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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 27. La idea de fábrica y sus consecuencias

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Capítulo 27

LA IDEA DE FÁBRICA Y SUS CONSECUENCIAS

«Coketown… era una ciudad de ladrillos rojos, o de ladrillos que habrían sido rojos si el humo y la ceniza lo hubieran permitido; pero, tal y como estaban las cosas, era una ciudad de un rojo y negro poco naturales, como el rostro pintado de un salvaje. Era una ciudad de máquinas y de chimeneas altas, de las cuales siempre estaban saliendo interminables serpientes de humo, que nunca acababan de desenroscarse. Tenía un canal negro, y un río maloliente de color púrpura, y vastos bloques de edificios llenos de ventanas en los que a lo largo de todo el día había un traqueteo y un temblor continuos, y en los que el pistón del motor a vapor subía y bajaba de forma monótona, como la cabeza de un elefante en un estado de melancólica locura. Tenía asimismo varias calles amplias, todas muy parecidas entre sí, y muchas calles estrechas, también ellas bastante parecidas entre sí, habitadas por personas igual de parecidas la una a la otra, que salían y entraban a las mismas horas, haciendo el mismo ruido sobre el mismo suelo, para hacer el mismo trabajo y para las que todos los días, ayer o mañana, eran iguales y todos los años lo que había sido el anterior y lo que sería el siguiente».[2532]

¿Quién sino Charles Dickens en una de sus «novelas industriales más sombrías», Tiempos difíciles? Coketown, el señor Gradgrind, el director de escuela, el señor Bounderby, el banquero y fabricante, el señor Sleary, el jinete, la señora Sparsit, empleada del señor Bounderby y, en mejores épocas, relacionada con los Powler y los Scadgers (en Dickens los nombres mismos siempre cuentan la mitad de la historia). Una de las principales preocupaciones del libro, en palabras de Kate Flint, es investigar la mentalidad «de aquellos que insisten en ver a los trabajadores no más que como herramientas útiles, como “manos” más que como seres humanos complejos y plenamente funcionales».[2533] Pero Dickens nunca fue un escritor didáctico, y no necesitaba serlo.

Si, como afirmamos en un capítulo anterior, hubo en verdad un cambio crucial de sensibilidad en algún momento entre el año 1050 y 1200 que creó lo que podríamos denominar la «mente occidental», un cambio no menos trascendental tuvo lugar en el siglo XVIII. Tres elementos intervinieron en él. Uno fue que el centro de gravedad del mundo occidental abandonó el continente europeo para situarse en algún punto imaginario entre Europa y Norteamérica, en medio del Atlántico, un desplazamiento consecuencia de la revolución americana (véase el capítulo 28). Una segunda transformación de gran importancia fue la sustitución de las monarquías europeas tradicionales (y con frecuencia absolutas) por gobiernos elegidos democráticamente. Excepto en Inglaterra, buena parte de este proceso se gestó como consecuencia de las ideas americanas y, sobre todo, de la Revolución Francesa, un acontecimiento que marcó el comienzo de una serie de revoluciones que se prolongó a lo largo del siglo XIX hasta llegar al XX. El tercer ingrediente del cambio que tuvo lugar en el siglo XVIII fue el desarrollo de la fábrica, ese símbolo de la vida industrial, tan diferente de todo lo que la había precedido.[2534]

¿Por qué razón la fábrica y todo lo que ella implica surgió por primera vez en Gran Bretaña?[2535] Una respuesta plantea que en Inglaterra se mantuvieron muchas restricciones feudales y reales que en otros países europeos habían desaparecido tras las revoluciones del siglo XVII.[2536] Otra respuesta, sobre la que ya volveremos, menciona la escasez de madera, algo que habría impulsado el uso como combustible del carbón, que era inferior pero también más barato.[2537] Asimismo debemos recordar que la primera revolución industrial ocurrió en un área bastante pequeña de Inglaterra, limitada al oeste por Coalbrookdale, en el condado de Shropshire, al sur por Birmingham, al este por Derby y al norte por Preston, en el condado de Lancashire. Cada una de estas ciudades desempeñó un papel en lo que sería la revolución industrial: en 1709, en Coalbrookdale, Abraham Darby funde hierro con carbón; en 1721, en Derby, el sedero Thomas Lombe diseña y construye la primera fábrica del mundo reconocible como tal; en 1732, en Preston, nace Richard Arkwright; en 1741 o 1742, en Birmingham, John Wyatt y Lewis Paul utilizan por primera vez el sistema para hilar algodón mediante rodillos, del que luego Arkwright se apropiaría y mejoraría.[2538]

El efecto combinado de la organización fabril y de la innovación técnica se observó primero en el hilado. La virtud de las máquinas de hilar era que imitaban la forma en que los humanos, mediante sus dedos, aumentan la tensión de la materia prima, la lana o el algodón, para producir un hilo continuo. Una máquina de este tipo fue inventada por James Hargreaves en la década de 1760 y otra fue patentada por Richard Arkwright. Estos dispositivos empleaban una serie de huso y rodillos para lograr de forma gradual la tensión necesaria. Aproximadamente una década más tarde, Samuel Crompton inventó una dispositivo que realizaba las funciones de los aparatos de sus dos predecesores y perfeccionó así la máquina de hilar.[2539] Una cuestión sobre la que es importante llamar la atención aquí es que, si bien Hargreaves y Crompton eran inventores, fue Arkwright, el organizador con olfato para las finanzas (y quien incluso pudo haber robado las ideas de dos inventores anteriores), el que patentó la water frame, una máquina de hilar que utilizaba energía hidráulica, e hizo una fortuna.[2540] Fue él quien se dio cuenta de que el futuro no estaba en la lana sino en el algodón, pues era el creciente comercio con la India lo que importaba. Nunca había sido fácil hilar a mano hilos de algodón fuertes y, por tradición, los tejedores ingleses habían hecho sus telas en las que la trama era de algodón pero la urdimbre de lino (en el telar los hilos de la trama se dejan quietos y son los de la urdimbre los que tienen que soportar el ir y venir de la lanzadera). Arkwright sabía que si conseguía un hilo de algodón que fuera lo suficientemente fuerte como para que se lo pudiera emplear como urdimbre transformaría la industria.[2541]

En las primeras fábricas la energía la proporcionaban las corrientes de agua, y ésta es la razón por la que con frecuencia se crearon en remotos valles de los ríos del condado de Derby: era el único sitio en que se podía contar con que el caudal de agua fuera suficiente a lo largo de todo el año. Los niños de los asilos y correccionales eran una fuente de mano de obra barata. Ésta no era una práctica nueva: en la década de 1720, Daniel Defoe hablaba de pueblos del condado de York en los que las mujeres y los niños pasaban largas jornadas frente a las hiladeras. Lo que constituía una novedad eran las fábricas en sí mismas y la disciplina brutal que exigían. En un principio, los niños al menos podían pasar el poco tiempo libre que se les dejaba en el campo. Pero incluso eso cambiaría cuando la máquina de vapor reemplazara a la energía hidráulica a comienzos del siglo XIX. La máquina de vapor permitió que la fábrica se desplazara al lugar en el que estaba la fuente de trabajo, la ciudad, donde el carbón era tan abundante como en el campo.[2542]

La máquina de vapor fue utilizada por primera vez para bombear agua en las minas. (Éste era un viejo problema. Ya en 1644, Evangelista Torricelli había descubierto que una bomba de succión no podía elevar el agua mucho más de nueve metros).[2543] En las minas más profundas, que descienden más allá del nivel freático, era necesario drenar el agua bien fuera achicándola mediante cubos o con una serie de bombas. El primer motor empleado en estas bombas fue inventado por Thomas Newcomen, en la minas de cobre de Cornwall, a comienzos del siglo XVIII. En esta temprana forma, el vapor que impulsaba el pistón se condensaba en el cilindro, y era la succión resultado de la condensación lo que lo hacía retornar. Esto funcionaba, pero tenía el inconveniente de que todo el cilindro se enfriaba después de cada tiempo debido al agua que se inyectaba en él para condensar el vapor. En este punto entra en escena James Watt, un cualificado fabricante de instrumentos de la Universidad de Glasgow. Watt había realizado algunos cálculos sobre el rendimiento de la máquina de Newcomen y se había preguntado cómo era posible evitar la pérdida de calor. Su solución fue condensar el vapor en una cámara que estuviera conectada con el cilindro pero que no fuera parte de él. De esta forma se conseguía que el condensador estuviera siempre frío mientras que el cilindro se mantenía siempre caliente. A pesar de este adelanto, el motor de Watt no funcionó de manera satisfactoria en Glasgow debido a la poca calidad del trabajo de los herreros locales. La situación cambió cuando Watt encontró mejores especialistas en la fábrica de Matthew Boulton, en Birmingham.[2544]

En más de un sentido, éste fue el momento decisivo de la revolución industrial, el acontecimiento que dio color a gran parte de la vida moderna. Una vez que el vapor se convirtió en la fuerza básica, el carbón y el hierro pasaron a ser la columna vertebral de la industria. De hecho, la tecnología del hierro estaba para entonces muy desarrollada. Hasta el año 1700 aproximadamente, sólo era posible reducir mineral de hierro en hornos de explosión utilizando carbón vegetal. Y aquí fue donde la escasez de madera en Inglaterra desempeñó un papel central. A diferencia de Francia, donde la madera era abundante y, por tanto, se siguió recurriendo al carbón vegetal, Inglaterra contaba, en lugar de madera, con un rico suministro de carbón mineral. Esto era algo de dominio público y más de un inventor advirtió que la única forma de reducir el mineral de hierro sería liberando al carbón mineral de sus gases y convirtiéndolo en coque, lo que permitía obtener temperaturas más elevadas de forma más segura.[2545] Eso se logró por primera vez hacia 1709, y los fundidores que lo hicieron, Abraham Darby y su familia, consiguieron mantener el secreto durante más de treinta años.[2546] El hierro que producían aún necesitaba ser purificado para poder trabajar con él, pero con el tiempo el hierro se convirtió, en palabras de Peter Hall, en el plástico de la época.[2547]

La revolución agrícola del siglo XVIII también contribuyó de forma significativa a este proceso. Los nuevos métodos de rotación de cultivos del vizconde Townsend y las innovaciones de Robert Bakewell en la crianza de ganado, que mejoraron radicalmente la eficacia de ambas actividades, hicieron que mucha gente tuviera que dejar de dedicarse al cultivo de la tierra, lo que destruyó la vida de los pueblos y obligó a la población a marcharse a las ciudades, y a las fábricas.[2548]

Sin embargo, la revolución industrial no fue sólo y, de hecho, tampoco principalmente una cuestión de grandes inventos: a largo plazo el cambio que trajo consigo la revolución industrial se debió a una transformación más profunda de la organización industrial.[2549] Como señala uno de los historiadores de este cambio trascendental, aunque la abundancia y variedad de las invenciones del período «superan casi cualquier intento de catalogación», es posible agruparlas en tres categorías. Estaban, en primer lugar, las que sustituían la habilidad y el esfuerzo humanos por máquinas (rápidas, regulares, precisas, incansables); estaban las que sustituían las fuentes de potencia animadas (los caballos, el ganado) por fuentes de potencia inanimadas (el agua, el carbón), entre las cuales destacan las máquinas que convertían el calor en trabajo, lo que ofrecía al hombre un suministro de energía prácticamente inagotable; y por último, estaban las que sustituían materias primas de origen animal o vegetal por nuevas materias primas (minerales principalmente) mucho más abundantes.[2550]

Todas estas mejoras permitieron un aumento de la productividad sin precedentes que, además, podía mantenerse. En épocas anteriores, cualquier aumento de la productividad había venido acompañado por un rápido crecimiento de la población que, finalmente, anulaba la ventaja. «Ahora, por primera vez en la historia, tanto la economía como el conocimiento estaban progresando con la suficiente rapidez como para generar un flujo continuo de inversión y de innovación tecnológica». Entre otras cosas, esto transformó las actitudes: por primera vez, la idea de que algo era «nuevo» lo hacía atractivo, preferible a lo que era tradicional, conocido y probado.[2551]

Podemos hacernos una idea de la escala de la transformación a partir del desarrollo de la industria del algodón en Gran Bretaña. En 1760 (fecha que por lo general se considera el comienzo de la revolución industrial), Gran Bretaña importaba 1,13 millones de kilos de algodón crudo. En 1787 esa cifra se había elevado a casi diez millones, y para 1837 había alcanzado los 166 millones. Paralelamente, el precio del hilo había caído hasta valer sólo cerca de una veinteava parte de lo que antes costaba y prácticamente todos los trabajadores de la industria del algodón, excepto quienes manejaban los telares manuales, trabajaban en fábricas. El ascenso de la industria moderna y del sistema fabril «transformó el equilibrio del poder político dentro de las naciones, entre las naciones y entre las civilizaciones; revolucionó el orden social; y cambió el modo de pensar del hombre en igual medida que su modo de hacer las cosas».[2552]

Los historiadores han dilucidado la razón primordial para este cambio, que al parecer se debió al hecho de que en el sistema de trabajo aldeano que lo había precedido la mecanización era desigual. Por ejemplo, el bastidor del telar era una máquina eficaz, pero la rueca requería poca cualificación y, según Daniel Defoe, «cualquiera con más de cuatro años podía usarla». Por esta razón, el hilado se pagaba muy mal y las mujeres lo consideraban una ocupación secundaria, después de las labores del hogar y el cuidado de los niños. En consecuencia, el hilado se convertía con frecuencia en un cuello de botella del sistema. Un segundo inconveniente era que, aunque en teoría el tejedor era su propio jefe, en la práctica a menudo no tenía otra opción que hipotecar su telar al comerciante en hilados. En las épocas en que el negocio iba mal, el tejedor se veía obligado a pedir prestado dinero para sobrevivir y su telar era lo único que podía ofrecer como garantía. Al mismo tiempo, esto no necesariamente beneficiaba al comerciante porque cuando llegaban los buenos tiempos el tejedor se limitaba usualmente a trabajar tan duro como fuera necesario para alimentar a su familia pero no más que eso. En resumen: cuando el tejedor más necesitaba el trabajo, el sistema estaba en su contra; cuando el comerciante necesitaba más producción, el sistema estaba en su contra. Por tanto, se trataba de un arreglo en el que no se producían excedentes. Fue esta (insatisfactoria) situación la que condujo a la creación de las fábricas. La esencia de la fábrica es que daba al propietario control sobre los materiales y sobre las horas de trabajo, lo que le permitía organizar de forma racional las operaciones que requerían varios pasos o la intervención de distintas personas.[2553] Las nuevas máquinas que se introdujeron podían ser usadas por personas con poca o ninguna formación, mujeres y niños incluidos.

Para los trabajadores, por su parte, la vida en las fábricas no resultaba desde ningún punto de vista igual de conveniente. Se reclutó a miles de niños de los asilos y los correccionales. William Hutton sirvió como aprendiz en las fábricas de seda de Derby, donde tenía que usar alzas porque era demasiado pequeño para alcanzar las máquinas. Como los adultos que les rodeaban, los niños estaban sometidos a la supervisión y disciplina de la fábrica. Ésta era un nueva experiencia: las tareas se especializaban cada vez más, y el tiempo era cada vez más importante. Nada como esto había existido antes; los nuevos trabajadores no tenían ningún modo de poseer los medios de producción; ellos o ellas ya no eran otra cosa que una mano de obra alquilada.[2554]

Este cambio fundamental en la experiencia del trabajo fue todavía más obvio tras la invención de la máquina de vapor que hizo posible el traslado de las fábricas a las ciudades. En 1750 había únicamente dos ciudades en Gran Bretaña con más de cincuenta mil habitantes, Londres y Edimburgo. Para 1801 ya eran ocho, y para 1851, veintinueve, incluyendo nueve que superaban los cien mil, lo que significa que para esa época había más británicos en las ciudades que en el campo (otra situación inédita).[2555] La inmigración a las ciudades fue algo a lo que la población se vio obligada —los campesinos tuvieron que marcharse a aquellos lugares donde estaba el trabajo— pero difícilmente puede decirse que lo hicieran con entusiasmo y es fácil reconocer por qué. Aparte del hecho de que las ciudades estaban llenas de humo y eran sucias y de que en ellas los espacios abiertos escaseaban, los servicios sanitarios y el suministro de agua no crecían a la par que la población, lo que convertía los centros urbanos en hogar de epidemias de cólera, tifus y enfermedades respiratorias e intestinales provocadas por la polución. «La civilización obra sus milagros», escribió el francés Alexis de Tocqueville, quien visitó Manchester en 1835, «y el hombre civilizado se transforma casi en un salvaje».[2556] Pero en las ciudades, los propietarios de las fábricas podían beneficiarse de inmediato de las nuevas invenciones e ideas, y ésta también fue una característica importante de la revolución industrial, esto es, que logró mantenerse no sólo en términos materiales sino también intelectuales. Creó nuevos productos, en particular de hierro y químicos (álcalis, ácidos y tintes), la fabricación de la mayoría de los cuales requería grandes cantidades de energía y combustible. Otro aspecto de esta organización fue que el nuevo industrialismo abarcaba todo el mundo, de las fuentes de las materias primas a las fábricas y, finalmente, de ellas a los mercados. Esto también estimuló nuevas ideas y una nueva demanda de productos. Para dar sólo un ejemplo: fueron los desarrollos combinados de la revolución industrial los que convirtieron el té y el café, los plátanos y las piñas en alimentos de todos los días. Según David Landes, éste fue el mayor cambio en la vida material del hombre desde el descubrimiento del fuego: «El inglés de 1750 [esto es, en vísperas de la revolución industrial] estaba más cerca en términos de posesiones materiales a los legionarios de César que a sus propios bisnietos».[2557]

No menos importante a largo plazo, fue el hecho de que la revolución industrial también amplió la brecha entre ricos y pobres, lo que contribuyó a generar conflictos de clase de una acritud sin precedentes.[2558] La clase trabajadora no sólo se hizo más numerosa sino que se concentró mucho más, y ello estimuló la conciencia de las masas. Vale la pena detenernos un momento en este cambio porque su significado en el ámbito de la política sería inmenso. El trabajo preindustrial era de una entidad muy diferente del que vino a sustituirlo. Los campesinos tradicionales tenían sus propiedades o sus talleres y también un señor, y aunque bastante desiguales, ambos tenían deberes recíprocos. La revolución industrial, sin embargo, reemplazó al campesino o el siervo, al hombre, por el «operario» o la «mano». También impuso al trabajo una regularidad, una rutina y una monotonía de las que en buena medida carecían los ritmos preindustriales basados en las estaciones o las condiciones meteorológicas.[2559] (En tiempos preindustriales la gente elegía con bastante frecuencia empezar la semana laboral los martes. El lunes era conocido, irónicamente, como «San Lunes»).

Una razón para la pobreza de la clase trabajadora, y con certeza, para los bajos salarios que recibía, era que los ingresos se desviaban ahora a las nuevas clases comerciales, que estaban invirtiendo en nuevas máquinas y fábricas. La revolución industrial no creó a los primeros capitalistas, «pero sí produjo una clase comercial de un tamaño y una fortaleza como no se había visto antes».[2560] En el siglo XIX, estos «aristócratas de las chimeneas», como se los llamó, llegarían a dominar la política interna en la mayoría de los países europeos.

Un aspecto distinto de la revolución industrial fue económico. En el capítulo anterior esbozamos los orígenes de la economía como disciplina. A esto hay que añadir el fenómeno de los ahorros privados que en Gran Bretaña habían empezado a acumularse desde 1688. El rey usó estos ahorros para financiar la guerra, y de esta forma surgió la deuda pública. El Banco de Inglaterra se fundó en 1694 como parte de esta evolución, y los comerciantes y terratenientes invirtieron en deuda nacional y cobraron intereses.[2561] El gobierno pagaba los préstamos a un 8 por 100 antes de 1700, pero hacia 1727 los intereses habían caído al 3 por 100 y esto también tuvo un efecto sobre la revolución industrial. Cuando las tasas de interés son altas, los inversores aprovechan para obtener beneficios rápidos, pero cuando las tasas son bajas, la gente se muestra más dispuesta a considerar proyectos a largo plazo que podrían, en el futuro, ofrecer mejores beneficios. Éste es el mejor clima en el cual embarcarse en proyectos que exigen grandes inversiones de capital, como la excavación de minas, la creación de canales y la construcción de fábricas. Las primeras fábricas, aquellas ubicadas en el campo, habían sido de un tamaño tal que una sola familia podía permitirse financiar su construcción; sin embargo, con el aumento de la demanda y el tamaño de las fábricas urbanas creciendo como una bola de nieve para satisfacer a un mercado en expansión, se hicieron necesarias inversiones muchísimo más grandes.

Gran Bretaña lideró el camino en la revolución industrial en parte porque muchas invenciones que la impulsaron surgieron allí, pero también porque la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas lastraron el desarrollo de Europa continental hasta aproximadamente 1815. Sin embargo, una vez que el continente logró cierta estabilidad política, otros países no perdieron tiempo y crearon sus propias formas de mediación financiera, en particular el banco de inversión o el crédit mobilier, destinadas a financiar proyectos que requerían grandes inversiones de capital. Una vez más, según David Landes, los primeros ejemplos de estas instituciones semipúblicas fueron la Société Générale en Bruselas y el Seehandlung en Berlín. Estas instituciones fueron especialmente efectivas en la financiación de los ferrocarriles, una empresa «que requería cantidades de dinero sin precedentes».[2562]

Un desarrollo paralelo tuvo lugar en las escuelas de ciencia y tecnología, que cumplieron en los países de Europa continental la función de las academias disidentes en Gran Bretaña (véase infra, en este mismo capítulo). Los franceses abrieron el camino, primero con su École Polytechniqué (originalmente la École Central des Travaux Publics) en 1794. El carácter competitivo de esta institución —sólo se podía ingresar mediante examen y existía una clasificación pública de admisión, finalización parcial y graduación— atrajo a los mejores estudiantes. Los graduados que querían desarrollar una carrera en las nuevas industrias iban a las Écoles des Mines o a Ponts-et-Chaussées, donde aprendían a aplicar las ciencias y realizaban prácticas laborales como parte de su formación.[2563] La École Centrale des Arts et Manufactures, creada para formar ingenieros y administradores de empresas, se fundo de forma privada en 1829, pero en 1856 entró en el sistema estatal. Estos ejemplos franceses sirvieron como modelo a otros países, mucho más que las academias disidentes originales, porque para finales del siglo XVIII la estrategia británica del «aprende haciendo», aunque había funcionado bastante bien en un comienzo, había sido superada por el peso de la innovación. Ahora empezaba a ser necesaria una enseñanza más abstracta y teórica, y en dos áreas, la electricidad y la química, se estaban realizando avances en tantos lugares distintos que los estudiantes sólo pudieron mantenerse al tanto en estas nuevas escuelas.

Los avances en la electricidad y la química en particular apuntalaron muchas de las nuevas industrias que formaron parte de la revolución industrial. El estudio de la electricidad progresó tras el período dominado por Newton, porque era una de aquellas áreas a las que el mismo Newton no había dedicado tiempo y en la que, por lo tanto, otros científicos no se sentían intimidados. Por centenares de años la gente había sabido que existían fenómenos eléctricos, y se conocía, por ejemplo, que al ser frotado, el ámbar atrae pequeños cuerpos. A principios del siglo XVIII se había descubierto también que la fricción —en la forma de un barómetro agitado en la oscuridad— producía una luz verde.[2564] Con todo, el entusiasmo no empezó en realidad hasta que en 1729 Stephen Gray propuso la idea, más desarrollada, de que la electricidad era algo que podía enviarse a largas distancias.

En un primer momento, Gray advirtió que los corchos que utilizaba como tapa de los tubos de ensayo atraían pequeños pedazos de papel o metal cuando se frotaban los tubos (no los corchos). Por extensión, descubrió que incluso un lazo de seda que iba desde los tubos hasta su jardín tenía la misma propiedad. Había descubierto que la electricidad era algo que podía «fluir de un lugar a otro sin que se produjera aparentemente ningún movimiento de la materia»: la electricidad carecía de peso, era lo que denominó «un fluido imponderable». Gray también encontró algo anómalo pero básico: la electricidad podía almacenarse en cuerpos como el cristal o la seda en los que se generaba, pero no podía pasar a través de ellos; y, en cambio, aquellas sustancias que conducían la electricidad no podían generarla o almacenarla.[2565]

La electricidad se puso de moda en Europa, y a continuación en América, después de que Ewald Georg von Kleist intentara en 1745 hacer introducir una corriente (no era éste el nombre que se le daba en la época) en una botella a través de un clavo. Al tocar por accidente el clavo mientras sostenía la botella, Kleist recibió una descarga. Pronto todo el mundo quería tener la experiencia, e incluso el rey de Francia consiguió que toda una brigada de guardias saltara al tiempo al administrársele descargas con un conjunto de botellas. Ésta fue la idea que adoptó Benjamin Franklin, al otro lado del Atlántico, en Filadelfia. Franklin se dio cuenta de que en un cuerpo la electricidad tendía a estabilizarse en su nivel natural, en el que era imposible de detectar. Si se le proporcionaba electricidad, éste quedaba cargado positivamente y repelía objetos; mientras que si la perdía, quedaba cargado negativamente y, en lugar de repeler, atraía objetos. Esta tendencia a atraer, comprendió, era la fuente de las chispas y las descargas y, lo que es aún más impresionante, entendió que esto era lo que constituía el rayo, una chispa de proporciones colosales. Demostró esto mediante su famoso experimento con la cometa, con el que probó que los rayos eran en realidad electricidad, descubrimiento que le llevó a inventar el pararrayos.[2566]

En 1795 Alessandro Volta (1745-1827), profesor de física en Pavia, demostró que la electricidad podía producirse colocando juntas dos piezas de metal con un líquido o paño húmedo entre ellas, y creó así la primera batería de corriente eléctrica. Pero estas pilas eran muy costosas de producir y fue sólo en 1802, cuando Humphry Davy consiguió aislar los nuevos metales de sodio y potasio, en la Royal Institution en Londres, que la electricidad empezó a ser tema de experimentación importante. Dieciocho años después, en 1820, Hans Christian Oersted descubrió en Copenhague que una corriente eléctrica podía desviar la aguja de la brújula, con lo que finalmente se estableció el vínculo entre electricidad y magnetismo.[2567]

Más importante todavía que el descubrimiento de la electricidad, fue el desarrollo de la química. Como se recordará de la exposición del capítulo 23, esta disciplina realmente no sobresalió durante la revolución científica, pero durante el siglo XVIII y primeros años del XIX la investigación en esta área dio grandes pasos. Una razón para su retraso la encontramos en la vieja fascinación por la alquimia y la obsesión por descubrir formas de producir oro. Esto no es tan sorprendente como hoy puede parecernos. El libro Alchemia de Paracelso, publicado en 1597, es el primer buen libro de química. A pesar de estar absorto en la alquimia, Paracelso reconoció que la extracción de carbón en las minas provocaba enfermedades pulmonares y que el opio aliviaba el dolor. Sin embargo, la química sólo pudo progresar realmente cuando se convirtió en una ciencia racional. La principal área de estudio, al menos en un principio, fue el fenómeno de la combustión. ¿Qué pasaba en verdad cuando la materia se quemaba en el aire? Cualquiera podía ver que los materiales que se consumían desaparecían convertidos en llamas y humo y sólo dejaban tras de sí cenizas. Por otro lado, muchas sustancias no se quemaban con facilidad, aunque si se las dejaba al aire libre sí cambiaban, por ejemplo, los metales, que se oxidaban. ¿Qué sucedía? ¿Qué era exactamente el aire?

Una respuesta la proporcionaron Johan Joachim Becher (1635-1682) y Georg Ernst Stahl (1660-1734), que sostuvieron que los combustibles contenían una sustancia, el flogisto, que perdían al quemarse. (El término flogisto se derivó de phlox, llama). Según esta teoría, las sustancias que contenían mucho flogisto ardían bien, mientras que las que no se consumían era porque estaban «desflogistizadas». Aunque había algo en la teoría del flogisto que resultaba inverosímil (por ejemplo, desde el siglo XVII se sabía que al calentarse los metales aumentaban de peso), en la época ya había bastantes «fluidos imponderables» (el magnetismo, el calor, la electricidad misma) y ello la hizo aceptable para muchos. No obstante, el interés por la combustión no era un asunto meramente académico: los gases (chaoses) constituían por ejemplo una gran preocupación práctica para los mineros, quienes corrían el riesgo de toparse con grisú y «aires inflamables».[2568] Y fue este interés por los gases el que finalmente consiguió sacar la investigación adelante, pues hasta entonces en los experimentos sobre combustión sólo se había medido el peso de los metales, y esto, como señala J. D. Bernal, hacía imposible «cuadrar las cuentas» en química. Sin embargo, cuando los gases empezaron a ser tenidos en cuenta, se llegó de inmediato al principio de conservación de la materia de Mijail Lomonosov, que en 1785 Antoine Lavoisier establecería como un principio fundamental. El hombre que demostró esto de forma más convincente que cualquier otro fue Joseph Black, un médico escocés que pesó la cantidad de gas que perdían carbonatos como la magnesia y la piedra caliza al calentarse, y descubrió que el gas perdido podía reabsorberse en agua, con lo que se lograba un aumento de peso idéntico.[2569]

A Black le siguió Joseph Priestley, quien pensaba que el aire era más complejo de lo que parecía. Experimentó con cuantos gases pudo encontrar o producir él mismo, y a uno de ellos, conseguido mediante el calentamiento de óxido rojo de mercurio, lo denominó en primera instancia «aire desflogistizado» porque las cosas ardían mejor en él. Tras aislar el gas en 1774, Priestley mostró mediante experimentos que el «aire desflogistizado» (u oxígeno como hoy lo llamamos) se consumía tanto en los procesos de combustión como en la respiración. Priestley era muy consciente de la importancia de lo que estaba descubriendo y continuó sus investigaciones hasta mostrar que, expuestas a la luz solar, las plantas verdes producen oxígeno a partir del aire (dióxido de carbono) que absorben. De esta forma nació la idea del ciclo del carbono, que plantas y animales tomaban de la atmósfera y devolvían a ella (otra idea nueva en aquella época).[2570]

Si Priestley fue quien experimentó, Lavoisier fue quien sintetizó y sistematizó. Como su colega inglés, Lavoisier era en principio y ante todo un físico. (En los primeros días de la química la mayoría de las grandes figuras no eran químicos, quienes se habían empantanado en la alquimia y el flogisto). Lavoisier supo apreciar que el descubrimiento del oxígeno, le principe oxygène, iba a transformar la química al poner patas arriba la teoría del flogisto. Fue él quien dio origen a la química moderna al comprender que ahora era posible desarrollar la obra de Aristóteles y de Boyle para crear una disciplina más amplia y sistemática. Comprendió que el agua estaba compuesta de hidrógeno y oxígeno, que el aire contenía nitrógeno así como oxígeno y, lo que acaso sea lo más importante de todo, que los compuestos químicos eran básicamente de tres tipos: aquellos formados por oxígeno y un no metal, los ácidos; aquellos formados por oxígeno y metales, las bases; y aquellos que combinaban ácidos y bases, las sales.[2571] Con ello, Lavoisier introdujo la terminología para los compuestos químicos que todavía usamos: carbonato de potasio, acetato de plomo, etc. Esto consiguió llevar a la química a un nivel de sistematización que la puso por fin a la par de la física. «En lugar de ser un conjunto de recetas que había que memorizar, la química aparecía ahora como un sistema que podía entenderse».[2572]

El estudio de los gases también condujo a la formulación de la teoría atómica de John Dalton (1766-1844), un cuáquero y maestro de escuela de Manchester. Dalton tenía un interés particular por la elasticidad de los fluidos y fue él quien advirtió que, bajo diferentes presiones y teniendo en cuenta el principio de conservación de la materia, los gases del mismo peso debían tener diferentes configuraciones. La creación de nuevos gases y el estudio de sus pesos, lo llevó a introducir una nueva nomenclatura que aún continúa vigente: por ejemplo, N2 O, NO y NO2. Este estudio sistemático le permitió comprender que los elementos y compuestos químicos estaban hechos de átomos, dispuestos según «los principios newtonianos de atracción y los principios eléctricos de repulsión».[2573] Su estudio de ciertas reacciones químicas, en especial la precipitación, cuando, digamos, dos líquidos transparentes al ser puestos juntos producen de inmediato un sólido o sufren un gran cambio de color, también lo convenció de que esto era consecuencia de la reconfiguración de una entidad básica, el átomo. Su razonamiento pronto recibió el respaldo de una nueva ciencia, la cristalografía, que demostró que los ángulos entre las caras de un cristal eran siempre iguales para cualquier sustancia y que sustancias relacionadas entre sí tenían cristales similares. Christiaan Huygens, el físico holandés del siglo XVII, había considerado que esto se debía a que los cristales estaban hechos de moléculas idénticas agrupadas súbitamente.[2574] Por último, Humphry Davy y Michael Faraday mostraron que al someter las sales a una corriente eléctrica se separaban metales como el sodio, el potasio y el calcio, y que, en principio, todos los elementos podían clasificarse en metales y no metales, estando los primeros cargados positivamente y los segundos negativamente. Faraday luego demostró que la tasa de transporte de átomos en una solución estaba relacionada con el peso de las sustancias, descubrimiento que finalmente conduciría a la idea de que hay «átomos» de la electricidad, lo que hoy llamamos electrones (si bien no serían identificados hasta 1897 por J. J. Thomson).

Además de su interés por la organización de los elementos, Lavoisier realizó una serie de experimentos que mostraron que el cuerpo de una persona se comportaba de forma análoga al fuego, ya que consumía los materiales presentes en los alimentos y liberaba la energía resultante en forma de calor. El comportamiento de los materiales al someterlos al calor (algunos se derretían o se volvían vapor, otros se quemaban, se carbonizaban o coagulaban) condujo a la división entre química inorgánica y química orgánica, que sería plenamente desarrollada por los científicos alemanes del siglo XIX.[2575]

Con todo, es importante anotar que muchas de las invenciones que propició la revolución industrial no fueron creadas por científicos tradicionales como los que frecuentaban la Royal Society, por ejemplo. La preocupación central de la Royal Society había sido siempre las matemáticas, que el mundo post-newtoniano consideraba la reina de las ciencias. En una atmósfera tan dominada por la abstracción, al inventor con intereses prácticos no siempre se lo vio como un «auténtico» científico.[2576] Un contraste radical con esta actitud lo ofreció el surgimiento de la serie de «academias disidentes» en las ciudades industriales inglesas de las que hemos hablado antes. Las academias disidentes deben su nombre a que empezaron siendo escuelas para la formación de los clérigos no conformistas —cuáqueros, bautistas, metodistas— a los que no se permitía ingresar a las universidades normales. No obstante, las academias pronto ampliaron sus objetivos y el número de personas que admitían. Las tres academias disidentes más famosas fueron la Sociedad Filosófica de Manchester, la Academia de Warrington y la Sociedad Lunar de Birmingham, aunque también hubo centros destacados en ciudades como Daventry y Hackney. La carrera de Joseph Priestley nos proporciona un buen ejemplo del funcionamiento de estas instituciones. Empezó trabajando en la Academia de Warrington, poco después de que ésta abriera, como profesor de inglés y otros idiomas (de hecho, es posible que haya sido el primero en impartir cursos de literatura inglesa e historia moderna). Pero mientras estaba allí, empezó a asistir a las conferencias de sus colegas y de este modo se inició en las nuevas ciencias de la electricidad y la química.[2577]

Casi con toda certeza la academia científica más influyente del siglo XVIII fue la Sociedad Lunar de Birmingham. Sus miembros (conocidos en broma como «lunáticos») se reunían inicialmente de manera informal en los hogares de distintos amigos. Las reuniones formales empezaron hacia 1775. El grupo estaba encabezado por Erasmus Darwin (1731-1802) y se reunía mensualmente en el lunes más cercano a la luna llena. Los encuentros terminaron en 1791 después de un ataque contra la casa de Priestley (véase infra).[2578] El núcleo de la sociedad, al menos en sus primeros días, estaba compuesto por James Watt y Matthew Boulton. Watt, como hemos visto, había desarrollado su famosa máquina de vapor en Escocia, pero luego había descubierto que el trabajo de las herrerías al norte de la frontera no daba la talla y había optado por unirse a Boulton, cuyos talleres de Birmingham trabajaban con unos estándares mucho más altos.[2579] Pero, por supuesto, Watt and Boulton no eran las únicas estrellas de la Sociedad Lunar. Otra figura destacada era Josiah Wedgwood, el fundador de las porcelanas Wedgwood, que fabricaba jarrones inspirados en antiguos modelos griegos descubiertos en el campo etrusco, en Italia (denominó a sus obras Etruria). Individuo típico de la época, se esforzó por conseguir que los productos que salían de sus fábricas fueran de la mejor factura posible y satisficieran los estándares más elevados. Entre otras actividades, inventó el pirómetro (aunque insistía en llamarlo termómetro), un instrumento para medir temperaturas elevadas que le ayudó a descubrir además que a temperaturas muy altas todos los materiales arden de igual forma, esto es, que el color es un indicio de la temperatura independientemente de que material se trate. Con el tiempo esto contribuiría a dar origen a la teoría cuántica.[2580] También fueron miembros de la Sociedad Lunar William Murdoch, que inventó la lámpara de gas (que se usó por primera vez en los talleres de fundición de Boulton en Birmingham), y Richard Edgeworth, uno de los inventores del telégrafo.[2581]

Joseph Priestley no llegó a Birmingham hasta 1780 pero destacó enseguida como una mente privilegiada.[2582] Asimismo se convirtió en pastor unitario. A los unitarios se les acusó en ocasiones de ser ateos o deístas y en este sentido se encontraban entre los pensadores más audaces de su época (Coleridge fue un unitario).[2583] Y Priestley fue con seguridad bastante osado en su Essay on the First Principles of Government (1768, «Ensayo sobre los primeros principios del gobierno»), con el que probablemente se convirtió en el primer hombre que argumentó que la felicidad de la mayoría es la medida con la que debe juzgarse al gobierno.[2584] El cuñado de Priestley, John Wilkinson, también era miembro de la Sociedad Lunar. El hermano de éste había estado en la Academia de Warrington, y fue así como su hermana conoció y se casó con Priestley, cuando él era maestro allí. El padre de Wilkinson era un fundidor y John también se volvió un magnífico experto en el uso del metal. Abraham Darby y él diseñaron y erigieron el famoso puente de hierro de Ironbridge, inaugurado en 1779. Wilkinson construyó la primera embarcación de hierro fundido y navegó con ella bajo el puente.[2585] Murió en 1805 y, fiel a sus principios, se le enterró en un ataúd de hierro.

Como siempre, es importante no exagerar el carácter outsider de la Sociedad Lunar. Priestley sí pronunció conferencias ante la Royal Society, y ganó su prestigiosa medalla Copley. El grupo tenía vínculos (intelectuales) con James Hutton en Edimburgo, a cuya obra sobre la historia de la tierra nos referiremos en el capítulo 31; Wedgwood era próximo a sir William Hamilton, cuya colección de jarrones antiguos finalmente adornaría las salas del Museo Británico e inspiró las delicadas porcelanas de Wedgwood; varios «lunáticos» mantuvieron correspondencia con Henry Cavendish, cuyo interés en la ciencia animaría a sus descendientes a fundar en su honor el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge (véase la Conclusión de este libro); sus actividades fueron pintadas por Joseph Wright de Derby y George Stubbs. En cualquier caso, los miembros de la Sociedad Lunar fueron pensadores originales en muchos sentidos: promovieron la aceptación de las máquinas en la vida moderna, fueron los primeros en apreciar las ideas de mercadeo y de publicidad e incluso de la noción de «ir de compras». Entre sus logros también hay que mencionar: su comprensión de la fotosíntesis y de su importancia para la vida; su entendimiento de la atmósfera (alcanzado parcialmente por sus intrépidas ascensiones en globo); fueron los primeros en intentar entender y predecir sistemáticamente los patrones meteorológicos; desarrollaron prensas modernas para la acuñación de moneda y mejoraron las imprentas que harían posible los periódicos de circulación masiva; concibieron la idea de los libros para niños como forma de introducir a los jóvenes en los misterios y posibilidades de la ciencia; e incluso fueron de los primeros que hicieron campañas a favor de la abolición de la esclavitud. En palabras de Jenny Uglow: «Fueron pioneros de las rutas de peaje, de los canales y del nuevo sistema fabril. Fueron el grupo que dio a la nación una máquina de vapor eficiente… Todos ellos… aplicaron sus creencias en el experimento y su optimismo acerca del progreso en la vida personal y en la vida nacional de la política y las reformas… Sabían que el conocimiento era provisional, pero también eran conscientes de que proporcionaba poder y creían que ese poder debía pertenecer a todos».[2586]

Pero dejemos que sea Robert Schofield, quien realizó un valioso estudio de la Sociedad Lunar, el que resuma sus logros y su significación. «Era posible que, debido al estado y a la costumbre establecida, la sociedad educada todavía estuviera interesada en la tierra y los títulos, en discutir en un Parlamento no representativo, en conversar sobre la literatura y las artes en las cafeterías londinenses y en beber y jugar en el White’s [un club de caballeros]; pero el mundo que ellos conocieron era una sombra. Otra sociedad, en la que la propia posición la determinaba un éxito que no hacía distinciones, estaba creando un mundo diferente más a su gusto. La guerra francesa y la representación política retrasaron la sustitución formal de lo viejo por lo nuevo, pero fue esa nueva sociedad la que proporcionó el poder para ganar la guerra… La Sociedad Lunar representa esa “otra sociedad” que buscaba un espacio. Si fue sólo cualitativamente diferente de los demás grupos provinciales, entonces éstos merecen más investigaciones y estudios, pues en la Sociedad Lunar es donde se hallan las semillas de la Inglaterra del siglo XIX».[2587]

En 1791 se produjo un ataque a la casa de Joseph Priestley en Birmingham porque se creyó (equivocadamente, como luego se supo) que allí se estaba realizando una cena «para celebrar la caída de la Bastilla». Éste no era el primer ataque de este tipo: formaba parte de un movimiento organizado contra la gente que, se pensaba, simpatizaba con los objetivos de la Revolución Francesa. En este caso, la casa de Priestley fue saqueada e incendiada. Y aunque luego los rumores disminuyeron, Priestley había tenido suficiente: dejó Birmingham y partió rumbo a Estados Unidos. Ésta era una decisión muy drástica y, por tanto, reveladora: en esta época, muchos científicos e innovadores no conformistas, independientemente de cuál fuera su opinión sobre la Revolución Francesa, simplemente se sentían cercanos a las metas de la sociedad americana. Una de las razones para ello era que América había conseguido realizar con éxito los objetivos de la Ilustración, como veremos en el próximo capítulo. Otra, más práctica y apremiante, era que las nuevas ciudades manufactureras como Birmingham o Manchester, que a comienzos de la revolución industrial no eran más que pueblos, carecían debido a ello de una representación proporcional en el Parlamento.[2588]

La disidencia religiosa y la disidencia política eran aspectos distintos del mismo fenómeno. Hombres como Priestley y Wedgwood eran partidarios del libre comercio, una posición diametralmente contraria a los intereses de la aristocracia terrateniente, que quería ante todo mantener los altos precios del grano que se cultivaba en sus propiedades. Esto dio lugar a una diferencia significativa. El sociólogo alemán Max Weber fue el primero en proponer la teoría de que el ascenso del protestantismo, y en especial del calvinismo, había sido un factor crucial para el surgimiento de la economía industrial moderna. Antes otros habían realizado observaciones similares, pero Weber fue el primero en formular una explicación coherente de por qué la diferencia existía y de por qué los protestantes tuvieron el efecto que tuvieron. Argumentó que la doctrina calvinista de la predestinación provocaba en los creyentes una angustia permanente acerca de su propia salvación, y que esta preocupación sólo podía mantenerse bajo control si se llevaba el tipo de vida que, creían, conducía hacia la salvación. Esto, afirmaba Weber, los condujo a concebir la vida como un «ascetismo mundano» en el que las únicas actividades que valían la pena eran la oración y el trabajo. «El buen calvinista era ahorrador, diligente y austero». Con el tiempo, afirmaba el pensador alemán, esta forma de vida se generalizó, e incluso quienes no creían en la salvación vivían (y trabajaban) como los calvinistas, ya que pensaban que eso era lo que debían hacer.[2589]

La ética protestante, como llegaría a conocerse, hizo algo más que inculcar la diligencia, el ahorro y la austeridad, nos aportó la idea de que algo es real sólo si puede ser percibido, descrito y, sí, medido por cualquiera siempre y cuando posea los instrumentos adecuados. Para la mente protestante, en el sentido de Weber, se desarrolló una distinción fundamental entre dos tipos de conocimiento. Por un lado, estaba la experiencia religiosa o espiritual, que era una cuestión muy personal; por otro, el progreso científico y tecnológico, que era acumulativo y podía ser compartido por todos.[2590] Esta distinción todavía continúa vigente.[2591]

Si llamamos al desarrollo de la ética protestante un fenómeno religioso-sociológico, el principal efecto político de la revolución industrial, especialmente en sus primeras décadas, fue que amplió la brecha entre los ricos y los pobres, y transformó el carácter de la pobreza, que dejó de ser rural y agrícola y pasó a ser urbana. En las nuevas ciudades —sucias, miserables, atestadas— las divisiones entre empleador y empleado se agudizaron y se hicieron más amargas y ello cambió la naturaleza de la política por cerca de doscientos años.

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