitencias que quisieran, pero ello, según Lutero, no hacía innecesaria la contrición. De aquí Lutero pasó a una idea aún más trascendental al concluir que, dado que las indulgencias no eran válidas sin contrición, la contrición misma era suficiente para la remisión de los pecados y que la parafernalia papal era innecesaria. Al considerar que la salvación dependía únicamente de la fe y la contrición del individuo, Lutero acabó con la necesidad de los sacramentos y de una jerarquía que los administrara.[2076] La idea de intercesión, el fundamento básico de la Iglesia católica, había sido defenestrada.

Estas ideas teológicas constituyeron la base de la Reforma, a la que Diarmaid MacCulloch considera «una revolución accidental».[2077] No obstante, lo que ocurrió a continuación tuvo también una dimensión política.[2078] Muchos de los humanistas respaldaron a Lutero en su denuncia de los abusos de la Iglesia. Personalidades como Erasmo compartían su interés por reintroducir la piedad y las virtudes cristianas en el culto en lugar de depender del dogma y los ejercicios sofistas de los escolásticos. Sin embargo, muchos de los que le apoyaban dieron marcha atrás cuando advirtieron que Lutero estaba atacando los cimientos mismos de la Iglesia al quemar sus libros de derecho canónico y los edictos papales.[2079] Y fue entonces cuando vino a sumarse al conflicto un elemento nacionalista, algo que tendría consecuencias profundas: la mayoría de los humanistas que se negaron a seguir a Lutero no eran alemanes.

Lutero no cedió en sus tesis ni en sus demás escritos y dejó en claro que, en su opinión, el papa no era mucho mejor que un ladrón o un asesino. Quería que los clérigos alemanes rompieran sus vínculos con Roma y crearan una Iglesia nacional, encabezada por el arzobispo de Maguncia. Y tras haber reunido el valor que necesitaba para decir lo que pensaba, la imaginación de Lutero se extendió a ámbitos en los que nadie se había atrevido antes a entrar. Por ejemplo, sostuvo que el matrimonio no era un sacramento, que la esposa de un hombre impotente podía tener otros amantes hasta conseguir quedar embarazada y que hacer pasar por hijo de su marido a este bastado no era inapropiado. Y afirmó que, según pensaba, la bigamia era preferible al divorcio.[2080] Clasificó las distintas partes de la Biblia según su importancia y en su edición de 1534 agrupó aparte los libros que consideraba sospechosos, como el Segundo Libro de los Macabeos, en los que denominó «Apócrifos».[2081]

Podemos imaginar cuál fue la reacción de Erasmo ante semejantes argumentos (y no hablemos del Vaticano). No obstante, Lutero no estaba solo. A fin de cuentas, existía una larga historia de antipatía entre Alemania y el papado que se remontaba a la Querella de las Investiduras, e incluso a los bárbaros. En 1508, antes de que Lutero viajara a Roma, la dieta alemana había votado para impedir que los beneficios producto de la venta de indulgencias salieran de Alemania. En 1518 la dieta de Augsburgo había resuelto que el «verdadero enemigo» de la cristiandad no eran los turcos sino el que denominaban «el perro del infierno» romano.[2082] En teoría, el líder de los alemanes debería de haber sido el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V. Pero éste tenía sus propias ambiciones y estaba más interesado en su reino de España, enriquecido tras el descubrimiento de América. El emperador, por tanto, continuó siendo un católico que «tenía a Roma como sostén». Todo esto favoreció a Lutero, quien descubrió que si bien sus críticas a la Iglesia eran válidas en toda la cristiandad, era mucho más fácil llevar a cabo la reforma en su propio país: «Pasó de buscar reformar la Iglesia mundial a intentar construir una Iglesia alemana».[2083] Esto resultó evidente en su Discurso a la nobleza cristiana de la nación alemana (1520), en el que adoptó un tono poco menos que revolucionario, negó que el clero formara un «estamento espiritual separado» e instó a los nobles alemanes a apropiarse de las tierras de los eclesiásticos que no se reformaran. No faltaban en el país caballeros y príncipes deseosos de sacar provecho de una situación semejante, y fue así como lo que había empezado siendo una reforma religiosa pronto pasó a formar parte de un enfrentamiento más amplio por la supremacía política y económica en un contexto nacional.[2084]

Sin embargo, en el curso de esta «nacionalización» del protestantismo, empezaron a insinuarse las primeras señales de su propia forma de corrupción. Originalmente el luteranismo afirmaba que, para ser libre, el hombre no debía nunca actuar (o ser obligado a actuar) en contra de su propia conciencia. Este ideal de honestidad total era la columna vertebral del la intelectualidad de la época, algo que el protestantismo compartía con el humanismo y la revolución científica, que entonces empezaba a ponerse en marcha. Pero Lutero cambió. En un número de años sorprendentemente reducido, el reformista pasó a aceptar e incluso a justificar el uso de la espada («la fuerza civil») para apoyar la fe.[2085] En cierto sentido, esto fue algo que provocó él mismo al verse forzado a adoptar esta nueva posición por tres acontecimientos interrelacionados: la revuelta de los caballeros, la guerra de los campesinos y el surgimiento de los anabaptistas.

El primero de estos acontecimientos, la revuelta de los caballeros, fue consecuencia de la propia exhortación de Lutero a que se confiscaran las tierras que pertenecían a la Iglesia. Ahora bien, aunque este conflicto, que estalló en 1522, fue un fracaso, contribuyó a hacer más tensa la situación política de Alemania. Tres años después, en 1525, los campesinos alemanes, oprimidos más allá de lo que podían soportar por los nobles (que empezaban a sentir el pellizco de la inflación provocada por la llegada de la plata americana) y fortalecidos por su interpretación de la doctrina luterana de que la palabra de Dios había revelado que todos los hombres eran iguales, se sublevaron. Por desgracia, el liderazgo del levantamiento recayó sobre los anabaptistas. Los anabaptistas se oponían a que los niños fueran bautizados (de ahí deriva su nombre) argumentando que éstos eran demasiado jóvenes para tener fe y que sin fe el sacramento carecía de valor. La importancia de este movimiento residía en su absoluto rechazo de la jerarquía papal, que sustituían por su devoción por la palabra de Dios tal y como ésta se revelaba en las Escrituras. De hecho, muchos anabaptistas eran todavía más extremistas en sus creencias al afirmar que estaban en contacto directo con el Espíritu Santo y que, por tanto, no tenían necesidad alguna de las Escrituras. Para ellos, el regreso de Cristo era (una vez más) algo inminente y la «purificación» apocalíptica del mundo estaba muy cerca. Karl Mannheim, sociólogo del siglo XX, sostuvo que esta alianza de milenarismo (en tanto creencia en el inminente regreso de Jesús) y rebelión campesina constituyó un momento crucial de la historia moderna. Su idea es que la guerra de los campesinos inauguró la era de las revoluciones sociales. «Es en este momento cuando empieza la política en el sentido moderno del término, en la medida en que hoy entendemos la política como la participación más o menos consciente de todos los estratos de la sociedad en la consecución de un propósito mundano, a diferencia de una aceptación fatalista de los acontecimientos tal y como son, o del control desde “arriba”».[2086]

Tuviera o no razón Mannheim, es necesario subrayar que esta reacción no entraba dentro de los planes de Lutero (se trató de otra revolución accidental). De hecho, lo que hizo éste fue apoyar a los príncipes en contra de los campesinos. Su opinión era que la fe y la política no debían mezclarse y que el deber de todo cristiano era obedecer a la autoridad legítima. La Iglesia, para él, estaba al servicio del Estado. «Para Alemania, el resultado del pensamiento de Lutero fue una división entre la vida interior del espíritu, que era libre, y la vida exterior de las personas, que estaban sometidas a una autoridad inatacable. Este dualismo del pensamiento alemán ha persistido hasta nuestros días».[2087]

La verdad es que hay algo en el carácter de Lutero que resulta difícil de comprender. Parte de él era partidario de la autoridad, pero en general, hay que reconocerlo, el luteranismo destruyó la autoridad, al menos en lo que respecta a la religión organizada. Al liberar a los hombres de la autoridad religiosa, el protestantismo también los liberó en otros sentidos. La conquista de América y la revolución científica, fenómenos contemporáneos al protestantismo, se convirtieron en los escenarios perfectos para que hombres que rechazaban la autoridad se beneficiaran y dejaran que su individualidad destacara. Al mismo Lutero no le gustaba demasiado el creciente individualismo económico que veía a su alrededor, y que nunca encajaría con la piedad que buscaba. Sin embargo, en última instancia, hubiera sido poco sensato de su parte esperar que al individualismo religioso no le acompañaran todas las demás formas de individualismo que había contribuido a liberar.[2088]

Juan Calvino era muy distinto de Lutero. Perteneciente a una generación posterior (nació en 1509), provenía de una familia burguesa de Noyon, Picardía, y su nombre era Jean Chauviner o Caulvin. Aunque destinado a la vida eclesiástica, abandonó los estudios de teología para dedicarse a los de derecho. Su padre lo envió a París, donde estudió en el Collège de Montaigu, lugar en el que también Erasmo y Rabelais habían estudiado teología.[2089] De pelo negro y piel pálida, Calvino experimentó luego una «súbita conversión» al protestantismo, si bien en cierto sentido había sido empujado a él: su padre había muerto «excomulgado» y Calvino había tenido que enfrentar un «mar de problemas» para conseguirle un entierro cristiano, lo que hizo nacer su resentimiento contra la Iglesia católica.

Tras dar la espalda a Roma al convertirse, Calvino también abandonó Francia y, en un primer momento, cuando aún no había cumplido treinta años, redactó el primer esbozo de su Institución de la religión cristiana, «el texto más significativo y lúcido de la Reforma». Mientras los escritos de Lutero eran diatribas emocionales, redactadas en un intento de expresar sus sentimientos íntimos, Calvino empezó a poner por escrito un sistema moral y doctrinario sólidamente razonado y formulado con gran lógica. Para finales de la década de 1550 el libro que había empezado con seis capítulos tenía ya ochenta.[2090] «El núcleo fundamental de esta doctrina era que el hombre era un criatura indefensa ante un Dios omnipotente». Calvino llevó los argumentos de Lutero a su conclusión lógica (e incluso fanática). El hombre, afirmó, no podía hacer nada para alterar su sino y desde que nacía estaba predestinado para salvarse o para ser condenado al infierno. Ahora bien, en esta doctrina tan poco optimista, nadie sabía en realidad si iba a salvarse o no. Aunque Calvino afirmaba que, en conjunto, los «elegidos» se revelarían a través de su conducta «ejemplar» aquí en la tierra, nadie en verdad podía saberlo con certeza. En cierto sentido, esta doctrina era un forma de terrorismo religioso.

Ocurrió que Ginebra se había vuelto por entonces en contra de su obispo católico y el caos que siguió a ello favoreció a Calvino y su idea de que el Estado debía subordinarse a la Iglesia: la obediencia a Dios es anterior a la obediencia al Estado (aunque con un ropaje diferente, se trataba del mismo argumento de la Querella de las Investiduras). En un momento en el que los sentimientos anticatólicos habían alcanzado su punto más alto y las imágenes religiosas se rompían en las calles, se invitó a Calvino, el distinguido autor de la Institución, para que ayudara a reorganizar la ciudad de acuerdo con el modelo bíblico.[2091] Tras llegar a Ginebra fue nombrado «profesor de las Sagradas Escrituras» y, en términos estrictos, nunca fue más que un pastor. No obstante, esto sería como decir que Nerón no fue más que un arpista. Calvino aceptó la invitación que se le hizo sólo con la condición de que los ginebrinos acogieran sus propuestas, encarnadas en las normas y reglas que había esbozado en las Ordonnances ecclésiastiques y las Ordonnances sur le régime du peuple. Desde entonces, la gente de Ginebra vivió de acuerdo con Calvino. Los pastores visitaban cada hogar una vez al año para garantizar que las familias continuaran fieles a la fe. Cualquiera que se opusiera a ella era obligado a marcharse, encarcelado o, en los peores casos, ejecutado.[2092]

La esencia del calvinismo era que imponía y hacía cumplir de manera estricta sus normas morales. Del desarrollo de la doctrina protestante se ocupó la Universidad de Ginebra, fundada por Calvino.[2093] Fue también él quien estableció los dos brazos principales del gobierno, el Ministerio y el Consistorio. El principal objetivo del Ministerio era crear lo que podríamos denominar un «ejército» de predicadores que debían seguir un programa y una forma de vida particulares y ser un ejemplo para la sociedad. El Consistorio, por su parte, se encargaba de guiar la moral y las costumbres. Era un tribunal de dieciocho miembros (seis ministros y doce ancianos) que se reunía todos los jueves y tenía el poder de excomulgar. Fue este tribunal el responsable de la dictadura de terror que gobernó Ginebra, a la que Daniel Boorstin llama el reino de la moralidad bíblica. Fue en Ginebra donde surgió cierto modo de vida que con el paso del tiempo se volvería muy familiar: levantarse temprano, trabajar duro, preocuparse constantemente por dar buen ejemplo (leyendo sólo literatura edificante, por ejemplo). El ahorro y la abstinencia eran virtudes fundamentales. Como anotó un historiador: «Se trataba de un intento de crear un hombre nuevo… la Iglesia no era una simple institución para venerar a Dios, sino el organismo encargado de producir hombres dignos de venerarle».[2094] El régimen dio su nombre al movimiento «puritano».[2095]

Ahora bien, los cambios intelectuales suscitados por el luteranismo y el calvinismo tuvieron muchos más contrastes y matices de lo que sugiere este resumen. Por ejemplo, en tanto fundamentalistas bíblicos, ni luteranos ni calvinistas se sentían a gusto con los nuevos hallazgos de la ciencia que estudiaremos en el próximo capítulo. Sin embargo, en términos filosóficos, estos hallazgos se fundaban en observaciones realizadas por individuos que seguían su propia conciencia, algo que los protestantes defendían. No menos relevante es el hecho de que los nuevos predicadores no eran ya intercesores que controlaban el contacto de la humanidad con Dios a través de los sacramentos, sino «primeros entre iguales» cuya función era guiar a unos fieles alfabetizados que leían la Biblia por sí mismos en lengua vernácula. Las escuelas calvinistas hacían hincapié en la igualdad de oportunidades: y ninguno podría haber determinado a dónde conduciría ello.[2096]

Las opiniones económicas de Calvino también miraban hacia delante y no tanto hacia atrás (de hecho, en cierto sentido, se apartaban de la Biblia). La concepción tradicional de que la gente no necesitaba nada «más allá de lo que era necesario para la subsistencia» le parecía anticuada, una idea (medieval) que había «estigmatizado al intermediario como un parásito y al usurero como ladrón». A Calvino le disgustaba el uso ostentoso de la riqueza, pero concedía que su acumulación podía ser útil si se la manejaba de forma adecuada.[2097] Le parecía correcto que los mercaderes pagaran intereses por el capital que pedían prestado, pues ello permitía que todos obtuvieran beneficios.[2098] A comienzos del siglo XX, el sociólogo alemán Max Weber suscitó una animada controversia con su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en el que sostuvo que aunque las condiciones para la evolución del capitalismo se habían dado en muchas etapas de la historia, sólo tras el surgimiento del protestantismo y sus nociones de «vocación» y «ascetismo mundano» fue cuando emergió una «ética económica racional». Posteriormente, R. H. Tawney subrayaría en su obra La religión en el origen del capitalismo que el calvinismo era muchísimo más favorable al capitalismo que el luteranismo.[2099]

Con todo, la Reforma creó la política moderna de una forma más directa al contribuir al surgimiento del estado moderno. El éxito de las ideas de Lutero no acabó únicamente con las ambiciones universalistas de la jerarquía católica, sino que consiguió que (con excepción de Ginebra) la Iglesia se subordinara al estado, con lo que el clero quedó relegado a ser sólo el guardián de la «vida interior» de los individuos. Los conflictos religiosos que siguieron a la Reforma en Alemania, Francia y, después, en todo el continente con la guerra de los Treinta Años, contribuyeron a crear la Europa de estados-nación soberanos e independientes que conocemos.[2100] Los dos elementos más importantes de lo que nosotros denominamos historia moderna son el estado-nación como entidad territorial y la clase media basada en el comercio. Aunque la intención de Lutero nunca fue que esto ocurriera, el protestantismo fue la principal razón por la que, entre los siglos XVI y XVII, en Europa el poder se le escapó a los países mediterráneos y se estableció al norte de los Alpes.

Las autoridades romanas se equivocaron gravemente en su valoración de lo que estaba ocurriendo al norte. Durante siglos Alemania había sido una fuente de problemas para el papado, pero siempre se había mantenido dentro del rebaño, lo que explica en parte por qué no hubo una respuesta rápida y efectiva por parte de Roma y por qué León X, el papa de la época, pensó que la revuelta protestante no era más que una mera «riña de monjes».[2101] En cualquier caso, era prácticamente imposible que una organización tan corrupta cambiara de forma repentina. Una de las principales figuras que dentro de la jerarquía católica advirtió la peligrosidad de la situación fue el cardenal Boeyens, de Utrecht, que en 1522 se convertiría en Adriano VI, el único papa holandés de la historia. En su primer discurso al colegio cardenalicio, confesó con franqueza que la corrupción era tan terrible que «aquellos sumidos en el pecado» no eran ya capaces de «percibir el hedor de sus propias injusticias».[2102] De haber tenido oportunidad de hacerlo, Adriano habría limpiado la Iglesia de arriba abajo, pero estaba rodeado por italianos con intereses creados que se encargaron de anular todos sus movimientos. Y ni siquiera tuvieron que contenerlo durante mucho tiempo, ya que murió sólo un año después de su elección. Le siguió Julio de Médicis, quien se convertiría en el papa Clemente VII (1523-1534). Julio era un hombre débil de una casa (hasta entonces) fuerte, y ello resultó una combinación fatal. Mientras Lutero impulsaba sus reformas en Alemania, Clemente se dedicaba a complicados juegos diplomáticos en el escenario mundial, o en lo que él pensaba que era entonces ese escenario. Buscó engrandecerse enfrentando al rey de Francia con el Sacro Emperador Romano, Carlos V, entonces instalado en su reino de España. Clemente firmó tratados secretos con ambos, pero fue descubierto, con lo que se granjeó la desconfianza de los dos. Más desastroso todavía fue que su error de cálculo convirtió a Italia, débil en comparación con España y Francia, en campo de batalla cuando los predadores dirigieron su atención a Roma.[2103]

En realidad, el primer ataque no vino de España o de Francia sino de uno de los enemigos tradicionales de Roma: los Colonna. En 1526, el cardenal Pompeo Colonna dirigió un ataque contra el Vaticano. Aunque varios de sus colaboradores fueron asesinados, Clemente consiguió huir gracias a un corredor secreto construido en previsión de un acontecimiento semejante. Luego, las dos familias enfrentadas arreglarían sus disputas, pero la escaramuza sólo sirvió para evidenciar la debilidad del papado. El verdadero Saco de Roma tendría lugar doce meses más tarde. Ahora bien, aunque las tropas responsables de este hecho pertenecían nominalmente a Carlos V, éstas eran en realidad lansquenetes prácticamente amotinados, un ejército de mercenarios a los que no se había pagado pese a haber vencido a las tropas del rey de Francia. El núcleo de las fuerzas lo constituían soldados teutones, y por lo tanto protestantes, procedentes de los territorios alemanes de Europa central. Teniendo en mente tanto el botín de guerra como sus creencias religiosas, los hombre marcharon llenos de entusiasmo sobre la capital de la cristiandad occidental.[2104]

El saqueo mismo, iniciado el 6 de mayo de 1527, fue un suceso terrible. Todo aquel que ofreció resistencia a los teutones fue asesinado. Los palacios y las mansiones que no fueron incendiados se convirtieron en objeto del pillaje. El papa, el grueso de los cardenales residentes en la ciudad y la burocracia vaticana tuvieron que refugiarse en la fortaleza de Sant’ Angelo, e incluso, con las puertas ya cerradas, se salvó a un cardenal izándolo en una cesta. Y en lo que respecta al resto de la población… «Se violó en las calles a mujeres de todas las edades, la monjas fueron acorraladas y conducidas a los burdeles, se sodomizó a los sacerdotes, se masacró a los civiles. Después de una larga semana de esta orgía de destrucción, más de dos mil cuerpos flotaban en el Tíber y casi diez mil más esperaban sepultura, mientras otros miles yacían sin vísceras en las calles, sus cuerpos medio comidos por las ratas y los perros hambrientos».[2105] Sólo en rescates se pagaron más de cuatro millones de ducados (quienes tuvieron los medios para pagar fueron liberados, el resto asesinados). Se abrieron las tumbas y se arrojó a los perros los huesos de los santos; se despojó a las reliquias de sus joyas y se quemaron archivos y bibliotecas, salvo los papeles que se utilizaron para proporcionar camas a los caballos, que fueron alojados en el Vaticano. El pillaje sólo terminó ocho meses después, cuando se agotó la comida, no quedaba ya nadie por quien se pudiera pedir rescate y la peste había hecho su aparición.[2106]

Aunque la imprudencia financiera de Carlos V puede haber sido la causa inmediata del Saco de Roma, no faltaron las teorías al respecto en la Europa de la época. La principal de ellas sostenía que lo ocurrido era un castigo divino. E incluso un alto oficial del ejército del emperador se mostró de acuerdo. «En verdad», escribió, «todos están convencidos de que todo esto ha sucedido como juicio de Dios por la gran tiranía y desorden de la corte papal».[2107] Por otro lado, por supuesto, la barbarie exhibida por los teutones fue interpretada como «el rostro verdadero de la herejía protestante». Roma despertó por fin y, con el corazón endurecido por el saqueo, empezó a comprender la amenaza que planteaba la Reforma. Respondería con brutalidad a la brutalidad e intolerancia a la intolerancia: «el Dios de los católicos no exigía menos».[2108]

La gran ironía fue que la deformación que había experimentado la Iglesia católica y había llevado a tantos creyentes a distanciarse de la fe de sus ancestros siguió prosperando. Destacados miembros del clero católico continuaron llevando la misma vida de lujo, derroche y disolución. Los obispos siguieron desatendiendo las necesidades de sus diócesis y en el Vaticano no dejó de imperar el nepotismo. Los pontífices de la época se negaron a ver estos problemas y emprendieron una virulenta represión de toda disensión. Se necesitó todo un bosque para proporcionar papel a las distintas bulas que se dedicaron a condenar los distintos aspectos del protestantismo.[2109] Como anota William Manchester: «Una comisión de seis cardenales se encargaba de suprimir con rigor toda desviación de la fe católica, y se sometió a los intelectuales a un cuidadoso escrutinio… El arzobispo de Toledo fue condenado a pasar diecisiete años en un calabozo por haber manifestado abiertamente su admiración por Erasmo». En Francia, la simple posesión de literatura protestante se consideraba una felonía, y la divulgación de ideas heréticas conducía a la hoguera. Denunciar herejes podía ser una actividad muy lucrativa, ya que los informantes recibían una tercera parte del patrimonio de los condenados. Al tribunal se lo conocía como la chambre ardente.[2110]

La censura de libros fue una necesidad impuesta por el deseo de suprimir las desviaciones. Aunque los libros impresos todavía eran una novedad a mediados del siglo XVI, para Roma ya era claro que éstos constituían el mejor vehículo para que los sediciosos y los herejes divulgaran sus ideas. En la década de 1540, la Iglesia creó una lista de aquellos libros que estaba prohibido leer o poseer. En un principio, se confió a las autoridades locales la tarea de buscar los libros ofensivos, destruirlos y castigar a los infractores. Sin embargo, más adelante, en 1559, el papa Pablo IV publicó la primera lista de libros prohibidos para toda la Iglesia, el Index Expurgatorius, en el que se recogían aquellos que, según decía el papa, amenazaban el alma de cualquiera que los leyera.[2111] Todas las obras de Erasmo se encontraban en la lista (obras que anteriores papas habían leído con fruición), al igual que el Corán, el De revolutionibus de Copérnico (que permanecería en el Index hasta 1758) y el Diálogo de Galileo (prohibido hasta 1822). A la lista de Pablo le seguiría en 1565 el Índice Tridentino, que prohibía casi tres cuartas partes de los libros impresos en Europa. En 1571 se creó una Congregación del Índice para controlar y actualizar la lista. La ley canónica exigía entonces que todo libro autorizado llevara impreso un imprimatur, «que se imprima», y en ocasiones se incluían las palabras nihil obstat, «nada impide», acompañadas del nombre de los censores.[2112] La lista incluía obras científicas y artísticas de inmenso valor, entre ellas, por ejemplo, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais.

Con todo, la gente nunca se sometió por completo a las normas del Índice. Los autores cambiaban de ciudad para evitar la censura, como fue el caso de Jean Crespin, que huyó de Francia y se refugió en Ginebra para escribir su influyente obra sobre los mártires hugonotes. Incluso en los países católicos, el Índice no era muy popular. La razón para ello era simple: el comercio de los libros era una nueva tecnología y una nueva oportunidad para hacer negocios. Por ejemplo, en Florencia, el duque Cosimo calculó que si aplicaba las directivas de la Iglesia, el costo de los libros perdidos ascendería a más de cien mil ducados. Su reacción fue típica. Organizó una quema de ejemplares y se deshizo de libros sobre magia, astrología y materias similares, volúmenes cuyo lugar en el Índice era claro pero que no tenían un gran valor en términos comerciales. Además, los representantes locales de la Congregación del Índice con frecuencia se mostraban dispuestos a discutir y llegar a acuerdos y, por ejemplo, se permitió salvar a los libros de medicina judíos, debido a su importancia para el progreso científico. Y así, de un modo u otro, mediante dilaciones o componendas algunos libros fueron eximidos del Índice a nivel local y, al igual que en otros lugares como Francia, en Florencia se consiguió esquivar buena parte de la legislación de manera que los libros prohibidos siguieron circulando en la ciudad más o menos con libertad. En cualquier caso, los impresores protestantes se especializaron en títulos incluidos e el Índice (lo que sólo servía para despertar la curiosidad de la gente), que luego hacían introducir de contrabando en los países católicos. «Sacerdotes, monjes e incluso prelados competían entre sí para comprar copias del Diálogo [de Galileo] en el mercado negro», comentó un observador. «El precio del libro en el mercado negro aumentó de medio escudo original a entre cuatro y seis escudos en toda Italia».[2113]

La respuesta reaccionaria de la Iglesia católica a las ideas de Lutero y Calvino recibiría el nombre de Contrarreforma o restauración católica. La Inquisición romana y el Índice fueron dos aspectos tempranos (y prolongados) de esta batalla de ideas, pero en ningún sentido fueron los únicos. De los demás, hubo cuatro que tendrían un impacto duradero en la conformación de nuestro mundo.

El primer conjunto de acontecimientos tuvo lugar en Inglaterra y se conocería como el caso Tyndale. William Tyndale era un humanista inglés y, al igual que muchos de sus colegas, había acogido con agrado el ascenso de Enrique VIII al trono.[2114] Y cuando el monarca invitó a Erasmo, que entonces se encontraba en Roma, a establecerse en Inglaterra, los humanistas londinenses se animaron aún más. Por desgracia, sus expectativas se vieron defraudadas, y una vez Erasmo llegó a Inglaterra, Enrique perdió todo interés en él y, al menos en un primer momento, pareció más católico que nunca. En la Inglaterra de Enrique no se tenía mucha compasión con los herejes.

En este contexto (de tensión, a ojos de los humanistas) William Tyndale decidió emprender la traducción de la Biblia al inglés. La idea se le había ocurrido por primera vez cuando aún era un estudiante (se formó en Oxford y Cambridge) y tan pronto se ordenó, en 1521, inició su trabajo. «Si Dios me lo permite», dijo a un amigo, «conseguiré un día que el chico que guía el arado conozca mejor las Escrituras que tú».[2115] Dado que hoy la traducción nos parece un asunto inofensivo, quizá nos resulte difícil comprender la trascendencia de lo que Tyndale se proponía hacer, por lo que es importante tener en cuenta un hecho clave: la Iglesia no quería que la lectura del Nuevo Testamento se generalizara. De hecho, el Vaticano se oponía a ello de forma decidida: el acceso a la Biblia estaba reservado al clero, que se hallaba en condiciones de interpretar el mensaje de una forma favorable a los intereses de Roma.[2116] En tales circunstancias, la traducción del Nuevo Testamento a una lengua vernácula se consideraba algo potencialmente peligroso.

Tyndale se topó con una primera pista de los problemas que se avecinaban cuando no consiguió encontrar un impresor dispuesto a poner en letra de molde su manuscrito. Obligado a buscar quien lo hiciera al otro lado del Canal, encontró en un primer momento un editor en Colonia (una ciudad católica); sin embargo, a última hora, cuando el texto de Tyndale ya había sido armado, la noticia llegó a oídos del deán local que se dirigió a las autoridades y consiguió impedir su publicación. Tras descubrir que su propia vida estaba en peligro, Tyndale huyó de la ciudad. Los alemanes, entre tanto, contactaron con el cardenal Wosley en Inglaterra y éste alertó al rey. Enrique le declaró criminal fugitivo y apostó centinelas en todos los puertos ingleses con órdenes de capturarle si le veían.[2117] No obstante, Tyndale sentía verdadera pasión por la que consideraba era la obra de su vida y en 1525 encontró en la protestante Worms otro impresor interesado en publicarla: Peter Schöffer. Seis mil copias del libro, una tirada enorme para la época, se enviaron a Inglaterra. Tyndale, por su parte, era aún un hombre señalado y no se atrevió a establecerse en ningún lugar durante unos cuantos años. Sólo hacia 1529 decidió que era seguro fijar su residencia en Amberes. Fue un error. Su presencia en la ciudad fue advertida por los británicos y, por insistencia del rey Enrique, se le encarceló durante más de un año en el castillo de Vilvorde, cerca de Bruselas. Finalmente, se le juzgó por herejía, se le condenó y se le dio garrote en una ejecución pública. Por último, sus restos fueron quemados en la hoguera para evitar que se convirtiera en mártir.[2118]

Con todo, la Biblia de Tyndale sobrevivió. Y aunque Tomás Moro la descalificó por considerarla errada y engañosa, era una buena versión inglesa y sirvió de base para la edición del rey Jacobo de 1611. Tanta popularidad alcanzó el volumen en su momento que las copias que ingresaron clandestinamente a Inglaterra pasaron de mano en mano, y en lo profundo de la campiña inglesa los nobles protestantes llegaron a prestar las suyas «como si se tratara de bibliotecas públicas». La jerarquía católica inglesa hizo cuanto pudo por erradicar esta práctica y, por ejemplo, el obispo de Londres compró cuanta copia encontró para quemarla en la catedral de San Pablo.[2119]

Roma estaba muy agradecida a Enrique y se lo demostró. Anteriores papas habían conferido títulos a los reyes de España («los Reyes Católicos») y de Francia («el rey cristianísimo»). En el caso de Enrique, el papa León X le otorgó el título de Defensor Fidei.[2120] Nunca una ironía tan grande quedó reunida en sólo dos palabras.

La Inquisición y el Índice fueron respuestas básicamente negativas por parte de la Iglesia católica. Esta actitud quedó ejemplificada en Pablo III, la persona que había concibido estos dos pavorosos instrumentos. En España, y durante mucho tiempo, el simple hecho de poseer un libro incluido en el Índice se castigaba con la muerte.[2121] (La lista continuó actualizándose hasta 1959, y fue abolida finalmente por el papa Pablo VI en 1966). Pablo IV fue igual de intransigente. Había sido el primer Inquisidor General y, tras haberse convertido en pontífice, fue quien ordenó que se colocaran hojas de parra a los desnudos de la famosa colección de estatuas antiguas del Vaticano y quien contrató a Daniele da Volterra, el pintor al que se encargó cubrir las «más flagrantes muestras de desnudez» del Juicio Final de Miguel Ángel.[2122] Pío V siguió su ejemplo. Como anota Bamber Gascoigne: «A Calvino se le conocía como el papa de Ginebra, pero Pío ciertamente demostró ser el Calvino de Roma». Otro antiguo Gran Inquisidor se propuso convertir el adulterio en crimen capital y realizó grandes esfuerzos para erradicar a las prostitutas de la ciudad, pero fracasó en ambos intentos. Con todo, acaso comprendió que las medidas negativas no eran suficientes y fue en gran parte el responsable de que se implementaran las decisiones del Concilio de Trento, que se había reunido de manera intermitente de 1545 a 1560.

Junto al Concilio de Nicea y al cuarto Concilio de Letrán, el Concilio de Trento fue uno de los más importantes en la historia de la Iglesia. Al principio muchos católicos tenían la esperanza de que el Concilio explorara posibles puntos de acuerdo con los protestantes, pero ésta se desvaneció cuando los prelados rechazaron por entero la teología protestante y se opusieron a que la gente recibiera el pan y el vino en la misa e incluso a que escuchara la liturgia en su propia lengua. Las fechas mismas del concilio son bastante reveladoras. Se habían necesitado unos veinte años para reunirlo, un retraso que confirma el conflicto existente en el interior de la jerarquía eclesiástica, además de que había varios príncipes que aún no habían decidido a que bando pertenecían y de que en 1541-1542 se creyó posible llegar a un acuerdo.[2123] Por otro lado, Roma, por instinto y tradición, desconfiaba de los concilios, ya que durante el siglo XV éstos invariablemente se habían manifestado en contra de la centralización papal. Es imposible saber si la llama del protestantismo hubiera podido ser extinguida si la Iglesia hubiera respondido con mayor rapidez, pero la cuestión es que para la época en que empezaron las deliberaciones, ya Lutero no podía ser el centro de ningún ataque. El líder protestante moría a principios de 1546, al poco tiempo de que el Concilio iniciara su andadura.

Inicialmente la composición del Concilio estaba lejos de ser impresionante, ya que contaba sólo con cuatro cardenales, cuatros arzobispos, veintiún obispos, cinco jefes de órdenes religiosas, además de varios teólogos y expertos en derecho canónico.[2124] La primera decisión que debieron adoptar era la referente a cómo vivirían los cardenales y obispos durante el Concilio; el veredicto fue que lo harían de forma «frugal, pía y sobria». Sólo al siguiente año, cuando el número de asistentes se había doblado, empezó el Concilio a abordar los problemas claves para los que había sido convocado. En este sentido, la primerísima decisión planteó un enfrentamiento directo con los protestantes, al acordarse conceder a las «tradiciones» de la Iglesia católica (por ejemplo, los comentarios exegéticos de los padres de la Iglesia) igual autoridad que a las Escrituras.[2125] Difícilmente podría haber existido una solución menos intransigente, pues de este modo el Concilio atribuía a las tradiciones católicas la misma autoría divina que se reconocía a los libros de la Biblia.[2126] Sin embargo, como era de esperar, la batalla más importante fue la que se libró alrededor del concepto de justificación por la fe. La revolucionaria idea de Lutero era que todo lo que tenía que hacer un pecador para redimirse era creer de verdad en Cristo. El Concilio reiteró que esto estaba lejos de ser suficiente. El argumento de la Iglesia era que, pese al daño provocado por la Caída, el hombre había conservado la capacidad de elegir entre el bien y el mal, pero que para ser en verdad bueno necesitaba del ejemplo de Cristo, según la interpretación proporcionada por la Iglesia, de manera que su elección estuviera justificada.[2127] El concilio también reafirmó que los sacramentos eran siete —bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden sagrado y matrimonio—, con lo que se oponía a la afirmación de Lutero de que, en la Biblia, sólo existían dos: el bautismo y la sagrada comunión.[2128] El número de los sacramento era, por supuesto, una cuestión central para la jerarquía eclesiástica, ya que, por ejemplo, la penitencia o confesión sólo podía ser atendida por sacerdotes y únicamente el obispo tenía la facultad de nombrarlos. Por otro lado, el Concilio ratificó la existencia del purgatorio (en realidad, una «revelación» del siglo VI). Ahora bien, aunque esta decisión respaldaba la doctrina de las indulgencias, lo que sí hizo el Concilio fue prohibir cualquier clase de comercio con ellas.[2129] De esta forma, el principal logro del Concilio de Trento fue que reafirmó la doctrina católica en toda su corrupta gloria, convirtiendo muchas cuestiones en asuntos de blanco o negro más de lo que lo habían sido antes. La intransigencia del Concilio sentó las bases de las terribles guerras religiosas del siglo XVII.[2130]

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