Ideas

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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 25. La «amenaza atea» y el surgimiento de la duda

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Después de los descubrimientos científicos de Copérnico, Galileo y Newton, el área de estudio que más socavó las creencias religiosas fue la crítica bíblica. El primer ataque de importancia a las Escrituras se había producido muy temprano, en el siglo XII, cuando un erudito judío, Aben Ezra, cuestionó la tradición según la cual Moisés era el autor del Pentateuco. No obstante, en tiempos modernos el primer golpe lo propinó Louis Cappel, quien a principios del siglo XVII señaló que el original del Antiguo Testamento no había sido escrito en hebreo sino en arameo, lo que hacía que la obra fuera mucho más tardía de lo que se pensaba. La consecuencia más devastadora de este descubrimiento era que las Escrituras no podían haber sido dictadas por Dios a Moisés: en otras palabras, que el Antiguo Testamento no era un texto «inspirado». (La perspectiva del estudio de Cappel era en sí misma un indicio de que estaba teniendo lugar un gran cambio: las Escrituras empezaban a ser tratadas como obras seculares susceptibles de ser objeto de análisis textuales y de otro tipo). Isaac La Peyrère (1596?-1676), a quien hemos mencionado en el prólogo, también sostuvo que Moisés no era el autor del Pentateuco y también afirmó algo aún más polémico, a saber, que los hombres y las mujeres habían existido antes de Adán y Eva y que éstos eran apenas los primeros israelitas (también afirmó que el Diluvio había sido un fenómeno local que había afectado a los judíos, no un hecho universal). Thomas Hobbes amplió estas ideas al mostrar que los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes habían sido escritos mucho después de los acontecimientos que describen. Los trabajos de Cappel y de Hobbes fueron confirmados por Spinoza, quien argumentó que el Génesis no pudo haber sido escrito por un único autor y demostró que la mayoría de los libros del Antiguo Testamento eran bastante más tardíos de lo que se pensaba. (Las opiniones de Spinoza circularon en diversos manuscritos heterodoxos, es decir, demasiado polémicos para que fuera posible imprimirlos.[2405]) A continuación tenemos a Richard Simon, un académico católico francés que descubrió que los libros del Antiguo Testamento no siempre habían estado en el orden que se creía establecido, un hallazgo muy significativo para la época y que sólo consiguió publicar con muchas dificultades en la década de 1680. Este descubrimiento fue importante porque respaldó las investigaciones de William Whiston, quien en 1722 analizó ciertos pasajes del Antiguo Testamento y concluyó que habían sido falsificados durante este proceso. De igual modo, contribuyó a hacer más aceptable el argumento de Anthony Collins según el cual el libro de Daniel había sido compuesto en una fecha más tardía de lo que se pensaba en la época, lo que cuestionaba las «profecías» contenidas en el libro, que habría sido en realidad escrito después de los acontecimientos que supuestamente profetizaba. En este sentido, el libro de Daniel era una falsificación.

Luego, en 1753, Jean Astruc, un médico francés interesado en los estudios bíblicos, afirmó que el Génesis era en realidad el resultado de la amalgama o entretejido de dos documentos diferentes. Según Astruc, había una primera fuente que se refería a Dios como «Elohim» y una segunda fuente que se refería a él como «Jehová». Ambas fuentes terminarían siendo conocidas como E y J, una denominación que sigue empleándose en nuestros días.[2406] A Astruc le siguió el alemán Karl David Ilgen, quien sostuvo que el Génesis se componía en realidad de casi una veintena de documentos, reunidos por tres grupos de escritores. En términos generales ésta es la concepción todavía vigente.[2407] Thomas Burnet, en su Arqueología y la teoría del mundo visible (1736), calculó la cantidad de agua que cayó durante los cuarenta días del Diluvio y concluyó que ésta era insuficiente para haber cubierto la tierra hasta las montañas más altas.[2408]

Esta obsesión por la exactitud del relato bíblico impulsó nuevos estudios sobre la edad de la tierra. Según la tradición judeocristiana, la historia humana había empezado con Adán. Ahora bien, mientras la cronología judía calculaba que la Creación había tenido lugar hacia el año 3761 a. C., los cristianos defendían una concepción más simbólica y simétrica. Según su esquema, existían siete etapas simbólicas del hombre, basadas en la idea, descrita en el capítulo 10, de una semana cósmica: siete edades, cada una de las cuales habría durado mil años. De acuerdo con esta versión, la Creación había ocurrido en el año 4000 a. C. y se presumía que la era cristiana duraría dos mil años, después de lo cual habría un último milenio. (Lutero era uno de los que coincidía con este esquema, y sostuvo que Noé había vivido hacia 2000 a. C.). Hubo varios otros eruditos que hicieron sus propios cálculos. Empleando las genealogías de la Biblia, Joseph Justus Scaliger concluyó que la Creación había ocurrido el 23 de abril del año 3947 a. C., Kepler prefirió el año 3992 a. C., mientras que el arzobispo James Ussher fue todavía más lejos en sus Anales del Antiguo y el Nuevo Testamento (1650-1653), obra en la que sostuvo que la semana de la Creación había empezado en el domingo 23 de octubre de 4004 a. C. y que Adán había sido creado el viernes 28 del mismo mes.[2409] Por último, John Lightfoot (1602-1675), un experto en estudios rabínicos, precisó los cálculos de Ussher y concluyó que Adán había nacido el 28 de octubre de 4004 a. C. a las nueve en punto de la mañana.[2410]

No todos estaban de acuerdo con Scaliger, Ussher o Lightfoot. A medida que más y más gente empezaba a desconfiar de la Biblia, los cálculos de la edad de la tierra basados en las Escrituras fueron también perdiendo credibilidad. Los descubrimientos científicos, tanto sobre la tierra como sobre los cielos, empezaban a sugerir que el planeta debía ser bastante más antiguo de lo que decía la Biblia. A esta idea se la vincula con el nacimiento de la geología, cuya principal tarea fue inicialmente entender los procesos de formación de la tierra. Una primera comprensión se derivó del estudio de los volcanes extintos en Francia, en particular en el distrito de Puy de Dôme (cerca de Clermont-Ferrand).[2411] Esto condujo al descubrimiento de que el basalto, una roca que se encontraba en todas partes, era en realidad lava solidificada. Los primeros geólogos comprendieron gradualmente que las capas de basalto se habían formado muchísimos años atrás (mediante un proceso que todavía puede observarse, y medirse, en aquellas zonas donde hay volcanes activos) y que cuanto más profundas más antiguas eran. De igual forma, estos pioneros de la geología observaron capas sedimentarias, cuya tasa de formación también podía calcularse. Esas capas tenían por lo general un grosor de unos tres kilómetros, y en ocasiones de treinta kilómetros, lo que hacía evidente que la tierra era en realidad muy antigua. Al mismo tiempo se observó que el agua (las corrientes y ríos) se había abierto paso por muchas capas de roca, lo que revelaba que éstas podían plegarse, torcerse e incluso revolverse, algo que descubría que el planeta tenía una historia muy violenta y, una vez más, que era bastante más viejo de lo que decía la Biblia. En la Royal Society de Londres (cuya publicación Philosophical Transactions extrañamente no se pronunció respecto a la que sin duda era una de las cuestiones filosóficas más importantes de la época), Robert Hooke había advertido que los fósiles, a los que ahora se reconocía por lo que en realidad eran, mostraban animales que ya no existían.[2412] En consecuencia, Hooke propuso la idea de que ciertas especies habían florecido en otra época en la tierra y luego se habían extinguido. Esto también sugería que la tierra era mucho, muchísimo más antigua de lo que la Biblia decía: estas especies habrían surgido y desaparecido antes de que ésta hubiera sido escrita.[2413]

En este escenario, y a pesar de que la Iglesia consideraba herética cualquier cifra que difiriera sustancialmente del año 4000 a. C., el naturalista francés Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, en su Les époques de la nature (1779), calculó la edad de la tierra, primero, en 75 000 años y luego en 168 000 años, aunque su opinión privada, nunca publicada en vida, era que el planeta tenía cerca de medio millón de años.[2414] Para dorarle la píldora a los ortodoxos, Buffon estableció también siete «épocas»: en la primera, se habían formado la tierra y los demás planetas; en la segunda, brotaron las grandes cadenas montañosas; en la tercera, el agua cubrió la tierra; en la cuarta; el nivel del agua bajó y los volcanes comenzaron su actividad; en la quinta, los elefantes y otros animales tropicales poblaron el norte; en la sexta, los continentes se separaron (dado que la flora y la fauna de América y Eurasia eran similares, Buffon había concluido que en algún momento debían de haber estado conectadas); y en la séptima, apareció el hombre. Aquí encontramos de nuevo un conjunto muy significativo de nociones modernas, en el que se anticipaban tanto la deriva continental como la teoría de la evolución.

Era inevitable que el advenimiento de la duda tuviera un tremendo impacto sobre el pensamiento ético. El fundamento sobrenatural de la moral había estado siendo cuestionado desde el surgimiento del humanismo, en particular en los ensayos de Montaigne, a quien ya nos hemos referido antes en este capítulo. Sin embargo, después de Montaigne, el desarrollo más específico en este ámbito que se observa durante este período es la línea de pensamiento que lleva de Thomas Hobbes, y a través de Shaftesbury y Hume, a Helvétius y Jeremy Bentham. Hobbes, como era de esperar, sostenía que la ética humana, como todo el resto de su psicología, se fundaba en intereses egoístas. La vida, sus dilemas y las emociones que los acompañan pueden dividirse entre lo placentero y lo doloroso. Hobbes pensaba que la forma adecuada de conducirse en la vida era intentar maximizar el propio placer al tiempo que se procura producir el mínimo dolor en los otros. Shaftesbury (y también Bayle) aceptaba la idea, implícita en esta concepción, de que la religión y la moral no necesariamente tenían que estar relacionadas.[2415] Muchos encontraban perturbadora la separación, pero la marea estaba cambiando. Hume, Helvétius y Holbach compartían todos lo que con el tiempo se denominaría una visión utilitaria de la ética según la cual el hombre es una criatura esencialmente hedonista que busca el placer, pero también es un animal social. Por tanto, la prueba a la que debía someterse toda doctrina o política, según la famosa frase de Helvétius, era si proporcionaba «el mayor bien para el mayor número».[2416] El bienestar social así como la felicidad individual debían tenerse en cuenta. Bentham (1748-1832) fue uno de los principales promotores de este enfoque a través de lo que se denominó «felicific calculus», el núcleo de la ética utilitaria, que daba por sentado que el hombre era un animal fríamente racional y que, por tanto, el mayor bien para el mayor número es una meta alcanzable para los políticos.

Los argumentos en contra de la existencia de Dios, por tanto, no sólo provocaron un declive de la fe en un sentido estrictamente religioso, sino que además estimularon una nueva actitud hacia la historia (que se remontaba mucho más lejos en el tiempo de lo que cualquiera había pensado), proporcionaron los cimientos de buena parte de la ciencia (evolución, deriva continental, sociología), la economía (en el próximo capítulo estudiaremos las teorías económicas de Adam Smith) y la política modernas. «El mayor bien para el mayor número» es otra de esas frases o clichés que hoy damos por sentado. Sin embargo, una idea así era impensable antes de que el escepticismo y la duda consiguieran divorciar a la moral de la religión.

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