Ideas

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Nota del autor

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NOTA DEL AUTOR

En los agradecimientos de su libro The Joys of Yiddish, publicado en 1970, Leo Rosten reconocía su deuda con un amigo que, al criticar el manuscrito, había empleado «su singular conocimiento de la historia antigua, el latín, el griego, el alemán, el italiano, el hebreo, el arameo y el sánscrito». Arameo y sánscrito: ese último apunte me encantó. Ser capaz de hablar inglés, alemán e italiano ya es bastante impresionante; agregue a eso latín, griego y hebreo y destacará como un lingüista de inusual distinción; pero ¿arameo (el idioma de Jesús) y sánscrito? Semejante individuo sólo puede ser lo que el mismo Rosten describe en su libro como un gran erudito, un chachem, «una persona inteligente, sabia y entendida». En una obra como Ideas, resultaría cómodo pensar que el conocimiento y la sabiduría son una y la misma cosa, pero de inmediato Rosten mina cualquier esperanza que pudiéramos tener en ese sentido. «Un chachem joven y brillante le dijo a su abuela que iba a convertirse en un Doctor en Filosofía. Ella sonríe, orgullosa: “¡Maravilloso! Pero ¿qué clase de enfermedad es la filosofía?”».

Para escribir este libro, que abarca material concebido en muchas lenguas, entre ellas el arameo y sánscrito, me habría bastado un buen número de amigos como el de Rosten, pero los mavin (la palabra yiddish para expertos, entendidos) poli-políglotas ya no son tan abundantes como alguna vez lo fueron. Sin embargo, no he sido menos afortunado que él ya que un buen número de estudiosos eminentes, a quienes les agradó el proyecto de una historia de las ideas dirigida al gran público, accedieron a leer el texto completo o parte de él y me permitieron beneficiarme de su pericia. Antes de darles las gracias, me apresuro a hacer la usual exención de responsabilidades: todos los errores, omisiones y solecismos que hayan quedado en el texto son única y exclusivamente responsabilidad mía. Dicho esto, extiendo mi gratitud a: John Arnold, Peter J. Bowler, Peter Burke, Christopher Chippendale, Alan Esterson, Charles Freeman, Dominick Geppert, P. M. Harman, Robert Johnston, John Keay, Gwendolyn Leick, Paul Mellars, Brian Moynahan, Francis Robinson, James Sackett, Chris Scarre, Hagen Schulze, Robert Segal, Chandak Sengoopta, Roger Smith, Wang Tao, Francis Watson y Zhang Haiyan. Por la ayuda editorial y otros aportes, también estoy en deuda con: Walter Alva, Neil Brodie, Cass Canfield Jr., Dilip Chakrabarti, Ian Drury, Vivien Duffield, Hugh van Dusen, Francesco d’Errico, Israel Finkelstein, Ruth y Harry Fitzgibbons, David Gill, Eva Hajdu, Diana y Philip Harari, Jane Henderson, David Henn, Ilona Jasiewicz, Raz Kletter, David Landes, Constance Lowenthal, Fiona McKenzie, Alexander Marshack, John y Patricia Menzies, Oscar Muscarella, Andrew Nurnberg, Joan Oates, Kathrine Palmer, Colin Renfrew, John Russell, Jocelyn Stevens, Cecilia Todeschini, Randall White y Keith Whitelam. Ideas, además, no habría sido posible sin la ayuda del personal de tres bibliotecas: la Biblioteca Haddon de Antropología y Arqueología, en Cambridge, Inglaterra; la Biblioteca de Londres; y la Biblioteca de la Facultad de Estudios Africanos y Orientales, en la Universidad de Londres. Estoy muy agradecido por su colaboración.

Al final de este libro hay cerca de tres mil referencias que abarcan más de ciento cincuenta páginas. No obstante, me gustaría resaltar aquí algunos títulos que han sido fundamentales para mi trabajo. Uno de los verdaderos placeres de la documentación y de la escritura misma de Ideas fue que me permitieron conocer un gran número de obras que, pese a que nunca serán éxitos de ventas, son obras maestras de la erudición, el conocimiento y la investigación académica. No pocos de los libros mencionados a continuación son clásicos en su campo, y si este libro no fuera ya demasiado extenso, me habría gustado agregar un ensayo bibliográfico que describiera los contenidos, el enfoque y el interés de muchos de los siguientes trabajos. Por tanto, tendré que contentarme con señalar que la lista que sigue incluye libros que simplemente son indispensables para cualquiera que desee considerarse informado acerca de la historia de las ideas y que mi gratitud hacia sus autores no tiene límites. El placer que me han regalado estos volúmenes es inconmensurable.

En orden alfabético por autor o editor, éstos son: Harry Elmer Barnes, An Intellectual and Cultural History of the Western World; Isaiah Berlin, El sentido de la realidad; Malcolm Bradbury y James McFarlane, eds., Modernism: A Guide to European Literature, 1890-1930; Jacob Bronowsky y Bruce Mazlish, La tradición intelectual de occidente; Edwin Bryant, The Quest for the Origins of Vedic Culture; James Buchan, The Capital of the Mind; Peter Burke, El renacimiento italiano: cultura y sociedad en Italia; J. W. Burrow, La crisis de la razón: el pensamiento europeo entre 1848 y 1914; Norman Cantor, The Civilisation of the Middle Ages; Ernst Cassirer, La filosofía de la Ilustración; Jacques Cauvin, The Birth of the Gods and the Origins of Agriculture; Owen Chadwick, The Secularisation of European Thought in the Nineteenth Century; Marcia Colish, Medieval Foundations of the Western Intellectual Tradition, 400-1400; Henry Steele Commager, The Empire of Reason; Alfred W. Crosby, La medida de la realidad: la cuantificación y la sociedad occidental; Georges Duby, La época de las catedrales; Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas; Henry F. Ellenberger, El descubrimiento del inconsciente; J. H. Elliott, El Viejo Mundo y el Nuevo: 1492-1650; Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, La aparición del libro; Valerie Flint, The imaginative Landscape of Christopher Columbus; Robin Lane Fox, La versión no autorizada; Paula Fredriksen, From Jesus to Christ; Charles Freeman, The Closing of the Western Mind; Jacques Gernet, El mundo chino; Marija Gimbutas, Dioses y diosas de la vieja Europa: 7000-3500 a. C.; Edward Grant, God and Reason in the Middle Ages; Peter Hall, Cities in Civilisation; David Harris, ed., The Origins and Spread of Agriculture and Pastoralism in Eurasia; Alvin M. Josephy, ed., America in 1492; John Keay, India: A History; William Kerrigan y Gordon Braden, The Idea of the Renaissance; Paul Kriwaczek, In Search of Zarathustra; Thomas Kuhn, La revolución copernicana; Donald F. Lach, Asia in the Making of Europe; David Landes, La riqueza y la pobreza de las naciones; David Levine, At the Dawn of Modernity; David C. Lindberg, Los inicios de la ciencia occidental; A. O. Lovejoy, La gran cadena del ser; Ernst Mayr, The Growth of Biological Thought; Louis Menand, The Metaphysical Club: El club de los metafísicos; Steven Mithen, Arqueología de la mente; Joseph Needham, La gran titulación; Joseph Needham, et al., Science and Civilisation in China; Hans J. Nissen, The Early History of the Ancient Near East; Anthony Pagden, La caída del hombre y Pueblos e imperios; J. H. Parry, La época de los descubrimientos geográficos; L. D. Reynolds y N. G. Wilson, Copistas y filólogos; E. G. Richards, Mapping Time: The Calendar and Its History; Richard Rudgley, Los pasos lejanos, una nueva interpretación de la prehistoria; H. W. F. Saggs, Before Greece and Rome; Harold C. Schonberg, Los grandes compositores; Raymond Schwab, The Oriental Renaissance; Roger Smith, The Fontana History of the Human Sciences; Richard Tarnas, La pasión del pensamiento occidental; Ian Tattersall, The Fossil Trail; Peter S. Wells, The Barbarian Speak; Keith Whitelam, The Invention of Ancient Israel; G. J. Whitrow, El tiempo en la historia; Endymion Wilkinson, Chinese History: A Manual.

También me gustaría destacar a los patrocinadores y directores de las distintas editoriales universitarias alrededor del mundo. Muchos de los libros más interesantes e importantes mencionados en las páginas que siguen nunca fueron propuestas comerciales; pero las editoriales universitarias existen, al menos en parte, para velar porque las nuevas ideas pasen al papel: todos estamos en deuda con ellas. Y tampoco deberíamos olvidar a los traductores (algunos de ellos anónimos, otros desaparecidos hace mucho) de tantos de las obras descritas en este libro. Como Leo Rosten reconoce, las aptitudes lingüísticas no deben darse por sentadas.

En los capítulos sobre China he utilizado el sistema Pinyin de transliteración y no el Wade-Giles, excepto para aquellas palabras en las que el formato Wade-Giles es bien conocido incluso por los no especialistas (el Pinyin evita los apóstrofes y los guiones en las palabras chinas). En la trascripción de otros alfabetos (como el árabe, el griego o el sánscrito) he omitido prácticamente todas las marcas diacríticas, pues he considerado que la mayoría de los lectores no sabrían, por ejemplo, cómo una å o una e cambian el sonido. Las marcas sólo se incluyen cuando resultan esenciales: por ejemplo, para distinguir el yacimiento prehistórico ruso de Mal’ta de la isla mediterránea de Malta. En gran parte de la obra me he referido a los libros del la Biblia hebrea como Escrituras. Ocasionalmente, para variar, he hablado de Viejo Testamento.

Mi mayor deuda es, como siempre, con Kathrine.

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