Ideas

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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 26. Del alma a la mente: La búsqueda de las leyes de la naturaleza humana

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En Gran Bretaña, y en Escocia en particular, las relaciones entre el alma y la psicología recibieron un tratamiento especial en lo que se conoce como filosofía moral. Éste era un término antiguo, cuyo uso se remontaba a finales de la Edad Media, y reflejaba el punto de vista de quienes consideraban que el alma, la naturaleza humana y la organización social estaban vinculadas, y que el estudio de la naturaleza humana revelaría los propósitos divinos de la moral (La filosofía moral también se enseñaba en los primeros colegios universitarios americanos.[2475]) Ahora bien, aunque había quienes sostenían que el sentido moral era una facultad del alma y que éste era el modo en que Dios mostraba al hombre cómo debía actuar, la perspectiva que aquí nos interesa es la de David Hume (el mismo David Hume a quien hemos encontrado en el capítulo anterior atacando las defensas racionales de la religión), que cimentó la moral en el estudio de la naturaleza humana. Nacido en la zona de Lawnmarket de Edimburgo en 1711 e hijo de un terrateniente de Berwickshire, Hume desarrolló una gran pasión por la literatura y la filosofía desde que era estudiante. Sin embargo, pese a haber escrito su obra más importante antes de cumplir los treinta años, nunca llegó a ser profesor, quizá porque su escepticismo desconcertaba y asustaba a Edimburgo. En su lecho de muerte, su amiga Katharine Mure le imploró que quemara sus libros antes de que fuera demasiado tarde.[2476]

En enero de 1739, a la edad de veintiocho años, Hume publicó los dos primeros volúmenes de su Tratado de la naturaleza humana, obra que presentaba las bases para el establecimiento de una ciencia del hombre que permitiera crear un código moral racional (su subtítulo era: Ensayo para introducir el método experimental de razonamiento en los asuntos morales). «No hay asunto de importancia, cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre; y no hay ninguno, que pueda decidirse con alguna certeza antes de habernos familiarizado con tal ciencia. Por lo tanto, al pretender explicar los principios de la naturaleza humana, estamos de hecho proponiendo un completo sistema de las ciencias, construido sobre bases casi por completo nuevas y las únicas sobre las que pueden cimentarse con alguna seguridad».[2477] Aunque Hume había dejado fuera algunos de los argumentos más fuertes, por considerar que probablemente resultarían ofensivos para los cristianos, un observador señaló que evidenciaba un nivel de escepticismo «no visto desde la antigüedad».[2478] Al igual que Locke, Hume se basó en Newton, pero fue inteligente al señalar que aunque el físico había descrito la gravedad, no la había realmente explicado. Por ejemplo, Newton sostenía que el conocimiento se fundaba en la causalidad: sabemos que algo es porque lo experimentamos siendo. Pero Hume insistía en que esto era ilusión: en su opinión, la causalidad era algo que nunca se podría demostrar. Según su célebre argumento, el que una bola de billar «golpee» a otra y ésta se mueva sobre la mesa no demuestra la causalidad, sino la contigüidad.[2479] La experiencia ordena la vida, «el conocimiento se convierte en creencia, “algo sentido por la mente”, no es el resultado de un proceso racional». Desde este punto de vista, toda religión, con sus causas últimas y sus milagros, es un completo sinsentido.[2480] Hume pensaba que la razón era completamente esclava de las pasiones, hasta el extremo de que toda la ciencia estaba bajo sospecha. Según él, no había leyes de la naturaleza ni yo ni propósito de la existencia, sólo caos. De igual forma no creía que fuera posible explicar «los principios últimos del alma», si bien pensaba que había cuatro «ciencias» relevantes para la naturaleza humana. Éstas eran la lógica, la moral, la crítica y la política. «El único fin de la lógica es explicar los principios y las operaciones de nuestra facultad de razonamiento, y la naturaleza de nuestras ideas; la moral y la crítica tienen por objeto nuestros gustos y sentimientos; y la política se ocupa de los hombres unidos en sociedad y dependientes unos de otros».[2481] Aunque su libro tenía tres partes —sobre el entendimiento, las pasiones y la moral, respectivamente—, sostenía que la naturaleza humana estaba compuesta en su base por dos partes principales, los sentimientos y el entendimiento. Hume insistía en que eran las pasiones antes que el entendimiento lo que dirigía nuestras acciones, y pensaba que las pasiones podían siempre dividirse en placer o dolor y que estas sensaciones afectaban a lo que pensábamos sobre el bien y el mal.[2482] Hume también reemplazó al alma por la mente, la cual, creía, podría llegado el momento «conocerse perfectamente».[2483] Ahora bien, aunque concedió a las pasiones un lugar central, Hume era un hombre de hábitos moderados, que encontraba «simpáticos» a muchos de sus contemporáneos. Hacia el final de su vida, acostumbraba cocinar para sus amigos, entre los que se encontraban varios eclesiásticos.[2484]

Adam Ferguson, el hijo de un clérigo, nació en Tayside, la principal ruta oriental hacia las Tierras Altas, en junio de 1723. Creció con un carácter «cascarrabias» y, según Joseph Black, su médico, tendía a usar «una inusual cantidad de prendas». Después de diversas aventuras y nombramientos, entre ellos como capellán del regimiento Black Watch, y de servir en Irlanda y América, finalmente se lo nombró para ocupar la cátedra de filosofía natural en Edimburgo. Su obra más conocida e influyente fue Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil, libro que fue acogido con bastantes críticas en Edimburgo (entre otros de David Hume) pero que encontró muchos lectores entusiastas en Londres, ciudad en la que, en vida de Ferguson, se vendieron siete ediciones del ensayo. La obra también causó una profunda impresión en el continente, donde aportó a la filosofía alemana la expresión «sociedad civil», bürgerliche Gesellschaft.[2485] James Buchan anota que «el Ensayo constituye el puente esencial entre Maquiavelo y Marx: entre el sueño aristocrático de la participación civil y la pesadilla izquierdista de una personalidad atomizada y “alienada”».[2486]

El argumento de Ferguson es que el progreso no es ni lineal ni inevitable. Nunca hubo una edad dorada de la cual la humanidad hubiera caído; en lugar de ello, los seres humanos se definen por cuatro cualidades: el ingenio, la cautela, la obstinación y la tenacidad.[2487] Los hombres son seres sociales y sólo puede entendérselos «en grupos, que es como siempre han subsistido». El mundo racional no es como los philosophes franceses nos han hecho creer, y la historia se desarrolla en medio de la niebla. «Incluso en lo que se denominan épocas iluminadas, la multitud da cada paso y realiza cada movimiento con igual ceguera respecto al futuro; y las naciones tropiezan con sistemas que son de hecho el resultado de la acción humana, pero no el cumplimiento de ningún diseño humano… Ninguna constitución se forma por consentimiento, ningún gobierno sale de un plan…».[2488] Aunque una parte de él celebraba el desarrollo de una sociedad industrial (tenía la noción de que había «etapas» de la historia), Ferguson fue también uno de los primeros en señalar que la fábrica «reduce al ser humano a una simple mano o pie móvil, los hombres se vuelven estrechos de miras y especializados, pierden su noción del bien común… conformamos una nación de siervos y no tenemos ciudadanos libres». «Salario y libertad», sostuvo, «no son sinónimos».[2489] Según Ferguson, es posible que nuestro amor por el progreso sea excesivo.

Hasta el siglo XVII, «la economía» no existía como disciplina independiente. En el currículo universitario, centrado en Aristóteles, el manejo de los negocios se consideraba una rama de la ética. Fue sólo en el siglo XVIII cuando las cuestiones económicas se separaron de las cuestiones morales. Hasta entonces el «precio justo» de los artículos lo decidían las corporaciones o gremios y los representantes reales, no el mercado (o al menos no de manera directa). El surgimiento de estados modernos en el siglo XVII —Francia, Austria, Prusia, Suecia— fue un paso significativo, ya que éstos buscaron entender los vínculos entre los niveles de población, la productividad manufacturera y agrícola y los efectos variables de la balanza comercial internacional. Una consecuencia de ello fue que en varios de estos países (pero aún no en Holanda o Gran Bretaña) el siglo XVIII fue testigo de la creación de cátedras universitarias de economía y administración del estado, esto es, de economía política.[2490]

Una figura clave en este contexto fue Jean-Baptiste Colbert, el ministro de Finanzas de Luis XIV entre 1663 y 1683, quien creía que para prosperar el estado necesitaba un conocimiento preciso de la situación social y económica. El estudio de estas cuestiones fue una de las tareas que se encargaron a la Académie des Sciences cuando se la creó en 1666.[2491] Fue así como los detalles a propósito de los créditos, las leyes de contratación, la libertad de comercio y la circulación de dinero se convirtieron en asuntos de interés por derecho propio. Por primera vez se comprendía que era posible medir la cantidad de dinero en circulación y relacionarla con el rendimiento económico.

La primera figura británica importante para el desarrollo de la teoría económica fue William Petty (1623-1687), un miembro de la Royal Society con el que ya nos habíamos encontrado en el capítulo 23 y quien acuñó la expresión «aritmética política», el título de uno de sus libros. Petty intentó cuantificar de manera exhaustiva los activos británicos, las finanzas públicas y la población (algo todavía más difícil de lo que parece, pues el Parlamento no ordenó la realización de un censo hasta 1801 y éste no fue completo hasta 1851). Fue Petty quien, siguiendo a Hobbes, imaginó la actividad económica como un sistema de individuos particulares que actuaban racionalmente de acuerdo con su propio interés. Al mismo tiempo, vació al mercado (el sistema de intercambio) de toda connotación moral. Una segunda figura fue John Graunt (1620-1674), pionero en la recopilación de estadísticas sociales (lo que denominaba «aritmética de los negocios»). Originalmente, esto se hizo con la intención de contrarrestar los temores de la gente respecto a la criminalidad, pero Graunt amplió su enfoque y estableció los niveles de población de diferentes áreas. Fue así como empezaron a aparecer las estadísticas sobre las variaciones en mortalidad, algo que interesaba muchísimo al naciente negocio de los seguros de vida.[2492]

En la Europa continental, donde algunos de los estados eran bastante pequeños, la separación entre los distintos asuntos económicos, sociales, médicos y legales de los que se ocupaba el gobierno era en ocasiones mínima, y el estudio de la administración de las cuestiones financieras recibió el nombre de «cameralística», término que derivaba de la camera del gobernante. En 1727 se crearon las dos primeras cátedras de ciencias «camerales» en las universidades prusianas de Halle y Francfurt del Oder. De hecho, la primera cátedra en Halle fue de Oeconomie, Polizei und Kammer-Sachen (economía, policía y cameralística). Sin embargo, en Gran Bretaña, se argumentó que la naturaleza humana más que el estado era quien debía gobernar la economía. Para esta época la idea de que la sociedad había entrado en una nueva era ya gozaba de aceptación general: la sociedad, se pensaba, se había vuelto «comercial». La gente creía que la sociedad comercial era la última etapa del progreso del hombre (o por lo menos la más reciente). Este enfoque o actitud sería sintetizado por otro gran hombre de Edimburgo, Adam Smith. «Todo hombre vive por tanto del intercambio, o se convierte en alguna medida en un mercader, y la sociedad misma crece para convertirse en lo que es, propiamente, una sociedad comercial».[2493] En otras palabras, el lugar de una persona en la sociedad se define por lo que él o ella puede comprar y vender.

Nacido en Kirkcaldy en 1723, Smith fue un niño enfermizo y en una ocasión, se cuenta, fue secuestrado por gitanos.[2494] No obstante, creció para convertirse en algo muy cercano a un hombre renacentista, familiarizado con el latín, el griego, el francés y el italiano. Tradujo obras del francés como una forma de mejorar su inglés. Escribió sobre astronomía, filología, «poesía y elocuencia», y fue profesor de lógica y retórica en Glasgow antes de ser nombrado para ocupar la prestigiosa cátedra de filosofía moral en 1752. Aunque vivía y trabajaba en Glasgow, participó activamente en la vida de Edimburgo: la diligencia que unía a Glasgow con Edimburgo llegaba cada día a tiempo para la comida de media tarde.[2495] En 1759 publicó su La teoría de los sentimientos morales, una obra que en opinión de Alexander Wedderburn, el fundador de la Edinburgh Review, revelaba «los principios más profundos de la filosofía». No obstante, la obra a la que Smith debe su actual fama y prestigio en el mundo entero es La riqueza de las naciones, publicada en 1776.

Cuando murió, «después de una vida de aventura intelectual y prudencia social», un periódico local se quejaba en su obituario (4 de agosto de 1790) de que hubiera «convertido su cátedra de filosofía moral en la Universidad de Glasgow en una de finanzas y comercio».[2496] Hay algo más que una pizca de verdad en esto, porque más allá de la forma en que Smith ha sido interpretado, o malinterpretado, en todos estos años, es importante reiterar que él fue ante todo un académico y un filósofo moral que tenía una concepción ética de su propia obra. El término «capitalismo» sólo se inventaría a comienzos del siglo XX (lo acuñaría Werner Sombart, el economista y sociólogo alemán: Kapitalismus), y Smith no se habría reconocido ni en la palabra ni en sus connotaciones. Su comprensión de las finanzas y la banca nunca fue especialmente sólida y hacia el final de su vida expresó el profundo recelo que sentía «acerca de la condición moral de la sociedad comercial».[2497] Esto inevitablemente resulta irónico, pues Smith fue el creador de un enfoque y un lenguaje que, en última instancia, divorció la economía de lo que la mayoría de las personas entiende por moral. Sin embargo, él mismo sentía que permitir la absoluta libertad en el ámbito de las actividades económicas era en sí una forma de moralidad. Entre otras cosas, su libro era un enfurecido ataque moral contra las prácticas monopolísticas en el comercio de granos.[2498] Su interés era defender los intereses del consumidor frente a los de los monopolistas, ya que identificaba en la demanda el motor de la creación de riqueza.[2499] No debemos olvidar que la intervención estatal en el siglo XVIII fue muy importante para el desarrollo económico y que Smith nunca estuvo en desacuerdo con ello.[2500]

La formación de una sociedad comercial es, como subrayan tanto Roger Smith como Paul Langford, una nueva etapa en la evolución de la concepción moderna de la naturaleza humana. «El término “hombre económico” es una palabra en clave que designa la opinión según la cual lo que denominamos sociedad es sólo una asociación de individuos que actúan racionalmente a la luz de sus propios intereses para maximizar los beneficios materiales y su bienestar».[2501] Al igual que todo lo demás, es claro que esto tiene implicaciones para la psicología humana, y es muy importante tener en cuenta el nuevo mundo de consumidores en el que Smith presentó su libro. «En un texto de 1749, el arquitecto John Wood nos ofrece una lista de las novedades introducidas desde el ascenso de Jorge II. Los entarimados baratos y sucios dieron paso a otros de mejor calidad cubiertos con alfombras. El primitivo enyesado empezó a ocultarse bajo paneles de madera. Los hogares y las repisas de las chimeneas, que habitualmente se limpiaban con una cal que dejaba restos de yeso en el suelo, se reemplazaron con mármol. Se abandonaron las puertas endebles con herrajes y se las sustituyeron con puertas de maderas nobles adornadas con cerraduras metálicas. Los espejos proliferaron y se hicieron más elegantes. El nogal y la caoba, y los diseños elegantes, suplantaron al antiguo mobiliario de roble. El cuero, el damasco y los bordados proporcionaron a los asientos una comodidad imposible de lograr con mimbre y juncos… Las alfombras, las colgaduras, los accesorios, los utensilios de la cocina y del salón que podían encontrarse en los hogares de muchos tenderos y comerciantes en las décadas de 1760 y 1770 habrían sorprendido a sus padres y dejado pasmados a sus abuelos».[2502]

Las teorías de Smith tuvieron un gran impacto debido a que en esta época, en Francia, el único país en el que había algo que pueda considerarse un pensamiento rival, las teorías de los denominados fisiócratas eran muy diferentes y, como pronto quedó demostrado, no eran desde ningún punto de vista tan provechosas o certeras. Los fisiócratas eran importantes porque también promovían la idea de que, en el siglo XVIII, se había producido un cambio hacia una sociedad comercial y que el comercio y el intercambio eran fundamentales para entender las leyes de la naturaleza humana. Sin embargo, a diferencia de Inglaterra, Francia era un país abrumadoramente rural y agrícola y esto determinó las teorías de los fisiócratas, cuyos máximos representantes fueron François Quesnay (1694-1774) y el marqués de Mirabeau (1719-1789). Su opinión, expuesta en varios libros, era que toda la riqueza derivaba de la tierra, esto es, de la productividad agrícola. Lo que impulsaba a la civilización era, básicamente, el excedente de productos agrícolas sobre el consumo alimenticio necesario para producirlo.[2503] El aumento de este excedente y el consumo estimulado por él se traducían en el crecimiento de la población, población que trabajaba aún más tierra en un perpetuo círculo virtuoso. El enfoque de Quesnay lo llevó a una concepción particular de la sociedad. Había una «clase productiva», encargada de la agricultura, había una clase de propietarios, terratenientes entre los que se incluía al rey y a la Iglesia, que recibía los frutos de la agricultura en forma de diezmos, impuestos y rentas, y había, por último, lo que este autor llamaba (significativamente) una «clase estéril», que incluía a los manufactureros, un grupo dependiente de la agricultura y, según él, incapaz de producir ninguna clase de excedente.[2504]

Adam Smith, en efecto, adoptó una postura opuesta según la cual el hombre había avanzado más allá de la sociedad agrícola y entrado en una nueva etapa de la civilización, la sociedad comercial. El fundamento del valor económico, el origen de la riqueza, sostenía, residía en el trabajo realizado. Esto suponía un cambio en el sentido de que Smith no identificaba un único sector ocupacional como la base fundamental de la riqueza, y en lugar de ello decía que lo relevante era el intercambio y la productividad, el valor añadido en cualquier transacción. Más tarde esta aproximación sería considerada propia de la llamada «economía clásica», por lo tanto es importante reiterar aquí que Smith no concebía la economía como una disciplina aislada del estudio de las relaciones morales, de la historia de la civilización o de los problemas políticos que planteaba el gobierno de Gran Bretaña. «Definía la economía política “como una rama de la ciencia de un estadista”».[2505] La perspectiva de Smith coincidía, básicamente, con la visión moderna que tenemos en la actualidad: un hombre debía ser juzgado por sus cualidades morales y racionales, y por la forma en la que ellas contribuyen al bienestar de los demás seres humanos. Esto le llevó a cambiar ciertas actitudes, por ejemplo, hacia los empresarios: éstos, decía, no eran hombres de dudosa moralidad, sino figuras importantes que acumulaban capital y, en ese sentido, facilitaban el trabajo productivo realizado por otros. Aunque terminaría siendo considerado el padre de la economía de libre mercado, el hecho es que, en realidad, Smith creía que la legislación era esencial en ciertas áreas de la vida con el fin de mantener la equidad y la transparencia, y él mismo dio clases de jurisprudencia.[2506] J. A. Schumpeter, el gran economista austro-americano del siglo XX, afirmó que la obra seminal de Smith, La riqueza de las naciones (1776), era el libro de economía más influyente de la historia y, además, que era, después de El origen de las especies de Darwin, el mejor de todos los libros científicos. En el siglo XIX, H. T. Buckle pensaba que La riqueza de las naciones era «acaso el libro más importante que se haya escrito».[2507] El acercamiento de Smith, su racionalismo, permitía la aplicación de las matemáticas al comercio y el intercambio. Tal enfoque no siempre tuvo éxito, pero demostró que la actividad económica obedecía ciertas leyes o tenía cierto orden y esto es algo que debemos agradecerle. Con frecuencia se le identifica con la idea de la economía del laissez-faire, pero éste es un término francés y refleja una concepción dieciochesca francesa que no se haría popular en Gran Bretaña hasta el siglo XIX. De hecho, Smith estaba tan interesado por la justicia en la sociedad civil como por la creación de riqueza. Justificaba su postura comparando la situación de Gran Bretaña con la de otros lugares. Ligar el valor al trabajo ciertamente no resolvía las desigualdades más flagrantes pero, sostenía, la pobreza absoluta se había reducido (como él había predicho) mucho más en Gran Bretaña que en los demás países de Europa o, por ejemplo, en la India. La gente, sentía, siempre buscaría por naturaleza el propio beneficio y, siempre que otras cosas lo permitieran, esto llevaría a un economía de salarios elevados que promovería el consumo, la productividad y un ciclo ascendente general y continuo. Destaca igualmente el que Smith creyera que Dios había diseñado la naturaleza humana de modo que la persona media, además de cuidar de sí misma, también sintiera simpatía por otros. En su opinión, el humanismo cívico podía ir de la mano con una sociedad comercial.

La disciplina de la economía política quedó sólidamente fundada con Adam Smith. Uno de sus más influyentes seguidores fue el reverendo Thomas Robert Malthus (1766-1834), quien se ganaría el mote de «Población Malthus» por su teoría de la población y sus efectos sobre la economía. El estallido de la Revolución Francesa y su amargo regusto habían concentrado las mentes de la época en la inestabilidad política que en todas partes parecía latir bajo la superficie, y Malthus pensó que él había encontrado, si no la respuesta, al menos sí una respuesta. Como muchos hombres de su tiempo, pensaba que existían unas leyes de la naturaleza humana que era posible descubrir, pero en su caso creía que el progreso tenía límites y sostuvo que había identificado uno de los más difíciles de abordar. Publicó su Ensayo sobre el principio de la población y sus efectos en el futuro mejoramiento de la sociedad por primera vez en 1798, pero hubo una segunda versión, prácticamente una nueva versión, en 1803, en la que amplió su argumentación. En estas obras Malthus propuso una visión muy pesimista del futuro de la humanidad. Su idea era que había leyes de la naturaleza humana y que una ley básica era que la tasa de la población crecía geométricamente mientras que la producción de alimento crecía sólo aritméticamente. De esto se derivaba la conclusión que las situaciones de escasez eran una característica permanente de la condición humana.[2508] Sin embargo, no debemos pasar por alto el hecho de que Malthus era un reverendo y que interpretaba su descubrimiento desde una perspectiva moral, en este sentido, su conclusión no era que el hambre era inevitable, sino que la gente debía ser prudente, contenerse y evitar contribuir al crecimiento de una población que superaba su capacidad para alimentarse a sí misma. La ley que había descubierto, afirmaba, era la forma en que Dios mostraba al hombre que tenía que controlarse en el frente reproductivo y trabajar con tesón en la creación de riqueza para garantizar que siempre hubiera comida para subsistir.[2509]

Malthus era, al igual que Bentham, a quien antes hemos tenido ocasión de mencionar, un utilitarista. En este sentido quizá sea pertinente terminar esta sección examinando las ideas de un colega de Malthus, cuando se desempeñó como coadjutor en el nuevo Colegio de las Indias Orientales, una organización educativa destinada a la formación de los futuros empleados de la Compañía de las Indias Orientales (la Compañía de las Indias Orientales fue el principal órgano del poder británico en la India durante el apogeo del imperio). En esta institución Malthus conoció a James Mill, el padre de John Stuart Mill (1806-1873), uno de los utilitaristas más intransigentes y también uno de los de mentalidad más científica. En su Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), James Mill afirmó que su meta era hacer una descripción de «la mente humana tan sencilla como el camino desde Charing Cross hasta San Pablo en Londres». (En otras palabras, para aquellos que conocían Londres, un recorrido no muy largo y, básicamente, en línea recta). Mill nos cuenta que usando la palabra «análisis» en el título de su libro quiere señalar que sus métodos tienen, por lo menos, el objetivo de ser similares a los de la química. Como señaló uno de los que reseñó el volumen, «la sensación, la asociación y la denominación son los tres elementos que constituyen la mente humana de la misma forma en que el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el ázoe [nitrógeno] son los componentes del cuerpo humano».[2510] La asociación fue un concepto importante en los orígenes de la psicología y hacía referencia a la forma en que las sensaciones (el dolor y el placer), las ideas y las acciones se unían para formar patrones regulares. Ésta es una más de esas ideas que hoy quizá nos parecen evidentes por sí mismas pero que en su momento fueron novedosas, ya que, en este caso, vinculaban lo que ocurría dentro de la cabeza con el comportamiento y la experiencia, y favoreció el surgimiento de buena parte de la psicología moderna, como la teoría del aprendizaje, de la percepción y de la motivación.[2511]

Al igual que la psicología, la disciplina que hoy llamamos sociología nació de forma lenta y vacilante a lo largo del siglo XVIII y no se concretó en realidad hasta el siglo XIX. Durante la Ilustración había opiniones opuestas sobre la relación del hombre con sus semejantes. Algunos compartían la idea de Hobbes según la cual el hombre no era un ser por naturaleza social, mientras que otros consideraban que su sociabilidad era perfectamente normal. No se necesitaba ser un genio para advertir que por todos lados el hombre vivía de forma civilizada, en ciudades con una política, por lo que a muchos les parecía que las leyes de la «sociedad» (en este contexto, un término de finales del siglo XVIII) debían poderse identificar.[2512]

Un tema de especial interés era la diferencia (o las diferencias) entre el salvaje y el civilizado, una distinción que recuerda la antigua división entre bárbaros, por un lado, y griegos y romanos, por otro. El sistema de clasificación de Carlos Linneo (1707-1778), por ejemplo, nos ofrece una lista de diversas categorías de Homo, entre ellas las de Homo ferus (hombre salvaje), Homo sylvestris (hombre de los árboles, lo que incluía al chimpancé) y Homo caudatus (hombre con cola, en parte mítico, en parte diseñado para dar cuenta de defectos de nacimientos que aún no se comprendían del todo). Los primeros primates que llegaron a Europa, orangutanes y chimpancés, lo hicieron en esta época, lo que propició la aparición de estudios de anatomía comparada. Figuras como Linneo y Edward Tyson pudieron advertir que la forma de éstos tenía estrechas similitudes con la del hombre, pero carecían de un marco conceptual apropiado para sacar provecho de este hallazgo. Erasmus Darwin (1731-1802), el abuelo de Charles Darwin, escribió Zoonomia: o las leyes de la vida orgánica, en la década de 1790, en la que mostraba que los animales cambiaban con el tiempo en una progresión. Ésta era de hecho una primitiva teoría de la evolución, pero no evidenciaba ninguna comprensión de la idea de selección natural. Cuando la gente viajaba en el siglo XVIII y se encontraba con pueblos «salvajes» o «primitivos», no sabía si estos pueblos estaban en una etapa de desarrollo anterior o bien en una posterior, esto es, si representaban un estado de decadencia de una civilización más elevada. Lo que distinguía al hombre de los animales era que los seres humanos poseían alma y lenguaje. Fue también por esta época cuando se empezaron a reunir colecciones de cráneos humanos como prueba de la existencia de diferentes tipos «raciales».

Roger Smith también dice que la idea de Europa, como una entidad en sí misma y como algo diferente de la cristiandad, una civilización por derecho propio, Occidente (en oposición a Oriente), también surgió en el siglo XVIII. Volveremos sobre ello con más detalle en el capítulo 29 (sobre el renacimiento oriental), pero lo que nos interesa aquí es que esta idea según la cual Europa era artificial, en comparación con pueblos más «primitivos» o «naturales», recibió un buen impulso gracias a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) y su idea del «noble salvaje». Desde un punto de vista psicológico, Rousseau estaba lejos de ser una persona corriente (su madre murió durante el parto, su padre desapareció cuando tenía diez años), y muchos historiadores modernos han llegado a sostener que era un perturbado.[2513] El público tuvo noticias de él por primera vez en 1755 cuando envió a la Academia de Dijon un ensayo en el que abordaba la siguiente pregunta: «¿Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres y si la justifica la ley natural?». Su respuesta empezaba con un intento de describir y entender el estado original, natural, del hombre, si bien reconocía que ésta era una tarea difícil, acaso imposible, dadas las capas de artificio acumuladas para su época. No obstante, Rousseau concluía que la vida moral era una consecuencia de la civilización, no el estado natural del hombre, y que al adquirir la moral y la civilización los hombres y mujeres habían perdido su primitiva inocencia. Habían ganado algo, pero también algo habían perdido. Ahora bien, Rousseau proponía esta concepción porque creía que el hombre poseía un espíritu, una conciencia de la libertad, y que el alma se revelaba a través de las pasiones. «La naturaleza ordena qué hacer a todos los animales, y las bestias obedecen. El hombre siente el mismo ímpetu, pero descubre que es libre de consentirlo o de reprimirlo; es su conciencia de esta libertad más que cualquier otra cosa lo que demuestra la espiritualidad de su alma».[2514] El hombre natural de Rousseau es «individual e inocente, uno con sus sentimientos, sentimientos que están firmemente grabados en su ser pero que incluyen el deseo de mejorarse a sí mismo y el interés por los demás».[2515] (Esta reflexión es uno de los orígenes del movimiento romántico, que estudiaremos en el capítulo 30). Eran estos sentimientos los que separaban al hombre de los animales. «Algunas sociedades salvajes reales, como los caribes, mantienen un feliz equilibrio entre “la indolencia del estado primitivo y la actividad petulante de nuestra vanidad”. Otras sociedades desarrollaron el hierro y el grano “que han civilizado al hombre y arruinado a la raza humana”. La manufactura y la agricultura habían creado un división del trabajo y, a partir de ésta, habían surgido la propiedad y la desigualdad… los hombres se convirtieron en lo que no eran: tramposos, explotadores, legisladores de la desigualdad, defensores de la opresión, tiranos».[2516] Su Contrato social, que introdujo la idea de «voluntad general», se volvería para algunos en uno de los textos sagrados de la Revolución Francesa.

C.-L. de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), fue el autor de De l’esprit des lois (El espíritu de las leyes), publicado en 1748, que ofrecía una visión contraria a la de Rousseau. Para Montesquieu (que era un científico experimental aficionado) resultaba evidente que el mundo social, no menos que el mundo físico, tenía regularidades y ritmos, lo que le llevaba a concluir que el mundo no estaba gobernado por el ciego azar y que era posible descubrir las leyes de la conducta social humana. «Las leyes, consideradas en su sentido más amplio, son las relaciones necesarias derivadas de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen sus leyes…».[2517] A pesar de contener un buen número de afirmaciones francamente cuestionables, como su idea de que el clima cálido «expande las fibras nerviosas», lo que hace a la gente indolente, su exposición central contiene un valioso examen de los distintos tipos de gobierno (la monarquía, la república, el despotismo) y de sus efectos sobre la libertad, la educación y otros aspectos de la vida social. Su argumento más importante fue su conclusión de que no es tanto el sistema de gobierno el que determina cómo se gobierna, como la forma en que los individuos administran el gobierno. En el contexto de la época, esta idea fue interpretada como una crítica de la autoridad divina del monarca, y El espíritu de las leyes terminó en el Índice.

La última forma en la que el siglo XVIII se acercó a las leyes de la naturaleza humana fue a través del surgimiento de la historia académica. La historia en cuanto tal no era nueva, por supuesto. Lo que constituyó una novedad fue, en primer lugar, las técnicas de estudio, que prepararon el terreno para lo que se convertiría en un campo de estudios por derecho propio, y en segundo lugar, una ampliación de la imaginación histórica que se reflejó en la idea de la historia de la civilización, algo que contribuyó al nacimiento de la idea moderna de progreso.

Tanto El siglo de Luis XIV (1751) de Voltaire como la Historia de Inglaterra (1754-1762) de David Hume cuestionaron el papel atribuido al cristianismo dogmático como motor del cambio histórico; y la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1788) de Edward Gibbon «terminaba con un tono de pérdida irreparable más que de entusiasmo al contemplar el nacimiento de la Europa cristiana».[2518] En la década de 1750 surgió una concepción no dogmática de la historia. Por ejemplo, en la denominada «teoría de las cuatro edades» se atribuía el cambio social a transformaciones en el modo de subsistencia, desde la caza, pasando por el pastoreo y, luego, la agricultura, hasta el comercio. Aunque fueron muchos los que vieron defectos en esta teoría, lo significativo fue que la idea de etapas históricas independientes del desarrollo del cristianismo resultó ser muy atractiva, ya que permitía explicar mejor la gran diversidad que la era de los descubrimientos había revelado. De de esta forma se popularizó la idea de progreso. Si el progreso era posible, éste tenía que poderse definir y medir, y ello sólo podía hacerse estudiando de manera adecuada el pasado.[2519]

Ya a comienzos del siglo XIV el filósofo musulmán Abenjaldún (1332-1406) había propuesto que la historia era una ciencia y que debería tratar de comprender el origen y desarrollo de la civilización, algo que comparaba a la vida de un organismo individual.[2520] En Francis Bacon también encontramos una idea de avance. «Estos son tiempos antiguos», escribió, «cuando el mundo se hace viejo; nuestra época es realmente mucho más antigua que el tiempo que contamos hacia atrás desde el comienzo de nuestra era». Para él, del mismo modo que a una persona madura se la considera más sabia que a un niño, era de esperarse que la gente de épocas recientes pudiera exhibir un mayor caudal de conocimientos.[2521] Descartes también habló específicamente del «mejoramiento» de la salud humana al que darían lugar los descubrimientos de la ciencia. Con todo, fue en la Inglaterra de finales del siglo XVII donde aparecieron una serie de trabajos en los que se discutía explícitamente si el pensamiento antiguo era mejor que el contemporáneo. En su Essay upon Ancient and Modern Learning (Ensayo sobre los saberes antiguos y modernos, 1690), sir William Temple llegó al punto de negar la importancia de la teoría copernicana y de los descubrimiento sobre la circulación de la sangre, para sostener que Pitágoras y Platón superaban a Galileo y Newton. Incluso Jonathan Swift, un protegido de Temple, defendió la superioridad de los antiguos en su sátira La batalla de los libros (1697). Los errores de Temple fueron denunciados en parte por William Wotton en sus Reflections upon Ancient and Modern Learning (Reflexiones sobre los saberes antiguos y modernos, 1694), pero la existencia misma de este enfrenamiento revela en qué medida las ideas acerca del progreso estaban en el aire.

El escritor francés Bernard de Fontenelle (1657-1757) fue aún más lejos que cualquiera de los autores ingleses. En Una digresión sobre los antiguos y modernos, llegó a cinco conclusiones sorprendentemente modernas: (I) que desde un punto de vista biológico, no había diferencia entre los antiguos y modernos; (II) que en ciencia y en industria un logro depende de otro y que, por tanto, «el progreso es acumulativo», lo que implicaba que, de hecho, los modernos habían superado a los antiguos; (III) que esto no hacía a los modernos más inteligentes que los antiguos, pues ellos simplemente se habían aprovechado de lo conseguido antes (contaban con una mayor acumulación de conocimientos); (IV) que en poesía y retórica y en las artes no había verdadera diferencia entre los dos períodos; (V) que debíamos recordar que la «admiración desproporcionada» por los antiguos es un obstáculo para el progreso.[2522] Las ideas de De Fontenelle recibieron el apoyo de Charles Perrault (1628-1703). A pesar de la acumulación de conocimientos que había tenido lugar desde la antigüedad clásica, Perrault pensaba que los recientes descubrimientos científicos habían llevado al mundo moderno a la perfección y que épocas posteriores no tendrían mucho que añadir. «Sólo hay que leer las revistas francesas e inglesas y echar un vistazo a los nobles logros de las Academias de estos dos grandes reinos para convencerse de que en los últimos veinte o treinta años se han realizado más descubrimientos en las ciencias de la naturaleza que durante toda la sabia antigüedad».[2523] Anne-Robert-Jacques Turgot (1727-1781) tenía sólo veinticuatro años cuando, en diciembre de 1750, impartió una conferencia en la Sorbona posteriormente publicada con el título Sobre los avances sucesivos de la mente humana. A pesar de su juventud, su teoría resultó muy influyente: sostenía que la civilización era el producto de elementos geográficos, biológicos y psicológicos y que, en términos básicos, la biología del hombre no cambiaba. La humanidad poseía un tesoro de conocimientos comunes, preservado en los textos, y cada generación desarrollaba los logros de la precedente. Turgot distinguía tres etapas del progreso intelectual: la teológica, la metafísica y la científica; consideraba que la perfección era posible y confiaba en que el hombre la alcanzaría algún día.

Voltaire escribió tres obras de historia. La primera se ocupaba de un único individuo, Carlos XII (1728), la segunda de todo un siglo, El siglo de Luis XIV (1751), y la tercera —su obra más importante—, fue su Essai sur le moeurs et l’esprit des nations (Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones) de 1756, un trabajo mucho más ambicioso que los libros anteriores cuyo objetivo era explicar las causas de «la extinción, renacimiento y progreso de la mente humana».[2524] El enfoque de Voltaire era novedoso porque centraba su interés no en la historia política sino en los logros culturales. La tarea que se había impuesto era mostrar «las etapas que la humanidad ha atravesado para pasar de la rusticidad bárbara de los antiguos días a la buena educación de los nuestros». Voltaire denominaba a este proceso la «ilustración» de la mente humana, y consideraba que ésta por sí sola convertía «este caos de acontecimientos, enfrentamientos, revoluciones y crímenes en algo digno de la atención de los hombres».[2525] No le preocupaban las posibles causas divinas o «primeras», sino mostrar cómo la humanidad se había desarrollado. En esta misma obra, Voltaire introdujo la expresión «filosofía de la historia», con la que subrayaba que la historia debía considerarse como una ciencia, en la que había que proceder de forma crítica, sopesando el valor de las pruebas y testimonios, y en la que no había lugar para la intuición.

Probablemente la concepción del progreso más completa (y sin duda la más elaborada) se la debemos al marqués de Condorcet (1743-1794) en su obra Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, publicada en 1795. En ella, postulaba que «la naturaleza no ha puesto límite al perfeccionamiento de las facultades humanas, que la perfectibilidad del hombre… no tiene otro límite que la duración del globo en el que la naturaleza nos ha puesto».[2526] Condorcet dividía la historia en diez etapas: cazadores y pescadores; pastores; trabajadores de la tierra; la época del comercio, la ciencia y la filosofía en Grecia; la ciencia y la filosofía desde Alejandro hasta la caída del imperio romano; desde la decadencia hasta las cruzadas; de las cruzadas hasta la invención de la imprenta; desde la imprenta hasta los ataques a la autoridad de Lutero, Descartes y Bacon; de Descartes a la Revolución, «cuando la razón, la tolerancia y la humanidad se convirtieron en las consignas de todos». Para él, la Revolución Francesa era la línea divisoria entre el pasado y el «glorioso futuro» en el cual el mundo natural sería dominado de forma aún mucho más completa, el progreso sería ilimitado, la industria conseguiría que la tierra produjera alimentos suficiente para todos, habría igualdad entre los sexos y «la muerte sería la excepción más que la regla».[2527]

El inglés William Godwin (1756-1836) veía el progreso desde una perspectiva claramente política, esto es, pensaba que la política era el camino mediante el cual podría alcanzarse el ideal de una justicia total para la humanidad, algo sin lo cual, en su opinión, la realización del hombre era imposible; esta realización era el objeto del progreso. La publicación de su libro Investigación acerca de la justicia política (1793), con la Revolución Francesa en su apogeo, tuvo mucho éxito. «Quemad vuestros libros de química», se cuenta que dijo Wordsworth a un estudiante. «Es necesario que leáis a Godwin».[2528] La teoría de Godwin era que la humanidad era perfectible pero que, a pesar de ello, no había realizado grandes progresos en el pasado debido al poder coercitivo de las instituciones humanas, en particular el gobierno y la Iglesia. Esto le llevaba a proponer la abolición del gobierno central y que no se permitiera la existencia de organizaciones políticas coercitivas más allá del nivel parroquial. Propuso además la abolición del matrimonio y la igualdad en la tenencia de la tierra. El progreso, al que consideraba se llegaba cuando el hombre era libre de emplear la razón según sus deseos y únicamente limitado por la censura moral de sus pares, sólo podía alcanzarse a través de la justicia política, algo que, creía, dependía de la literatura y una educación adecuada.[2529]

Al igual que su contemporáneo Gottfried Herder (1744-1803), Immanuel Kant (1724-1804) opinaba que la historia tenía un gran propósito cósmico, hacia el que los hombres se encaminaban sin proponérselo guiados por su observancia de las leyes de la naturaleza. (Kant mismo tenía su propias leyes invariables, y sus vecinos podían ajustar la hora de sus relojes de acuerdo con el paseo diario del filósofo). Para él, una de las tareas de la filosofía era descubrir este plan universal para la humanidad. Kant pensaba que, en principio, las leyes naturales de la historia y el progreso eran tan identificables como lo habían sido las leyes del movimiento planetario reveladas por Newton; y resumió su filosofía de la historia en nueve principios que esbozaban su concepción del progreso de la humanidad. Su principal argumento era que dentro del ser humano siempre había existido un conflicto entre el ser social, preocupado por el bienestar de sus semejantes, y el ser egoísta, que sólo se preocupa por sí mismo, por sus logros y su independencia. Esta lucha constante, pensaba, iba y venía con el tiempo, lo que producía progreso en ambas esferas, la social y la individual. Este conflicto creativo, sostuvo, se desarrollaba mejor donde había un estado fuerte, capaz de regular la vida social, y la libertad individual era mayor, lo que permitía que la individualidad prosperara. Kant, además, tenía muy claro que la suya era una visión moral del progreso: la meta era que el mayor número de personas fueran libres para realizarse como individuos y cuidar de sus semejantes.[2530] Como Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) pensaba que el progreso era básicamente una cuestión de libertad, lo que le llevó a identificar en la historia cuatro fases principales de progreso durante las cuales la libertad aumentó. En primer lugar estaba el sistema oriental, en el que sólo una persona es libre: el déspota. Luego surgieron los sistemas de griegos y romanos, en los que algunas personas eran libres. Por último, estaba el sistema prusiano, en el que todas las personas eran libres. Este breve resumen de algún modo simplifica la concepción de Hegel, pero él mismo tuvo que simplificar mucho los hechos para demostrar que su propio mundo, la Prusia del siglo XIX, era el mejor de todos los mundos posibles.

Para finalizar esta exploración de la idea de progreso, volvamos a Francia, donde encontraremos las teorías del conde Claude-Henri de Saint-Simon (1760-1825) y de Auguste Comte (1798-1857). Ambos autores pueden ser considerados entre los primeros sociólogos, y la noción de progreso era uno de los temas centrales de la naciente ciencia social. Además, los dos estaban más interesados en contribuir al progreso que en limitarse a teorizar sobre él. (En este sentido, la invención de la sociología en sí misma formaba parte del progreso). En un conocido pasaje, Saint-Simon sostuvo: «La imaginación de los poetas ha ubicado la edad de oro en la cuna de la raza humana. Fue la edad de hierro la que debieron haber situado allí. La edad de oro no está a nuestras espaldas, sino frente a nosotros. Es la perfección del orden social. Nuestros padres no la conocieron; nuestros hijos la alcanzarán algún día, y nuestro deber es allanarles el camino».[2531] Saint-Simon aceptaba las tres etapas del progreso propuestas por Turgot, y añadía que los avances de las revoluciones científica e industrial eran los que en realidad habían dado comienzo al progreso en el gran sentido. Desilusionado por la violencia y el irracionalismo de la Revolución Francesa, pensaba que la industrialización era el único camino para el avance del hombre y se convirtió en un elocuente propagandita de la máquina. En particular, Saint-Simon fue muy original al defender la creación de nuevas cámaras en el Parlamento: la Cámara de los Inventos, formada por ingenieros, poetas, pintores y arquitectos; la Cámara del Examen, formada por doctores y matemáticos; y la Cámara de la Ejecución, formada por los capitanes de la industria. Su idea era que la primera se encargara de proponer leyes, la segunda de examinarlas y aprobarlas, y la tercera de decidir cómo ponerlas en práctica.

En su obra Curso de filosofía positiva, Comte afirmó que la historia estaba dividida en tres grandes etapas, la teológica, la metafísica y la científica. Adaptó las ideas de Saint-Simon, y sostuvo que los encargados de guiar el progreso técnico e industrial eran los sociólogos («sociólogos-sacerdotes» como alguien los llamó), que las mujeres debían ser las guardianes de la dirección moral y que los capitanes de la industria, una vez más, debían ser quienes en última instancia administraran la sociedad. En lo que respecta a la política, pensaba que la «imaginación» debía subordinarse a la observación. Comte murió en 1857, dos años antes de que Charles Darwin publicara El origen de las especies y su teoría de la evolución transformara y simplificara la idea de progreso para siempre.

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