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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 25. La «amenaza atea» y el surgimiento de la duda

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Capítulo 25

LA «AMENAZA ATEA» Y EL SURGIMIENTO DE LA DUDA

Copérnico murió en 1543. Según la tradición, recibió la primera copia impresa del De revolutionibus, su famoso libro sobre los cielos, en su lecho de muerte. Esta anécdota sin duda contribuye a hacer la historia más dramática y conmovedora, pero es importante no exagerar sus implicaciones. De hecho, la «revolución» que el De revolutionibus inició tardó un buen tiempo en materializarse. En primer lugar, el libro era prácticamente ilegible excepto para los astrónomos eruditos. En segundo lugar, algo mucho más importante, informes sobre la investigación de Copérnico —incluida su nueva hipótesis de que era la tierra la que giraba alrededor del sol y no al contrario— habían estado circulando entre los científicos del continente desde 1515 aproximadamente. Durante al menos dos décadas Copérnico había sido reconocido como uno de los astrónomos europeos más importantes, y sus colegas esperaban con enorme interés su libro, que había de exponer los detalles de la nueva teoría.

Cuando el De revolutionibus apareció, su importancia fue reconocida de inmediato por la mayoría de los expertos de la época.[2328] De hecho, muchos astrónomos se referían a Copérnico como un «segundo Ptolomeo» y para la segunda mitad del siglo XVI su libro se había convertido en un texto de referencia para prácticamente todos los profesionales del campo. Ahora bien, al mismo tiempo que esto ocurría, y por increíble que pueda parecernos, el argumento central del De revolutionibus se ignoró en gran medida. «Autores que aplaudían la erudición de Copérnico, tomaban prestados sus diagramas y citaban su determinación de la distancia entre la tierra y la luna, por lo general pasaban por alto la idea de que la tierra se movía o la rechazaban por considerarla absurda».[2329] Un libro de texto elemental sobre los cielos publicado en Inglaterra en 1594, más de medio siglo después de la publicación del volumen de Copérnico, daba por hecho la inmovilidad de la tierra. Esto es más sorprendente de lo que quizá nos parezca viéndolo en retrospectiva porque, con excepción de la Iglesia, Copérnico estaba empujando una puerta que estaba mucho más abierta de lo que cualquiera pensaría.

Hacia finales del siglo XVI, no escaseaban en Europa las personas que pensaban que el descrédito de la religión cristiana era enorme.[2330] Protestantes y católicos habían estado matándose entre sí por millares, y cientos de mártires habían sido asesinados de formas especialmente crueles por mantener opiniones cuya verdad o falsedad nadie podía probar. Como hemos anotado antes, si tanta gente estaba convencida de que sus opiniones eran correctas porque eran producto de la inspiración divina y pese a ello sus desacuerdos eran tan notorios, no era difícil pensar que lo más probable era que tal inspiración divina no fuera a menudo otra cosa que una ilusión. El papel que desempeñó la Biblia misma en estos acontecimientos resulta irónico, pues fue en esta época cuando las traducciones de las Escrituras a las lenguas vernáculas llevaron el libro a las masas. Desde la década de 1520, la Biblia había trascendido el ámbito de los eruditos y los teólogos y, como ha señalado Brian Moynahan, lo que no se decía en ella se convirtió en un asunto de tanta importancia como lo que sí. En particular, lo que ahora podía apreciarse con claridad era que muchas prácticas y privilegios eclesiásticos «habían sido bendecidos por la costumbre y no directamente por Dios».[2331] A los veintiocho años Menno Simons era sólo uno de los habitantes de Pingjum, Holanda, que tenía dudas, en su caso respecto a la transubstanciación del pan y el vino en la carne y la sangre de Cristo durante la eucaristía. En un principio, Menno atribuyó estas dudas al demonio, que estaría intentado alejarlo de la fe. Por este motivo se había confesado muchas veces, hasta que, cuenta, se le ocurrió la idea de «estudiar el Nuevo Testamento con atención… No tuve que ir muy lejos para descubrir que habíamos sido engañados…».[2332] De hecho, se sintió «muy aliviado» al descubrir que en la Biblia no había nada que indicara que el pan y el vino fueran algo más que meros símbolos de la pasión de Cristo. Más allá del alivio que esto hubiera podido proporcionarle, las implicaciones de su descubrimiento eran tremendas.

El que las personas comunes y corrientes tuvieran acceso a los libros sagrados gracias a las traducciones vernáculas era peligroso, y la Iglesia era consciente de ello. Estas traducciones, por ejemplo, permitían que los laicos descubrieran por sí mismos las inconsistencias y contradicciones del texto, inconsistencias y contradicciones que hasta entonces se les habían ocultado. En Chelmsford, Essex, un padre prohibió a su hijo leer la traducción inglesa de la Biblia de William Tyndale (de la que centenares de copias habían entrado a Inglaterra de contrabando) y le ordenó leer sólo la versión latina, cosa que el joven no estaba en condiciones de hacer. Pero el muchacho desobedeció a su padre, consiguió una copia de la traducción inglesa, la ocultó bajo su jergón y la leyó a escondidas. Esta lectura no tardó en llevarle a mirar con burla la reverencia que sus mayores mostraban hacia la cruz, al arrodillarse ante ella en la iglesia y levantar sus manos cuando pasaba ante ellos en las procesiones. Una noche, mientras su padre dormía, le dijo a su madre que tales prácticas eran mera idolatría y que en realidad estaban en contra de los deseos de Dios, quien había dicho «No te harás escultura ni imagen alguna, ni te postrarás ante ellas ni les darás culto».[2333]

La costumbre de numerar los versículos bíblicos, introducida en 1551 en Ginebra por el impresor Robert Stephanus, también desempeñó un papel importante, pues permitió que la gente recorriera el texto con más facilidad e identificara sus muchas inconsistencias y verdades encontradas. Mientras algunos anabaptistas radicales señalaban que el Génesis aprobaba la poligamia, sus opositores anotaban que en el Nuevo Testamento Jesús la prohibía al decir que el hombre «se adherirá a su mujer» (Marcos 10,7). El divorcio se permite en Deuteronomio, pero no en Mateo.[2334] El libro de los Reyes insta a no pagar impuestos, mientras que el evangelio de Mateo dice que es necesario hacerlo. Muchas otras prácticas y tradiciones santificadas por el tiempo y que el laicado daba por hecho que se encontraban en las Escrituras no aparecían por ningún lado: la autoridad papal, el celibato sacerdotal, la transubstanciación, el bautismo infantil, la canonización de los santos y la imposibilidad de salvarse fuera de la Iglesia católica, entre otras.[2335]

Hacia finales del siglo XVI, la fragmentación que los conflictos y la violencia en el interior de la fe evidenciaban y el descubrimiento de las inconsistencias y contradicciones de la Biblia por el gran público contribuyeron a crear una situación particular: las sectas con posiciones más o menos radicales habían proliferado hasta extremos desconcertantes, y la abundancia de alternativas teológicas hacía más difícil que nunca (si no imposible) determinar cuál de todas era la «verdadera fe». Una consecuencia de esto es que la palabra «ateo» empezó a ser empleada con mayor frecuencia que antes.[2336]

Ateo es una palabra de origen griego. El primer ateo del que la historia nos proporciona noticias fue Anaxágoras de Clazomene (activo c. 480-450 a. C.), quien por su libertad de pensamiento fue acusado de ateísmo, procesado y condenado.[2337] No obstante, Sócrates nos dice que los libros de Anaxágoras podían conseguirse fácilmente en Atenas y que cualquiera podía comprarlos por un dracma, en otras palabras, no se lo consideraba ningún maniático.[2338] También fue acusado de ateísmo el poeta Diágoras de Melos, quien había llegado a la conclusión de que Dios no podía existir si tantos actos de injusticia quedaban impunes.[2339] (Se nos informa además de que Diágoras destruyó una estatua de Hércules y la usó como leña, animando con insolencia al dios a realizar su decimotercer trabajo: cocinar nabos). En las obras de Eurípides encontramos a más de un personaje que niega a los dioses e insiste en que no puede haber verdad en los «miserables cuentos de los poetas».[2340] En la antigua Roma, el librepensamiento era menor que en Atenas. No hay referencias a temas religiosos en la correspondencia privada de Cicerón y los personajes del Satiricón de Petronio se complacen en ridiculizar a los sacerdores que celebran misterios que en realidad no comprenden.[2341] Pero esto es más una muestra de escepticismo que de ateísmo en sentido estricto.

Como anotamos en la Introducción, James Thrower ha estudiado lo que él denomina «la tradición alternativa»: el rechazo de las explicaciones religiosas en el mundo antiguo. Así, por ejemplo, describe la tradición lokayata de la India, nacida en el siglo VI a. C. y que defendía, básicamente, un acercamiento hedonístico al mundo, basado en un texto hoy perdido, el Brhaspati Sutra. Este sistema surgió más o menos en la misma época que lo hicieron el budismo y los Upanishads (se lo conocía también como Carvaka) y sus creencias centrales suponían un rechazo de la tradición y la magia y sostenían que el cuerpo y el yo eran una y la misma cosa, en otras palabras, que no había vida después de la muerte y que se vivía por los placeres del aquí y ahora. Purana Kassapa, un asceta errante indio, también criticó la doctrina del karma, fundamental en la religión hindú, y afirmó que no existía el más allá y que la moral era un fenómeno natural cuyo único propósito era ayudar a la vida aquí en la tierra. Le siguieron Ajita Kesakambali y Makkhali Gosala, el fundador de los ajivikas, una secta que sobrevivió al menos hasta el siglo XIII d. C. y que defendía una concepción naturalista del hombre.[2342] La noción de «leyes de la naturaleza» que explicarían el cambio y la evolución del mundo no era inusual en el pensamiento indio de la antigüedad y de la Edad Media.[2343]

Thrower también anota que en China, los taoístas desaconsejaban especular sobre el origen y fin último de la naturaleza, y enfatizaban en cambio el carácter eterno e increado del Tao, el que antes de que aparecieran el cielo y la tierra lo único que había era silencio y vacío, y la unidad fundamental que se daba en la naturaleza, esto es, un conjunto de leyes que era función de la filosofía comprender. En China los poderes sobrenaturales fueron puestos en duda por Xun Zi (298-238 a. C.), quien descreía de la eficacia de la oración y las prácticas adivinatorias y recomendaba más el estudio de la naturaleza que su veneración. Al igual que su epígono tardío Wang Chong (27-97 d. C.), Xun Zi sostenía que lo que ocurre en el mundo es consecuencia de «las cualidades o defectos» del hombre y no de la intervención de fuerzas sobrenaturales.[2344] Y en el capítulo 14 ya nos referimos a las teorías naturalistas de Zhu Xi (1130-1200).

El argumento de Thrower es que al vincular estas ideas indias y chinas con el pensamiento grecorromano —la ciencia jonia, los sofistas, los epicúreos, la noción romana de imperium, lo práctico que resultaba convertir en dioses a los emperadores de éxito— resulta claro que el acercamiento al mundo natural que prescinde de las fuerzas sobrenaturales constituye una cadena de pensamiento a la que los historiadores no han prestado suficiente atención.

J. M. Robertson, en su historia del librepensamiento en Occidente, señala que en 1376 hubo una «asombrosa exhibición» de librepensamiento en la Universidad de París por parte de los estudiantes de filosofía. Un listado de 219 tesis propuestas por ellos incluye refutaciones de la Trinidad, la divinidad de Jesús, la resurrección y la inmortalidad del alma. Además insistieron en que la oración era inútil y afirmaron que los evangelios y otros libros sagrados contenían «fábulas y falsedades». Al parecer, los estudiantes fueron «reprendidos» severamente por el arzobispo, pero el hecho no tuvo consecuencias más serias.[2345]

El historiador Jean Seznec se ha ocupado de la supervivencia de los dioses paganos en el arte renacentista, de Botticelli a Mantegna y de Correggio a Tintoretto, con lo que muestra que la antigüedad pagana no desapareció por completo durante la Edad Media o, en cualquier caso, que al menos los dioses no lo hicieron. Los duques de Borgoña se enorgullecían de ser descendientes de un semidiós y lo troyano era muy popular en su corte.[2346] Se incluyó a Júpiter y Hércules en los tapices de la catedral de Beauvais,[2347] y cuatro divinidades míticas aparecen representadas en la capilla del siglo XV del Palazzo Pubblico de Siena, entre ellas Apolo, Marte y Júpiter.[2348] ¡En el campanario de Florencia Júpiter aparece vestido de monje![2349] El argumento de Seznec pertinente para esta parte de nuestra historia es que los dioses paganos y el Dios cristiano habían convivido hasta el Renacimiento y que la gente de la Edad Media fue reacia a abandonar a los dioses clásicos por completo.[2350]

Mientras los europeos comenzaban a asimilar (lentamente) la teoría de Copérnico, Michel Eyquem, más conocido como Michel de Montaigne (1533-1592), usaba su educación y su particular formación (su padre era un católico devoto, su madre una judía que se había convertido al protestantismo) para desarrollar una forma de ver el mundo que renegaba de la posición cristiana ortodoxa y preparaba a sus congéneres para los espectaculares cambios que se abatirían sobre ellos.

El pasado familiar de Montaigne hacía que le resultara prácticamente imposible aceptar la idea de que una única fe poseía el monopolio de la verdad divina, una forma de pensar que aplicó no sólo a las creencias sino también a las cuestiones morales. El haber crecido en medio de la avalancha de descubrimientos que trajo consigo la conquista del Nuevo Mundo también ejerció sobre él un efecto importante, ya que le inspiró un vivo interés por las diversas costumbres y creencias encontradas al otro lado del Atlántico, donde la gente era «acristiana», una etiqueta que también se aplicaría a los primeros escépticos.[2351] Ello inspiró en Montaigne una gran tolerancia hacia los demás seres humanos y sus diferentes formas de pensar, que le sirvió de base para su rechazo total de los principios centrales del cristianismo. Para los cristianos del mundo en el que Montaigne se crio, el principal propósito de la vida intelectual de alguien era garantizar su salvación en el más allá (en especial fue muy crítico con Lutero).[2352] En un mundo semejante, la función primordial de la filosofía era ser la doncella de la teología y, en cierto modo, «preparar al hombre para la buena muerte».[2353] Montaigne pensaba que esto era absurdo e invirtió la proposición al argumentar que el fin del conocimiento era enseñarle al hombre el modo de vivir de forma más plena, más productiva y más feliz aquí en la tierra. Este planteamiento tuvo un efecto muy significativo sobre la organización del ámbito intelectual. Entre otras cosas, su idea implicaba que la teología, «la reina de las ciencias», y la filosofía tenían una importancia menor de la que se les había atribuido: y en sus intereses pasaron a ocupar un lugar secundario por detrás de la psicología, la etnología y la estética. Éste fue de hecho el nacimiento de las ciencias humanas.

Al hacer esto, Montaigne dio una enorme inyección de fuerza intelectual al mundo secular y a la defensa del valor de la diversidad. Además, al oponerse a la obsesión por el «otro mundo» del cristianismo, planteó serias dudas sobre la idea de la inmortalidad del alma.[2354] «Si la filosofía ha de enseñarnos cómo vivir más que cómo morir, debemos recopilar tanta información como nos sea posible sobre la forma en la que viven los hombres para analizar luego este material de manera serena y atenta».[2355] Al considerar la nueva información procedente del Nuevo Mundo y otros lugares, a Montaigne le resultaba de inmediato obvio que los hombres y mujeres habían concebido muchas formas diferentes de adaptarse a su entorno. Por lo que era evidente que Dios había favorecido la diversidad por encima de la uniformidad.[2356] En el mismo sentido, la atención que Montaigne dedicaba a esta vida en detrimento de la próxima degradaba otro ingrediente básico de la concepción cristiana, el concepto del alma, así como la tendencia a asumir que todo lo relativo a ésta era bueno mientras que todo lo relativo al cuerpo era infame y malo. Esto tuvo dos consecuencias. Primera: la importancia de los clérigos en tanto intercesores preocupados por el destino del alma se vio drásticamente reducida. Y segunda: liberó a la gente de la creencia medieval según la cual las relaciones sexuales eran malas en sí mismas. En lugar de ello, Montaigne sostuvo que el sexo debía ser dignificado y que su práctica no debía estar acompañada por ningún sentimiento de culpabilidad.

Las innovaciones conceptuales de Montaigne supusieron una ruptura radical con la idea tradicional judeocristiana de Dios como un ser celoso, arbitrario y, sí, ocasionalmente cruel. En lugar de ello, como ha señalado más de un historiador, Montaigne comparte con lord Shaftesbury el honor de haber descubierto que «Dios es un caballero». Montaigne, en realidad, nunca llegó a poner en duda la existencia de un Dios, pero cambió absolutamente nuestra idea de lo que Dios es.

Una de las razones por las que Montaigne nunca llegó en verdad a dudar de la existencia de Dios es que en su época ello era algo casi imposible. En su obra clásica El problema de la incredulidad en el siglo XVI, el historiador francés Lucien Febvre afirma que «las dificultades conceptuales para una negación rotunda de la existencia de Dios en esta época eran tan grandes que es posible considerarlas insuperables». «Cada una de las actividades cotidianas estaba saturada de creencias e instituciones religiosas, y las campanas de la iglesia salpicaban el día convocando a los fieles a rezar: la religión dominaba la vida pública y profesional, e incluso los gremios y las universidades eran instituciones religiosas». Incluso la comida estaba rodeada de rituales y prohibiciones religiosas.[2357] En Montpellier al comienzo de la Cuaresma los viejos tiestos empleados para cocinar la carne se rompían y se los reemplazaba con nuevos, para el pescado. Cocinar un capón los viernes era una falta que se castigaba con azotes o humillación pública durante la misa. Si el campo estaba infestado de ratas o insectos, era al sacerdote al primero que se acudía para librarse de ellos.[2358] «La gente simplemente no había alcanzado el grado de objetividad necesario para cuestionar la existencia de Dios, y ésta no existiría hasta que se hubiera reunido un conjunto de razones coherentes, basadas en descubrimientos científicos que nadie pudiera negar».[2359]

Por tanto, cuando quienes vivieron en esta época se acusaban unos a otros de «ateísmo», en realidad pensaban en algo muy diferente de lo que nosotros entendemos hoy con esa palabra. Para muchos ateísmo era equivalente a libertinaje.[2360] Marin Mersenne (1588-1648), un científico y fraile francés, aseguraba que había «cerca de cincuenta mil ateos» sólo en París, pero aquellos cuyos nombres menciona creían en Dios. El hecho de que Mersenne llame ateos a quienes tenían una idea de Dios diferente de la suya es típica de este período. En esta época la palabra «ateo» no se usaba como lo hacemos hoy sino que era un insulto. A la gente del siglo XVI nunca se le habría ocurrido referirse a sí misma como atea.[2361]

No obstante, las ideas y las opiniones empezaban a cambiar. Montaigne marcó el camino, pero se necesitó casi un siglo para que la teoría de Copérnico fuera aceptada por completo, pues fue sólo poco a poco que la gente empezó a entender todas las implicaciones de lo que decía. Thomas Kuhn ha estudiado con detenimiento este proceso.

Como mencionamos antes, Kuhn muestra que durante décadas los astrónomos profesionales fueron capaces de usar la mayoría de la información proporcionada por Copérnico sin prestar atención a su tesis central, a saber, que la tierra giraba alrededor del sol. La teoría empezó a producir revuelo sólo muy lentamente y cuando lo hizo fue porque había llegado más allá del restringido círculo de los astrónomos. En un primer momento, Copérnico y quienes pensaban como él fueron ridiculizados por sostener creencias absurdas.[2362] Jean Bodin (1529-1596), el filósofo político francés, desdeñó particularmente la nueva concepción. «A nadie en sus cinco sentidos o que posea los mínimos conocimientos de física», escribió, «se le ocurriría nunca pensar que la tierra, pesada y rígida debido a su propia masa, se tambalee arriba y abajo alrededor de su propio centro y del sol, pues a la más ligera sacudida veríamos cómo se derrumban ciudades y fortaleza, pueblos y montañas».[2363]

Con todo, quienes propusieron las objeciones más encarnizadas fueron aquellos que descubrieron que la teoría de Copérnico entraba en conflicto con las Sagradas Escrituras. Incluso antes de que éste publicara su obra, cuando sus ideas empezaban a circular, se cuenta que Martín Lutero manifestó su oposición a ellas; en una de las Tischreden (Conversaciones de sobremesa) se lo cita diciendo en 1539 que: «La gente presta oídos a un astrólogo [sic] advenedizo que busca mostrar que es la tierra la que gira y no los cielos o el firmamento, el sol y la luna… Este tonto desea invertir por completo la ciencia de la astronomía, pero las Sagradas Escrituras nos dicen [Josué 10,13] que Josué ordenó detenerse al sol, no a la tierra».[2364] A medida que las citas bíblicas empezaron a usarse cada vez con mayor frecuencia contra los copernicanos, se les etiquetó como «infieles» o «ateos». Finalmente, hacia 1610, cuando la Iglesia católica se unió de manera oficial a la batalla en contra de la nueva astronomía, se empezó a acusarlos formalmente de herejía.[2365] En 1616 De revolutionibus y todas las demás obras que afirmaban el movimiento de la tierra fueron incluidas en el Índice y se prohibió a los católicos enseñar las doctrinas de Copérnico e incluso leerlas.

Para esta época, como demuestra Kuhn, las implicaciones de la teoría copernicana habían sido ya asimiladas y la gente había comprendido que sus conclusiones podían destruir todo un sistema de pensamiento. Al respecto, vale la pena citar un largo pasaje de la obra de Kuhn: «Por ejemplo, si la tierra no era más que uno de los seis planetas, ¿en qué iban a convertirse las historias de la caída y la redención, con su inmensa importancia en la concepción cristiana de la vida? Si había otros cuerpos celestes semejantes a la tierra, con toda seguridad la bondad de Dios habría querido que también se hallaran habitados. Pero si existían hombres en otros planetas, ¿cómo podrían descender de Adán y Eva y cómo habrían podido heredar el pecado original, que explica el de otra forma incomprensible trabajo del hombre sobre una tierra creada para él por una divinidad buena y omnipotente? ¿Cómo habrían podido conocer los hombres de otros planetas la presencia del Salvador, que les abría la posibilidad de una vida eterna? O también, si la tierra es un planeta, y por consiguiente un cuerpo celeste situado fuera del centro del universo, ¿qué se hace de la posición intermedia, pero central, del hombre, situado entre los demonios y los ángeles?… Y lo peor de todo: si el universo es infinito, tal como piensan muchos copernicanos, ¿dónde puede estar situado el trono de Dios? ¿Cómo van a poder encontrarse el hombre y Dios en el seno de un universo infinito?». Estas preguntas ayudaron a modificar la experiencia religiosa del hombre.[2366]

Tanto John Donne como John Milton pensaban que era posible que Copérnico estuviera en lo cierto (Keith Thomas nos recuerda que Gran Bretaña era más culta en la época de Milton que en cualquier otro período anterior a la primera guerra mundial) pero a pesar de ello a ninguno le gustaba el nuevo sistema, y Milton se inspiró en la concepción tradicional para su Paraíso perdido.[2367] Los líderes protestantes, Calvino y Lutero por igual, tenían tantos deseos de suprimir las creencias copernicanas como los católicos, pero nunca llegaron a contar con la infraestructura policial de los contrarreformistas y por tanto fueron mucho menos efectivos que éstos. Incluso así, cuando en 1616, y de forma más explicita en 1633, la Iglesia prohibió enseñar o cree que el sol era el centro del universo, fueron muchos los católicos que se sintieron escandalizados, y se sintieron así por dos razones.

En primer lugar, los más educados podían advertir que para entonces estaban apareciendo de forma constante nuevas pruebas que respaldaban la teoría heliocéntrica. Y en segundo lugar, la decisión marcaba un importante cambio de actitud por parte de la Iglesia: hasta ese momento, Roma había mantenido un digno silencio sobre cuestiones de cosmología, lo que al menos tenía el mérito de impedirle equivocarse y, al mismo tiempo, le permitía mostrarse abierta a nuevas ideas. Ahora todo eso había terminado.[2368]

La concepción tradicional se hizo aún más difícil de sostener en 1572 con la aparición en el cielo nocturno de una nova, una nueva estrella. Hubo una serie de cometas que aparecieron en 1577, 1580, 1585, 1590, 1593 y 1596. Cada uno de estos acontecimientos demostró que los cielos eran mutables, en contradicción con lo que decían las Escrituras.[2369] En estos casos no se pudo observar un paralaje mesurable, lo que obligó a los astrónomos a concluir que se movían más allá de la luna, esto es, en la región de los cielos que supuestamente llenaban las esferas cristalinas. Poco a poco, fue cada vez más difícil negar las teorías de Copérnico.[2370]

Kepler, como hemos visto en un capítulo anterior, descubrió que las órbitas de los planetas eran elípticas, no esféricas, y esto también acabó con la idea de las esferas cristalinas. Sin embargo, Kepler no supo hacer frente a todas las implicaciones de sus descubrimientos, y fue Galileo y su telescopio los que proporcionaron «incontables» pruebas que demostraron el copernicanismo más allá de toda duda.[2371] En primer lugar, tenemos su observación de que la Vía Láctea, que a simple vista puede apreciarse como un pálido resplandor en el cielo, era una enorme colección de estrellas. Luego, descubrió que la luna estaba cubierta de cráteres, montañas y valles (Galileo pudo calcular su altura a partir del tamaño de sus sombras), con lo que se demostraba que ésta no era muy diferente de la tierra, una constatación que alimentó las dudas sobre la diferencia entre este mundo y los demás cuerpos celestes.[2372]

Pero la más grave de todas sus observaciones, y la que mayor impacto tendría en la imaginación del siglo XVII, fue la identificación por parte de Galileo de cuatro «lunas» de Júpiter, que orbitaban el planeta aproximadamente de forma circular. Esto no sólo confirmaba con exactitud lo que Copérnico había sostenido, esto es, que la tierra giraba alrededor del sol, sino, lo que acaso sea más importante, confirmaba la idea más general de que la tierra no era el centro del universo y que, en realidad, era un cuerpo entre miles, quizá cientos de miles, en un universo infinito. Fue entonces cuando la oposición al sistema copernicano se mostró con mayor fuerza, algo que quizá era de esperarse. Hasta Galileo, era posible tener dudas sobre las teorías copernicanas honestamente; pero después de él, cualquier duda sobre el sistema copernicano implicaba la negación deliberada de las pruebas reunidas.[2373] Pese a estar a la cabeza de los funcionarios eclesiásticos que condenaron las opiniones de Copérnico, el cardenal Bellarmino, reconoció el problema. En una carta escrita en 1615 afirmó: «Si hubiera una prueba real de que el sol es el centro del universo, de que la tierra está en el tercer cielo y de que el sol no gira alrededor de la tierra sino la tierra alrededor del sol, entonces habremos de ser muy cautelosos al explicar los pasajes de las Sagradas Escrituras que parecen enseñar lo contrario, siendo preferible admitir que no los comprendemos que declarar falsa una opinión que ha demostrado ser verdadera».[2374] Hasta 1822 Roma no permitió la impresión de libros en los que se aceptara como verdadero el movimiento de la tierra, una decisión que retrasó gravemente el desarrollo de la ciencia en los países católicos y que infligió una terrible herida al prestigio de la Iglesia católica.[2375] De este modo, a pesar de las pruebas, se necesitaron casi doscientos años para que las ideas de Copérnico fueran aceptadas plenamente. No obstante, durante este tiempo la actitud hacia Dios se transformó.

El crecimiento de la duda, lo que Richard Popkin ha llamado «la tercera fuerza en el pensamiento del siglo XVII», se dio en cuatro etapas que acaso podríamos denominar supernaturalismo racionalista, deísmo, escepticismo y, finalmente, ateísmo desarrollado. También es importante señalar que el surgimiento de la duda, además de ser un capítulo de la historia de las ideas, fue de igual modo una etapa en la historia de la edición. La batalla entre los tradicionalistas ortodoxos y los librepensadores (para dar a los escépticos su nombre genérico) se libró en parte mediante libros, pero ésta fue también la época en que la publicación de panfletos alcanzó su apogeo. (El panfleto tiene la extensión natural de un sermón o una carta y ello pudo contribuir a su popularidad). Muchas de las ideas a las que nos referiremos en el resto de este capítulo fueron publicadas en forma de libro, pero un número equivalente se difundió a través de panfletos, folletos breves (y físicamente ligeros) escritos con frecuencia en un estilo combativo, empezando por sus títulos: por ejemplo, Un discurso contra la transubstanciación (1684), Geología, o un discurso sobre la tierra antes del Diluvio (1690), La irracionalidad de la doctrina de la Trinidad demostrada brevemente en una carta a un amigo (1692).

La primera de las cuatro etapas de la duda, el supernaturalismo racionalista, fue especialmente popular en Inglaterra. Su principio básico era que la religión y en especial las revelaciones debían adecuarse a la razón.[2376] Uno de los primeros defensores de este tipo de aproximación fue John Tillotson (1630-1694), arzobispo de Canterbury, que sostuvo que la religión —cualquier religión, pero en particular el cristianismo— debía considerarse como una serie de proposiciones racionales respaldadas por la lógica. La principal preocupación de Tillotson eran los milagros.[2377] Era claro, afirmaba, que los milagros estaban más allá de las facultades de los seres humanos, ahora bien, para ser milagros, éstos habían de obedecer a razones lógicas y no ser simples exhibiciones de magia. Desde este punto de vista, los milagros de Jesús se adecuaban a las leyes de la razón, pues tenían propósito. Sin embargo, no todos los supuestos milagros de los santos que habían aparecido después de los apóstoles entraban en esta categoría.[2378]

John Locke, además de sus muchas otras actividades, puede ser clasificado dentro de los supernatualistas racionalistas pues creía que el cristianismo era una religión sumamente razonable debido a sus principios básicos, que él consideraba perfectamente racionales (aunque Locke, el apóstol de la tolerancia, habría negado la libertad de expresión a aquellas sectas religiosas que, en su opinión, representaran una amenaza irracional al estado, entre ellas el catolicismo romano).[2379] Estos principios básicos eran que había un Dios omnipotente, que éste exigía al hombre que llevara una vida virtuosa de acuerdo con su voluntad y que había una vida después de la muerte en la que los pecados cometidos en este mundo serían castigados y las buenas obras, recompensadas. Para el filósofo inglés, éste era un modo perfectamente racional de organizar el universo desde el punto de vista divino: era sensato. Además, sostuvo que los milagros podían estar «por encima de la razón», pero no ser contrarios a ella.[2380] Un ardiente seguidor de Locke fue John Toland (1670-1722), quien afirmó que si Dios «tenía algo que revelarnos, era capaz de revelarlo con claridad». A partir de esta premisa Toland concluía que en los planes de Dios no estaba el propiciar malentendidos y que, por tanto, la revelación verdadera debía coincidir con la razón. En su opinión, ciertos milagros, como la concepción virginal, no pasaban esta prueba y por ello no había fundamento para creer en ellos. En sus Segundos pensamientos concernientes al alma humana, publicados en 1702, William Coward propuso la idea de que el alma humana, «una sustancia espiritual e inmortal unida al cuerpo humano», era «una clara invención pagana, en desacuerdo con los principios de la filosofía, la razón y la religión» y, en consecuencia, la consideraba algo «absurdo y… abominable».[2381]

El pensamiento deísta, la segunda etapa en el advenimiento de la duda, también surgió en Inglaterra, desde donde se propagó al resto de Europa y al continente americano, y duró cerca de siglo y medio, desde lord Herbert de Cherbury (1583-1648) a Thomas Jefferson (1743-1826). Ahora bien, el término «deísta» fue acuñado en realidad por un genovés, Pierre Viret (1511-1571), para describir a aquellos que creían en Dios pero no en Jesucristo. Una de las cosas que más influencia ejerció en los deístas posteriores fueron los nuevos descubrimientos de la ciencia, que para muchos sugerían que Dios no era una figura arbitraria como ocurría en el antiguo judaísmo, por ejemplo, sino el artífice de las leyes descubiertas por Copérnico, Galileo, Newton y demás. Dado que Dios había creado estas leyes, argumentaban los deístas, era natural que se sometiera a ellas para, de este modo, dar ejemplo a la humanidad. Los descubrimientos realizados en América, África y otros lugares sólo contribuyeron a subrayar el hecho de que todos los hombres tenían sentimientos religiosos, pero que no todos los continentes tenían noticias de Jesús. Los deístas usaron este hecho como prueba de que la religión no necesitaba respaldarse en elementos sobrenaturales, de que las profecías y los milagros no tenían cabida en una «religión científica», y que un conjunto de creencias semejante resultaba atractivo a todos los hombres razonables independientemente de donde se encontraran.[2382]

La mayoría de los deístas eran anticlericales. Y esto explica por qué buena parte de los panfletos que defendían sus ideas se escribieron con una vena satírica o con un tono agresivo que ridiculizaba a sus adversarios.[2383] La mayoría de los deístas insistían en que las numerosas supersticiones de la época y los complejos engranajes del culto en la iglesia no eran más que invenciones y fantasías que el clero había creado para satisfacer sus propios intereses políticos y egoístas. El peor de todos estos elementos era, en su opinión, la idea de intercesión, que colocaba a los sacerdotes entre el hombre y Dios y le permitía al clero conservar una serie de privilegios que no tenían fundamento en las Escrituras, algo demasiado evidente como para ser pasado por alto. Todavía más importantes fueron los ataques a la Biblia de figuras como William Whiston (1667-1752), sucesor de Newton como profesor de matemáticas en Cambridge, que pensaba que la identificación de la gravedad tenía un gran significado deísta. Otro espíritu de mentalidad similar fue Anthony Collins: entre ambos examinaron cuidadosamente las profecías del Antiguo Testamento y encontraron que la idea de que éstas habían predicho la llegada de Jesús no tenía mucho fundamento.[2384] En su La resurrección de Jesús considerada (1744), Peter Annet tuvo la audacia de sostener que los relatos apostólicos de la Resurrección habían sido inventados, mientras que Charles Blount (1654-1693) se mostró igual de tajante respecto a la idea de pecado original, un concepto que le parecía inaceptable. Este autor opinaba lo mismo de las nociones de cielo e infierno, las cuales, pensaba, habían sido inventadas por los sacerdotes «para aumentar su control sobre las masas ignorantes y aterrorizadas».[2385]

El deísta francés más influyente fue sin duda Voltaire, autor cuyo deísmo fue en parte consecuencia del tiempo que pasó en su juventud en Inglaterra y su admiración por su sistema de gobierno. A Voltaire le motivaba además un intenso deseo de acabar con la presunción y la intolerancia que veía en Francia. (Pensaba que el fanatismo era «indigno» de cualquier dios.[2386]) Ridiculizó todos los aspectos del cristianismo, desde la idea de que la Biblia era un libro sagrado hasta los milagros, a los que no considera otra cosa que fraudes. «Cualquier hombre sensato», escribió, «cualquier hombre bueno, debería ver con horror a la secta cristiana. El gran nombre de teísta, al que no se presta el respeto que merece, es el único que éste debería aceptar. El único evangelio que el hombre debe leer es el gran libro de la naturaleza, escrito por la mano de Dios y sellado con su sello. La única religión que se debe profesar es la religión que venera a Dios y el ser un hombre bueno».[2387] Al mismo tiempo, Voltaire se hacía eco de los atenienses: pensaba que las nuevas ideas estaban muy bien para las clases altas y educadas, pero que las clases más bajas necesitaban religión a la antigua usanza, como mecanismo de cohesión social. En su Contrato social, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) buscó establecer el deísmo como la religión civil de Francia. Pensaba que era importante reconocer la existencia de un «dios poderoso, inteligente, benevolente, clarividente y previsor» y que la gente debía ser prudente al considerar «lo que no puede desmentirse o comprenderse», pero también él consideraba que no había lugar para Jesús.[2388] Lo que Rousseau denominaba religión era en realidad una preocupación filosófica por la justicia y la caridad hacia el prójimo.[2389]

En Alemania, Immanuel Kant, aunque aceptaba los principios básicos del cristianismo como religión del amor, era implacable en su oposición a los aspectos sobrenaturales de la doctrina (las profecías y milagros) a los que consideraba «completamente malignos». De igual forma era contrario a la idea medieval de gracia, cuya superabundancia había conducido a los excesos de la venta de indulgencias. En América tanto Benjamin Franklin como George Washington fueron deístas, y lo mismo ocurría con Jefferson.[2390]

En términos globales, la principal consecuencia del deísmo fue que logró transformar de manera significativa el concepto de Dios, acaso el mayor cambio en este ámbito desde el surgimiento del monoteísmo ético en el siglo VI a. C. El dios celoso y de mentalidad mezquina de las tribus israelitas, adaptado por los cristianos y los musulmanes, desapareció para ser reemplazado por un Dios «más grandioso y más noble», el Dios de todo el universo, una figura compatible, como anotó Alexander Pope, con la nueva astronomía y las ciencias naturales. Dios había perdido su «divina arbitrariedad» y ahora se lo consideraba como un creador de leyes respetuoso de la ley, una deidad que se identificaba con «las interminables repeticiones y el comportamiento ordenado de la naturaleza».[2391] Esto, sin embargo, rebatía directamente la doctrina de la Trinidad.

Con todo, tanto en Europa como en América, el deísmo finalmente fracasó y lo hizo porque nadaba entre dos aguas. Por un lado, era demasiado osado y demasiado abstracto para ofrecer consuelo a los devotos y complacer a los tradicionalistas y los ortodoxos; por otro, era una postura demasiado tímida para quienes eran verdaderamente escépticos. No obstante, sirvió como una especie de albergue a mitad de camino para el cambio ideológico más radical desde la aparición del monoteísmo ético. Eran muchos los que no podían pasar directamente de las creencias ortodoxas al ateísmo. El deísmo facilitó el cambio.

Thomas Hobbes no se refería sí mismo como escéptico, pero es difícil encontrar otra forma de describir sus fortísimos comentarios en los que una y otra vez argumenta que las creencias religiosas se basan fundamentalmente en la ignorancia y, en particular, en la ignorancia de la ciencia y del futuro. Hobbes pensaba que la mayoría de las obras religiosas y teológicas eran inútiles: «llenan nuestras bibliotecas y el mundo con su ruido y alboroto, pero lo último que podemos esperar de ellas es convicciones».[2392] Éstas eran palabras muy fuertes, pero encontramos un escepticismo mejor argumentado y más racional y, por ello, más devastador, en David Hume, «Le Bon David», como le llamaban los franceses. El enorme apetito de confrontación intelectual de Hume resulta evidente en el amplio abanico de títulos que conforman su obra.[2393] Entre éstos se incluyen: Sobre la superstición y el entusiasmo (1742), Ensayo sobre los milagros (1747) y Ensayo sobre la Providencia y el estado futuro (1748). Como Vico, Hume estudió la religión desde una perspectiva histórica y esto le enseñó, en primer lugar y por encima de cualquier otra cosa, que ésta tenía mucho en común con otras áreas de la actividad humana. Sus indagaciones le llevaron a concluir que no había nada especial en la religión, que ésta había surgido en las civilizaciones antiguas como cualquier otro ámbito de la actividad humana y que sobrevivía porque los padres la enseñaban a sus hijos cuando éstos eran niños, por lo que crecían sin la capacidad de pensar de maneras diferentes. Sostuvo que el politeísmo había sido la forma de religión más antigua y que había surgido de la experiencia humana de lo bueno y lo malo. Los acontecimientos buenos se atribuyeron a dioses benevolentes, los acontecimientos malos a dioses malévolos. En ambos casos, anotó, los dioses adoptaban una forma humana. Por otro lado, pensaba que el monoteísmo (una forma de religión más abstracta) tenía origen en la observación de la naturaleza. Los grandes fenómenos naturales y sucesos extraños como los terremotos, los relámpagos, el arco iris y los cometas, convencieron a los seres humanos de que se trataba de las acciones de un Dios poderoso y arbitrario. Hume señaló además que el politeísmo era más tolerante que el monoteísmo, una observación muy acertada.[2394]

En particular, Hume se esforzó por demostrar que las supuestas pruebas de la existencia de Dios no eran tales y que la concepción antropocéntrica de la divinidad era inapropiada e incluso absurda. «No podemos conocer del todo a partir del conocimiento de una parte, ¿o acaso el conocer una hoja nos dice algo sobre lo que es un árbol?».[2395] «Suponiendo que el universo tuviera un autor, es bien posible que éste fuera un chapuzas, o un dios que luego murió, o un dios macho o un dios hembra, o una mezcla de bondad y maldad o alguien moralmente indiferente (siendo esta última hipótesis la más probable)».[2396] Luego tenemos la devastadora crítica que Hume hizo tanto de los milagros como del «estado futuro». Aunque en principio no negó que hubieran ocurrido milagros, ninguno consiguió satisfacer sus criterios para aceptarlo como tal. En este sentido, su principal argumento era que ningún milagro contaba con pruebas irrefutables que pudiera admitir una persona razonable. Por otro lado, insistió en que era igualmente absurdo imaginar que Dios «ajustaría las cuentas» en una vida futura para reparar todas las injusticias padecidas en ésta. Las distintas relaciones entre los seres humanos eran demasiado complicadas, decía, y la contabilidad resultaría imposible.

La figura más importante del escepticismo francés fue Pierre Bayle, quien atacó el Antiguo Testamento con el mismo entusiasmo que Hume había dedicado a demoler los milagros. Nacido en una aldea cerca de los Pirineos, entre las tradiciones independientes de la región albigense, Bayle expresó su desdén por episodios como el de Jonás y la ballena y satirizó la fe de manera tan extravagante que logró que pareciera absolutamente ridículo que los hombres hubieran mantenido una creencia en Dios teniendo frente a sí tantas pruebas de lo contrario.[2397]

A pesar de las numerosas críticas fulminantes de los milagros y del escepticismo cada vez mayor que muchos sentían acerca del «estado futuro», eran muy pocos los hombres del período que estaban preparados para afirmar rotundamente que ellos no creían en Dios. El primer pensador abiertamente ateo en este sentido moderno fue probablemente el científico italiano Lucilio Vanini (1585-1619). Vanini había viajado mucho, lo que le había permitido difundir sus ideas en sus clases y llegar a mucha gente. Pero las autoridades consiguieron capturarlo en Toulouse, donde se le arrestó por herejía y, tras arrancarle la lengua, se le quemó en la hoguera (sus escritos, no obstante, siguieron siendo populares, y Voltaire llegó a compararlo con Sócrates).[2398] Tras los descubrimientos de Newton surgieron en Inglaterra y Francia muchos más ateos por motivos racionales.[2399] En Inglaterra «desde All Souls [el colegio oxoniense] hasta la Royal Society hubo un flujo incontenible de ateísmo impreso como el país nunca había visto».[2400] Incluso hubo una calle a la que se llamaba el «callejón de los ateos» cerca de la Bolsa de Londres (la calle probablemente debía este nombre a que sus cafeterías eran frecuentadas por los nuevos «hombre de mundo» eruditos, entre ellos muchos descreídos).[2401] John Redwood, en su historia de la guerra de los panfletos, nos cuenta que las librerías empezaron a «rebosar de panfletos, folletos y periódicos dedicados a la amenaza atea».[2402] Los teatros también fueron con frecuencia escenario de sátiras ateas.[2403] Los dramas enseñaban ahora a los hombres «cómo podían vivir sin un Creador; y cómo pueden vivir mejor sin depender de su Providencia. Se los invita a dudar de la existencia de Dios… En cada giro su sabia Providencia es desatendida».[2404]

En tanto herederos intelectuales de Newton, los ateos franceses fueron conocidos como mecanicistas, ya que se inspiraban en la idea de un universo mecánico. Uno de los más destacados fue Julien de La Mettrie, que escribió un libro titulado El hombre, una máquina en el que ofrecía un exhaustivo análisis mecanicista del hombre y el universo, en el cual, sostenía, no había lugar para Dios. Le apoyó Paul Henry Thiry, barón d’Holbach (1723-1789), un inmigrante alemán establecido en París. Éste era mucho más radical que la mayoría de sus colegas, y afirmaba abiertamente que los conceptos de Dios y lo sobrenatural eran invención del hombre primitivo incapaz de comprender los fenómenos de la naturaleza. Al igual que Bayle, Shaftesbury y los demás deístas, insistió en que una moral aceptable no dependía de la religión. Por esta razón pensaba (a diferencia de Voltaire) que no había ningún problema en enseñarle el ateísmo a las masas. Holbach fue también uno de los primeros en declarar que el hombre no era diferente de las demás criaturas vivientes del universo, ni mejor ni peor. De esto se seguía que el hombre había de construir su propia moral y no intentar derivarla de una autoridad sobrenatural. Ésta era una idea muy importante y, décadas después, contribuiría al desarrollo de la teoría de la evolución.

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