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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 32. Nuevas ideas acerca del orden humano: Los orígenes de las Ciencias Sociales y la Estadística

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Capítulo 32

NUEVAS IDEAS ACERCA DEL ORDEN HUMANO: LOS ORÍGENES DE LAS CIENCIAS SOCIALES Y LA ESTADÍSTICA

Joseph-Ignace Guillotin nació en Saintes al oeste de Francia el 28 de mayo de 1738, y era el noveno de doce hijos. Por una curiosa ironía del destino su nacimiento fue prematuro, consecuencia de que su madre presenciara por casualidad una angustiosa ejecución pública. Quizá por esto, Joseph-Ignace siempre fue muy consciente de que en Francia, así como en otros lugares, las técnicas de ejecución variaban muchísimo en función del estatus social del condenado. En general, los miembros de la aristocracia disfrutaban de una muerte rápida, mientras que a los criminales procedentes de los estratos más bajos de la sociedad a menudo se los ajusticiaba de forma lenta y atroz. En la Francia del siglo XVIII, existían más de un centenar de delitos castigados con la pena de muerte, la peor de las cuales se reservó a François Damiens (1714-1757), el desgraciado que atacó a Luis XV con una navaja y consiguió arañar el brazo del monarca. A Damiens se le arrancó la piel del pecho, de los brazos y de los muslos con tenazas al rojo vivo, su mano derecha (la que había sostenido la navaja) fue quemada con sulfuro; sobre la carne expuesta allí donde se le había arrancado la piel se vertió plomo fundido y aceite hirviendo, y por último su cuerpo fue descuartizado utilizando cuatro caballos que tiraban en direcciones diferentes. El verdugo mostró su simpatía por la víctima cortando con un cuchillo los tendones de sus articulaciones para que los caballos pudieran destrozarlo con más facilidad.

Para la época de la revolución, Joseph-Ignace era ya una figura importante, un médico distinguido, destacaba también como profesor de anatomía y consejero de la Facultad de Medicina de la Universidad de París, y se convirtió en diputado de la Asamblea Nacional. Guillotin era un pacifista y, motivado por sus preocupaciones humanitarias, en diciembre de 1789 presentó a la Asamblea seis proposiciones con el objetivo de crear un código penal nuevo y mucho más humano, en el que todos los hombres fueran considerados iguales y las penas impuestas no hicieran ningún tipo de distinción entre los diferentes estratos. El segundo artículo de este nuevo código recomendaba que la pena capital fuera de ahora en adelante la decapitación y que se la aplicara mediante un mecanismo simple y novedoso. La Asamblea dedicó algún tiempo a examinar las recomendaciones del doctor Guillotin antes de adoptarlas, y durante los debates que tuvieron lugar entonces, un periodista preguntó a propósito del nuevo mecanismo si éste había de llevar el nombre de Guillotin o el de Mirabeau, una pregunta sarcástica y retórica, pues el nuevo mecanismo no había sido todavía diseñado, y menos aún construido.

Guillotin no diseñó ni construyó el instrumento que terminaría llevando su nombre. El diseñador fue otro médico, el doctor Antoine Louis (en algún momento se planeó llamar al nuevo dispositivo «Louisette»), mientras que el hombre que de verdad construyó la máquina de ejecución fue un tal monsieur Guedon o Guidon, el carpintero que normalmente se había encargado de proporcionar patíbulos al estado. El nuevo artilugio se probó el 17 de abril de 1792 (se usó paja, una oveja y varios cadáveres). Cuando no se consiguió decapitar a un cadáver con un cuello particularmente grueso después de tres intentos, el doctor Louis elevó la altura desde la que caía la cuchilla y cambió la forma de ésta, que de tener una curva convexa pasó a ser una hoja recta con un ángulo de 45 grados. Se celebró un banquete para dar la bienvenida a «la hija del doctor Guillotin», y se brindó por la igualdad que traería consigo el insigne proyecto.

La guillotina fue empleada «con rabia», por decirlo de algún modo, una semana después, el 25 de abril de 1792, cuando el ladrón y asesino Jacques-Nicholas Pelletier encontró la muerte.[3092] Miles de personas acudieron a ver en acción el nuevo instrumento, pero fueron muchos los que se sintieron decepcionados: la ejecución había terminado demasiado rápido.

Ni el doctor Guillotin ni el doctor Louis hubieran podido prever con qué frecuencia su dispositivo iba a ser empleado en los siguientes años, o con qué eficacia iba a golpear por igual a todos los estratos de la sociedad. La Revolución Francesa de 1789 se recuerda principalmente por lo que Hegel denominó sus «histéricas secuelas», cinco sangrientos años de terror, linchamientos y masacres, y por los años de tumultuosas agitaciones políticas que culminarían finalmente con la dictadura de Napoleón Bonaparte y el comienzo de veinte años de guerras. La nómina de la gente enviada a la guillotina, a menudo por las razones más triviales, tiene aún la capacidad de escandalizar: Antoine Lavoisier, el químico, por haber sido recaudador de impuestos; André Chénier, el poeta, por escribir un editorial que no fue del gusto de alguien; Georges Danton y Camille Desmoulins, acusados por Robespierre; Robespierre mismo; así como otros dos mil quinientos que corrieron igual suerte. Philippe Le Blas, el fiel seguidor de Robespierre, se voló los sesos, pero incluso así se le llevó a la Place de la Révolution (hoy Place de la Concorde) y se le decapitó. Los contemporáneos hablaban de «guillotinamanía» y de «la misa roja» que se celebraba para los «devotos del patíbulo».[3093]

¿Cuántas lecciones pueden extraerse de semejante locura? El historiador Jacques Barzun sostiene que muchos de los «revolucionarios» que querían ajustar cuentas con la monarquía, la nobleza y el clero bajo la pancarta de «libertad, igualdad, fraternidad» eran gente común pero organizada —abogados, artesanos, funcionarios y terratenientes locales— que en su mayoría carecían de experiencia política y administrativa. Pese a que muchos de estos individuos eran personas educadas, la mayoría podía comportarse como una turba en ciertos momentos, y ello explica en parte la despiadada montaña rusa en que se convirtieron los años posteriores a la revolución. En el extranjero, y en Gran Bretaña en especial, los acontecimientos de la Revolución Francesa se seguían con auténtico horror.[3094]

Pero el legado de este período es mucho más complejo y, desde cierto punto de vista, más positivo. Un indicio de la seriedad con la que muchos se interesaban por estos acontecimientos lo constituye el hecho de que en el decenio que siguió a 1789, El contrato social de Rousseau se reimprimiera, por término medio, cada cuatro meses.[3095] Además, aunque algunas de las muchísimas reformas que se introdujeron entonces no perduraron, una buena cantidad sí lo hicieron. Las universidades y las grandes écoles se reorganizaron para reducir el poder de la Iglesia, la biblioteca real se convirtió en la Bibliothèque Nationale, y se creó el Conservatoire, con lo que la formación de los músicos pasó a ser costeada por el estado.

Una de las innovaciones más influyentes y duraderas fue el sistema metrodecimal. Hasta la invención del metro, existían en Francia unas doscientas cincuenta mil unidades de peso y medida diferentes, una cifra increíble. No obstante, la unidad de longitud más utilizada era el pied, que, se suponía, medía lo mismo que el pie del rey, y que tenía otros usos: por ejemplo, el «punto» de imprenta era un 1/144 de pie. En un contexto revolucionario quizá no había nada más incendiario que esto, aunque en este caso los acontecimientos de 1789 únicamente precipitaron una reforma de la que se había estado hablando desde 1775, cuando el primer ministro, Turgot, pidió a Condorcet que diseñara un plan para un sistema de pesos y medidas científico basado en el péndulo de un segundo. La idea de que la unidad básica de longitud debía ser la distancia que recorre un péndulo cuando oscila durante un segundo (ésta era la idea de Talleyrand) se remontaba a Galileo. Sin embargo, esto conllevaba demasiados problemas, principalmente vinculados al hecho de que la tierra no era una esfera perfecta ya que se achataba en los polos y se abultaba en el ecuador. Incluso Newton había sido consciente de que la gravedad terrestre varía ligeramente con la latitud, y no de forma sistemática, por lo que la oscilación de un péndulo es más errática de lo que se podría pensar. La siguiente propuesta fue basar la unidad en algún hecho de la naturaleza, y se optó por recurrir a la circunferencia de la tierra, que, se consideró, era algo que afectaba a todos por igual. Una comisión calculó que una medida igual a la circunferencia del planeta dividida por cuarenta millones daría un valor muy cercano a la aune parisina, una conocida medida de tres pies, muy cómoda a escala humana.[3096] Esta solución resultaría popular, más aún cuando podía servir de base a un sistema de medidas mucho más racional: un gramo sería el peso de un centímetro cúbico de agua de lluvia pesado en el vacío a la temperatura de mayor densidad (4° C); un franco equivaldría a 0,1 gramos de oro, y sería divisible en cien céntimos. Todo esto terminaría imponiéndose, excepto en la medición del tiempo: el uso del nuevo calendario que llamaba a los doce meses de treinta días según la naturaleza (brumario: el mes de la niebla; termidor, el mes del calor; ventoso, el mes de los vientos) nunca se popularizó; así como tampoco lo hizo la idea de dividir los días en diez horas de cien minutos cada una. La gente nunca llegó a acostumbrarse a la idea de que el mediodía era a las cinco en punto y la medianoche a las diez en punto, y el sistema terminó siendo ignorado.

Pero la importancia del metro va mucho más allá de la medida misma, pues fue ocasión de un célebre experimento o investigación de siete años, en la que dos hombres, Jean-Baptiste-Joseph Delambre y Pierre-François-André Méchain, midieron el arco del meridiano que va de Dunkerque a Barcelona (pasando por París) y determinaron la longitud exacta de la circunferencia terrestre en la que el metro había de basarse. La medición condujo a la celebración de un primer congreso científico internacional en 1799, para examinar en colaboración los resultados del trabajo de Delambre y Méchain y establecer de forma definitiva la longitud de la circunferencia de la tierra. Irónicamente, la investigación cometió una serie de errores que, debido a su importancia, la convirtieron en una importante etapa en la invención de métodos estadísticos que discutiremos más adelante en este mismo capítulo.[3097] La medida de la circunferencia terrestre calculada por los dos científicos difiere de los cálculos actuales, realizados mediante mediciones por satélite, por menos de ocho páginas de este libro.

Ahora bien, el aspecto más destructivo del período que siguió a los sucesos de 1789 fue, por supuesto, el Terror y, a continuación, el Directorio y el Consulado. Para muchos, esto era un indicio de que la revolución sólo había conseguido reemplazar la antigua opresión por una nueva. Para otros, lo ocurrido simplemente era una prueba adicional que confirmaba que la verdadera naturaleza del hombre era salvaje, malvada, vengativa y siniestra, todo lo cual justificaba la necesidad de autoridades absolutas tanto en el ámbito temporal como en el espiritual.[3098] Una tercera reacción proponía algo diferente. Según ésta, la revolución estaba fuera de control porque mientras algunos deseaban anteponer la libertad al orden, otros consideraban que lo prioritario era hacer todo lo contrario, esto es, establecer el orden por encima de la libertad. ¿Cuál era la mejor forma de orden si lo que se quería era tener el máximo de libertad? Éste fue uno de los sentimientos fundacionales que darían origen a la sociología.

Roger Smith anota que fueron los revolucionarios franceses los que describieron el cambio como l’art social y que una de las primeras referencias a la science sociale se encuentra en el folleto del abad Sieyès, ¿Qué es el tercer estado?, en el que se intentaba identificar qué eran exactamente «los comunes» en Francia, en oposición a la monarquía, la nobleza o la Iglesia. Para Sieyès así como para autores posteriores, la science social era de hecho una nueva etapa en la historia del pensamiento, un paso adelante en la concepción del mundo secular, ya que consideraba la organización y el orden social sin recurrir a la agrupación política.[3099] Condorcet, que entre otras cosas era secretario permanente de la Académie des Sciences (y había tenido que esconderse ante la posibilidad de terminar en la guillotina), adoptó la frase de Sieyès en la fundación de la Société de 1789, cuya meta era, específicamente, la reconstrucción social de Francia a través de les sciences morales et politiques. Aunque la Société no sobrevivió a la muerte de Condorcet en prisión, el ideal de una ciencia de la sociedad sí lo hizo y tras la reforma de las universidades y las grandes écoles en 1795, la Classe des sciences morales et politiques del nuevo Institut National contaba con un departamento denominado Science sociale, et législation.[3100]

Que la science sociale se popularizara en Francia no resulta sorprendente en absoluto. Después de la revolución, la nación francesa había dejado de componerse de «súbditos» para estar conformada por «ciudadanos», lo cual, se pensaba, implicaba aprender una nueva forma de vida en común. El hecho de que tanto los ciudadanos de izquierda o de derecha (términos que se usaron por primera vez en relación a la disposición de los escaños en la asamblea constituyente después de 1789) sintieran la necesidad de algo nuevo hacía esto más acuciante.[3101]

Si Sieyès y Condorcet fueron los primeros que acuñaron el término «ciencia social», el primer científico social digno de este nombre fue, al menos en lo que respecta a Francia, Claude-Henri de Saint-Simon (1760-1825). Éste había luchado en la guerra de independencia de Estados Unidos y, por tanto, conocía muy bien cómo la joven república estaba usando las ideas de la Ilustración para impulsar la democracia, la ciencia y el progreso, y al igual que muchos otros franceses de su generación, estaba al tanto de los recientes avances en matemáticas y ciencias naturales. El contraste que advertía entre el progreso constante del conocimiento y la locura y falta de rumbo de las maniobras de los políticos lo empujaron hacia la science sociale. El desarrollo de las ciencias, y el optimismo general que éste traía consigo, lo llevaron a introducir el término «positivo» para describir aquellas actividades del hombre que por fin habían conseguido prescindir de toda dependencia de las explicaciones metafísicas. Pensaba que tras la revolución las ciencias del hombre se volverían cada vez más positivas, en especial si la fisiología continuaba progresando de la manera en que lo estaba haciendo. Saint-Simon creía que era posible descubrir regularidades y patrones en «las condiciones concretas de la vida social tales como el clima, la salud, la dieta y el trabajo». Y estaba convencido de que la vida poseía una organización que no tenía ninguna relación con la política (ni con la teología). Según Saint-Simon, la medicina ofrecía la mejor metáfora para la organización de la sociedad, y la fisiología en particular. Y empezó por preguntarse si era posible que existieran leyes que gobernaran el comportamiento social, que él y sus contemporáneos ignoraban de la misma forma en que antes se desconocía el principio de la circulación de la sangre.[3102]

No obstante, si las ciencias sociales, en tanto nueva forma de pensar y nueva teoría sobre el orden humano, emergieron originalmente en Francia, fue la veloz industrialización de Inglaterra, y en particular la masiva migración del campo a las ciudades que la acompañó, la que hizo evidente por primera vez la necesidad práctica de este nuevo desarrollo. Entre 1801 y 1851 la población de Inglaterra y Gales prácticamente se duplicó, al pasar de diez millones y medio de habitantes a 20,8 millones, sin embargo, el crecimiento de las ciudades en el mismo período fue en todo sentido desproporcionado. Birmingham pasó de tener 71 000 habitantes a tener 233 000, un incremento del 328 por 100; Glasgow, de 84 000 a 329 000, un aumento del 392 por 100; y Manchester/Salford experimentó un espectacular salto del 422 por 100, al pasar de 95 000 habitantes a 401 000.[3103] Un crecimiento de semejante magnitud no podía dejar de tener consecuencias tremendas, las peores de las cuales estaban relacionadas con la falta de alojamientos adecuados, la superpoblación en las fábricas, la crueldad del trabajo infantil, lo primitivo e inadecuado de los servicios sanitarios y las enfermedades asociadas con ello. Cientos de miles de trabajadores, si no millones de ellos, vivían hacinados en edificaciones afeadas por el hollín y el humo procedentes de los altos hornos, que carecían incluso de las instalaciones más básicas. Las condiciones eran tan precarias que toda una región, entre Birmingham y Stoke, se conocía como «el País Negro».[3104]

John Marks ha recopilado varios relatos sobre los horrores del trabajo infantil y las enfermedades. «Grandes cantidades de niños pobres eran entregadas a los patronos desde los siete años de edad para que trabajaran durante doce horas al día, incluso los sábados, bajo el control de supervisores que con frecuencia los azotaban. En ocasiones se los hacía trabajar durante catorce o quince horas al día, seis días a la semana, y teniendo que dedicar las horas de la comida a limpiar la maquinaria… He aquí parte de las pruebas proporcionadas al comité gubernamental sobre el trabajo de los niños en las fábricas entre 1831 y 1832: “¿A qué hora de la mañana, en tiempo fresco, iban estas niñas a la fábrica?”. “En tiempo fresco, durante unas seis semanas, entraban a las tres de la mañana y terminaban a las diez o diez y media de la noche”. “¿Qué intermedios para descansar o refrescarse tuvieron durante esas diecinueve horas de trabajo?”. “Para el desayuno, un cuarto de hora, y para cenar, media hora, y otro cuarto de hora para beber”. “¿Se dedicó parte de ese tiempo a limpiar la maquinaria?”. “Por lo general tenían que hacer lo que denominan secado; algunas veces ello les llevaba todo el tiempo que tenían para desayunar o beber, tomaban su cena o su desayuno lo mejor que podían, y si no lograban terminarlo se lo llevaban a casa”».[3105] Desde 1819, se aprobaron en el Parlamento leyes que pretendían limitar tales excesos pero éstas nunca fueron lo suficientemente lejos y las condiciones de trabajo de los niños continuaron siendo lamentables.

Bajo este sistema, los niños quedaban tan agotados que con frecuencia los adultos supervisores tenían que sacudirlos en las mañanas para conseguir que se despertaran y luego vestirlos. «En algunas de las minas las condiciones eran aún más duras: se empleaba a los niños desde los cuatro años para que se encargaran de abrir y cerrar las trampas de ventilación. Tenían que sentarse durante horas en pequeños nichos excavados en el carbón en los que, en palabras de un comisionado, trabajaban “en un confinamiento solitario del peor orden”».[3106] No es una sorpresa, por supuesto, que semejante situación hubiera disparado las tasas de mortalidad de forma alarmante, entre otras razones porque los niños se quedaban dormidos y caían dentro de la maquinaria. Y ésa, al menos, era una muerte rápida. Dadas las precarias condiciones sanitarias en las que se vivía, eran muchas las enfermedades que se propagaban entre la población, en especial la trinidad compuesta por la tuberculosis, el cólera y el tifus.[3107]

Dickens y otros autores escribieron sus «novelas industriales», Robert Owen y otros hicieron campaña para impulsar cambios en las leyes, pero la primera persona que pensó que la industrialización era un problema que podía ser estudiado de forma sistemática fue el francés Auguste Comte (1798-1857). Comte, que destacaba físicamente por sus piernas inusualmente cortas, tuvo una infancia excepcional en el sentido en que creció en una familia compuesta exclusivamente de mujeres, lo que parece haber ejercido un importante efecto sobre su personalidad, pues durante toda su vida tuvo problemas con las mujeres y vivió siempre preocupado por aquellos menos afortunados que él. Hijo de un funcionario público, Comte ingresó en la École Polytechnique de París, entonces muy conocida por la formación que ofrecía en ciencia e ingeniería, y se dedicó al estudio tanto de la revolución industrial como de la Revolución Francesa. En esta institución Comte descubrió la meta de su vida: «aplicar los métodos de las ciencias físicas a la sociedad».[3108] Comte entendió que la sociedad en la que vivía estaba cambiando en un sentido fundamental, ya que lo que él denominaba valores «teológicos» y «militares» estaban siendo reemplazados por un mundo de valores «científicos» e «industriales». En tal mundo, decía, los industriales ocupaban el lugar de los guerreros, y los científicos el de los sacerdotes. Los científicos sociales «al administrar la armonía humana, desempeñan en el nuevo orden social básicamente la función del sumo sacerdote».[3109]

Entre 1817 y 1824, después de su época en la École Polytechnique, Comte se convirtió en secretario de Saint-Simon. Tras pelearse (debido a que Comte sentía que Saint-Simon no le había dado todo el crédito que merecía en un ensayo que publicó), el secretario emprendió su propio camino en solitario. Comte creía muchísimo en la idea de fases y en su libro Cours de Philosophie Positive (Curso de filosofía positiva) sostuvo que tanto la humanidad como la ciencia atravesaban tres etapas.[3110] En primer lugar estaba la etapa teológica, en la que la gente atribuía los fenómenos a un dios; en segundo lugar, la etapa metafísica, en la que los humanos atribuían las causas a fuerzas o formas abstractas; y en tercer lugar, la que denominaba etapa positiva, en la que la ciencia «abandona la búsqueda de causas últimas» y en lugar de ello se preocupa por identificar regularidades y secuencias predecibles en «los fenómenos observables». Su idea era que la humanidad había realizado progresos sistemáticos en las principales ciencias: las ciencias físicas en el siglo XVII, y las ciencias de la vida en el siglo XVIII, así como en su propia época, comienzos del siglo XIX. Desde ese momento, proponía, las ciencias y en particular las ciencias de la vida estarían a la vanguardia del progreso de la civilización.[3111] Comte daba a las ciencias de la vida el nombre de «física orgánica», disciplina que dividía en fisiología y física social, a la que luego denominaría sociología, un neologismo acuñado por él. La física social, afirmaba, se diferenciaba claramente de la fisiología, pues «tiene su propio objeto, las regularidades del mundo social, que no pueden describirse en términos de ninguna otra ciencia».[3112] El propósito deliberado de Comte era, específicamente, reemplazar la filosofía política por la sociología, algo que consideraba «inevitable», ya que esta última constituía una base menos partidista sobre la que fundar la armonía social e incluso la moral. Los fenómenos sociales, decía, eran iguales a todos los demás fenómenos en el sentido de que obedecen a sus propias leyes naturales invariables. No obstante, distinguía entre dos formas de sociología: la forma «estática», que estudiaba las leyes que gobiernan la organización de la sociedad y producen orden y moral; y la forma «dinámica», que estudia las leyes que gobiernan el cambio.[3113]

A partir de aquí Comte se extravió en buena medida. Su obsesión con el orden social, sumada a su desdeñosa opinión de la religión organizada (por no hablar de una apasionada aventura amorosa), lo llevaron a intentar proponer su propio nuevo orden social en forma de nueva religión, la cual tendría como objetivo «vivir en amor según las bases del conocimiento positivo». A Comte le encantaban los rituales religiosos, que, pensaba, contribuían a crear la armonía social, pero las instituciones que se fundaron en su nombre tenían muy poco de «positivo». En realidad, éstas fueron ante todo réplicas de la Iglesia católica excepto por el hecho de que el objeto de veneración era el amor a la humanidad.[3114] De esta manera, Comte desvió y dilapidó sus enormes energías creativas. Esto lastró la maduración de su sistema de física social, que en última instancia fracasó en dos aspectos claves: en primer lugar, no había en él espacio para la psicología, esto es, para la motivación individual; en segundo lugar, su obsesión por el orden y el modo de alcanzarlo era tal que pasó por alto la función del conflicto en la sociedad, la cruda realidad del poder. Un vacío que Marx se encargaría de llenar.[3115]

Inglaterra contó con su propio Comte en la persona de Herbert Spencer (1820-1903), quien al igual que el francés estaba muy influido por las ciencias duras y la ingeniería. En el caso de Spencer esto tenía mucho que ver con el hecho de haber crecido en Derby, un nudo ferroviario del centro de Inglaterra (su primer trabajo fue precisamente en una compañía ferroviaria). Pero Spencer se diferenciaba de Comte en un aspecto fundamental: mientras el objetivo del francés era, en última instancia, que la sociología pudiera influir en las políticas gubernamentales, la preocupación central del inglés era que la sociología demostrara que el gobierno «debía interferir tan poco como fuera posible en los asuntos humanos». Spencer era un admirador de Adam Smith y Charles Darwin, y adaptó las ideas de ambos pensadores para proponer la idea de que la sociedad era una organización de complejidad creciente en la que, al igual que en las fábricas, resultaban necesarias la diferenciación estructural y la especialización de funciones. Esto era fundamental porque, en su opinión, una estructura semejante haría a las sociedades más aptas en un sentido darwiniano. Según pensaba, la evolución ocurría a todos los niveles de la sociedad, lo que tenía como consecuencia «la supervivencia del más apto» (la frase es suya, si bien sólo había comprendido a medias la teoría de la selección natural) y la «erradicación» de los pueblos menos capaces de adaptarse. Este enfoque recibiría el nombre de darwinismo social.[3116]

Spencer fue mucho más popular que Comte, al menos en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde su libro más famoso, The Study of Sociology (1873), se publicó tanto en un volumen único como por entregas en la prensa. Una de las razones para su popularidad fue el hecho de que Spencer supo decir a las clases medias victorianas lo que éstas querían oír, a saber, que el esfuerzo moral individual era el motor del cambio y que, por tanto, la sociología respaldaba las ideas de la economía del laissez-faire y de la mínima intervención del gobierno en los ámbitos de la industria, la salud y el bienestar.

Durante el curso del siglo XIX, la sociología alemana se puso a la par de la francesa e inglesa y luego las superó a ambas. Tras los horrores del estalinismo y las penosas condiciones de vida de muchos países de Europa oriental durante la guerra fría (por no hablar de China), el nombre de Karl Marx (1818-1883) tiene demasiadas connotaciones. Aunque antes hemos discutido sus teorías políticas (véase el capítulo 27), aquí nos interesan sus ideas como sociólogo, que para muchos resultan igualmente relevantes. En el ámbito de la sociología, el pensamiento de Marx se centra en sus conceptos de alienación e ideología, a los que también nos hemos referido antes, si bien una breve recapitulación nos será de gran utilidad.[3117] El concepto de alienación alude al hecho de que la vida de las personas y su propia imagen pueden verse determinadas y con frecuencia dañadas por sus condiciones materiales de trabajo. «Quienes trabajan en las fábricas», decía Marx, «se convierten en meros trabajadores fabriles», con lo que quería decir que los obreros sentían que no tenían control sobre sus vidas y, con frecuencia, tenían que trabajar por debajo de sus capacidades. Por «ideología» Marx entendía las visiones del mundo imperantes que la sociedad interpretaba de forma inconsciente como «naturales», lo que hacía a la gente pensar, por ejemplo, que nada podía hacerse para cambiar el estado de cosas vigente o que nada podía mejorarse. Otra idea sociológica de Marx era la que distinguía entre la «base» y la «superestructura» de la sociedad. En su opinión, las condiciones de producción constituían la base, la realidad básica de la sociedad, mientras que las instituciones (las leyes, la administración pública o la Iglesia, por ejemplo) conformaban la superestructura. Para Marx, la economía y no la psicología era la ciencia humana fundamental, una postura con la que dio origen a una nueva forma de pensar los asuntos humanos, preocupada por la relación entre las creencias o saberes, o instituciones sociales, y el funcionamiento del poder. «Mientras los pensadores de la Ilustración y los liberales del siglo XIX empezaban sus reflexiones desde una idea de la naturaleza humana, Marx invirtió la ecuación y buscó explicar la naturaleza humana a partir de factores históricos y económicos».[3118]

Aunque hoy puede parecernos sorprendente, la verdad es que, en un principio, Europa occidental no asimiló las ideas de Marx hasta finales del siglo XIX (Harold Perkins afirma que el marxismo apenas se conocía en Inglaterra antes de la década de 1880). En un comienzo, las ideas de Marx despertaron más interés en Rusia, que entonces era un país muy atrasado, tanto en términos políticos como sociales, y donde la gente había empezado a preguntarse si tal situación podía superarse con un gran salto o si, en cambio, sería necesario atravesar distintas reformas, revoluciones y renacimientos como los que ya había experimentado Occidente. Marx llamaría la atención de Occidente sólo más tarde, cuando la violencia de lo ocurrido en Rusia pareciera confirmar sus argumentos.

Los otros sociólogos alemanes que contribuyeron a crear la sociología moderna y cuya influencia en el pensamiento del siglo XX fue determinante fueron Max Weber, Ferdinand Tönnies y Georg Simmel. Como en el caso de Marx, las teorías de Weber eran predominantemente económicas, pero también debían algo a Comte y es probable que Weber fuera el primer alemán que se refirió a sí mismo como un sociólogo. (Referirse a la sociedad como «sociedad» no fue algo común antes de finales del siglo XIX. La gente se refería a la «sociedad política», a la «sociedad salvaje» y demás, pero no a algo más abstracto.[3119])

La principal preocupación entre los sociólogos alemanes era la «modernidad»: en qué sentido la vida moderna difería del pasado en términos sociales, políticos, económicos, psicológicos, económicos y morales. Esta idea era particularmente importante en Alemania debido a la unificación formal del país el 1 de enero de 1871. La obra de Max Weber puede leerse en su totalidad como un intento de identificar qué era lo que distinguía a la civilización occidental moderna, sin embargo, cómo señala Robert Smith, ésta es una preocupación que compartían todos los primeros sociólogos. He aquí la tabla que propone Smith:

Herbert Spencer: la modernidad implica un cambio de una sociedad predominantemente militante [militar] a una sociedad industrial;

Karl Marx: el cambio fue del feudalismo al capitalismo;

Henry Maine (sociólogo y antropólogo británico, cuya obra más famosa, El derecho antiguo, adopta un enfoque evolutivo): estatus → contrato; Max Weber: autoridad tradicional → autoridad racional-legal; Ferdinand Tönnies: Gemeinschaft (comunidad) → Gesellschaft (asociación).[3120]

Weber pensaba que el desarrollo de la ciencia social ayudaría al recién unificado estado alemán a analizar y aclarar cuáles eran exactamente «las condiciones económicas y sociales modernas ineludibles». El pensador formaba parte del grupo de académicos (compuesto predominantemente por historiadores económicos) que en 1872 fundó la Verein für Sozialpolitik (Asociación para la Política Social) cuya meta era precisamente ésta, investigar los vínculos entre las condiciones sociales y la industrialización.[3121] Desde su punto de vista, los miembros de la Verein pensaban que Alemania se enfrentaba a un dilema. Estaban de acuerdo en que el Segundo Reich, en el que vivían y trabajaban, no tenía otra opción que aceptar la industrialización, pero al mismo tiempo no creían que la economía industrial fuera a satisfacer a todos de igual manera. Por esta razón, recomendaron al gobierno que desarrollara políticas que reflejaran esta realidad, como la creación de un sistema de seguridad social que aliviara la pobreza de la clase trabajadora.[3122]

Dentro de la sociología, Weber fue un erudito. En un principio empezó escribiendo historia económica, luego realizó una investigación sobre la depresión agrícola en Prusia en la década de 1880, antes de dedicarse a un aspecto diferente de la historia, las antiguas religiones de Israel, la India y China, lo que le aportó una perspectiva comparativa desde la cual examinar el (moderno) desarrollo económico occidental.[3123] Esto concede autoridad adicional a su obra más conocida, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, que apareció en 1904. En esta obra, Weber se propuso explicar que «en el mundo moderno, el desarrollo económico crucial, esto es, el capitalismo, fue en primer lugar una empresa llevada a cabo por protestantes, incluso en los países católicos».[3124] Además, estos protestante no estaban necesariamente interesados en la creación de riqueza en cuanto tal o en los lujos a los que el dinero permite acceder, sino que veían el trabajo ante todo como una obligación moral, una vocación (Beruf), la mejor forma de cumplir con el propio deber ante Dios. En efecto, mientras para los católicos el ideal más elevado era la purificación de la propia alma a través de la contemplación y el retirarse del mundo (como ocurre con los monjes), para los protestantes lo importante era prácticamente lo opuesto: la realización era resultado del ayudar a otros.[3125]

Aunque era un hombre apasionadamente político, Weber ansiaba tanto como Comte que la sociología consiguiera proponer «hechos libres de juicios de valor» sobre la sociedad, esto es, descripciones independientes de los valores personales o colectivos de los científicos que realizan la investigación. Al mismo tiempo, Weber se esforzó especialmente por señalar que la ciencia no podía ofrecernos valores ni decirnos cómo debemos vivir, y que lo único que podía proporcionarnos eran nuevos conocimientos, hechos, para ayudarnos a decidir cómo debemos vivir. Pensaba que el hecho más sobresaliente del mundo moderno era que implicaba desencanto. En el mundo moderno, decía, «los dioses no tienen ni pueden tener cabida».[3126] Para Weber, la modernidad implicaba racionalidad, la organización de todas las cuestiones a partir de la trinidad de la eficacia, el orden y la satisfacción material. En su opinión, esto se lograba mediante las instituciones legales, comerciales y burocráticas que, de forma creciente, controlaban las relaciones entre los seres humanos. El problema, desde su punto de vista, era que la sociedad comercial e industrial, cualesquiera que sean los beneficios que conlleva, llena de desencanto nuestras vidas y acaba con la posibilidad de que la humanidad pueda tener un «propósito espiritual».[3127] Según Weber, no había nada que pudiera hacerse al respecto: el desencanto había llegado para quedarse y había que aprender a vivir con él.

Un último argumento de Weber era que las nuevas ciencias humanas, de las cuales la sociología formaba parte, eran básicamente diferentes de las ciencias naturales. Mientras resulta posible «explicar» los sucesos naturales en términos de la aplicación de leyes causales, la conducta humana es «intrínsecamente significativa» y ha de ser «interpretada» o «comprendida» en un sentido en el que no puede serlo la naturaleza.[3128] Esta dicotomía weberiana ha mantenido su vigencia y pertinencia hasta nuestros días.

Apenas menos influyente que esta dicotomía, en la época al menos, fue la distinción propuesta por Ferdinand Tönnies (1855-1936). En 1887, Tönnies sostuvo que las sociedades premodernas se fundaban en la Gemeinschaft (comunidad), mientras que las sociedades modernas se fundaban en la Gesellschaft (asociación). Las comunidades en el sentido tradicional crecen de forma orgánica y poseen un conjunto de valores «sagrados» (y en su mayoría imposibles de cuestionar) que comparten todos sus miembros. Las sociedades del mundo moderno, por su parte, están organizadas de forma más racional y científica y se sustentan en burocracias. Según Tönnies, la consecuencia de esto es que hay algo de artificial y arbitrario en las sociedades modernas que resulta inevitable, y que no hay nada que garantice que quienes están vinculados a ellas compartan sus valores. El arte moderno expresó con frecuencia esta concepción (véase el capítulo 36).

El cuarto gran sociólogo alemán del siglo XIX fue Georg Simmel, que en 1903 publicó el famoso ensayo «La metrópolis y la vida mental», en el que explicaba que «la intensificación de la vida emocional, resultado del constante y veloz cambio de estímulos internos y externos, constituye la base psicológica sobre la que se erige la individualidad metropolitana».[3129] Para Simmel, que fue maestro de Karl Mannheim y Georg Lukács, las vastas ciudades que habían surgido en el siglo XIX (metrópolis, no ciudades universitarias medievales) eran un nuevo tipo de espacio, con importantes implicaciones para las interacciones humanas, «un espacio que al mismo tiempo excita y aliena… un lugar que promueve la atrofia de la cultura individual a través de la hipertrofia de la cultura objetiva».[3130] Si la primera frase evoca la ciudad que los impresionistas intentaron pintar, ello explica por qué en Berlín se conocía a Simmel como «el Manet de la filosofía». Su otra idea influyente fue su distinción entre cultura «objetiva» y «subjetiva». Cultura objetiva era para Simmel lo que nosotros llamaríamos «alta cultura», aquello que Matthew Arnold describía como lo mejor que se ha pensado, escrito, compuesto y pintado. Esta cultura era objetiva en el sentido de que estaba «ahí afuera», en formas concretas que cualquiera podía ver, escuchar o leer, y Simmel pensaba que la forma en que la gente se relacionaba con este «canon» de obras era la mejor manera en que podía definirse una sociedad o cultura. Por otro lado, Simmel sostenía que en la «cultura subjetiva» el individuo buscaba «realizarse» no en relación a una cultura exterior, «ahí afuera», sino a través de sus propios recursos. En esta cultura subjetiva es nada o muy poco lo que se comparte. Simmel pensaba que el ejemplo clásico de cultura subjetiva era la cultura de los negocios, en la que cada quien estaba concentrado en su propio proyecto particular. En un mundo semejante, cada quien puede sentirse más o menos satisfecho con su suerte sin advertir la insatisfacción colectiva, que se manifestaba como alienación. En 1894 Simmel se convirtió en la primera persona que impartió un curso llamado específicamente sociología.[3131]

Simmel nos devuelve a Francia, pues su homólogo allí era Émile Durkheim (1858-1917). Hijo de un rabino de Lorena, Durkheim era judío y provinciano y, por tanto, doblemente marginal, algo que quizá le haya beneficiado en sus observaciones. Desde 1789 Francia había atravesado varios períodos turbulentos, como la revolución de 1848 y la guerra franco-prusiana y el sitio de París, de 1870-1871, y ello hizo que Durkheim estuviera siempre interesado en el problema de la estabilidad social, de qué condiciones la promueven y cuáles la destruyen, y de qué factores proporcionan a los individuos una idea de propósito que los haga ser honestos y optimistas.[3132]

Desde un punto de vista profesional, Durkheim se benefició de toda una avalancha de cambios en la educación superior francesa. Tras el asedio y la comuna, los republicanos franceses y los monárquicos católicos habían luchado por hacerse con el control, en especial en el ámbito educativo, un enfrentamiento del que los republicanos emergerían finalmente victoriosos. Entre sus prioridades estaba la reforma de las universidades, en las que se crearon departamentos de investigación científica siguiendo el modelo alemán. Estos cambios favorecieron a Durkheim, que hacia 1887 era catedrático en la Universidad de Burdeos, en la que ofrecía un nuevo curso: «ciencia social».[3133] Y por tanto, cuando las autoridades reestructuraron Burdeos, así como las demás universidades, estaba en la posición perfecta para aprovechar el cambio e inventar (al menos en Francia) la nueva disciplina de la sociología. Consciente de que era su oportunidad, Durkheim se movió con rapidez y escribió un manual sobre la materia y dos obras sobre temas más puntuales pero también más polémicos: La división social del trabajo (1893) y El suicidio (1897). Un año después de la publicación de esta última obra, creó una revista, L’année sociologique. En 1902 se le ascendió a la Sorbona.

El suicidio, su obra más conocida, aborda un tema que, como señala Roger Smith, no parece a primera vista ser asunto de la sociología.[3134] El suicidio parecería ante todo ser una cuestión íntima, privada, subjetiva (Gide argumentaría más tarde que el suicidio era en principio inexplicable). Pero lo que Durkheim quería mostrar era, precisamente, que la psicología tenía una dimensión sociológica. En la primera parte de su libro, por ejemplo, usaba la estadística para mostrar que las tasas de suicidio variaban en función de si se era católico o protestante, si se vivía en el campo o en la ciudad. Esto era algo que nunca antes se había hecho y la gente quedó impresionada por sus hallazgos. Sin embargo, estas variables obvias no satisfacían por completo a Durkheim, que pensaba que había características sociales menos tangibles que eran igualmente importantes, lo que le llevó a distinguir entre el suicidio egoísta, altruista, anómico y fatalista. Durkheim describió el egoísmo como «una medida del fracaso de una sociedad para convertirse en centro de los sentimientos del individuo».[3135] En una sociedad en la que tales fracasos son evidentes, una alta proporción de la población carece de rumbo y no se encuentra integrada. Por «anomia» entendía una medida general de la ausencia de normas en la sociedad, lo que implicaba que la gente llevaba una vida carente de regulación, lo que tenía numerosos efectos colaterales como la elevada criminalidad. Durkheim, por tanto, estaba argumentando que la sociedad era una entidad, algo que existía de hecho, y que había fenómenos sociales, como el egoísmo o la anomia, que tenían una existencia fuera de los individuos y que no podían ser reducidos a las descripciones que de ellos ofrecían la biología o la psicología.[3136]

Otro de los logros de Durkheim en su defensa de la necesidad de una aproximación sociológica a la naturaleza humana fue el de haber puesto los cimientos de una medicina sociológica, lo que en la actualidad llamamos epidemiología. Él, por supuesto, no fue el único que lo hizo: los estados alemanes, así como Austria y Suecia habían empezado a recopilar datos con este objetivo desde el siglo XVIII. Pero además, la medicina social, la epidemiología, nació también en las grandes ciudades industriales en las que la población tenía que realizar grandes esfuerzos para lidiar con problemas y experiencias sin precedentes, algunos de los cuales estaban relacionados con la higiene. En Gran Bretaña, uno de los primeros que consiguió realizar avances notables en este campo, y quien, en ese sentido, se convirtió en modelo para otros, fue sir John Snow, que estudió el cólera desde un punto de vista estadístico y sociológico. En 1854, hubo en Londres un terrible brote de cólera que en menos de diez días había provocado la muerte de más de quinientas personas. Al examinar las listas de personas fallecidas y afectadas, Snow advirtió que la mayoría de los casos habían ocurrido en las cercanías de Broad Street. «A través de entrevistas a miembros de las familias de los fallecidos, Snow consiguió identificar un único factor común, a saber, la bomba [de agua] de Broad Street, de la que todas las víctimas habían llegado a beber. El que en el asilo para pobres local, ubicado también en la zona de Broad Street, sólo unos cuantos internos hubieran contraído el cólera, y el hecho de que todos ellos lo hubieran contraído antes de haber ingresado en el centro, ofrecía una prueba adicional que confirmaba su intuición. Snow propuso la hipótesis de que el agua del asilo procedía de un pozo separado, y así era… Snow obtuvo su recompensa por esta cuidadosa investigación cuando, convencido de que las aguas contaminadas de la bomba de Broad Street eran la causa del brote de cólera, consiguió persuadir a las autoridades de que la cerraran». Aunque sus efectos no fueron inmediatos, esto acabó con el brote y el episodio se convirtió luego en una leyenda. Lo que hace a la investigación de Snow todavía más inusual es el hecho de que el bacilo del cólera no había sido aún descubierto (lo haría Robert Koch, unos veintiocho años después).[3137]

La teoría de que los gérmenes eran los causantes de las enfermedades infecciosas no emergería de forma completa hasta la década de 1880. Por la época en la que Snow realizó su indagación, Ignaz Semmelweis, un médico húngaro, advirtió que los casos de fiebre puerperal podían reducirse si los cirujanos se lavaban las manos antes del parto. En 1865 Joseph Lister fue aún más lejos al defender el uso del ácido carbólico (fenol) sobre las heridas de los pacientes durante la cirugía. Sin embargo, la idea de vacunación no surgió hasta que Louis Pasteur descubrió que podían emplearse versiones débiles de ciertas bacterias para inmunizar contra las enfermedades que ellas mismas provocaban cuando estaban dotadas de toda su fuerza, un descubrimiento que pronto se aplicó a la prevención de un amplio número de enfermedades que entonces proliferaban en la ciudades: tuberculosis, difteria, cólera.[3138]

Los problemas planteados por la urbanización también llevaron a los británicos a impulsar la creación de un censo decenal, que empezó en 1851. El objetivo de este proyecto era que proporcionara una base simple pero empírica en que fundar las decisiones sobre las cuestiones sociales de la Gran Bretaña moderna. A su vez, el censo estimuló los primeros intentos sistemáticos de evaluar las dimensiones de la pobreza y de los problemas de vivienda. Según Roger Smith, esto «transformó la conciencia moral y política del país».[3139]

El censo fue un reflejo del creciente interés en la estadística. La Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, también ella una organización reciente, fundada en 1831, creó ese mismo año una sección de estadística. La Sociedad Estadística de Manchester se fundó dos años después, y la Sociedad Estadística de Londres al año siguiente. Para entonces ya se daba por sentado que el reunir información sobre las cifras de mortalidad, la incidencia de crímenes o casos de locura, o los hechos nutricionales, por ejemplo, serviría de base empírica para las políticas sociales del gobierno, así como el estudio de la ciencia social en las universidades. De repente (o así lo pareció) había disponible una enorme cantidad de datos que describían la vida en Gran Bretaña y otros lugares. Y fue este simple volumen de datos el que incentivó el desarrollo de análisis estadísticos complejos que fueran más allá del mero conteo. Los primeros dos tipos de aproximación estadística se concentraron en la distribución de las mediciones de cualquier aspecto particular de la vida, por un lado, y en la correlación entre las mediciones, por otro. Además de tener implicaciones para las decisiones políticas, estas técnicas tuvieron dos efectos adicionales: mostraron cómo ciertos fenómenos diferentes tendían a agruparse, lo que sirvió para plantear nuevas preguntas, y revelaron que las correlaciones estaban invariablemente lejos de ser perfectas. Dado que las mediciones variaban (a lo largo de una distribución) empezaron a surgir preguntas sobre la indeterminación del mundo, una preocupación que se extendió al siglo XX, cuando se manifestó incluso en ciencias duras como la física.[3140]

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