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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 35. Los enemigos de la cruz y del Corán: El fin del alma

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Capítulo 35

LOS ENEMIGOS DE LA CRUZ Y DEL CORÁN: EL FIN DEL ALMA

En 1842, la novelista inglesa George Eliot dejó de ir a la iglesia. Sus dudas alrededor del cristianismo se habían manifestado muy temprano, pero luego se sintió profundamente impactada por la lectura de La vida de Jesús, examen crítico de David Friedrich Strauss, que, como hemos visto, había aparecido en Alemania a mediados de la década de 1830 y que la misma Eliot traduciría al inglés. En su libro, Strauss había concluido que «es muy poco lo que podemos decir con certeza que ocurrió realmente, y es bastante más probable que todo aquello con lo que se relaciona en especial la fe de la Iglesia, los hechos de naturaleza milagrosa y sobrenatural de la vida de Jesús, nunca ocurrieran».[3381] De forma similar, cuando Tennyson leyó los Principios de geología de Lyell en 1836 se sintió perturbado, al igual que muchos otros, por la interpretación que Lyell proponía de los testimonios fósiles, a saber, que «los habitantes del planeta, al igual que todas las demás partes que lo componen, están sometidos al cambio. Los individuos no son los únicos que perecen, también lo hacen especies enteras».[3382]

A lo largo del siglo XIX, una gran cantidad de personas, destacadas o no, perdieron la fe, en un proceso lento, y en ocasiones triste, pero inexorable. El acontecimiento ha sido estudiado por el escritor A. N. Wilson, cuya investigación de Eliot, Tennyson, Hardy, Carlyle, Swinburne, James Anthony Froude, Arthur Clough, Tolstoy, Herbert Spencer, Samuel Butler, John Ruskin y Edmund Gosse confirma lo que también otros han señalado, esto es, que la pérdida de la fe, la «muerte de Dios», no supuso sólo un cambio emocional sino igualmente una conversión emocional. Ciertos libros y discusiones específicas marcaron una diferencia, pero hubo asimismo un cambio en el clima de opinión general, el efecto inquietante producido, de forma acumulativa, por una sucesión de hechos con frecuencia bastante diferentes entre sí.[3383] En 1874, Francis Galton, el primo de Darwin, hizo circular entre los 189 miembros de la Royal Society un cuestionario en el que se indagaba sobre su filiación religiosa: las respuestas que recibió le parecieron sorprendentes. El 70 por 100 se describían a sí mismos como miembros de iglesias establecidas, y aunque algunos habían anotado que no tenían filiación religiosa, muchos otros eran no conformistas de uno y otro tipo: wesleyanos, católicos o pertenecientes a alguna otra forma de iglesia organizada. En el mismo cuestionario se preguntaba si creían que su educación religiosa había tenido algún efecto disuasorio sobre sus carreras científicas, una cuestión a la que casi el 90 por 100 de los encuestados respondió «no en absoluto».[3384] Entre aquellos que en una fecha tan avanzada como 1874 todavía creían en un dios se encontraban Michael Faraday, John Herschel, James Joule, James Clerk Maxwell y William Thomson (lord Kelvin). Wilson muestra en su estudio que había tantas razones para perder la fe como personas que perdían la fe. Y aunque algunos estaban más convencidos que otros de la muerte de Dios, hubo quienes consiguieron «estar al mismo tiempo contra Dios y contra la ciencia».[3385]

A diferencia de las batallas intelectuales sobre la falta de fe de los siglos XVI y XVII, en el siglo XIX los creyentes tenían que lidiar con muchas más cuestiones que, por ejemplo, las dudas sobre la verdad literal de la Biblia y la inverosimilitud de los milagros. Wilson sitúa el comienzo del cambio de atmósfera intelectual a finales del siglo XVIII. El ateísmo de los filósofos ilustrados franceses fue un factor importante, pero en Gran Bretaña, anota, aparecieron dos libros que minaron más que cualquier otro los cimientos de la fe cristiana: la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, publicada en tres entregas entre 1776 y 1788, y los Diálogos sobre la religión natural de David Hume, publicados en 1779, tres años después de su muerte. La obra de Gibbon no ofrecía ningún argumento metafísico o teológico destacado, señala Wilson.[3386] Pero «fue demoledor con la fe… en su despreocupada revelación, página tras página, de lo despreciables que eran no sólo los héroes cristianos, sino también sus ideales “más elevados”. Gibbon no consigue su objetivo simplemente por identificar de forma repetida casos individuales de maldad cristiana (lo que resulta muy entretenido) sino por su actitud general, al rehusar de manera decidida a dejarse impresionar por la supuesta contribución de los cristianos a la “civilización”».[3387] Lo que impactó profundamente a sus lectores fue el constante contraste que Gibbon proponía entre la «sabiduría evidente» de las culturas precristianas y las supersticiones, anacronismos irracionales y barbarie del cristianismo primitivo.[3388]

En un capítulo anterior repasamos la crítica de Hume a las nociones sobre la «mente» y el orden del universo, así como la idea de Kant de que conceptos como el de Dios o el de Inmortalidad eran imposibles de probar.[3389] Si estas reflexiones pueden considerarse el «transfondo profundo» de la pérdida de la fe que se manifestaría de forma generalizada en años posteriores, también existieron factores específicos, propios del siglo XIX. El historiador Owen Chadwick los divide en «sociales» e «intelectuales». Entre ellos incluye el liberalismo, el marxismo, el anticlericalismo y la «mentalidad de la clase trabajadora».

El liberalismo, dice Chadwick, dominó el siglo XIX.[3390] Pero éste, reconoce, era un término proteico, que en principio sólo significaba libre, en el sentido de libre de impedimentos. Durante la última etapa de la Reforma la palabra vendría a denotar demasiada libertad y a designar comportamientos licenciosos o anárquicos. Ésta es la manera en que la entendían hombres como John Henry Newman a mediados del siglo XIX. Sin embargo, el liberalismo, gustara o no, debía mucho al cristianismo. Al dividir a Europa por razones religiosas, la Reforma, llegado el momento, constituyó una invitación a la tolerancia, pero desde cierta perspectiva el cristianismo siempre había defendido la idea de una religión interior por encima de la mera celebración de ritos, y fue esta reverencia por la conciencia individual la que al final, señala Chadwick, resultaría fatal, al debilitar el deseo de la pura conformidad. «La conciencia cristiana fue [por tanto] la fuerza que empezó la “secularización” de Europa, esto es, a permitir la existencia de muchas religiones o de ninguna en el estado».[3391]

Lo que había empezado siendo libertad de tolerancia se convirtió en amor de la libertad por sí misma, en la idea de la libertad como derecho (ésta, se recordará, fue una contribución de John Locke, y fue una de las razones manifiestas que animaron la Revolución Francesa). Pero esto fue algo que, en los principales países de Europa occidental, no se consiguió de verdad hasta el período comprendido entre 1860 y 1890.[3392] Según Chadwick, este desarrollo debe mucho a John Stuart Mill, que publicó su ensayo Sobre la libertad en 1859, el mismo año en que apareció El origen de las especies de Darwin. La reflexión de Mill sobre la libertad, sin embargo, planteaba lo que en su opinión era un nuevo problema. Bajo la influencia de Comte en especial, le inquietaba menos la cuestión de las libertades que pueden verse amenazadas en el contexto de una tiranía, lo que a fin de cuentas era un problema viejo y bastante conocido. En lugar de ello, le preocupaba un fenómeno propio de las nuevas democracias, a saber, la tiranía de la mayoría sobre el individuo o la minoría, y la coerción intelectual que implicaba. Mill advertía a su alrededor que «el pueblo» estaba llegando al poder, y preveía que ese «pueblo», con demasiada frecuencia la chusma de épocas anteriores, podría luego negar a otros el derecho a mantener una opinión diferente a la suya.[3393] Era esta nueva clase de libertad la que pretendía definir. «La única razón por la que es posible ejercer legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es para impedir que éste dañe a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es motivo suficiente para ello. No es legítimo obligarlo a hacer algo o abstenerse de hacerlo con la idea de que ello sería lo mejor para él o lo haría más feliz o porque, en opinión de otros, actuar así sería sabio o incluso correcto».[3394] Esto era mucho más importante de lo que parecía porque implicaba que un hombre libre «tiene el derecho de ser persuadido y convencido», que es precisamente una implicación de la democracia tan importante como la idea de «un hombre, un voto». Y fue esto lo que vinculó liberalismo y secularización. El ensayo de Mill fue la primera reflexión sobre las implicaciones profundas del estado secular. La absoluta falta de pasión que caracteriza el texto fue una manera de dar ejemplo sobre cómo debían enfrentarse estas cuestiones.[3395]

Chadwick anota que desde el punto de vista de cómo hablaba y actuaba la gente común y corriente, la sociedad inglesa se volvió «secular» entre 1860 y 1880.[3396] Esto es algo que puede verse en las memorias y novelas escritas en la época, que reflejan los hábitos de lecturas y las conversaciones del individuo medio, y en las que se aprecia, por ejemplo, una creciente disposición de las personas devotas a relacionarse y forjar amistades con personas que no lo eran y a las que «se valora por su sinceridad en lugar de condenarlas por su falta de fe».[3397] Esto es algo que también puede advertirse en la función que desempeñó la nueva prensa de circulación masiva.[3398] La prensa, de hecho, desempeñó varios papeles, uno de los cuales fue avivar y polarizar las batallas intelectuales dotándolas de mayor pasión, con lo que se consiguió que muchos ciudadanos comunes se convirtieran, por primera vez, en sujetos políticos al estar ahora mejor informados. Ésta también fue una fuerza secularizadora, ya que reemplazó a la religión por la política como principal preocupación intelectual de la gente común. El periodismo como nueva profesión quedó establecido más o menos por la misma época en la que los maestros empezaron a formar un cuerpo distinto, independiente del clero.[3399]

A medida que el nivel de alfabetización aumentaba y el periodismo respondía en consecuencia, las ideas acerca de la libertad experimentaron un nuevo giro. Se descubrió que la libertad individual, en el sentido que se le daba en economía o en cuestiones relativas a la conciencia o la opinión, no era lo mismo que verdadera libertad política o psicológica. A través de los periódicos, la gente empezó a comprender mejor que nunca que el desarrollo industrial, por sí solo, únicamente había ayudado a ampliar la brecha que separaba a ricos y pobres. «Era difícil que una doctrina que acababa en las chabolas de las grandes ciudades tuviera toda la verdad».[3400] Esto provocó un profundo cambio en las mentes liberales y, de hecho, empezó a modificar el significado mismo del liberalismo, lo que, dice Chadwick, marcó el comienzo de lo que podríamos denominar pensamiento colectivista, cuando la gente empezó a sostener cada vez con más fuerza que el gobierno debía intervenir para mejorar el bienestar general.[3401] «Desde entonces la libertad empezó a ser pensada más en términos de la sociedad que del individuo; menos como libertad que como una cualidad de la vida social responsable que todos los seres humanos tenían la oportunidad de compartir».[3402]

Esta nueva forma de pensar hizo que el marxismo fuera más atractivo, y también su idea fundamental de que la religión era básicamente falsa, lo que le convirtió en otro factor del proceso de secularización.[3403] Para Marx, por supuesto, lo que explicaba la popularidad de la religión era que ésta era un síntoma más de la enfermedad de la vida social. «Ayuda a los pacientes a soportar lo que de otro modo resultaría insoportable».[3404] La sociedad capitalista, sostenía, necesitaba la religión para mantener a las masas en su lugar, ya que al ofrecerles algo en la otra vida, conseguía que aceptaran con mayor facilidad la suerte que les había correspondido en ésta.[3405] El cristianismo (como la mayoría de las religiones) aceptaba las divisiones existentes en la sociedad, «consolaba» a los desposeídos con la idea de que sus desgracias eran el justo castigo por sus pecados, o bien una especie de prueba que ennoblecería y elevaría sus espíritus. La importancia que adquirió el marxismo no dependió sólo de aquellos acontecimientos del siglo XIX que parecían confirmar que lo que decía era verdad —la Comuna de París, el impacto de la Comuna sobre la Internacional, los socialistas alemanes, el desarrollo de un partido revolucionario en Rusia— sino también de que ofrecía una nueva versión de la otra vida: la revolución, después de la cual la justicia y la dicha reinarían en el mundo. Chadwick afirma que al ofrecer una vida secular el marxismo dio origen a una consecuencia imprevista muy importante: el socialismo y el ateísmo quedaron vinculados, y la religión se politizó.

Pero Marx, por supuesto, no estaba solo. En La condición de las clases trabajadoras en Inglaterra en 1844, Engels informaba de «una indiferencia total hacia la religión casi universal, o a lo sumo algún rastro de deísmo, pero demasiado poco desarrollado para ser algo más que meras palabras, o un vago temor de términos como infiel, ateo, etc»..[3406] Los ateos absolutos nunca habían sido muy comunes pero, hacia mediados de la década de 1850, se fundaron a lo largo de Gran Bretaña las primeras «sociedades seculares». Paradójicamente, estos grupos tenía una vena puritana, y muchos de ellos estaban ligados al movimiento en contra del consumo de alcohol. Este proceso parece haber alcanzado su punto culminante hacia 1883-1885, cuando se permitió que los ateos ocuparan escaños en el Parlamento.[3407]

Otro factor de carácter general que contribuyó a crear un mundo más secular fue la urbanización misma de Europa. Las estadísticas de Alemania y Francia demuestran durante décadas un descenso constante de la asistencia a las iglesias, más pronunciado en el caso de las grandes ciudades, y paralelo al descenso en el número de sacerdotes ordenados.[3408] Es posible que esto no haya sido más que consecuencia de un fallo de organización por parte de la religión establecida, pero fue importante, pues revela la incapacidad de las iglesias para adaptarse con rapidez a los cambios que estaban sufriendo las ciudades. «La población de París aumentó casi un 100 por 100 entre 1861 y 1905, mientras que el número de parroquias sólo aumentó un 33 por 100 y el de sacerdotes, un 30 por 100».[3409]

El siglo XIX no compartía nuestra idea de que la Ilustración fue algo «bueno», un paso adelante, una etapa necesaria en la evolución del mundo moderno.[3410] Para los victorianos la Ilustración era la época que había terminado con la guillotina y el Terror. Thomas Carlyle era sólo uno de los que pensaba que Voltaire y su deísmo eran «despreciables». En su opinión, Napoleón era el último gran hombre, y se sentía orgulloso de que su propio padre «nunca hubiera sido visitado por la duda».[3411] A lo largo del período napoleónico y bien entrado el reinado de la reina Victoria, «la gente pensaba que la Ilustración era un cadáver, un callejón sin salida ideológico, una era destructiva que había subvertido los puntos de referencia intelectuales y físicos que permitían a la sociedad humana vivir de manera civilizada».[3412]

Esta opinión no empezaría a cambiar hasta la década de 1870. De hecho, la primera vez que se usó en inglés la palabra Ilustración (Enlightenment) en el sentido de Aufklärung fue en 1865, en un libro sobre Hegel escrito por J. H. Stirling. Pero incluso allí la palabra era peyorativa, y no adquiriría un significado plenamente positivo hasta 1889, en el estudio sobre Kant de Edward Caird, donde se la usó por primera vez en la frase «la era de la Ilustración».[3413] Sin embargo, la persona que en verdad libró a la Ilustración y sus valores seculares de las connotaciones negativas que se les había asignado, fue John Morley, un periodista de la Fortnightly Review. Morley (quien también fuera miembro del Parlamento) sentía que la reacción de los británicos a los excesos de 1789 se había extendido injustificadamente a los philosophes, y que la pasión romántica por la vida interior había dado lugar a una especie de filisteísmo que oscurecía los verdaderos logros del siglo XVIII. Lo que lo llevó a pasar a la acción, en una serie de artículos, fue la sensación de que la Iglesia estaba intentando reprimir el avance de las ciencias positivas.[3414]

En Francia tuvo lugar un cambio parecido. Los franceses tenían a su particular Carlyle en la figura de Joseph de Maistre, quien escribió que «admirar a Voltaire es indicio de un corazón corrupto, y si alguien se siente atraído por su obra, estad seguros de que Dios no le quiere».[3415] Aunque las relaciones de Napoleón con la Iglesia fueron caprichosas, se dice que mandó atacar a Voltaire a los autores que tenía a su servicio.

Luego vino Jules Michelet. A principios de la década de 1840, el historiador, junto con un grupo de amigos entre los que se encontraban Victor Hugo y Lamartine, atacó a la Iglesia de forma directa. En su opinión, el catolicismo era imperdonablemente estrecho de miras; el celibato, un vicio «antinatural»; la confesión, un abuso de la privacidad; y los jesuitas, unos manipuladores retorcidos. Michelet vertió estas invectivas en una serie de conferencias desaforadas pronunciadas en el Collège de France y, a diferencia de lo que ocurría en otros lugares, el centro de su ofensiva no fue la ciencia sino la ética. Lo que resulta irónico, por supuesto, dado que Voltaire se había opuesto de forma fanática al fanatismo que él mismo había promovido. Michelet bombardeó a la Iglesia «en nombre de la justicia y la libertad», y una consecuencia de sus incursiones fue que Voltaire se convirtió en el centro de una despiadada guerra intelectual en Francia.[3416] Por ejemplo, con la llegada al poder de Luis Napoleón en 1851 se obligó a todas las bibliotecas a que retiraran las obras de Voltaire y Rousseau de sus anaqueles. Y un ejemplo adicional: al editar los documentos de Voltaire, un estudioso, por lo demás respetable, advertía a sus lectores de que el pensador había «causado» 1789 y el Terror de 1793.[3417] La cuestión llegó a un punto crítico hacia 1885, cuando empezó a circular por París el rumor de que los restos de Voltaire y Rousseau no se encontraban en el Panthéon, como se creía.[3418] Según se decía, en 1814 un grupo de monárquicos, incapaces de aceptar la idea de que tales restos descansaran en lugar sagrado, había retirado los huesos de ambos pensadores durante la noche y se habían desecho de ellos en un erial. Los rumores no tenían otro fundamento que pruebas circunstanciales, pero se les dio tal crédito que la indignación de los seguidores de Voltaire obligó a que el gobierno creara en 1897 un comité encargado de investigar los hechos. La investigación llegó al extremo de que las tumbas tuvieron que ser abiertas de nuevo y los restos exhumados para su análisis, que dictaminó que efectivamente eran los de Voltaire y Rousseau.[3419] La gente comprendió entonces por fin que la disputa había ido demasiado lejos y los huesos fueron enterrados de nuevo. Tras este episodio tan vergonzoso, la actitud hacia la Ilustración empezó a cambiar en el país para acomodarse más o menos a la opinión que hoy tenemos.

Las creencias de George Eliot, como hemos anotado, se vieron profundamente afectadas por el libro de David Strauss sobre La vida de Jesús, pero su caso no fue del todo típico. Una reacción común fue la de los suizos, cuyas amenazas de disturbios provocaron que Strauss fuera liberado de su cátedra antes incluso de haberla ocupado. La mayoría de los libros del siglo XIX que hoy consideramos importantes por haber contribuido al declive de las creencias religiosas por lo general no ejercieron una influencia directa sobre enormes masas de personas. El público en general no leyó a Lyell, Strauss o Darwin. Lo que sí leyeron fueron a diversos divulgadores de sus teorías, como Karl Vogt en el caso de Darwin, Jakob Moleschott en el de Strauss, y Ludwig Büchner sobre la nueva física y la nueva biología celular. Estos hombres tenían lectores porque estaban dispuestos a ir bastante más allá de Darwin o, digamos, Lyell. El origen de las especies o los Principios de geología no atacaban la religión por sí mismos. Las ideas problemáticas desde un punto de vista religioso estaban en ellos, pero fueron los divulgadores los que interpretaron estas obras y explicaron con detalle las implicaciones de esas teorías a una audiencia más amplia. «La religión es un asunto de interés común para la raza humana mucho más de lo que pueden serlo la física o la biología. El gran público», sostiene Owen Chadwick, «estaba más interesado en la confrontación entre ciencia y religión que en la ciencia en sí». Fueron, por tanto, los popularizadores quienes alertaron a las clases medias victorianas de que había formas alternativas de explicar por qué el mundo era como era. Estos autores no afirmaban de inmediato que toda la religión estuviera equivocada, pero si planteaban serias dudas sobre la exactitud, veracidad y verosimilitud de los hechos narrados en la Biblia.[3420]

El más destacado de todos estos divulgadores fue el alemán Ernst Haeckel, que en 1862, sólo tres años después de la aparición de El origen de las especies, publicó una Historia natural de la creación. Para finales de siglo, la obra, una interesante polémica en favor de Darwin, que explicaba con gran claridad sus implicaciones, había tenido nueve ediciones y había sido traducida a doce lenguas. Die Welträtsel, publicado en inglés en 1900 como The Riddle of the Universe (El enigma del universo), era una exposición de la nueva cosmología que vendió cien mil ejemplares en alemán y otros tantos en inglés.[3421] En su época Haeckel llegó a ser igual de famoso que Darwin, y mucho más leído: la gente acudía en tropel a escuchar sus conferencias.[3422]

Otro popularizador notable fue Ernest Renan, que hizo por Strauss lo que Haeckel hizo por Darwin, y quien también se hizo famoso a consecuencia de ello. Destinado en un principio al sacerdocio, Renan perdió la fe y dedicó varios libros a manifestar sus nuevas convicciones, el más influyente de los cuales fue sin duda su Vida de Jesús (1863).[3423] Aunque sostuvo diferentes cosas en diferentes momentos, al parecer lo que acabó con la fe de Renan fueron sus estudios de historia, y su libro sobre Jesús causó un efecto similar sobre muchos otros.[3424] El libro tuvo la influencia que tuvo en parte debido al exquisito francés de su autor, pero también al hecho de que se ocupaba de Jesús en tanto figura histórica; aunque la obra negaba que hubiera realizado actos sobrenaturales y presentaba de forma clara las investigaciones académicas que planteaban serias dudas sobre su divinidad, mostraba a Jesús desde una perspectiva amable como una «cumbre de la humanidad», cuyo espíritu y enseñanzas morales habían cambiado el mundo. Es muy probable que la evidente simpatía que Renan sentía por la figura de Jesús hiciera más aceptables los defectos que la obra identificaba en el relato bíblico. Pero además, el libro acababa con la necesidad de las iglesias, los credos, los sacramentos y los dogmas. Al igual que Comte, Renan pensaba que el positivismo podía servir de base a una nueva fe.[3425] Uno de sus argumentos centrales era que Jesús era un líder moral, un gran hombre, pero en ningún sentido un ser divino: la religión organizada, tal y como existía en el siglo XIX, no tenía ninguna relación con él. La forma de religión propuesta por Renan era una especie de humanismo ético que resultaba aceptable para muchas personas educadas en las nuevas universidades. Su enfoque era en ocasiones inusual, por decirlo de algún modo. «La divinidad tiene lapsos intermitentes; uno no puede ser Hijo de Dios a lo largo de toda una vida sin descanso». En cierto sentido esto era una especie de retorno a la idea griega de los dioses como seres en parte heroicos, en parte humanos. El libro de Renan era atractivo por la misma razón que el deísmo había sido atractivo en los siglos XVII y XVIII: ayudaba a la gente a dejar sus creencias en entidades sobrenaturales sin tener que abandonarlas por completo. Para la mayoría de la gente resultaba imposible pasar de la fe al descreimiento en un solo paso. La Vida de Jesús fue el título más famoso publicado en Francia en el siglo XIX y tuvo también mucho éxito en Inglaterra, donde causó gran sensación.

Más allá de la imagen comprensiva que Renan ofrecía de Jesús, lo que impresionó a mucha gente fue lo que su obra revelaba sobre los tambaleantes cimientos del cristianismo, al menos en lo relativo a sus documentos básicos. Por ejemplo, tras leer el libro de Strauss sobre la vida de Jesús el historiador suizo Jacob Burckhardt comprendió que la historia del Nuevo Testamento «no aguantaba el peso que la fe quería poner en él», y fueron muchos los que llegaron a una conclusión similar.[3426]

Otro elemento nuevo que diferenció el debate sobre la secularización del siglo XIX del de los siglos XVI y XVII se relaciona con la revisión del «dogma». Dogma significa originalmente una afirmación de creencias o doctrinas, en otras palabras, el término tenía un contenido positivo. No obstante, eso fue cambiando, y para la época de la Ilustración, ser dogmático pasó a significar ser alguien «ignorante y cerrado a las interpretaciones alternativas de la verdad».[3427] Ésta fue una transformación importante porque si bien la jerarquía católica tenía mucha experiencia enfrentándose a dogmas heréticos, lo que estaba siendo objeto de ataque era la noción misma de dogma. El triunfo de los métodos de las ciencias positivas los convertía en una alternativa a las verdades reveladas de la religión y cada vez se los usó con mayor frecuencia para criticar a la Iglesia. Tomemos por ejemplo el caso de una organización que hoy nos suena extravagante pero que fue típica de su tiempo, la Sociedad para la Autopsia Mutua. Éste fue un grupo (formado principalmente por antropólogos) tan interesado en probar que no existía el alma, que todos sus miembros legaban sus cuerpos a la sociedad de manera que pudieran ser diseccionados y estudiados, y así acabar de una vez por todas con la idea de que el alma estaba situada en algún punto del cuerpo. La sociedad celebraba cenas en las que la comida se servía en cerámica prehistórica o en las cavidades de cráneos humanos y, en una ocasión, de jirafa, con lo que se buscaba hacer hincapié en que no había nada especial acerca de los restos humanos y que no había nada que los diferenciara de los de los animales. En su libro sobre el fin del alma, Jennifer Michael Hecht cita las palabras de un antropólogo: «Hemos sido testigos de muchos sistemas diseñados para mantener la moral y los principios fundamentales de la ley. Sin embargo, a decir verdad, estos intentos no eran otra cosa que ilusiones… La conciencia no es más que un aspecto particular del instinto, y el instinto no es más que un hábito hereditario… Sin la existencia de un alma, sin inmortalidad y sin la amenaza de una vida después de la muerte, las sanciones desaparecen».[3428]

En estas circunstancias, no era difícil que la jerarquía católica reaccionara con frecuencia de mala gana y de forma poco generosa. Esta misma reacción se convirtió en un elemento más del debate y en un factor adicional para el aumento del anticlericalismo, otro aspecto de la secularización, al menos en el caso de una minoría vociferante. En Gran Bretaña, anota Chadwick, esto salió a la superficie por primera vez en mayo de 1864, en un editorial de la Saturday Review, donde se criticaba la terquedad e incapacidad de la Curia romana para aceptar los avances de la ciencia moderna, en particular los descubrimientos de Galileo, que para entonces tenían ya centenares de años. De esta forma, clericalismo se convirtió en un sinónimo de oscurantismo y obstruccionismo, y la acusación fue más allá de la Iglesia católica romana y se amplió a todas las iglesias que se oponían al pensamiento moderno, incluido el político.[3429] Todos los católicos cultos del mundo veían con cierta pena la postura antimoderna asumida por el Vaticano, pero en Italia había un problema adicional.

En 1848, el año de la revolución en toda Europa, los italianos emprendieron su guerra de liberación contra Austria, y ello puso al papa Pío IX en una posición poco envidiable: ¿de parte de quién se pondría el Vaticano dado que tanto Italia como Austria eran hijos de la Iglesia? A finales de abril de ese año, Pío IX declaró que «como pastor supremo» de la Iglesia no podía declarar la guerra a ningún correligionario. Para muchos nacionalistas italianos esto fue demasiado, y se volvieron contra el Vaticano: era la primera vez que el anticlericalismo se manifestaba en Italia.

En Francia el anticlericalismo puso patas arriba la religión establecida. Además de los ataques intelectuales a la autoridad de la Iglesia —Strauss, Darwin, Renan, Haeckel—, en Francia los clérigos católicos fueron expulsados sistemáticamente de todas las instituciones de educación superior, lo que implicó que, con el paso del tiempo, el acceso de la Iglesia a las mentes de los jóvenes fue cada vez menor.[3430] La Iglesia francesa estaba pagando el hecho de que, en el siglo XVIII, una enorme mayoría de los obispos del país provenían de la aristocracia. Diezmada por la Revolución, la Iglesia francesa tuvo que cambiar de tal modo su conformación que el papa se vio forzado a anatematizar a toda la jerarquía galicana y se negó a consagrar a nuevos obispos. La Iglesia francesa cortó sus lazos con Roma durante un tiempo, pero esto sirvió muy poco para reducir el sentimiento anticlerical en el país, dado que para gran parte de la gente común Roma estaba ahora más lejos de lo que había estado nunca.[3431]

Una giro adicional vino a complicar las tentativas de reconciliar a la Iglesia francesa con las metas de la Revolución. El principal intento estuvo encabezado por Félicité de Lamennais, un sacerdote con un firme compromiso con las instituciones educativas seculares, que fundó un diario, L’Avenir, que defendía la libertad religiosa, la libertad educativa, la libertad de prensa, la libertad de asociación, el sufragio universal y la descentralización. Todo ello era muy moderno, de hecho, demasiado moderno. Las políticas de L’Avenir resultaron ser tan polémicas que, después de que la publicación se suspendiera varias veces, el papa llegó al punto de emitir una encíclica, Mirari vos, condenando el periódico.[3432] Lamennais respondió dos años después con su Paroles d’un croyant (Palabras de un creyente) en el que denunciaba el capitalismo por razones religiosas e instaba a las clases trabajadora a alzarse y exigir los «derechos que Dios les había concedido». Esto motivó una nueva encíclica, Singulari nos, en la que se criticaba el texto de Lemennais, «pequeño en tamaño pero inmenso en perversidad», al que se acusaba de difundir ideas falsas que «promovían la anarquía [y eran] contrarias a la Palabra de Dios». Gregorio XVI terminó ordenando a los católicos de todos los países que se sometieran a la «autoridad legítima». En cierto sentido, sin embargo, esto también se volvió en su contra, pues apareció no mucho antes de la revolución de 1848, que resucitó el republicanismo entre los católicos franceses y en la que por primera vez un número significativo de miembros de la jerarquía eclesiástica mostraron su simpatía para con la revolución.[3433]

Pío IX era en principio un liberal (fue elegido a los cincuenta y cinco años, una edad relativamente joven para un papa), pero los acontecimientos de 1848 lo cambiaron al igual que a los demás italianos. «Curado ya de todo liberalismo», Pío dio carta blanca a un triunvirato de cardenales para que restaurara el gobierno absoluto en Roma.[3434] Sin embargo, en vista de que esta decisión se tomaba en un contexto político en la que los poderes tradicionales en general estaban perdiendo autoridad (ejemplos de ello eran la guerra de independencia italiana contra Austria y la unificación de Alemania), lo único que se consiguió fue suscitar nuevas oleadas de anticlericalismo. En 1857, Gustave Flaubert retrató en Madame Bovary un pueblo que la mayor parte del tiempo era anticlerical, aunque se bautizara a los niños y los sacerdotes continuaran aplicando la extremaunción a los moribundos.[3435] En Francia, la indiferencia hacia la religión había estado creciendo entre la gente común, el mismo fenómeno que Engels había advertido en Inglaterra una década antes.

El anticlericalismo llegó a su apogeo en Francia en las últimas décadas del siglo con la secularización de las escuelas. Perder las escuelas fue para el Vaticano el golpe final a su influencia en el país.[3436] Y ésta es la razón por la que hacia mediados de la década de 1870 se crearon por toda Europa universidades católicas en un intento de recuperar el terreno perdido. Pero esto sólo creó un nuevo campo de batalla en el que sacerdotes y maestros de escuela se enfrentaban entre sí.

Los maestros, liderados por el nuevo ministro de Educación de la Tercera República, Jules Ferry, resultaron vencedores. Al igual que Auguste Comte, Ferry estaba convencido de que las eras teológica y metafísica eran cosa del pasado y que las ciencias positivas debían ser la base del nuevo orden. «Mi objetivo», declaró Ferry «es organizar la sociedad sin Dios y sin rey», y para hacerlo despidió a más de cien mil docentes religiosos de sus puestos.[3437]

El Vaticano respondió a este último movimiento fundando institutos católicos en París, Lyón, Lille, Angers y Toulouse. Cada uno de ellos disponía de una facultad de teología, independiente de las universidades estatales, cuya tarea era desarrollar sus propias investigaciones para contrarrestar lo que estaba ocurriendo en los ámbitos de la ciencia y de la historiografía bíblica. Lester Kurtz reseña en su obra el pensamiento del Vaticano.[3438] «En primer lugar, definió la ortodoxia católica dentro de los límites de la teología escolástica, con lo que proporcionaba una respuesta lógica y sistemática a las cuestiones planteadas por los estudios modernos. En segundo lugar, elaboró las doctrinas de la autoridad papal y del magisterium (la autoridad de la Iglesia en materia de dogma y moral) y afirmó que únicamente la Iglesia y sus líderes eran los herederos de la autoridad de los apóstoles de Jesús en cuestiones religiosas. Por último, definió la ortodoxia católica en términos de lo que no era, de manera que construyó la imagen de una conspiración herética conducida por miembros desviados».[3439] De forma gradual, la Iglesia empezó a referirse a una nueva era de «herejía», cuya identificación corrió a cargo principalmente de la prensa católica conservadora (en particular, de dos publicaciones jesuitas, Civiltà cattolica en Roma y La Vérité en París). También se produjeron una serie de edictos papales (Syllabus errorum, 1864; Aeterni Patris, 1879; Providentissimus Deus, 1893), a los que siguió la condena del americanismo, Testem benevolentiae (1899), y finalmente un ataque frontal contra el modernismo, Lamentabili (1907).

En su enfoque del problema el Vaticano cometió un error fatal, apreciable en todos estos edictos y condenas, a saber, caracterizar a sus críticos como un grupo de conspiradores que pretendían minar a la jerarquía eclesiástica al mismo tiempo que fingían ser sus amigos.[3440] Esto suponía subestimar a la oposición, a la que se trataba incluso con condescendencia. Sin embargo, el verdadero enemigo del Vaticano era la naturaleza misma de la autoridad en el nuevo clima intelectual. El papado insistió una y otra vez en que detentaba una autoridad tradicional e histórica debido a la sucesión apostólica.[3441] Una idea que se llevó al extremo en la doctrina de la infalibilidad papal, expuesta por primera vez en el concilio Vaticano Primero en 1870. El catolicismo del siglo XIX era en muchos sentidos parecido al catolicismo del siglo XII, entre otras cosas por haber estado dominado por dos largos pontificados, el de Pío IX (1846-1878) y el de su sucesor León XIII (1878-1903). Resulta asombroso que, en una época en la que estaban surgiendo democracias y repúblicas por todo el mundo, estos dos pontífices pretendieran resucitar teorías de gobierno monárquicas, tanto dentro como fuera de la Iglesia. En su encíclica Quanto conficiamur, Pío IX se remontó a Unam sanctam, la bula papal emitida por Bonifacio VIII en 1302 (véase supra, capítulo 16). En otras palabras, buscaba resucitar la noción medieval de la supremacía absoluta del papado. En Testem benevolentiae, su ataque contra el americanismo, León XIII descartó cualquier posibilidad de democratizar la Iglesia con el argumento de que la autoridad absoluta era la única salvaguardia eficaz contra la herejía.[3442]

En estas circunstancias, y ante el peligro que suponían para los estados papales los deseos italianos de independencia y unificación del país, el anticlericalismo ganó fuerza en Italia. Esto constituye uno de los elementos más importantes del contexto que dio lugar a la carta apostólica en la que el papa Pío IX convocó el primer concilio general celebrado en el Vaticano.[3443] La confusión política de la época estuvo a punto de hacer que el concilio nunca llegara a realizarse. Y cuando por fin empezó, debió enfrentarse al problema de reestablecer la jerarquía eclesiástica, lo que dio lugar a dos declaraciones famosas: La primera afirmaba que «la Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales en la que todos los fieles tienen los mismos derechos» y que, en lugar de ello, a algunos se les había otorgado «el poder de Dios… para santificar, enseñar y gobernar». La segunda, la más conocida de las dos, dice así: «Enseñamos y definimos que es dogma revelado por Dios que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de Pastor y Doctor de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina relativa a la fe o a la moral que debe ser mantenida por la Iglesia universal, posee, gracias a la divina asistencia prometida por el bienaventurado Pedro, esa infalibilidad de la que el divino redentor quiso otorgar a su Iglesia para la definición de doctrinas relativas a la fe y las costumbres».[3444]

Y fue así como la doctrina de la infalibilidad del papa se convirtió por primera vez en artículo de fe para todos los católicos.[3445] Ésta era una decisión muy arriesgada, ya que, al menos desde el siglo XIV, la idea se había topado con una importante resistencia. Es posible que el Vaticano creyera que, dada la revolución que habían experimentado los transportes y las comunicaciones en el siglo XIX, ahora le resultaría más fácil ejercer su autoridad de forma más eficaz que en la Edad Media, y ello quizá explique por qué en 1879 León XIII sumó a la doctrina de la infalibilidad papal la idea de que santo Tomás de Aquino había de ser el guía dominante del pensamiento católico moderno, algo que sostuvo en su encíclica Aeterni Patris. Al igual que el edicto Quanto conficiamur de Pío IX, la encíclica de León XIII implicaba un retroceso a un pensamiento propio de la Edad Media, anterior a la Ilustración, la Reforma y el Renacimiento. La teología escolástica había sido un ejercicio especulativo precientífico, puramente intelectual, y aunque destacaba como intento de conciliar el cristianismo con otras formas de pensamiento, sus conclusiones eran notables más por su ingenio que por su veracidad.[3446] El resultado de este retorno al pasado fue que el pensamiento católico volvió a ser un sistema circular, cerrado y autorreferencial, a cargo principalmente de los teólogos jesuitas. Los más influyentes de éstos se agruparon en torno a la revista Civiltà cattolica, creada en 1849, por solicitud del papa, como respuesta a los acontecimientos de 1848.[3447] Estos tomistas (entre los que destacaba el obispo de Perugia Gioachino Pecci, quien más tarde se convertiría en León XIII) se oponían de manera implacable a los desarrollos del pensamiento moderno. Las ideas modernas, insistían, debían rechazarse «sin excepción».

La principal característica del pensamiento neotomista era su oposición a cualquier idea de evolución, de cambio. El neotomismo dirigió su mirada al pasado, más allá del siglo XII, a Aristóteles, para afirmar la idea de verdades intemporales defendida por el escolasticismo. Después de la encíclica Aeterni Patris se ordenó a los obispos nombrar como maestros y sacerdotes sólo a quienes se hubieran formado en «la sabiduría de santo Tomás».[3448] En todo momento, su objetivo era mostrar que cuando las nuevas ciencias entraban en conflicto con la doctrina revelada, eran en realidad ellas las que se equivocaban. Esto era la «infalibilidad del papa» en acción, pero además se reintrodujo y redefinió la doctrina del magisterium. Según Lester Kurtz, este proceso vino a ser reforzado por el cambio más ambicioso emprendido en este período: el intento de convertir a la Universidad Gregoriana, la institución académica más importante del mundo católico, en un gran centro de estudios tomistas. Con este fin se realizaron nombramientos claves con los que se pretendía cambiar el equilibrio de poder dentro de la universidad y garantizar así que ésta se adecuara a la nueva ortodoxia papal. La Curia estaba más interesada que nunca en perpetuar los dogmas antiguos, a los que consideraba todavía válidos, y ello hacía irrelevante el descubrimiento de nuevas ideas.[3449]

Y como si todo esto no fuera suficiente, en 1893 León XIII dio a conocer la encíclica Providentissimus Deus con el propósito de contener las nuevas investigaciones relativas a la Biblia. Más de treinta años después de la publicación de El origen de las especies y casi sesenta desde la aparición de las obras de Strauss y Lyell, el papa declaraba en ella que era imposible alcanzar «una comprensión provechosa de las Sagradas Escrituras» por medio de la «ciencia terrenal». La sabiduría, reiteraba el texto, venía de lo alto, y por supuesto en este ámbito el papa era infalible. La encíclica desestimaba la acusación de que la Biblia contenía falsedades y falsificaciones y señalaba que la ciencia estaba «tan lejos de la verdad última que [los científicos] se dedican todo el tiempo a modificarla y complementarla».[3450]

Una forma adicional de acallar el debate sobre la veracidad de la Biblia fue la Comisión Bíblica, nombrada por León XIII en 1902. En una carta apostólica titulada Vigilantiae, el papa anunció que la tarea de la comisión de estudiosos sería la de interpretar el texto divino de acuerdo con «las exigencias de nuestra época» y que esa interpretación estaría «protegida no sólo de cualquier sospecha de error sino también de cualquier opinión temeraria».[3451] El último intento de contener el cambio emprendido por León fue su carta apostólica Testem benevolentiae, en la que sostuvo que el «americanismo» era una herejía. Este paso extraordinario evidencia el conflicto que existía dentro de la Iglesia entre las concepciones monárquicas y democráticas, ejemplificado en el hecho de que algunos católicos conservadores europeos vieran con preocupación la postura adoptada por la élite católica estadounidense, a la que consideraban culpable de socavar la autoridad del papado al apoyar «a los liberales, evolucionistas… y hablar siempre de libertad, de respeto del individuo, de iniciativa, de virtudes naturales, y mostrar su simpatía por nuestra época».[3452] En Testem benevolentiae, el papa declaraba su «cariño» por el pueblo americano pero su objetivo principal era «señalar ciertas cosas que deben evitarse y corregirse». En este sentido, afirmaba que los esfuerzos por adaptar el catolicismo al mundo moderno estaban condenados al fracaso debido a que «la fe católica no es una teoría filosófica que los seres humanos puedan desarrollar, sino un depósito divino que es deber de los fieles salvaguardar y afirmar sin error». Por tanto, una vez más, insistía en la diferencia fundamental que existía entre la autoridad religiosa y la autoridad política: mientras la autoridad política emanaba del pueblo, la autoridad de la Iglesia emanaba de Dios y no podía ponerse en cuestión.[3453]

El dilema al que se enfrentaba el Vaticano a finales del siglo XIX — que, recordemos, era el siglo de Lyell, Darwin, Strauss, Comte, Marx, Spencer, Quetelet, Maxwell y tantos otros pensadores y científicos— era que la estrategia destinada a mantener en la Iglesia a quienes todavía conservaban la fe nunca resultaría aceptable para aquellos que ya habían dejado el rebaño: la única alternativa posible era la contención. En 1903 Pío X se convirtió en papa convencido de que «el número de los enemigos de la cruz de Cristo se había multiplicado excesivamente en tiempos recientes». Estaba seguro, dijo, de que sólo los creyentes «estaban del lado del orden y tenían el poder para reinstaurar la calma en esta época de agitación».[3454] Y por tanto, se impuso la tarea de continuar la lucha de su predecesor contra el modernismo con renovado vigor. En Lamentabili, su decreto de 1907, el nuevo pontífice condenó sesenta y cinco proposiciones específicas del modernismo, incluidas las críticas de la Biblia, y reafirmó la doctrina sobre el principio del misterio de la fe. El número de libros incluidos en el Índice aumentó y se obligó a los candidatos a las órdenes mayores a jurar lealtad al papa con una fórmula que implicaba el rechazo de las ideas modernistas. Lamentabili reafirmó una vez más la función del dogma con una frase famosa: «La fe es un acto del intelecto realizado bajo la influencia de la voluntad».[3455]

Por todo el mundo los fieles católicos agradecieron el razonamiento detallado y argumentado del Vaticano y su postura firme. Para 1907, las ciencias estaban realizando descubrimientos a gran velocidad: el electrón, el cuanto, el inconsciente y, quizá el más destacado de todos en ese momento, el gen, que permitía explicar por fin cómo operaba la selección natural propuesta por Darwin. Era bueno tener una roca a la que aferrarse en un mundo tan turbulento. Sin embargo, más allá de la Iglesia católica, eran pocos los que prestaban atención a las palabras del papa. Mientras el Vaticano peleaba con su propia crisis moderna, los movimientos artísticos vanguardistas, también conocidos en general como modernismo, marcaban la llegada definitiva de una sensibilidad nueva, posterior al romanticismo, a la revolución industrial, a la Revolución Francesa y a la guerra civil estadounidense. Como Nietzsche había predicho, la muerte de Dios desencadenó fuerzas nuevas. «El cristianismo resolvió que el mundo era malo y feo», escribió este hijo de un pastor protestante, «y lo hizo malo y feo». Pensaba que una de esas nuevas fuerzas sería el nacionalismo, y estaba en lo cierto. Pero también aparecieron otras fuerzas para llenar el vacío que se había creado. Una de ellas fue el socialismo de corte marxista, que contaba con su propia versión de la otra vida, y otra una psicología supuestamente científica que tenía su propia versión actualizada de la idea de alma: el freudismo.

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