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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 30. La gran inversión de los valores: El Romanticismo

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Berlioz fue el primer compositor que se expresó con franqueza en sus obras de forma autobiográfica, si bien también «halló su fuego» en Shakespeare, Byron y Goethe.[2953] Se lo ha descrito como «el primer salvaje auténtico de la historia de la música», eclipsando en este sentido incluso a Beethoven. Poseedor de una personalidad revolucionaria y voluble, Berlioz compartía con el músico alemán esa conciencia sobre el propio genio que se convertiría en sello distintivo del movimiento romántico, y aunque escribió una vívida autobiografía, también su música era autobiográfica. Su primera obra maestra, y quizá la mayor de todas sus obras, su «pesadilla de opio», la Symphonie fantastique, describe su apasionada relación amorosa con la actriz irlandesa Harriet Smithson.[2954] En un principio, la relación difícilmente fue romántica, al menos en el sentido convencional. El compositor la vio en el escenario y empezó a bombardearla con cartas antes de haberla conocido. Estas cartas eran tan apasionadas y tan íntimas, que Smithson se sintió desconcertada e incluso asustada. (Berlioz acudía a verla al teatro sólo para gritar enfurecido y marcharse cuando el que hacía el papel de su amante la abrazaba en el escenario). Tan perturbado estaba el músico por su conducta que cuando le llegaron rumores de que ella estaba teniendo un romance, decidió convertirla en una prostituta en la última parte de su sinfonía. Cuando se enteró de que los rumores no eran ciertos, cambió la partitura. La tarde en que ella finalmente accedió a dejarse ver en público en una de las representaciones de su enamorado, dice David Cairns, coronó «una de las fechas cumbres del calendario romántico».[2955] Hasta Berlioz, las obras musicales nunca habían contado una historia con tal intensidad y semejante idea cambió a los compositores y al público. Entre aquellos a los que más impresionó esta innovación se encontraba Wagner, quien pensaba que había sólo tres compositores dignos de que se les prestara atención: Liszt, Berlioz y él mismo.

Ello no hace justicia a Schumann y Chopin.

En cierto sentido, Robert Schumann fue el romántico más consumado. Rodeado por la locura y el suicidio en su familia, vivió toda su vida preocupado por la posibilidad de que él también terminara sucumbiendo de una u otra forma a la enfermedad. Hijo de un librero y editor, creció rodeado por las obras de los grandes escritores románticos —Goethe, Shakespeare, Byron y Novalis— que ejercieron una enorme influencia sobre él. (Estalló en lágrimas al leer el Manfredo de Byron, al que luego pondría música.[2956]) Schumann intentó escribir poesía él mismo y, también, procuró imitar a Byron de otras maneras, embarcándose, por ejemplo, en numerosas aventuras amorosas. A principios de la década de 1850, padeció durante una semana de alucinaciones, durante las cuales pensaba que los ángeles le dictaban música, en medio de amenazadores animales salvajes. Llegó a arrojarse de un puente sin conseguir acabar con su vida y, por petición propia, se le encerró en un asilo. Su obra más conocida, y quizá la más apreciada, es Carnaval, en la que propone retratos de sus amigos, su esposa Clara, Chopin, Paganini y Mendelssohn. (Carnaval ejerció una gran influencia sobre Brahms.[2957])

Aunque fue amigo de muchos de los románticos más importantes, incluido Delacroix (que fue el destinatario de muchas de las cartas que escribió en relación con su apasionado romance con George Sand), Chopin fingía menospreciar sus búsquedas. Apreciaba con cortesía, pero no precisamente con entusiasmo, las pinturas de Delacroix, y no manifestó ningún interés por la lectura de los grandes autores románticos, pero compartía con Beethoven, Berlioz y Liszt la conciencia de que era un genio. Polaco de nacimiento, se trasladó a París en las décadas de 1830 y 1840, cuando la ciudad era la capital del movimiento romántico; en las veladas celebradas en el salón del editor musical Pleyel, llegaría a tocar el piano a cuatro manos con Liszt, mientras Mendelssohn se encargaba de pasar las páginas.[2958] Chopin inventó una nueva forma de tocar el piano, aquella que hoy nos resulta familiar. Tenía ciertos reflejos en sus dedos que lo diferenciaban de los demás músicos (en su época, al menos) y esto le permitió crear una música para piano que era al mismo tiempo experimental y, no obstante, refinada. Schumann la describió como «un cañón sepultado en flores». (El elogio no le fue devuelto).[2959] Chopin introdujo nuevas ideas sobre el uso de los pedales, los dedos y los ritmos, que se revelarían en extremo influyentes. (Prefería los pianos Broadwood ingleses, menos avanzados que algunos de los entonces disponibles).[2960] Sus piezas tienen la delicadeza y, también, el vívido colorido de las pinturas de los impresionistas, y así como cualquiera puede diferenciar un Renoir de un Degas, cualquiera puede reconocer a Chopin cuando lo escucha. Es posible que él no pensara en sí mismo como un romántico, pero sus polonesas y sus nocturnos son implícitamente románticos (tras él y sus polonesas, la música se vería invadida de sentimientos nacionalistas).[2961] Sin Chopin es imposible entender el piano de forma plena.

Y tampoco sin Liszt. Como Chopin, era un músico brillante desde un punto de vista técnico (dio su primer solo con sólo diez años), y como Beethoven (cuyo Broadwood compró) y Berlioz, tenía carisma.[2962] Un hombre apuesto, lo que contribuía a su carisma, Liszt inventó el estilo «bravura» de interpretación al piano. Antes de él, los pianistas tocaban desde la muñeca manteniendo sus manos juntas y cerca del teclado. A diferencia de ellos, Liszt fue el primer pianista cuya actuación empezaba con su entrada al escenario. Se sentaba, se quitaba los guantes y los dejaba caer en cualquier parte, alzaba sus manos y a continuación atacaba el teclado (las mujeres se peleaban por hacerse con uno de sus guantes).[2963] Él mismo, por tanto, era un espectáculo, y para mucha gente de su época eso lo convertía en un payaso.[2964] No obstante, es indudable que fue el pianista más romántico, y quizá pueda decirse que fue el más grande que ha existido, el que supo aprovechar la influencia de Berlioz, Paganini y Chopin. Inventó el recital y pianistas de toda Europa acudían en gran número para estudiar con él. Su influencia sobre Wagner fue enorme, ya que introdujo nuevas formas musicales, en particular el poema sinfónico, obras de un solo movimiento de gran contenido simbólico inspiradas en un poema o un drama.[2965] En su audaz cromatismo introdujo disonancias que luego copiaron todos sus colegas, desde Chopin hasta Wagner. Liszt creció hasta convertirse en el gran patriarca de la música y de hecho, sobrevivió a la mayoría de sus contemporáneos en varias décadas. Uno de «los esnobs de la historia», su pelo blanco, largo y suelto, y su «colección de verrugas» le daban a su cabeza una apariencia tan distintiva en su ancianidad como la que había tenido en su juventud.[2966]

Felix Mendelssohn fue posiblemente el músico más consumado en términos generales después de Mozart. Magnífico pianista, fue también uno de los más grandiosos organistas y directores de orquesta de su época, así como un violinista excelente, que, además, había leído muchísima poesía y filosofía. (Según Alfred Einstein, era un clasicista romántico.[2967]) Provenía de una familia de ricos banqueros judíos, y era nieto del filósofo Moses Mendelssohn. Ferviente patriota, creía que los alemanes eran excelentes en todas las artes. De hecho, podría decirse que Mendelssohn estaba cultivado en exceso (si tal cosa es posible). De niño se le obligaba a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar música, historia, griego, latín, ciencia y literatura comparada. Cuando nació, su madre había comentado al ver sus manos: «¡Dedos de fugas de Bach!».[2968] Como tantos otros músicos románticos, Mendelssohn fue un niño prodigio, si bien también hay que añadir que fue doblemente afortunado al contar con unos padres que podían permitirse contratarle su propia orquesta para que él pudiera dirigir sus propias composiciones. En París conoció a Liszt, Chopin y Berlioz. Para su primera obra se inspiró en Shakespeare: Sueño de una noche de verano, un país de hadas que constituía un material perfecto para un romántico (aunque Mendelssohn nunca fue alguien de demonios interiores).[2969] Después de París, se trasladó a Leipzig como director y en muy poco tiempo convirtió la ciudad en la capital musical de Alemania. Uno de los primeros directores en usar batuta, la empleó para convertir a la orquesta de Leipzig en el instrumento musical más destacado de la época: preciso, parco y con cierta predilección por la velocidad. Mendelssohn aumentó el tamaño de la orquesta y revisó su repertorio. De hecho, parece haber sido el primer director que adoptó el estilo dictatorial que parece gozar de tanta popularidad en nuestros días, además de haber sido el principal organizador del repertorio básico que hoy escuchamos, con Mozart y Beethoven como columna vertebral, Haydn, Bach (cuya Pasión según san Mateo rescató de un sueño de un centenar de años) y Händel no muy lejos, y la inclusión de Rossini, Liszt, Chopin, Schubert y Schumann.[2970] Fue él quien concibió la forma de muchos de los programas que hoy oímos: una obertura, una obra de gran calado como, por ejemplo, una sinfonía, y finalmente un concierto. (Antes de él, se consideraba que la mayoría de las sinfonías eran demasiado largas para ser escuchadas sin interrupción, por lo que entre movimiento y movimiento se intercalaban piezas más cortas y menos exigentes).[2971]

La gran avalancha de innovaciones románticas en el ámbito de la música se vio coronada por los desarrollos de la que posiblemente sea la más apasionada de todas las formas artísticas: la ópera. Los dos grandes colosos de la ópera, uno italiano, el otro alemán, son hijos del siglo XIX.

A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Giuseppe Verdi (1813-1901) no fue un niño prodigio. Su destreza como pianista no era excepcional y no consiguió entrar al conservatorio de Milán en su primer intento. Su primera ópera tuvo algún éxito, su segunda fue un fracaso, pero la tercera, Nabucco, lo hizo famoso en toda Italia. Durante los ensayos de esta obra no se realizaba ningún trabajo entre bastidores, pues los pintores y tramoyistas se emocionaban tanto por la música que abandonaban sus tareas y se congregaban, conmovidos, alrededor del foso de la orquesta. Además de la música y del hecho de que Verdi usara una orquesta más amplia que la convencional, Nabucco se hizo popular en Italia debido a que se la interpretó como un símbolo de la resistencia italiana a la dominación y ocupación del país por los austriacos. «Todos los italianos identificaron en el coro “Va, pensiero”, que trata de la añoranza del hogar que sienten los exiliados judíos, su propio deseo de libertad».[2972] En la primera noche el auditorio se puso de pie y aplaudió.[2973] Verdi era un fervoroso nacionalista, y viviría para ver la unificación de Italia y convertirse luego en diputado (renuente) del nuevo parlamento. Cuando las letras V.E.R.D.I. aparecían escritas en los muros de cualquier ciudad italiana bajo ocupación austriaca, la gente las interpretaba como: «Vittorio Emmanuele, Re d’Italia».[2974]

En las óperas que siguieron a NabuccoI Lombardi, Ernani y, en particular, Macbeth— Verdi consiguió crear un tipo de música que nunca antes se había oído, pero que tenía como estímulo la que estaban produciendo los compositores románticos. En lugar de escribir música graciosa, melódica y controlada, Verdi buscaba que las voces de los cantantes reflejaran mediante el sonido la riqueza de su vida interior, su confusión, su amor, su odio, sus tensiones y angustias psicológicas. El mismo compositor comentó esto de forma explícita en una carta que escribió al director de la Ópera de París justo en el momento en que iban a empezar los ensayos de Macbeth. Entre otras cosas, se oponía a la elección de Eugenia Tadolini, una de las cantantes más importantes de la época, para la obra. «Tadolini tiene cualidades demasiado grandes para este papel [Lady Macbeth]. ¡Quizá usted piense que se trata de una contradicción! Pero Tadolini es hermosa y tiene una buena apariencia, y yo quisiera que Lady Macbeth fuera torcida y fea. Tadolini canta a la perfección, y yo no quiero que Lady Macbeth cante. Tadolini tiene una voz maravillosa, clara, brillante, fuerte, y para Lady Macbeth me gustaría una voz áspera, falsa, ahogada. La voz de Tadolini tiene algo de angélico. Y la voz de Lady Macbeth debe tener algo de demoníaca».[2975] Verdi estaba en camino hacia el drama musical y el melodrama, en los que la emoción se representa en escena sin refinar «en sus grandiosos colores primarios: el amor, el odio, la venganza, el ansia de poder».[2976] Esto se fundaba más en la melodía que en la armonía de la orquesta y, por tanto, su obra tiene un humanismo del que carece Wagner.[2977] Pero aun así, la música de Verdi era diferentísima de todo lo que hasta entonces se había oído, y ello hizo que mientras sus óperas gozaban de un enorme éxito entre el público (el día del estreno las puertas del teatro tenían que abrirse cuatro horas antes, tal era la aglomeración de quienes querían asistir), eran objeto de ataques críticos sin precedentes. Con ocasión de una presentación de Rigoletto, en Nueva York en 1855, dos hombres intentaron llevar la producción a los tribunales y conseguir que se prohibiera, pues consideraban que era demasiado obscena para ser vista por las mujeres.[2978]

Al final de su larga vida, cuando ya era una institución en Italia, Verdi volvería a Shakespeare, con Otello y Falstaff. Como la obra original de Shakespeare, Falstaff es una tragicomedia, quizá uno de los géneros más difíciles de llevar a cabo (en el contrato de Verdi se especificaba que él podía retirar la ópera después del ensayo general si éste no salía bien). Falstaff es un personaje que nos gusta y nos disgusta. Es difícil creer que un tonto pueda ser un personaje trágico, pero es claro que lo consigue. La música de Verdi, su majestuosidad, sumada a las historias de Shakespeare, nos permite ver que la tragedia puede tener lugar incluso en una situación en que no hay un héroe trágico en un sentido obvio. Desde esta perspectiva, con el estreno del Falstaff de Verdi en La Scala de Milán, en febrero de 1893, el romanticismo llega a su fin.[2979]

Para entonces Wagner y el tipo de romanticismo que preconizaba estaban ya muertos. Fuera o no un músico más grande que Verdi, Wagner era sin duda alguna un hombre más grande y más complejo, de las dimensiones de Falstaff y, quizá, una figura con la que resultaba igualmente difícil simpatizar. En lo referente al carácter, Wagner era del tipo de Beethoven y Berlioz, siempre consciente de su genialidad, algo en lo que acaso eclipse a ambos maestros. Llevaba el drama en sus huesos.[2980] «Yo no estoy hecho como la demás gente. Tengo que tener brillo y belleza y luz. El mundo me debe lo que necesito. No puedo vivir con la miseria de organista que ganaba su maestro, Bach».[2981] Al igual que Verdi, sus comienzos fueron lentos y hasta que escuchó la Novena sinfonía de Beethoven, y Fidelio, cuando tenía quince años, no decidió hacerse músico. Nunca llegó a hacer algo más que juguetear con el piano, y reconocía que no era el mejor lector de partituras posible. Sus primeras obras, señala Harold Schonberg, «no demuestran talento».[2982] Como le ocurriera a Berlioz, la intensidad de Wagner atemorizaba a sus primeras amantes, y al igual que Schubert, estaba constantemente endeudado, al menos en los primeros años de su carrera. En Leipzig, donde recibió algunas clases (pero fue rechazado), se le conocía por su afición a la bebida y el juego y por ser un hablador compulsivo y dogmático.

Pero después de una serie de aventuras, cuando sus acreedores lo perseguían a diestra y siniestra, finalmente escribió la ópera en cinco actos Rienzi y, como Nabucco en el caso de Verdi, ésta lo hizo famoso.[2983] Se estrenó en Dresden, que de inmediato se garantizó los derechos de Der fliegende Holländer, después de la cual Wagner fue nombrado Kapellmeister allí. Luego vinieron Tannhäuser y Lohengrin, que fueron bien acogidas por el público, en especial la última, con su novedosa combinación de maderas y cuerdas. No obstante, Wagner tuvo que salir huyendo de Dresden después de haberse puesto del lado de los revolucionarios durante el levantamiento de 1848.[2984] Primero se trasladó a Weimar, donde estuvo con Liszt, y luego a Zúrich, donde durante cerca de seis años prácticamente no compuso nada. Wagner estaba intentando desarrollar sus teorías artísticas, se familiarizó con Schopenhauer, y ello lo llevaría a producir varias obras escritas —Arte y Revolución (1849), La obra de arte del futuro (1850), Judaísmo y músic a (1850) y Ópera y drama (1851)— y así mismo un gran libreto basado en la leyenda teutónica medieval: Nibelungenlied. Ésta representaba lo que Wagner denominaba Gesamtkunstwerk, la obra de arte unificada, un concepto fundado en su idea de que todo gran arte (palabras, música, escenografía y vestuario reunidos) debía basarse en el mito, el primer registro de las palabras de los dioses, y convertirse en una especie de glosa moderna (y romántica) de una escritura sagrada. Para Wagner, los artistas debían indagar necesariamente en las tradiciones precristianas porque el cristianismo había pervertido lo que vino después. Una posibilidad, señalada por el Renacimiento, era acudir a los mitos arios de la India, pero Wagner, siguiendo a los expertos alemanes de la época, prefería la tradición septentrional, opuesta a la tradición clásica mediterránea. Y así fue como llegó al Nibelungenlied teutónico.[2985] En adición al nuevo mito, Wagner desarrolló sus ideas acerca de una nueva forma de discurso o, mejor, recreó una antigua forma, el Stabreim, que evocaba la poesía de las sagas, en la que las vocales con las que finalizaba un verso se repetían en las primera palabras del siguiente. Culminando todo esto, tenemos sus nuevas ideas para la orquesta (que para Wagner debía ser incluso más grande que las de Beethoven y Berlioz). Aquí desarrolló su concepto de música ininterrumpida a lo largo de toda la composición. De esta forma, la orquesta se convirtió en parte integral del drama, al mismo nivel que los cantantes. (Wagner se enorgullecía de no haber escrito nunca «recitativo» sobre un pasaje, y él mismo consideró que éste era «el mayor logro artístico de nuestra era».[2986])

El efecto de todo esto, señala un crítico, fue que, por un lado, Europa silbaba las melodías de Verdi, mientras que, por otro, hablaba sobre Wagner. Muchos odiaron los nuevos sonidos (algunos todavía lo hacen) y un crítico (británico) juzgó que Wagner era «simple ruido». Otros, sin embargo, pensaban que el compositor era «una fuerza elemental» y cuando Tristan und Isolde fue estrenada, vieron confirmada su opinión. «Nunca en la historia de la música se había presentado una ópera de aliento comparable, con semejante intensidad, riqueza armónica, orquestación, sensualidad, fuerza, imaginación y color. Los acordes con los que empieza Tristán fueron para la segunda mitad del siglo XIX lo que la Heroica y la Novena sinfonía habían sido para la primera: una ruptura, un nuevo concepto». Wagner diría después que se encontraba en una especie de trance mientras escribía la obra. «Me zambullí, con absoluta confianza, en las profundidades interiores de los acontecimientos del alma, y partiendo del centro más íntimo del mundo construí, sin temor, su forma externa». Tristán es una obra implacable que «de forma gradual, va retirando las capas del subconsciente y revelando el abismo que aguarda en su interior».[2987]

La posición única de Wagner se reveló con mayor claridad en la última etapa de su vida, cuando, por fortuna, le salvó el enloquecido rey de Baviera, Luis II. Éste, que era homosexual, estaba sin duda enamorado de la música de Wagner, y es probable que también haya estado enamorado del compositor mismo. En cualquier caso, el monarca le dijo a Wagner que en Baviera podría hacer más o menos lo que quisiera, y no necesitó repetirlo. «Soy el más alemán de los seres. Soy el espíritu alemán. Pensad en la magia incomparable de mis obras».[2988] Aunque se había visto obligado a exiliarse durante un tiempo, debido a su extravagante y escandalosa incursión en política, su relación con Luis II le permitiría finalmente llegar a la culminación de su carrera, que fue también otra cumbre del romanticismo: la idea de un teatro y un festival dedicados exclusivamente a sus obras y el Anillo en Bayreuth. El primer festival de Bayreuth se celebró en 1876, y fue allí donde Der Ring des Nibelungen, el fruto de veinticinco años de trabajo, se presentó por primera vez.[2989] Con ocasión del primer festival, unos cuatro mil discípulos de Wagner acudieron a Bayreuth, así como el emperador alemán y el emperador y la emperatriz de Brasil, siete testas coronadas más y unos sesenta corresponsales de prensa de todo el mundo, incluidos dos de Nueva York, a quienes se permitió usar el nuevo cable trasatlántico para que sus artículos pudieran publicarse casi de forma inmediata.[2990]

Aunque Wagner tenía sus críticos, y siempre los tendría, la arrasadora maestría del Anillo constituye otro momento crucial de la historia de las ideas musicales. Una alegoría, un «drama cósmico sobre la fuerza redimida por el amor», que expone por qué los valores tradicionales son lo único que puede salvar al mundo moderno de su inevitable destrucción, la obra no ofrecía consuelo al cristianismo.[2991] Aunque fundada en el mito, el Anillo es curiosamente moderno, y éste era su atractivo. (Nike Wagner dice que la obra también tiene muchas similitudes con la familia Wagner). «El auditorio es arrojado a algo primigenio, intemporal, y sometido a fuerzas elementales. El Anillo no trata de las mujeres sino de la Mujer; no de los hombres, sino del Hombre; no de la gente, sino del Pueblo; no de la mente, sino del subconsciente; no de la religión, sino del ritual fundamental; no de la naturaleza, sino de la Naturaleza».[2992] Wagner vivió desde entonces como un híbrido entre rey y deidad, honrado, alabado, vestido con las mejores sedas, bañado en el más fino de los inciensos, y aprovechó la oportunidad para desarrollar su escritura tanto como su música. Sus opiniones —sobre los judíos, la craneología, la posibilidad de que los arios fueran descendientes de dioses— han envejecido peor que su música, muchísimo peor, de hecho. Algunas de ellas eran claramente absurdas, pero no hay duda de que a finales del siglo XIX Wagner, gracias a su confianza en sí mismo, a su voluntad nietzscheana y a la creación de Bayreuth como un asilo en el cual refugiarse del mundo cotidiano, contribuyó a forjar un clima de opinión, particularmente en Alemania (véase el capítulo 36).[2993] En el ámbito de la música su influencia fue enorme: Richard Strauss, Bruckner y Mahler, Dvorák, e incluso Schönberg y Berg. Whistler, Degas y Cézanne fueron todos wagnerianos, mientras que Odilon Redon y Henri Fantin-Latour pintaron imágenes inspiradas en sus óperas. Mallarmé y Baudelaire se declararon cautivados por él. Y mucho más tarde, Adolf Hitler llegaría a decir: «Quienquiera entender la Alemania nacionalsocialista debe conocer a Wagner».[2994]

Un comentario desafortunado. La verdadera meta del romanticismo, el objetivo en el que se fundaba, había sido expuesto por Keats, quien afirmaba que escribía poesía para aliviar «el peso del misterio». El romanticismo siempre fue, en parte, una reacción a la decadencia de las convicciones religiosas, tan evidente en el siglo XVIII y, aún más, a lo largo del siglo XIX. Mientras los científicos intentaban explicar (o esperaban explicar) el misterio, los románticos se deleitaban en él, lo aprovechaban, lo usaban de maneras que los científicos no podían o no querían entender. Ésta es la razón por la que las principales respuestas románticas fueron la poesía y la música: ambas servían mejor para aliviar el peso del misterio.

Esta dicotomía, lo que Isaiah Berlin denomina la incompatibilidad o incoherencia entre la visión de mundo científica y la poética, no podía continuar. El mundo de los románticos, el mundo interior de las sombras y el misterio, de la pasión y la interioridad, podía producir una belleza redentora, podía producir sabiduría, pero el mundo práctico y victoriano del siglo XIX, dominado por las nuevas tecnologías y los recientes avances científicos, en el que el planeta empezaba a conocerse, conquistarse y controlarse como nunca antes lo había sido, exigía una nueva clase de solución o al menos exigía que se la intentara. Esta solución condujo a dos desarrollos con los que concluiremos este libro. En la literatura y en las artes, en la música, la poesía y la pintura, el resultado fue el movimiento que conocemos como «modernismo» o «vanguardia». Y al otro lado de la barrera, dio lugar al fenómeno quizá más extraordinario de los tiempos modernos: el intento de construir una ciencia del inconsciente.

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