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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 34. La mente «americana» Y la universidad moderna

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Esto se convirtió en una manzana de la discordia, en una polémica que culminó en mayo de 1852 en una serie de conferencias pronunciadas en Dublín por John Henry Newman, que más tarde se convertiría en el cardenal Newman, sobre «La idea de universidad». El estímulo inmediato para estas charlas había sido la fundación de nuevos centros universitarios, como la Universidad de Londres y los Queen’s Colleges irlandeses (en Belfast, Cork y Galway), en los cuales, por principio, se habían dejado de lado los estudios de teología. Las charlas de Newman, que se harían famosas como defensa clásica de lo que todavía se denomina una «educación liberal», se basaban en dos argumentos. El primero era que «el cristianismo, y no otra cosa, debe constituir el fundamento y principio de toda la educación».[3365] Newman sostenía que todas las ramas del conocimiento están interconectadas y que excluir a la teología era distorsionar el saber. Su segundo argumento era que el conocimiento es un fin en sí mismo, y que por tanto el propósito de la educación universitaria no era la utilidad inmediata que pudiera proporcionar sino los frutos que ofrecía a lo largo de la vida. «Se forma un hábito mental que perdura toda la vida, cuyos atributos son la libertad, la imparcialidad, la calma, la moderación y la sabiduría; o lo que en un discurso anterior me aventuré a llamar hábito filosófico… El conocimiento es capaz de convertirse en su propia meta».[3366] La idea seminal de Newman, y la más polémica, pues se trata de un debate que sigue vigente, aparece en su séptima conferencia (pronunció cinco en Dublín, pero publicó cinco más que no llegó a dictar).

En ella, se afirmaba que «el hombre que ha aprendido a pensar y razonar, a comparar y discriminar y analizar, que ha refinado su gusto, formado su juicio y agudizado su visión intelectual, no se convertirá de inmediato en un letrado o en un abogado defensor, en un orador, un estadista, un médico, en un buen patrón u hombre de negocios, ni en un soldado, un ingeniero, un químico, un geólogo o un experto en la antigüedad, sino que su intelecto estará en condiciones de elegir cualquiera de estas ciencias o vocaciones que he mencionado… con una facilidad, una gracia, una versatilidad y un éxito, que a cualquier otro le serán desconocidos. En este sentido, por tanto… la cultura intelectual es absolutamente útil».[3367]

Más allá de su preocupación por la educación «liberal», el énfasis que Newman ponía en la religión no estaba tan fuera de lugar como podría parecernos, especialmente en Estados Unidos. Como ha mostrado George M. Marsden en su estudio sobre los primeros colegios universitarios estadounidenses, antes de la guerra civil se habían fundado unos quinientos centros, de los que quizá doscientos sobrevivieron hasta el siglo XX. Dos quintas partes de ellos eran o bien presbiterianos o bien congregacionistas, después de haber sido más de la mitad en días de Jefferson, debido al avance de los centros metodistas, baptistas y católicos después de 1830 y, en especial, después de 1850.[3368] En el ámbito educativo de la América del siglo XIX era un artículo de fe, compartido por una amplia mayoría, que la ciencia, el sentido común, la moral y la religión verdadera eran «firmes aliados».[3369]

Durante muchos años, desde, digamos, mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII, Harvard y Yale eran prácticamente todo lo que Estados Unidos podía ofrecer en términos de educación superior. Sólo hacia finales de ese período, se creó un colegio anglicano en el sur, el de William and Mary (aprobado en 1693 y abierto en 1707, aunque sólo de forma gradual se convirtió en un colegio universitario en toda regla). Más allá de ello, la mayoría de los colegios que luego se convertirían en universidades famosas fueron fundados por los clérigos de la Nueva Luz: Nueva Jersey (Princeton) en 1746, Brown en 1764, Queen’s (Rutgers) en 1766, y Dartmouth en 1769. La «Nueva Luz» fue una respuesta americana a la Ilustración. Yale había sido fundada en 1701 en respuesta al declive de la ortodoxia teológica en Harvard. La nueva filosofía moral sostenía que la «virtud» podía descubrirse de forma racional, esto es, que Dios revelaría al hombre los fundamentos morales de la vida, de acuerdo con la razón, de la misma forma en que había revelado a Newton las leyes del funcionamiento del universo. Éstas fueron, esencialmente, las bases sobre las que se creó la Universidad de Yale.[3370] En poco tiempo el nuevo enfoque se desarrolló en lo que se conoció como el Gran Despertar, lo que en el contexto estadounidense designa el cambio de una visión predominantemente pesimista de la naturaleza humana por una perspectiva bastante más optimista y positiva. Esto suponía una mentalidad mucho más humanista (a diferencia de Harvard, que continuó siendo calvinista), que favoreció una mejor apreciación de los logros de la Ilustración en colegios como Princeton, que siguió a Yale.

Tal forma de pensar culminó en el famoso Yale Report de 1828, en el que se afirmaba que la personalidad humana está conformada por varias facultades, de las cuales las más elevadas eran la razón y la conciencia, y que éstas debían mantenerse en equilibrio. Desde este punto de vista, el objetivo de la educación era «ofrecer al estudiante una proporción adecuada de las diferentes ramas de las letras y las ciencias para la formación de un carácter equilibrado».[3371] El informe continuaba señalando que los clásicos debían constituir el núcleo básico para este proyecto de desarrollo personal.

Uno de los propósitos más importantes de los colegios era la difusión del cristianismo protestante en los territorios salvajes del oeste y en 1835, en su Plea for the West, Lyman Beecher sostuvo que la misión de llevar la educación más allá del litoral no podía realizarse simplemente enviando maestros al oeste: el oeste debía contar con sus propios colegios y seminarios. Existía entonces el temor de que los católicos se apoderaran del oeste, un temor fortalecido por el aumento del número de inmigrantes procedentes de los países católicos de Europa meridional. La advertencia fue escuchada y para 1847 los presbiterianos habían construido un sistema de cerca de un centenar de escuelas en veintiséis estados.[3372] En 1868 se fundó la Universidad de Illinois y en 1869 la de California. Por esta época empezaron a advertirse las ventajas del sistema alemán, y varios profesores y funcionarios universitarios viajaron a Prusia, en particular, para estudiar la forma en la que se organizaban las cosas allí. Así fue como la religión empezó a perder peso en la educación universitaria estadounidense. El hecho, por ejemplo, de que los alemanes estuvieran a la vanguardia de los estudios históricos implicaba que la teología era, en sí misma, un desarrollo histórico, y ello fomentó la crítica bíblica. También era alemana la idea de que la educación era una responsabilidad del estado que no podía dejarse exclusivamente en manos del sector privado, e igualmente era alemana la idea de que la universidad debía ser un espacio para estudiosos (investigadores, escritores) y no sólo para maestros.

En ningún lugar fue esto más evidente que en la Universidad de Harvard. Harvard había empezado siendo un colegio puritano en 1636. Más de treinta de los socios de la Massachusetts Bay Colony eran egresados del Emmanuel College, de Cambridge, y por tanto era natural que el colegio que fundaron cerca de Boston se inspirara en éste. Igualmente influyente fue el modelo escocés, en particular el ofrecido por Aberdeen. Las universidades escocesas eran no residenciales y eran instituciones democráticas más que religiosas, dirigidas por un equipo de dignatarios locales, un precursor de los consejos de administración.

El primer hombre que concibió la universidad moderna como hoy la entendemos fue Charles Eliot, un profesor de química en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, quien en 1869, con sólo treinta y cinco años, fue nombrado rector de Harvard, donde había estudiado originalmente. Cuando Eliot llegó a Harvard, la universidad tenía 1050 estudiantes y un profesorado de cincuenta y nueve miembros. En 1909, cuando se retiró, el número de estudiantes se había cuadruplicado y el profesorado se había multiplicado por diez. No obstante, Eliot no estaba interesado solamente en el tamaño de la institución. «Acabó por completo con el limitado currículo de la facultad de artes que había heredado. Creó escuelas profesionales y las convirtió en parte integral de la universidad. Y por último fomentó la formación de licenciados, con lo que estableció un modelo que todas las demás universidades americanas con ambiciones similares imitaron». Ante todo, Eliot siguió el sistema alemán de educación superior, el sistema que dio al mundo figuras como Planck, Weber, Strauss, Freud y Einstein. Desde un punto de vista intelectual, Johann Fichte, Christian Wolff e Immanuel Kant fueron figuras especialmente significativas en la reflexión sobre la educación en Alemania, y contribuyeron a liberar a la academia alemana de la embrutecedora dependencia de la teología. Una consecuencia de ello es que, como hemos visto, en el ámbito de la filosofía, la filología y las ciencias físicas, los estudiosos alemanes gozaron de una clara ventaja sobre sus colegas europeos. Fue en las universidades alemanas, por ejemplo, donde por primera vez se consideró que la física, la química y la geología eran disciplinas tan valiosas como las humanidades.[3373] El seminario de posgrado, el doctorado y la libertad estudiantil fueron todas originalmente ideas alemanas.

Desde la época de Eliot en adelante, las universidades estadounidenses se propusieron emular el sistema alemán, en especial en el ámbito de la investigación. Sin embargo, pese a los impresionantes avances logrados por la universidad alemana tanto en el terreno intelectual como en la creación de nuevos procesos tecnológicos aplicables en la industria, su ejemplo minó «el estilo de vida universitario» y las estrechas relaciones personales entre estudiantes y profesorado que habían caracterizado hasta entonces la educación superior americana. El sistema alemán fue el principal responsable de lo que William James denominó «el pulpo de los doctorados». Yale concedió el primer doctorado al otro lado del Atlántico en 1861; para 1900 se estaban concediendo bastante más de trescientos al año.[3374]

El precio de seguir el exitoso modelo alemán fue la ruptura total con el sistema de colegios británico. En muchas universidades las residencias estudiantiles desaparecieron por completo junto con los comedores comunales. Hacia la década de 1880 el sistema alemán se seguía en Harvard tan ciegamente que la asistencia a clases dejó de considerarse necesaria, lo único que contaba era el desempeño de los estudiantes en los exámenes. La reacción no tardó en producirse. La Universidad de Chicago fue la primera, con la construcción de siete residencias hacia 1900 «a pesar de los prejuicios que entonces había en el [medio] oeste donde se las consideraba instituciones medievales, británicas y autocráticas». Yale y Princeton pronto adoptaron decisiones similares. Harvard se reorganizó de acuerdo con el modelo de alojamientos inglés en la década de 1920.[3375]

Más o menos por la misma época en que los pragmatistas del Club de los Sábados estaban forjando su amistad y desarrollando sus opiniones, un grupo muy diferente de individuos pragmáticos estaba teniendo un importante impacto en la vida estadounidense. Tras la guerra civil, desde 1870 aproximadamente, Estados Unidos dio origen a una generación de los inventores más originales que el país (de hecho, cualquier otro país) hubiera conocido. Thomas P. Hughes, en su historia de la invención en América, llega incluso a decir que el medio siglo que va de 1870 a 1918 fue comparable a la Atenas de Pericles, la Italia del Renacimiento o la Gran Bretaña de la revolución industrial. Entre 1866 y 1896 el número de patentes concedidas anualmente en Estados Unidos se duplicó y en la década que va de 1879 a 1890 se pasó de 18 200 al año a 26 300.[3376]

En su libro Antiintelectualismo en la vida norteamericana, Richard Hofstadter se ha referido a la tensión que había en los Estados Unidos entre hombres de negocios e intelectuales, a la advertencia de Herman Melville sobre «el hombre embrutecido y sin nobleza / por causa de la ciencia popular», a Van Wyck Brooks, que reprendía a Twain acusándole de que «su entusiasmo por la literatura no era nada en comparación con su entusiasmo por la maquinaria», al famoso comentario de Henry Ford según el cual «la historia es más o menos una bobada».[3377] No obstante, la primera generación de inventores americanos no parece haber sido especialmente antiintelectual, y es posible decir que vivieron en una cultura diferente, ya que, como hemos visto, la suya era una época en la que el estudio erudito y la investigación apenas estaban empezando a desarrollarse en las universidades del siglo XIX, que eran todavía instituciones predominantemente religiosas y no se convertirían en el tipo de centros educativos que hoy conocemos hasta finales de siglo.

Por otro lado, dado que los laboratorios de investigación industriales no empezarían a ser comunes hasta 1900 aproximadamente, muchos de estos inventores tuvieron que construir sus propios laboratorios privados. En este contexto, Thomas Edison inventó la bombilla eléctrica y el fonógrafo, Alexander Graham Bell, el teléfono, y los hermanos Wright, su máquina voladora, y en él también surgieron la telegrafía y la radio.[3378] Éste fue igualmente el ambiente en el que Elmer Sperry desarrolló la brújula giroscópica y dispositivos de control automático para la marina, y en el que Hiram Stevens Maxim demostró y empezó a fabricar (en 1885) «la ametralladora más destructiva del mundo». Al usar el retroceso de un cartucho para cargar y disparar el siguiente, la Maxim superó a la Gatling, inventada en 1862. La ametralladora Maxim fue la responsable de gran parte de los horrores infligidos a los territorios coloniales en el apogeo del imperio.[3379] Y fue la Maxim alemana la que produjo sesenta mil bajas en el Somme el 1 de julio de 1916. Estos inventores, en colaboración con empresarios emprendedores, fueron los que crearon algunos de los negocios e instituciones educativas más duraderos de América, nombres conocidísimos hasta nuestros días: General Electric, AT&T, Bell Telephone Company, Consolidated Edison Company, MIT.

En el contexto de este libro acaso sea importante destacar el telégrafo por encima de todos los demás inventos mencionados. La idea de usar electricidad como medio para transmitir señales había sido concebida hacia 1750, pero el primer telégrafo que funcionaba no se construyó hasta 1816, cuando lo hizo Francis Ronalds, en su jardín de Hammersmith, en Londres. Charles Wheatstone, profesor de filosofía experimental en el King’s College de Londres y el primero que midió (erróneamente) la velocidad de la electricidad, fue el primero en advertir que el ohmio, la unidad de medida de la resistencia, era un concepto importante para la telegrafía y, junto a su colega Fothergill Cooke, consiguió la primera patente en 1837. Casi tan importante como los detalles técnicos de la telegrafía fue la idea de Wheatstone y Cooke de extender los cables a lo largo de las recién construidas vías del ferrocarril, algo que contribuyó a garantizar la rápida difusión del telégrafo. (También resultó de utilidad la captura de John Tawell, un suceso al que se dio mucha publicidad en la época: gracias al telégrafo, Tawell, que había huido tras cometer un asesinato en Slough, pudo ser arrestado en Londres). Como es evidente, el código ideado por Samuel Morse también desempeñó un importante papel, y Morse fue uno de los varios americanos que impulsaron la creación de un cable transatlántico. La instalación de este cable fue una aventura de proporciones épicas que, por desgracia, excede los límites de este libro. Durante este período, muchas personas abrigaban grandes esperanzas de que unas comunicaciones más veloces contribuirían significativamente a la paz mundial, al permitir un contacto más estrecho y constante entre los jefes de estado. Con el tiempo estas esperanzas se revelaron vana ilusión, pero es indudable que la instalación del cable transatlántico, terminada en 1866, fue un completo éxito en términos comerciales. Y, como escribe Gillian Cookson en The Cable: The Wire that Changed the World, «desde ese momento surgió entre las dos naciones de habla inglesa un sentido de experiencia compartida y de convergencia cultural».[3380]

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