Ideas

Ideas


Conclusión. El electrón, los elementos y el yo escurridizo

Página 91 de 106

CONCLUSIÓN

EL ELECTRÓN, LOS ELEMENTOS Y EL YO ESCURRIDIZO

El Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, es posiblemente la institución científica más prestigiosa del mundo. Desde su fundación, a finales del siglo XIX, el laboratorio ha sido responsable de algunos de los avances más innovadores y trascendentales de todos los tiempos: el descubrimiento del electrón (1897), el descubrimiento de los isótopos de los elementos ligeros de la tabla periódica (1919), la división del átomo (también en 1919), el descubrimiento del protón (1920) y del neutrón (1932), la revelación de la estructura del ADN (1953) y el descubrimiento de los púlsares (1967). Desde la creación del premio Nobel en 1901, más de veinte científicos del Laboratorio Cavendish o formados en él lo han ganado, ya sea en física o en química.[3539]

Fundado en 1871, el laboratorio abrió sus puertas tres años después en un edificio neogótico de Free School Lane, que ostentaba una fachada de seis hastiales y una maraña de pequeñas habitaciones conectadas, en palabras de Steven Weinberg, «por una red incomprensible de escaleras y corredores».[3540] A finales del siglo XIX, poca gente sabía con exactitud a qué se dedicaban los «físicos». El término mismo era relativamente nuevo. No existían cosas tales como laboratorios de física financiados por el estado, y de hecho, la idea misma de un laboratorio de física era insólita. Más aún: a juzgar por los estándares actuales, la física era todavía una disciplina primitiva. En Cambridge, la física se enseñaba como parte del grado en matemáticas, que estaba concebido para formar jóvenes destinados a desempeñarse como funcionarios en Gran Bretaña y el imperio británico. En este sistema no había espacio para la investigación: se consideraba que la física era una rama de las matemáticas y lo que se les enseñaba a los estudiantes era cómo resolver problemas, de manera que pudieran luego convertirse en clérigos, abogados, maestros de escuela o funcionarios (esto es, no para ser físicos).[3541] Sin embargo, durante la década de 1870, cuando la competencia económica a cuatro bandas que mantenían Alemania, Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña se intensificó —debido principalmente a la unificación alemana y a los progresos realizados por los estadounidenses tras la guerra civil—, las universidades se ampliaron y, tras iniciarse la construcción de un laboratorio de física experimental en Berlín, Cambridge sufrió una reorganización. William Cavendish, el séptimo duque de Devonshire, un terrateniente y un industrial, cuyo antepasado Henry Cavendish había sido una temprana autoridad en teoría de la gravitación, accedió a financiar un laboratorio si la universidad prometía fundar una cátedra de física experimental. Cuando el laboratorio abrió, el duque recibió una carta en la que se le informaba (en un elegante latín) que el laboratorio llevaría su nombre.[3542]

El nuevo laboratorio sólo logró despegar tras unas cuantas salidas en falso. Tras intentar conseguir sin éxito atraer primero a William Thomson, más tarde lord Kelvin (quien, entre otras cosas, concibió la idea del cero absoluto y contribuyó a la segunda ley de la termodinámica), y después a Hermann von Helmholtz, de Alemania (entre cuyas decenas de ideas y descubrimientos destaca una noción pionera del cuanto), finalmente se ofreció la dirección del centro a James Clerk Maxwell, un escocés que se había graduado en Cambridge. Éste fue un hecho fortuito, pero Maxwell terminaría convirtiéndose en lo que por lo general se considera «el físico más grande entre Newton y Einstein».[3543] Su principal aportación fue, por encima de todo, haber proporcionado las ecuaciones matemáticas que permitieron entender de forma cabal la electricidad y el magnetismo. Éstas explicaban la naturaleza de la luz, pero también condujeron al físico alemán Heinrich Hertz a identificar en 1887, en Karlsruhe, las ondas electromagnéticas que hoy conocemos como ondas de radio.

Maxwell también creó un programa de investigación en Cavendish con el propósito de idear un estándar preciso de medición eléctrica, en particular la unidad de resistencia eléctrica, el ohmio. Ésta era una cuestión de importancia internacional debido a la enorme expansión que había experimentado la telegrafía en las décadas de 1850 y 1860, y la iniciativa de Maxwell no sólo puso a Gran Bretaña a la vanguardia de este campo, sino que también consolidó la reputación de Cavendish como un centro en el que se trataban problemas prácticos y se ideaban nuevos instrumentos. A este hecho es posible atribuir parte del crucial papel que el laboratorio iba a desempeñar en la edad dorada de la física, entre 1897 y 1933. Los científicos de Cavendish, se decía, tenían «sus cerebros en la punta de sus dedos».[3544]

Maxwell murió en 1879 y le sucedió lord Rayleigh, quien continuó su labor, pero después de cinco años se retiró a vivir en sus propiedades en Essex. La dirección pasó entonces, de forma de algún modo inesperada, a un joven de veintiocho años, Joseph John Thomson, que a pesar de su juventud ya se había labrado una reputación en Cambridge como físico-matemático. Conocido universalmente como «J. J»., puede decirse que Thomson fue quien dio comienzo a la segunda revolución científica que creó el mundo que conocemos. Como se recordará, la primera revolución científica, de la que nos ocupamos en el capítulo 23, tuvo lugar, aproximadamente, entre los descubrimientos astronómicos de Copérnico, divulgados en 1543, y los de Isaac Newton, centrados alrededor de la idea de gravedad y publicados en 1687 en los Principia Mathematica. La segunda revolución giraría alrededor de los nuevos hallazgos en la física, la biología y la psicología.

Pero fue la física la que abrió el camino. La disciplina se encontraba desde hacía algún tiempo en un estado de permanente cambio, debido principalmente a las discrepancias en la forma de entender el átomo. Como hemos visto, la idea de átomo —una sustancia elemental, invisible e indivisible— se remontaba a la Grecia antigua. Esta concepción se desarrolló en el siglo XVII, cuando Newton propuso concebir los átomos como minúsculas bolas de billar «duras e impenetrables». En las primeras décadas del siglo XIX, químicos como John Dalton se habían visto forzados a aceptar la teoría de los átomos como las unidades mínimas de los elementos, con miras a explicar lo que ocurría en las reacciones químicas (por ejemplo, el hecho de que dos líquidos incoloros produjeran, al mezclarse, un precipitado blanco). De forma similar, fueron estas propiedades químicas y el hecho de que variaran de forma sistemática, combinada con sus pesos atómicos, lo que sugirió al ruso Dimitri Mendeleyev la organización de la tabla periódica de los elementos, que concibió jugando, con «paciencia química», con sesenta y tres cartas en su finca de Tver, a unos trescientos kilómetros de Moscú. Pero además, la tabla periódica, a la que se ha llamado «el alfabeto del lenguaje del universo», insinuaba que existían todavía elementos por descubrir. La tabla de Mendeleyev encajaba a la perfección con los hallazgos de la física de partículas, con lo que vinculaba física y química de forma racional: era el primer paso hacia la unificación de las ciencias que caracterizaría el siglo XX.

En Cavendish, en 1873, Maxwell refinaría la idea de átomo de Newton al introducir la idea de campo electromagnético en su mundo de bolas de billar en miniatura. Este campo, sostuvo, «impregnaba el vacío» y la energía eléctrica y magnética se «propagaba a través de él» a la velocidad de la luz.[3545] A pesar de ese avance, Maxwell aún pensaba que los átomos eran sólidos y duros y que, básicamente, obedecían a las leyes de la mecánica.

El problema era que los átomos, si existían, eran demasiado pequeños para ser observados con la tecnología entonces disponible. Esa situación empezaría a cambiar con Max Planck, el físico alemán. Como parte de su investigación de doctorado, Planck había estudiado los conductores de calor y la segunda ley de la termodinámica. La ley había sido establecida originalmente por Rudolf Clausius, un físico alemán nacido en Polonia, aunque lord Kelvin también había hecho algún aporte. Clausius había presentado su ley por primera vez en 1850, y ésta estipulaba algo que cualquiera podía observar, a saber, que cuando se realizaba un trabajo la energía se disipaba convertida en calor y que ese calor no puede reorganizarse en una forma útil. Esta idea, que por lo demás parecería una anotación de sentido común, tenía consecuencias importantísimas. Dado que el calor (energía) no podía recuperarse, reorganizarse y reutilizarse, el universo estaba dirigiéndose gradualmente hacia un desorden completo: una casa que se desmorona nunca se reconstruye a sí misma, una botella rota nunca se recompone por decisión propia. La palabra que Clausius empleó para designar este desorden irreversible y creciente fue «entropía»: su conclusión era que, llegado el momento, el universo moriría. En su doctorado, Planck advirtió la relevancia de esta idea. La segunda ley de la termodinámica evidenciaba que el tiempo era en verdad una parte fundamental del universo, de la física. Empezamos este libro, en el prólogo, con el descubrimiento del tiempo profundo, y Planck nos permite ahora cerrar el círculo. Sea lo que sea, el tiempo es un componente básico del mundo que nos rodea y se relaciona con la materia de formas que todavía no entendemos cabalmente. La noción de tiempo implicaba que el universo sólo funcionaba en un sentido, y que, por tanto, la imagen que de él nos ofrecían las bolas de billar de la mecánica newtoniana era errónea o, en el mejor de los casos, incompleta, pues permitía que el universo funcionara de igual forma en cualquier dirección, para delante o para atrás.[3546]

Pero si los átomos no eran bolas de billar, ¿qué eran entonces?

La nueva física surgió de forma gradual a partir de un problema viejo y un instrumento nuevo. El problema viejo era la electricidad: ¿qué era exactamente?[3547] Benjamin Franklin había estado muy cerca de la solución cuando relacionó la electricidad con un «fluido sutil», pero era difícil ir más lejos debido a que la principal forma natural del fenómeno, el rayo, no era algo precisamente fácil de llevar al laboratorio. Un nuevo avance tuvo lugar cuando se advirtió que en los vacíos parciales de los barómetros en ocasiones se producían destellos de «luz». Esto condujo a la invención de un nuevo instrumento que luego se revelaría de suma importancia: recipientes de vidrio con electrodos de metal en ambos extremos. A estos recipientes se les sacaba el aire, lo que creaba un vacío, antes de introducir gases en ellos y pasar una corriente eléctrica a través de los electrodos (un poco como un rayo) para ver qué ocurría, cuál era el efecto sobre los gases. En el desarrollo de estos experimentos, se descubrió que si se hacía pasar una corriente eléctrica en el vacío se producía un extraño resplandor. La naturaleza exacta de ese resplandor fue algo que no se comprendió de inmediato, sin embargo, dado que los rayos emanaban del cátodo y eran absorbidos por el ánodo, Eugen Goldstein los denominó Cathodenstrahlen, rayos catódicos. Con todo, no fue hasta la década de 1890 que los experimentos derivados del uso de tubos de rayos catódicos consiguieron aclarar por fin el enigma y poner a la física moderna en la senda del triunfo.

En primer lugar, en noviembre de 1895, en Würzburgo, Wilhelm Röntgen, advirtió que cuando los rayos catódicos golpeaban la pared de vidrio del tubo, se emitían rayos muy penetrantes, que denominó rayos X (porque la x, para un matemático, significaba lo desconocido). Los rayos X hacían que varios metales produjeran luz fluorescente y, lo que resultaba aún más asombroso, Röntgen advirtió que pasaban a través de los tejidos blandos de su mano y permitían ver los huesos dentro de ella. Un año después, Henri Becquerel, intrigado por el fenómeno de la fluorescencia observado por Röntgen, decidió establecer si elementos que por naturaleza eran fluorescentes producían el mismo efecto. En un experimento famoso, aunque accidental, Becquerel puso un poco de sal de uranio sobre algunas placas fotoeléctricas, que encerró en un cajón, donde era imposible que les diera la luz. Cuatro días más tarde, encontró imágenes en las placas, imágenes producidas por lo que, hoy sabemos, era una sustancia radioactiva. El científico francés había descubierto que la «fluorescencia» era una manifestación natural de la radioactividad.[3548]

Con todo, fue Thomson quien, en 1897, realizó el descubrimiento que vino a coronar estos avances y a convertir a la física moderna en una de las aventuras intelectuales más fascinantes e importantes del mundo contemporáneo. Su hallazgo fue el primer gran éxito del Laboratorio Cavendish. En una serie de experimentos J. J. bombeaba gases diferentes en los tubos de vidrio, hacía pasar a través de ellos una corriente eléctrica, y luego los rodeaba bien fuera con campos eléctricos o con imanes. Como resultado de su manipulación sistemática de las condiciones experimentales, Thomson consiguió demostrar de manera convincente que los «rayos» catódicos eran en realidad partículas infinitesimalmente pequeñas que saltaban del cátodo y que el ánodo absorbía. Thomson luego mostró que la trayectoria de las partículas podía alterarse mediante un campo eléctrico y que un campo magnético las hacía describir una curva.[3549] Y lo que era todavía más significativo, descubrió que esas partículas eran más ligeras que los átomos de hidrógeno, la unidad de materia más pequeña conocida hasta entonces, y que ocurría exactamente lo mismo con cualquier gas a través del cual se hiciera pasar la descarga. Era claro que Thomson había identificado una partícula fundamental, de hecho, había conseguido la primera demostración experimental de la teoría de las partículas elementales de la materia.

Los «corpúsculos», como Thomson denominó inicialmente a estas partículas, eran lo que hoy conocemos como electrones. Su descubrimiento (y el estudio sistemático de sus propiedades emprendido por Thomson) condujo de forma directa al trascendental avance realizado una década después por Ernest Rutherford, quien concibió al átomo como una especie de «sistema solar» en miniatura, con los electrones diminutos orbitando un núcleo masivo como los planetas alrededor del sol. Rutherford demostró experimentalmente lo que Einstein había descubierto en su cabeza y revelado en su famosa ecuación, E = mc2 (1905), esto es que la materia y la energía eran esencialmente lo mismo.[3550] Las consecuencias de estos avances y experimentos (entre los que se encuentran el desarrollo de las armas termonucleares y el estancamiento político de la Guerra Fría) superan el marco temporal del presente libro.[3551] No obstante, el trabajo de Thomson también es importante por otro motivo que sí atañe a nuestra exposición.

Thomson logró realizar estos avances gracias a la experimentación sistemática. Al comienzo de este libro, en la Introducción, afirmé que en mi opinión las tres ideas más influyentes de la historia eran el alma, la idea de Europa y el experimento. Ha llegado el momento de justificar esta elección. La forma más convincente de hacerlo es, me parece, examinar estas ideas en orden inverso.

El hecho de que, en la actualidad, y desde hace un lapso de tiempo considerable, los países que conforman lo que denominamos Occidente (por tradición Europa occidental y Norteamérica, en particular, pero la expresión también abarca lugares distantes como Australia) son las sociedades más exitosas y prósperas del planeta resulta indudable, tanto en términos de las ventajas materiales al alcance de sus ciudadanos como de las libertades políticas y morales de las que disfrutan. (Esta situación está cambiando en nuestros días, pero ello no invalida aún esta descripción). Esas ventajas están estrechamente vinculadas, en el sentido de que muchos progresos materiales —piénsese en las innovaciones en los ámbitos de la medicina, los medios de comunicación, el transporte y la industria— traen consigo libertades sociales y políticas y contribuyen así a un proceso de democratización general. Ahora bien, casi sin excepción, estas ventajas son fruto de innovaciones científicas basadas en la observación, la experimentación y la deducción. En este contexto, la experimentación es esencial porque constituye una forma independiente y racional (y por tanto democrática) de autoridad. Sobre esta autoridad del experimento descansa precisamente el mundo moderno: la autoridad del método científico, que se revela y refuerza en una miríada de tecnologías que podemos compartir todos los seres humanos y que es independiente del estatus individual de los investigadores y de su cercanía a Dios o al rey. La naturaleza acumulativa del conocimiento científico lo convierte además en la forma menos frágil de conocimiento. Esto es lo que hace del experimento una idea tan importante. El método científico, aparte de otras abstracciones, es probablemente la forma más pura de democracia que existe.

Esto plantea de inmediato una pregunta: ¿por qué el experimento surgió primero y de forma más productiva en Occidente? La respuesta a este interrogante demuestra la importancia de la idea de Europa, el conjunto de cambios que tuvieron lugar, en términos aproximados, entre 1050 y 1250. De este proceso nos ocupamos ya en el capítulo 15, pero me gustaría repasar aquí los aspectos más relevantes. Anotamos allí que Europa tuvo la enorme suerte de no verse devastada por la peste en igual medida que Asia; que fue el primer continente que se «llenó», lo que, en vista de lo limitado de los recursos, convirtió la idea de eficacia en un importante valor; que esto propició el surgimiento de la individualidad, algo que también debe mucho al desarrollo de la religión cristiana, que creó una cultura unificada y contribuyó al nacimiento de las universidades como centros en los que el pensamiento independiente pudo florecer y en los que se concibieron las ideas de lo secular y del experimento. Uno de los momentos más dolorosos de la historia de las ideas ocurrió a mediados del siglo XI. En 1065 o 1067 se funda en el Nizamiyah, un seminario teológico cuya creación marca el fin de una era de gran apertura intelectual en el mundo árabe y musulmán, que había florecido durante dos o tres centenares de años. Apenas dos décadas después, en 1087, Irnerio empieza a enseñar derecho en Bolonia, dando comienzo al gran movimiento intelectual europeo. Mientras una cultura entraba en decadencia, la otra empezaba a hallar su camino. La creación de Europa fue uno de los mayores y más trascendentales giros de la historia de las ideas.

Algunos lectores encontrarán extraño el que la noción de «alma» sea considerada entre las candidatas a las tres ideas más influyentes de la historia. La idea de Dios, es seguro, parecerá a muchos más poderosa y universal y, en cualquier caso, habrá quien se pregunte si ambas ideas no se sobreponen. Y así es, la idea de Dios ha sido una idea poderosísima a lo largo de la historia, y continúa siéndolo en gran parte del planeta. Al mismo tiempo, sin embargo, hay dos buenas razones para pensar que el alma ha sido —y sigue siendo— una idea más influyente y fecunda que la idea misma de la divinidad.

Una razón es que, con la invención de la otra vida (una idea que no todas las religiones comparten, pero sin la cual una entidad como el alma tendría mucho menos sentido), se abrió el camino para que las religiones organizadas controlaran mejor las mentes de los hombres. Durante la antigüedad tardía y la Edad Media, la tecnología del alma, su relación con la otra vida, con la divinidad y, en especial, con el clero, permitió a las autoridades religiosas ejercer un poder extraordinario. A pesar de que la idea de alma enriqueció inmensamente las mentes de los seres humanos a lo largo de los siglos, también es cierto que durante ese mismo tiempo mantuvo a raya el pensamiento y la libertad, lo que sólo contribuyó a obstaculizar y retrasar el progreso y a mantener al pueblo (en su mayor parte) ignorante sometido al clero educado. Piénsese en la seguridad con que el fraile Tetzel afirmaba que era posible comprar indulgencias para las almas del purgatorio, y que éstas saldrían volando al cielo tan pronto como las monedas golpearan el plato. Los abusos a los que se prestaba lo que hemos llamado «tecnologías del alma» fueron uno de los principales factores que condujeron a la Reforma, la cual, a pesar de lo ocurrido con Juan Calvino en Ginebra, fundamentalmente despojó al clero del control de la fe e impulsó la duda y el descreimiento (como vimos en el capítulo 22). Las diversas transformaciones del alma (la idea de que estaba contenida en el semen en la Grecia de Aristóteles, el alma tripartita del Timeo platónico, la concepción medieval y renacentista del Homo duplex, la idea del alma como mujer, o como ave, el diálogo entre el alma y el cuerpo de Marvell, «las mónadas» de Leibniz) pueden resultar hoy bastante pintorescas, pero en su época fueron cuestiones muy serias, y constituyeron importantes etapas en la ruta hacia la idea moderna del yo. La transformación que tuvo lugar en el siglo XVII —de los humores, a la panza y los intestinos y, por fin, al cerebro como lugar del yo esencial—, así como la idea de Hobbes de que no existía nada semejante al «espíritu» o el alma, o la redefinición del alma como noción filosófica (en lugar de religiosa) propuesta por Descartes, también fueron pasos significativos.[3552] La transición del mundo del alma (incluida la otra vida) al mundo del experimento (el aquí y ahora), que ocurrió por primera vez y de forma más profunda en Europa, es la que mejor describe la diferencia entre el mundo antiguo y el mundo moderno, y sigue siendo el cambio intelectual más importante de la historia.

No obstante, hay una razón adicional —y bastante diferente— por la que la idea del alma, en Occidente al menos, es fundamental, y acaso más importante y fértil que la idea de Dios. Para expresarlo sin rodeos, la cuestión es que la idea de alma ha sobrevivido a la idea de Dios. E incluso podríamos decir que ha evolucionado más allá de Dios y más allá de la religión, dado que incluso quienes no tienen fe —y acaso especialmente quienes no la tienen— se preocupan por su vida interior.

Podemos apreciar el poder imperecedero del alma, y al mismo tiempo su naturaleza cambiante, en varias coyunturas críticas de la historia. La idea ha revelado su poder a través de un patrón particular que se ha repetido con mucha frecuencia, aunque cada vez de manera algo diferente. Esto podría describirse como una tendencia a la «introspección» por parte de la humanidad, un esfuerzo continuo y recurrente por buscar la verdad en las «profundidades» del ser, lo que Dror Wahrman denomina nuestro «complejo de interioridad». La primera vez que (sabemos que) esta tendencia se manifestó tuvo lugar en la llamada Era Axial (véase el capítulo 5), en términos muy aproximados, entre los siglos VII y IV a. C. En esa época, más o menos de manera simultánea, ocurrió algo similar en Palestina, la India, China, Grecia y muy posiblemente también en Persia. En cada uno de estos casos, la religión establecida se había vuelto en extremo ritualista y exhibicionista. En particular, en todas partes habían surgido sacerdotes que se habían adjudicado una posición de altísimo privilegio: el clero se había convertido en una casta hereditaria que controlaba el acceso a Dios o a los dioses, y que se beneficiaba de su elevado estatus tanto en términos materiales como espirituales. Sin embargo, en todas las culturas antes mencionadas surgieron profetas (en Israel) u hombres sabios (Buda y los autores de los Upanishads en la India, Confucio en China) que denunciaron al clero y abogaron por la introspección, al sostener que la ruta hacia la auténtica santidad implicaba algún tipo de abnegación y de estudio íntimo. Platón es famoso por haber considerado que la mente era superior a la materia.[3553]

Estos hombres mostraron el camino a través de su ejemplo personal, y su mensaje es muy similar al que luego predicaron Jesús y, más tarde, san Agustín.

Jesús, por ejemplo, hacía hincapié en la misericordia divina e insistía más en la convicción interior del creyente, que en la observancia exterior del ritual (capítulo 7). San Agustín (354–430 d. C.), por su parte, se interesó en especial por el libre albedrío; sostuvo que los seres humanos tenían dentro de sí la capacidad de evaluar la moralidad de las acciones y de las personas, lo que les permitía ejercer su juicio, decidir sus prioridades. Según pensaba, mirar en nuestro interior y elegir a Dios era conocer a Dios (capítulo 10). En el siglo XII, como vimos en el capítulo 16, volvió a producirse otro gran giro hacia el interior en la Iglesia católica romana. Se manifestó entonces una creciente conciencia de que lo que Dios quería era el arrepentimiento interno del pecador, no muestras externas de ese arrepentimiento. Fue entonces cuando el cuarto concilio de Letrán convirtió en obligatorio el que los fieles se confesaran regularmente. La peste negra en el siglo XIV produjo un efecto similar. El enorme número de muertos hizo que la gente se volviera pesimista y se refugiara en formas más privadas de la fe (tras la peste, se construyeron un gran número de capillas privadas y se crearon muchas organizaciones benéficas, y el misticismo aumentó). El auge de la autobiografía en el Renacimiento, lo que Jacob Burckhardt llamó «la abundancia de retratos del alma más íntima», fue otro movimiento de introspección. En Florencia, a finales del siglo XV, fray Girolamo Savonarola, convencido de que Dios le había enviado «para ayudar a la reforma interior del pueblo italiano», impulsó la regeneración de la Iglesia en una serie de jeremiadas, en las que advertía de los terribles males que se desencadenarían si no se producía una reforma íntima inmediata y total. Y por supuesto no otro fue el motor de la Reforma protestante del siglo XVI (capítulo 22), quizá el giro al interior más grande de todos los tiempos. En respuesta a la declaración del papa de que lo fieles podían comprar el alivio de las almas de aquellos parientes que «sufrían en el purgatorio», Martín Lutero estalló definitivamente y defendió la idea de que los hombres no necesitaban la intervención del clero para recibir la gracia de Dios, y aseguró que la pompa de la Iglesia católica y su teórica función de «intercesora» entre el hombre y su creador eran igual de absurdas y no tenían respaldo alguno en las Escrituras. Lutero invitó a los cristianos a volver a «la auténtica penitencia interior» y sostuvo que lo único que se necesitaba para la remisión de los pecados era un sincero arrepentimiento íntimo: lo más importante era la conciencia del individuo. En el siglo XVII, encontramos uno de los momentos de introspección más famosos con Descartes, quien arguyó que el hombre únicamente podía estar seguro de su propia vida interior y, en particular, de su duda. El romanticismo de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX fue de igual modo un movimiento de introspección, una reacción contra la Ilustración. A la creencia dieciochesca en que la ciencia proporcionaba la mejor forma de entender el mundo, los románticos opusieron la idea de que el único hecho irreducible de la experiencia humana era precisamente la experiencia interior. Siguiendo a Vico, tanto Rousseau (1712–1778) como Kant (1724–1804) sostuvieron que, con miras a saber qué debemos hacer, lo más importante es que escuchemos a nuestra voz interior.[3554] Los románticos desarrollaron esta idea para decir que todo lo que es valioso en la vida humana, y la moral en primer lugar, proviene del interior. El auge de la novela y de las demás artes reflejó esta opinión.

Los románticos, en particular, constituyen un claro ejemplo de la evolución de la idea de alma. Como ha señalado J. W. Burrow, la esencia del romanticismo (y acaso, podríamos decir, de todos los demás episodios de «introspección» de la historia) es la noción de Homo duplex, de un «segundo yo», un yo diferente, con bastante frecuencia mejor o más elevado que el yo convencional, que cada quien se esfuerza por descubrir o liberar. Arnold Hauser lo explica de otra manera: «Vivimos en dos niveles, dos esferas diferentes… estas regiones del ser se compenetran entre sí de forma tan completa que es imposible subordinar la una a la otra u oponerlas como si fueran antitéticas. El dualismo del ser no era, es evidente, una noción nueva, y la idea de la coincidentia oppositorum nos resulta bastante familiar… pero la cuestión es que la duplicidad de la existencia y su doble significado… nunca se habían experimentado con tanta intensidad como ahora [esto es, en tiempos de los románticos]».[3555]

El romanticismo, y su idea de un «segundo yo» es, como hemos anotado, uno de los factores que Henri Ellenberger incluye en El descubrimiento del inconsciente, su amplísima obra sobre los orígenes de la psicología profunda y las ideas que conducirían a las teorías de Sigmund Freud, Alfred Adler y Carl Jung. Como vimos en el capítulo final, el inconsciente, la última gran «introspección» de nuestra historia, fue un intento de crear una ciencia que diera cuenta de nuestra vida interior. Sin embargo, el hecho de que fuera un intento fallido es mucho más importante y tiene implicaciones más amplias que la simple incompetencia del psicoanálisis como tratamiento, como veremos a continuación.

El romanticismo, la voluntad, la Bildung, el concepto weberiano de vocación, el Volkgeist, el descubrimiento del inconsciente, el Innerlichkeit… el tema de la vida interior, del segundo yo o, como pensaba Kant, del yo superior, domina el pensamiento del siglo XIX con la misma fuerza, sino más, que ha dominado otros períodos de la historia. Algunos autores han señalado que el interés por lo irracional, predominante en una tradición del pensamiento alemán, constituye el «transfondo profundo» de los horrores del nazismo en el siglo XX (cuando la creación del superhombre, un individuo capaz de vencer sus limitaciones a través del ejercicio de la voluntad, se convierte en la principal meta de la historia humana). Aunque ésta no es en absoluto una cuestión trivial, no es nuestra principal preocupación aquí. En lugar de ello, nos interesa entender qué nos permite concluir sobre la historia de las ideas esta obsesión por la vida interior. Por un lado, es evidente que confirma el patrón expuesto en la página anterior cuando repasábamos los repetidos esfuerzos del hombre por mirar dentro de sí en búsqueda de… Dios, realización personal, catarsis, sus «verdaderos» motivos, su «verdadero» yo.

Alfred North Whitehead anotó en una ocasión que la historia del pensamiento occidental no era más que una serie de notas a pie de página a Platón. Al final de este largo recorrido, podemos concluir que, independientemente de si Whitehead pretendía ser retórico o irónico, su célebre comentario era acertado sólo a medias, en el mejor de los casos. En el ámbito de las ideas, la historia humana se compone de dos corrientes principales (soy consciente de que estoy simplificando en extremo, pero, se entenderá, ésta es la Conclusión). Por un lado, está la historia del «ahí fuera», del mundo exterior al hombre, el mundo aristotélico de la observación, la exploración, el viaje, el descubrimiento, la medición, el experimento y la manipulación del entorno, en resumen, el mundo materialista de lo que hoy denominamos ciencia. Aunque esta aventura difícilmente dibuja una línea recta, y los avances en ocasiones han llegado poco a poco e, incluso, se han detenido u obstaculizado durante siglos (principalmente debido a religiones fundamentalistas), en términos generales debe considerársela un triunfo. Pocos pondrán en duda que el progreso material del mundo, o al menos buena parte de él, es algo apreciable por todos. Este progreso continuó, de forma acelerada, a lo largo del siglo XX.

La otra gran corriente de la historia de las ideas ha sido la exploración de la vida interior del hombre, su alma o su segundo yo, lo que podríamos denominar (con Whitehead) inquietudes platónicas, en oposición a las aristotélicas. Esta corriente podría a su vez dividirse en dos. En primer lugar, tenemos la historia de la vida moral, social y política del hombre, el desarrollo de formas de vida en común, una aventura que debe ser calificada como un triunfo con reservas, en el sentido de que el resultado, en términos generales, es positivo. Tanto la transición de las monarquías autocráticas, fueran temporales o papales, a la democracia (pasando por el feudalismo), como el cambio de un contexto teocrático por uno secular, han redundado sin duda en que un enorme número de personas gocen hoy de mayores libertades y mayores posibilidades de realización que en el pasado (en términos generales, por supuesto. Siempre hay excepciones). A lo largo del libro, hemos descrito las varias etapas que ha atravesado este proceso. Aunque los sistemas políticos y jurídicos que hoy existen sean diferentes en todo el mundo, la cuestión es que todos los pueblos tienen un sistema legal y jurídico, y poseen conceptos de justicia que van mucho más allá de lo que por simplicidad llamamos la ley de la selva. Una institución como la de exámenes de ingreso, por ejemplo, supone una extensión del concepto de justicia a la educación, mucho más allá del ámbito puramente jurídico o criminal. La preocupación por la justicia, como vimos en el capítulo 32, incluso llegó a impulsar el desarrollo de la estadística, como rama de las matemáticas. Aunque los logros de las ciencias sociales en tanto disciplinas hayan sido limitados en comparación con los de la física, la astronomía, la química o la medicina, su evolución ha estado animada por un interés de mejorar y hacer más justo el mundo de la política, por naturaleza partidista y sesgado. Todo ello puede ser considerado un triunfo (con reservas, probablemente).

Nuestro último hilo conductor, el esfuerzo del hombre por entenderse a sí mismo, su vida interior, se ha revelado el más decepcionante de todos. Algunos, quizá la mayoría, se opondrán a esta conclusión argumentando que la mejor parte de la historia del arte y la creación es la historia de la vida interior del hombre. Ahora bien, aunque esto es indudablemente cierto desde un punto de vista, también es verdad que las artes no explican el yo. Con bastante frecuencia, lo que intentan es describir el yo o, para ser más precisos, una miríada de yos en una miríada de circunstancias diferentes. Sin embargo, la popularidad actual del freudismo y demás psicologías «profundas» preocupadas por el «yo interior» y la autoestima (por más desencaminadas que estén) confirma, en mi opinión, este diagnóstico. Si realmente las artes hubieran tenido éxito en este ámbito, ¿qué necesidad habría de estas psicologías, de estos nuevos modos de introspección?

Resulta extraordinario concluir que, a pesar del gran desarrollo de la individualidad, del vastísimo corpus artístico, del auge de la novela y de las muchas formas que hombres y mujeres han concebido para expresarse, el estudio del hombre mismo es el mayor fracaso intelectual de la historia, su área de investigación menos fructífera. Sin embargo, es indudable que es así, y esto es algo que subrayan esos constantes «giros al interior» que se repiten a lo largo de los siglos. Estos movimientos de introspección no se suman uno al otro y se desarrollan de forma acumulativa como ocurre en la ciencia, sino que se reemplazan a medida que una nueva versión sustituye a la anterior, que se ha agotado o se ha revelado inútil. Platón nos ha inducido al error, y Whitehead estaba equivocado: el gran triunfo de la historia de las ideas ha sido principalmente realizar el legado de Aristóteles, no el de Platón. Esto es algo que confirman en especial los últimos hallazgos de la historiografía, que subrayan el hecho de que los inicios de la era moderna (como ahora se conoce a este período) hayan reemplazado al Renacimiento como la transición más significativa de la historia. Como R. W. S. Southern ha sostenido, el período comprendido entre 1050 y 1250, el redescubrimiento de Aristóteles, fue la transformación más grande y más importante de la historia humana y es ella, no el Renacimiento (platónico) de dos siglos después, la que conduce a la modernidad.

Durante muchos años, centenares de años, el hombre no albergaba dudas acerca de la existencia del alma e, independientemente de que ésta fuera o no una sustancia identificable en el interior del cuerpo, estaba convencido de que representaba su esencia y que esta esencia era inmortal, indestructible. Las ideas acerca del alma cambiaron en los siglos XVI y XVII, a medida que la fe en Dios empezaba a perder terreno, y surgieron nuevos conceptos. Desde Hobbes y Vico, las referencias al yo y la mente empiezan a reemplazar a las referencias al alma, y esta concepción triunfó en el siglo XIX, especialmente en Alemania, con el desarrollo del romanticismo, de las ciencias humanas o sociales, del Innerlichkeit y el inconsciente. El surgimiento de la sociedad de masas, de nuevas y gigantescas metrópolis, también constituyó un destacado factor en este proceso, pues condujo a un sentimiento de pérdida del yo.[3556]

En este contexto, la aparición de Freud resulta un asunto curioso. Al haber estado precedidas por Schopenhauer, von Hartmann, Charcot, Janet, el dipsiquismo de Max Dessoir, los Urphänomene de von Schubert o El derecho materno de Bachofen, las ideas de Freud no parecen tan asombrosamente originales como en ocasiones se las presenta. Con todo, tras un comienzo titubeante, sus propuestas fueron haciéndose cada vez más influyentes, hasta convertir al padre del psicoanálisis en lo que, a mediados de la década de 1990, Paul Robinson describió como «la figura intelectual dominante de nuestro siglo».[3557] Una razón para ello era que, siendo médico, Freud pensaba en sí mismo como un biólogo, un científico en la tradición de Copérnico y Darwin. El inconsciente freudiano era, por tanto, un intento complejo de tratar de forma científica el yo. En este sentido, prometía una gran convergencia de las dos principales corrientes de la historia de las ideas, lo que podríamos denominar una comprensión aristotélica de las preocupaciones platónicas. De haber funcionado, el inconsciente habría sido el mayor logro intelectual de la historia, la mayor síntesis de la historia de las ideas.

En la actualidad, muchas personas siguen convencidas de que los esfuerzos de Freud lograron su cometido, lo que explica en parte por qué razón el ámbito de la «psicología profunda» continúa siendo tan popular. Al mismo tiempo, sin embargo, entre los profesionales de la psiquiatría y en el mundo de la ciencia en general Freud es por lo común vilipendiado, y sus ideas se rechazan por considerárselas descabelladas y poco científicas. En 1972, sir Peter Medawar, premio Nobel de medicina, describió el psicoanálisis como «uno de los hitos más penosos y extraños de la historia intelectual del siglo XX».[3558][3559] Se han publicado muchos estudios que ponen en duda que el psicoanálisis tenga alguna utilidad como tratamiento, y varias de las ideas que Freud vertió en otros de sus libros (Tótem y tabú o Moisés y el monoteísmo, por ejemplo) han sido descartadas por completo por estar desencaminadas o basarse en pruebas que ya no se consideran tales. Las investigaciones más recientes, reseñadas en el capítulo anterior, que tanto han desacreditado a Freud, subrayan en particular este punto y lo subrayan de forma enfática.

Pero si la mayoría de las personas cultas reconoce hoy que el psicoanálisis fracasó, también debe señalarse que el concepto de conciencia —que es el término que biólogos y neurólogos emplean actualmente para describir el sentido del yo— no lo ha hecho mucho mejor. Si, para concluir, saltamos de finales del siglo XIX a los últimos años del siglo XX, nos topamos con la «década del cerebro» (el eslogan adoptado por el congreso estadounidense en 1990). Durante ese decenio, se publicaron muchos libros sobre la conciencia, proliferaron los «estudios de la conciencia» como disciplina académica y se realizaron tres simposios internacionales sobre la materia. ¿Cuál fue el resultado? La respuesta depende mucho de con quién hable usted. John Maddox, exdirector de Nature, que junto a Science, es la revista científica más destacada del mundo, escribió que: «No hay introspección que permita a una persona descubrir precisamente qué conjunto de neuronas en qué parte de su cabeza ejecuta determinado proceso mental. Esa información parece estar fuera del alcance del usuario». El filósofo británico Colin McGinn, de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey, sostiene que por principio la conciencia se resiste a ser explicada, y que siempre será así.[3560] Otros pensadores, como Thomas Nagel y Hilary Putnam, de la Universidad de Harvard, consideran que en la actualidad (y quizá para siempre) la ciencia no puede explicar los «qualia», la experiencia fenoménica en primera persona a la que llamamos conciencia (cosas como por qué, en palabras de Simon Blackburn, la materia gris del cerebro nos proporciona, por ejemplo, la experiencia de lo amarillo). Tras una serie de polémicos experimentos, Benjamin Libet ha llegado a la conclusión de que la conciencia requiere medio segundo para manifestarse («el retraso de Libet»), aunque si éste es o no un (auténtico) avance aún no está claro. John Gray, profesor de pensamiento europeo en la London School of Economics, es uno de los que considera que tales fenómenos son el «problema más difícil» en los estudios de la conciencia.[3561]

Por otro lado, John Searle, profesor Mills de filosofía en la Universidad de California, en Berkeley, afirma que la conciencia es una «propiedad emergente» que surge de forma automática cuando se reúne «un conjunto de neuronas», algo que intenta explicar mediante una analogía: el comportamiento de las moléculas de H2 O «explica» la liquidez, pero las moléculas individuales no son líquidas, la liquidez es una propiedad emergente del conjunto.[3562] (Tales argumentos nos recuerdan la filosofía «pragmática» de William James y Charles Peirce, que examinamos en el capítulo 34, en la que el sentido del yo es consecuencia de la conducta y no al revés). Roger Penrose, físico de la Universidad de Londres, cree que es necesario un nuevo tipo de dualismo para afrontar este problema, y que es posible que dentro del cerebro se aplique todo un conjunto de nuevas leyes físicas que explicarían la conciencia. Su particular contribución a este debate ha sido argumentar que fenómenos descritos por la física cuántica tienen lugar en unas pequeñísimas estructuras, conocidas como microtúbulos, dentro de las células nerviosas del cerebro y que éstos (de un modo aún por aclarar) son los responsables de la experiencia a la que llamamos conciencia.[3563] De hecho, Penrose sostiene que vivimos en tres mundos: el físico, el mental y el matemático. «El mundo físico constituye el soporte del mundo mental, que a su vez es el soporte del mundo matemático, el cual es el soporte del mundo físico, así, en un círculo».[3564] No obstante, incluso los muchos que encuentran sugestivas sus ideas, no creen que Penrose haya probado nada. Su especulación es estimulante y original, pero no por ello deja de ser especulación.

Ahora bien, en el actual clima intelectual, las concepciones que más interés despiertan son dos formas de reduccionismo. Para personas como Daniel Dennett, un filósofo muy interesado por los hallazgos de la biología de la Universidad de Tufts, cerca de Boston (Massachusetts), la conciencia y la identidad humanas surgen del relato de nuestras vidas, y esto puede vincularse a estados cerebrales específicos. Por ejemplo, cada vez hay más pruebas de que la capacidad para «aplicar predicados intencionales a otra gente es universal en el ser humano» y que está asociada con un área específica del cerebro (la corteza orbitofrontal), una capacidad de la que carecen ciertos autistas. También hay pruebas de que el riego sanguíneo de la corteza orbitofrontal se incrementa cuando la gente «procesa» verbos intencionales (en oposición a cuando se ocupa de verbos no intencionales) y que los daños en esta área del cerebro pueden traducirse en problemas en la capacidad de introspección. Otros experimentos han mostrado que la actividad en el área del cerebro conocida como la amígdala se relaciona con la experiencia del miedo, que las decisiones de monos individuales en ciertos juegos pueden predecirse a partir del patrón de disparo de las neuronas de los circuitos orbitofrontales-estriatales del cerebro, que neurotransmisores conocidos como propranolol y serotonina afectan a la toma de decisiones, y que el putamen ventral dentro del estriato se activa cuando la gente experimenta placer.[3565] Ahora bien, aunque esto resulta muy sugerente, también es cierto que la microanatomía del cerebro varía de forma bastante considerable de un individuo a otro, y que la experiencia de un fenómeno particular se representa en puntos diferentes del cerebro, lo que requiere una integración. Todavía está por descubrirse el patrón «profundo» que explique cómo se vincula la experiencia a la actividad cerebral, y aunque éste parece ser el camino más apropiado, todo indica que todavía estamos lejos de hacerlo.

Un enfoque relacionado con éste (lo que acaso era de esperarse, dados los demás desarrollos que han tenido lugar en años recientes) es el estudio del cerebro y la conciencia desde una perspectiva darwiniana. La pregunta aquí es en qué sentido la conciencia sería una adaptación. Este acercamiento ha producido dos perspectivas. La primera sostiene que el cerebro fue «construido de forma chapucera» por la evolución para realizar un gran número de tareas muy diferentes entre sí. Desde esta perspectiva, el cerebro se compone esencialmente de tres órganos: un núcleo reptiliano (la sede de nuestros instintos básicos), una capa paleomamífera, a la que debemos cosas como el afecto por la descendencia, y un cerebro neomamífero, en el que tienen lugar el razonamiento, el lenguaje y otras «funciones superiores».[3566] La segunda perspectiva sostiene que a lo largo de la evolución (y por todo nuestro cuerpo) han surgido propiedades emergentes: por ejemplo, siempre ha existido una explicación bioquímica subyacente a los fenómenos médicos o psicológicos (el flujo de sodio y de potasio a través de una membrana también puede describirse como una «acción nerviosa potencial»).[3567] En este sentido, la conciencia no es nada nuevo en principio, aunque por el momento, no podamos entenderla plenamente.

Los estudios sobre la actividad nerviosa en el reino animal también han revelado que los nervios trabajan «disparando» o no disparando; la intensidad se representa por la tasa de disparos: cuanto más intensa es la estimulación tanto más rápido es el encendido y apagado de un nervio en particular. Esto, por supuesto, es muy similar a la forma en que funcionan los ordenadores al procesar «bits» de información, que consisten básicamente en configuraciones de unos y ceros. El surgimiento del procesamiento en paralelo en el ámbito de la informática ha llevado a Daniel Dennett a considerar que en el cerebro podría haber tenido lugar un proceso análogo en diferentes niveles evolutivos, lo que habría originado la conciencia. Pero una vez más: aunque todo esto es muy sugerente, los investigadores no han ido mucho más allá de los pasos preliminares. Y por el momento, nadie parece estar en condiciones de establecer cuál debe ser el siguiente paso.

Por tanto, a pesar de toda la atención que los investigadores han dedicado al problema de la conciencia en años recientes, y a pesar de que las ciencias «duras» seguirán con seguridad siendo el camino para realizar avances en este campo, el yo continúa siendo tan escurridizo como siempre. La ciencia ha demostrado ser un completo éxito en lo que respecta al mundo «ahí fuera», pero hasta el momento no ha conseguido hacer lo mismo en el área que probablemente más nos interesa a la mayoría de los seres humanos: nosotros mismos. Más allá de la idea de que el yo es resultado de la actividad cerebral —de la acción de los electrones y los elementos, si así lo prefieren—, es difícil huir de la conclusión de que, después de todos estos años, todavía no sabemos ni siquiera cómo hablar acerca de la conciencia, acerca del yo.

Ir a la siguiente página

Report Page