Humo

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Ivan Turgueniev » 5

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—EL señor Gubarev, en cuyo domicilio he tenido el gusto de ver a usted —dijo—, no me presentó; si usted lo permite, voy a hacerlo yo mismo. Me llamo Potuguin, consejero retirado; he servido en San Petersburgo en el Ministerio de Hacienda. Espero que esta presentación no le parezca imprudente... No tengo, generalmente, la costumbre de abordar así a la gente...; pero con usted...

Al llegar a ese punto, Potuguin se interrumpió y rogó al camarero que le sirviera una copa de kirschwasser, «para tomar ánimos», añadió sonriendo.

Litvinov examinó con la mayor atención a Potuguin, y pensó: «Este no es como los otros».

En efecto: tenía un aspecto muy diferente. Era hombre de anchos hombros, de fuerte busto, soportado por piernas cortas; de cabellos revueltos, de mirada inteligente y melancólica, de cejas espesas, boca regular, mala dentadura y una de esas narices típicamente rusas y a las que el vulgo llama patatas. Parecía torpe y un poco salvaje, pero evidentemente no era un hombre ordinario. Vestía descuidadamente; una amplia levita le envolvía como si fuera un saco, y llevaba la corbata torcida.

Lejos de tomar a mal la súbita confianza que aquel caballero se permitía, Litvinov se sintió halagado por ella. Se advertía bien que Potuguin no tenía costumbre de trabar relaciones así con desconocidos. La impresión que hizo a Litvinov fue singular: le inspiraba a la vez simpatía, estimación y cierta compasión involuntaria.

—¿De verdad no le molesto a usted?... —repitió con voz dulce, un poco enronquecida y débil, que armonizaba perfectamente con su figura.

—¡Nada de eso! —respondió Litvinov—. Al contrario... Estoy encantado...

—Me alegro mucho, y lo mismo me ocurre a mí. He oído hablar mucho de usted; conozco sus ocupaciones y sus intenciones, y las apruebo. No me sorprende que haya permanecido usted silencioso durante la ruidosa reunión de esta noche.

—Me parece que tampoco usted habló mucho —dijo Litvinov.

Potuguin suspiró.

—En cambio, otros hablaron demasiado. Me dediqué a escucharlos.

Tras de una pausa, Potuguin preguntó, alzando cómicamente las cejas:

—¿Y qué le ha parecido a usted de nuestra confusión de lenguas de la torre de Babel?

—Eso de confusión de lenguas es exacto. Sentía continuamente deseos de preguntar a aquellos señores por qué se tomaban tanto trabajo.

Potuguin suspiró de nuevo.

—Lo más gracioso es que ellos mismos no saben lo que se proponen. En otro tiempo les hubiera llamado instrumentos ciegos de una fuerza superior; pero en los tiempos que corren nos servimos de epítetos más enérgicos. Y observe usted que no tengo intención de acusarlos. Diré más: son todos..., o casi todos..., excelentes personas. Sé, por ejemplo, y de buen origen, que hay cosas que honran a la señora Sujantchikov. Ha entregado el poco dinero que le quedaba a dos sobrinas que se hallan necesitadas. Supongamos que el deseo de alardear de caridad haya influido de algún modo en este gesto; pero no por ello hemos de dejar de reconocer que el acto en sí es meritorio, sobre todo tratándose de una mujer que no se halla, ni mucho menos, en una situación brillante. Nada se puede decir contra el señor Pichtchalkin. Con el tiempo, los campesinos de su distrito le regalarán una copa de plata en forma de sandía, y quizá una imagen de su patrón, y, aunque él proteste asegurando que no merece tal honor, lo cierto es que se lo tendrá perfectamente ganado. Su amigo el señor Bambaev tiene un corazón de oro. Verdad es que, a semejanza del poeta Iazikov, que, según se dice, celebraba el vino y la holganza sin apartarse de los libros y sin beber más que agua, su entusiasmo no tiene objeto determinado; pero no por ello se entusiasma menos. El señor Vorochilov es también un buen tipo. Como todos los hombres de su escuela, hombres de cuadro de honor, trata a la ciencia y la civilización como si fueran su ayudante de campo; es hablador hasta en sus silencios, pero tiene la disculpa de su juventud. Todos esos hombres son perfectos; mas, en resumidas cuentas, no son nada. Las provisiones son de primera calidad, pero no hay quien pueda tragar un bocado del guiso.

Litvinov escuchaba a Potuguin con atención creciente. Su manera de hablar, sin precipitación y con aplomo, revelaba al hombre dueño del arte y del gusto de la palabra. Le gustaba hablar, y sabía hacerlo, en efecto: pero como hombre en el que la experiencia ha destruido la vanidad. Esperaba, para expresarse, con filosófica quietud, una ocasión que le conviniera.

—Sí, sí... —prosiguió en el tono que le era peculiar, triste, sin amargura—. Todo eso es muy extraño. Y hay otra cosa que le ruego observe, y es que si diez ingleses, por ejemplo, se reúnen, iniciarán en seguida una conversación acerca del telégrafo submarino, acerca del impuesto del algodón, de la posibilidad de curtir las pieles de ratón; es decir, acerca de algo positivo y determinado. Si los que se reúnen son diez alemanes, surgirá inmediatamente el tema del Schleswig-Holstein y de la unidad de Alemania. Con diez franceses, y por muchos esfuerzos que ellos mismos hagan para evitarlo, oiremos infaliblemente disertar acerca del bello sexo. Pero si se reúnen diez rusos, inmediatamente se plantea la cuestión (como hoy lo hemos visto) del valor y del porvenir de Rusia, cuestión cuyo origen van a buscar hasta en los huevos de Leda. Exprimen, chupan y mastican esa desdichada cuestión, como lo hacen los niños con la goma elástica, y con el mismo resultado. Desde luego, no saben tocar semejante tema sin caer en seguida en el tópico de la podredumbre de Occidente. Nos domina, en todos los puntos, ese Occidente; pero ¡está podrido! Y, por lo menos, ¡si realmente lo despreciáramos! Pero todo eso no son más que frases y mentiras. Protestamos contra el Occidente, y no podemos dispensarnos de su aprobación..., y, lo que es más, de la aprobación de los pisaverdes de París. Conozco a un excelente hombre, padre de familia, de cierta edad, que quedó sumido en una verdadera desesperación porque en un restaurante de París pidió una ración de bistec con patatas, en tanto que un verdadero francés, que estaba a su lado, dijo: «¡Mozo, bistec patatas!» Mi amigo estuvo a punto de morir de vergüenza. Luego pedía en todas partes «Bistec patatas», y enseñaba a los demás esa manera de expresarse.

Litvinov preguntó:

—Dígame, si me hace el favor: ¿a qué atribuye usted la indudable influencia de Gubarev sobre todos los que le rodean? ¿Es por su talento o por sus cualidades?

—Carece de ambas cosas.

—Entonces, ¿por su carácter?

—Tampoco tiene carácter; pero tiene mucha voluntad, y es cosa que entre nosotros, eslavos, no abunda. Gubarev se metió en la cabeza el ser jefe de partido, y lo ha conseguido. ¿Qué quiere usted? El Gobierno nos ha liberado de la gleba, y eso tenemos que agradecerle; pero la costumbre de la servidumbre está tan arraigada en nosotros, que no podemos olvidarla así, de pronto. En todo y en todas partes necesitamos un amo. Casi siempre ese amo es un ser viviente; a veces es cierta tendencia, como por ejemplo, en este momento, la manía de las ciencias naturales. ¿Por qué? ¿Qué motivos nos impulsan a someternos así, voluntariamente? Es un misterio. Sin duda, depende de nuestra naturaleza. Lo importante es que tengamos un amo, y no falta nunca. Somos verdaderos siervos. Nuestro orgullo, lo mismo que nuestra bajeza, son serviles. Llega un nuevo amo, pues ¡abajo el antiguo!... Ayer era Santiago; hoy es Tomás. En seguida, un bofetón a Santiago y de rodillas ante Tomás. Recuerde usted todo lo que ha ocurrido de esto. Nos atribuimos la gloria de saber negar; pero en vez de negar como hombres libres, combatiendo con la espada, lo hacemos como lacayos que no saben aún más que dar puñetazos, y eso, cuando el amo lo permite. Y, además, somos un pueblo blando. Por ello no es difícil conducirnos. Y así es como el señor Gubarev ha llegado a lo alto de la escala. Ha golpeado siempre en el mismo sitio, y acabó por abrirse paso. Se ha visto en él a un hombre que tiene muy alta opinión de sí mismo, que tiene fe en su destino, que ordena y ordena, que es lo esencial. Y entonces cada cual se ha dicho: «Debe de tener razón, y hay que escucharle». Todas nuestras sectas se han fundado así. El primero que se provee de un palo es el que se sale con la suya.

Las mejillas de Potuguin se habían coloreado poco a poco, en tanto que sus ojos parecían velarse. Sin embargo, por muy duras que fuesen sus palabras, no se percibía en ellas resentimiento alguno sino tan sólo una verdadera y sincera tristeza.

—¿Cómo hizo usted conocimiento con Gubarev? —preguntó Litvinov.

—Le conozco desde hace mucho tiempo. Y vea usted otra de nuestras extravagancias. Hay un escritor que ha pasado su vida tronando en verso y en prosa contra la embriaguez y combatiendo la renta del aguardiente. Pero un buen día compró dos destilerías y hoy mantiene un centenar de tabernas. Otro se vería barrido de la superficie del globo, pero a él no se le hace un solo reproche. Algo parecido ocurre con Gubarev. Es eslavófilo, demócrata, socialista, todo lo que se quiera, y sus bienes han estado y siguen estando regidos por su hermano, un señor de la antigua cepa, de aquellos a quienes se apodaba dentistas porque rompían muchos dientes a golpes. Y esa misma señora Sujantchikov, que tanto se alegra porque la señora Beecher-Stowe haya abofeteado a Tenteleev, se arrastra casi ante Gubarev, cuyo único mérito consiste en hacer creer que lee obras sabias y que busca en todo la profundidad. Hoy ha podido usted apreciar que carece de todo don de palabra. Y es una suerte que sólo acierte a mascullar, porque cuando está de buen humor se pone a contar pequeñas anécdotas cínicas y de tal índole, que por mucha paciencia que se tenga, no hay manera de aguantarlas. ¡Y hay que ver la miserable sonrisa con que refiere tales cosas nuestro gran Gubarev!...

—No creí que fuera usted paciente... —dijo Litvinov—. Es más: suponía lo contrario. Pero permítame que le pregunte su nombre de pila.

Potuguin bebió un poco de kirschwasser.

—Me llamo Sozonthe Ivanovitch. Me impusieron este nombre encantador en memoria de un pariente archimandrita, al cual no debo otra cosa. Soy, si me es permitido expresarme así, de raza sacerdotal. En cuanto a mi paciencia, hace usted mal en dudar de ella. He servido durante veintidós años a las órdenes de mi tío el consejero de Estado Irinarche Potuguin. ¿Le ha conocido usted?

—No.

—Pues le felicito por ello. Crea usted que soy paciente. Pero volvamos a nuestro tema, como dice mi respetable cofrade el arcipreste Avvakum, el mismo al que quemaron en tiempo del zar Teodoro. No acabo de comprender, señor, a nuestros compatriotas. Todos se lamentan. Todos andan por ahí con cara larga, y al mismo tiempo están llenos de esperanza. Vea a los eslavófilos, a los que el señor Gubarev se dice afiliado. Son gente excelente, y, sin embargo, presentan la misma mezcla de desesperación y de jactancia, y sólo viven en la palabra porvenir. Todo llegará, pero en realidad nada llega, y durante diez interminables siglos Rusia no ha inventado nada, ni en el orden de la política, ni en el de las artes, ni en el de la ciencia, ni siquiera en el de la industria. Pero espere usted, tenga paciencia, que todo llegará.

¿Y por qué ha de llegar todo? Porque nosotros, hombres civilizados, no somos más que pingajos y harapos; pero el pueblo..., ¡ah!, el pueblo es grande. Vea este armiak2: de ahí es de donde ha de venir todo. Los demás ídolos han sido destruidos. Pongamos nuestra fe en el armiak. Pero ¿y si este armiak no respondiera a nuestras esperanzas? Responderá, estemos seguros de ello. Lea usted a la señora Kojanofska3 y alce los ojos al cielo. En verdad, si yo fuera pintor, he aquí el cuadro que pintaría: un hombre civilizado se halla ante un campesino y, saludándole muy humildemente, le dice: «Cúreme, padrecito; muero de enfermedad». El campesino, a su vez, saluda humildemente al hombre civilizado y le dice: «Ilústrame, señor, ya que perezco por falta de luces». Y los dos, desde luego, no dan un solo paso. Lo que haría falta sería humillarse, resignarse realmente, y no sólo con palabras. Sería menester, francamente, apropiarse de lo que nuestros hermanos mayores han inventado, mejor que nosotros y antes que nosotros. Kellner, noch ein Glasschen Kirsch! No crea usted que soy un borracho, pero el alcohol me suelta la lengua.

—Después de lo que acaba usted de decir —dijo Litvinov sonriendo—, no necesito preguntar a qué partido pertenece y cuál es su opinión acerca de Europa.

Potuguin alzó la cabeza.

—La admiro con toda fidelidad, y no creo necesario ocultarlo. Desde hace mucho tiempo..., no, desde hace poco, he dejado de sentir temor por expresar mis convicciones. Por lo demás, tampoco usted vaciló en manifestar a Gubarev su manera de pensar. Gracias a Dios, he dejado de asimilarme las opiniones de aquel con quien hablo. En realidad, no conozco cosa peor que esa inútil cobardía, esa complacencia que hace que un hombre de Estado se incline ante el primer estudiantillo llegado, al que, por lo demás, desprecia con toda su alma. Usa de tales subterfugios por deseo de popularidad; pero nosotros, simples mortales, no tenemos necesidad de recurrir a semejantes expedientes. Sí, señor. Soy occidental y fiel a Europa, o, para hablar más exactamente, soy partidario de la civilización, de esa civilización que tantos detractores tiene actualmente entre nosotros. Yo la amo de todo corazón, creo en ella, y nunca tendré otro amor ni otra fe. Ésa palabra de ci...vi...li... za...ción es comprensible, inmaculada y sagrada, en tanto que todas las demás (nacionalidades, gloria) huelen sólo a sangre.

—Y a Rusia, Sozonthe Ivanovitch, su patria, ¿la ama usted?

—La amo apasionadamente y la detesto.

Litvinov alzó los hombros.

—¡Cosa vieja, Sozonthe Ivanovitch; trivialidad!...

—Bien: y si así es, no hay de qué asustarse, porque no es una desgracia. ¡Trivialidad! Conozco muchas trivialidades excelentes. «Orden y libertad»: he ahí una trivialidad inmortal. ¿Prefiere usted, acaso, como entre nosotros se hace, esta otra: «Jerarquía y desorden»? Y, al cabo, todas esas frases que embriagan a las inteligencias jóvenes: «la despreciable burguesía», «la soberanía del pueblo», «el derecho al trabajo», ¿son algo más que trivialidades? En lo que hace al amor inseparable del odio...

—Byronismo —interrumpió Litvinov—, romanticismo de mil ochocientos treinta.

—Se equivoca usted. El primero que mostró esa mezcla de contingentes fue Catulo, el poeta romano. Catulo, que floreció hace dos mil años. De él la he tomado, pues sé algo de latín a consecuencia de mi origen clerical. Sí, señor; adoro y aborrezco a Rusia, mi extraña, mi grande, abominable y querida patria. Acabo de abandonarla. Necesitaba refrescarme un poco, después de haber permanecido doce años sentado en una oficina. He abandonado a Rusia, y me encuentro aquí muy agradablemente. Pero siento que pronto emprenderé el regreso... La tierra de los huertos es buena, pero las zarzamoras no pueden crecer y prosperar en ella.

—Está usted aquí agradablemente, y yo también —dijo Litvinov—. He venido para estudiar, mas no por ello dejo de observar cosas tristes.

Y, diciendo esto, mostraba dos loretas en torno de las cuales giraban y graznaban algunos miembros del Jockey-Club, y la sala de juego, llena aún de gente, a pesar de lo avanzado de la hora.

—¿Qué es lo que puede hacerle a usted suponer que yo sea ciego? —replicó vivamente Potuguin—. Ahora que, perdóneme que lo diga, su observación me recuerda las triunfales consideraciones de nuestros desgraciados periodistas, durante la campaña de Crimea, acerca de los defectos de administración del ejército inglés, denunciados por el Times. No soy optimista. Toda nuestra vida, toda esta comedia, con su fin trágico, no se presenta de color de rosa. Pero ¿por qué hemos de atribuir al Occidente la exclusiva responsabilidad de lo que procede, quizá, de una flaqueza original? Esta casa de juego es repugnante, en verdad; pero nuestros puntos, nuestros granujas indígenas, ¿valen acaso más? No, querido Gregorio Mijailovitch; seamos más humildes y menos severos; un buen alumno puede darse cuenta de las faltas de su maestro, pero guarda acerca de ellas un silencio respetuoso, porque esas mismas faltas le son útiles y encierran una enseñanza saludable. Si a todo trance quiere usted criticar la podredumbre de Occidente, diríjase al príncipe Cocó, que pasa por ahí tan de prisa. Probablemente acaba de sepultar en un cuarto de hora y sobre el tapete verde, las rentas pagadas penosamente por ciento cincuenta familias. Sus nervios están ahora tirantes, y, además, esta mañana le he visto, en casa de Marx, examinar una publicación de Veuillot... ¡Ahí tiene usted un comentarista encantador!...

—Permita —dijo precipitadamente Litvinov al ver a Potuguin levantarse—. Conozco muy poco al príncipe Cocó, y prefiero, ciertamente, la conversación de usted...

—Se lo agradezco mucho —respondió Potuguin, inclinándose—; pero llevo mucho tiempo hablando con usted, o mejor dicho, hablando solo, y ya sabrá que la propia elocuencia produce algo de vergüenza cuando no encuentra réplica. Además, ya es bastante para la primera vez. Me despido hasta tener el gusto de volver a verle. Le repito que estoy encantado de haberle conocido.

—Pero espere, Sozonthe Ivanovitch; dígame dónde vive y cuánto tiempo piensa pasar aquí.

Esta pregunta pareció causarle embarazo.

—Aún permaneceré una semana en Baden. Nos encontraremos aquí, en el Weber, o en casa de Marx... También podré pasar por el domicilio de usted.

—De todos modos, quisiera saber su dirección.

—Sí; pero pasa una cosa... Es que no estoy solo...

—¿Está usted casado?

—¡Qué ocurrencia! ¿Cómo puede suponerse eso, sin pararse a reflexionar? No... Pero vivo con una muchacha.

—¡Ah! —dijo Litvinov, en tono de excusa.

—Esa muchacha no tiene más que seis años de edad —añadió Potuguin—. Es una huérfana..., hija de una señora..., de una de mis buenas amigas. Vale más que nos encontremos aquí. Adiós.

Caló el sombrero en su cabeza despeinada y se alejó rápidamente en dirección a la avenida Litchtenthal.

«Singular personaje... —pensaba Litvinov, volviendo a su hotel—. Habrá que buscarle.» Entró en su cuarto. Sobre la mesa había una carta. «Es de Tania», pensó con alegría; pero la carta procedía del campo, y era de su padre. Litvinov rasgó un fuerte sobre provisto de un escudo de armas, y se disponía a leer... cuando le sorprendió un olor penetrante, muy agradable, que no le era desconocido. Se volvió, y vio cerca de la ventana, en un vaso, un ramillete de heliotropos. Litvinov contempló aquellas flores, no sin sorpresa; las tocó, las olió.

Aquello le hacía recordar vagamente alguna cosa, algo muy lejano; pero ¿qué era?... No acertaba a precisarlo. Llamó al camarero y le preguntó quién había traído aquellas flores. El criado respondió que había sido una señora, que no había dado su nombre, y únicamente había dicho que herr Zluitenhov adivinaría seguramente, al ver las flores, de quién se trataba. Litvinov trató de recordar, de nuevo, alguna cosa... Interrogó al camarero acerca del tipo de tal señora. Era alta, vestida con elegancia, y llevaba velo.

—Debe de ser una condesa rusa —comentó el mozo.

—¿Por qué lo supone usted?

—Porque me ha dado dos florines.

Litvinov dijo al criado que podía retirarse, y permaneció junto a la ventana, reflexionando. Acabó por hacer un gesto de impaciencia y volvió a prestar su atención a la carta del campo. Su padre exponía sus quejas habituales. Aseguraba que el trigo no se vendía a ningún precio, que los campesinos no obedecían ya y que, aparentemente, se acercaba el fin del mundo. «Imagínate —decía, entre otras cosas— que han embrujado a mi último cochero. Hubiera muerto, indudablemente, si buenas personas no me hubieran aconsejado enviarle a Rezan, a ver a un sacerdote conocido por sus eficaces remedios contra el mal de ojo. La cura tuvo excelente éxito, en prueba de lo cual te incluyo la carta que me ha escrito el propio sacerdote».

Litvinov leyó el documento con curiosidad. Decía así: «Nicanor Dmitriev padecía una enfermedad que la Medicina no puede curar. Mala gente se la había inoculado subrepticiamente, y Nicanor ha confesado la causa de ello. No había cumplido la promesa que había hecho a una muchacha; ésta rogó a ciertos individuos que le inutilizaran, y si yo no le hubiera auxiliado, hubiera perecido, infaliblemente, como un gusano. Pero, confiando en el poder de Aquel que lo ve todo, he salvado su vida. ¿Cómo se consiguió esto? Es un misterio. Ruego a vuestra nobleza que trate de que tal muchacha no intervenga de nuevo en este asunto. Convendría amenazarla, pues de lo contrario, podría perjudicar de nuevo al referido Nicanor».

Litvinov quedó pensando en todo aquello, que le recordaba la soledad desolada de las estepas y la existencia sorda y triste que allí se soporta; y le pareció admirable leer aquella carta precisamente en Baden. En tanto, hacía tiempo que habían dado las doce de la noche. Litvinov se acostó y apagó la luz, pero no pudo conciliar el sueño. Los rostros que había visto, las discusiones que había oído se agitaban en su cabeza ardiente y alucinada. A veces le parecía escuchar los mugidos de Gubarev, y creía ver sus ojos de toro, con la mirada fija, e hipócrita; de pronto, aquellos mismos ojos se animaban, chisporroteando, y reconocía a la Sujantchikov, percibía su voz cascada, y murmuraba involuntariamente, luego de hacerlo ella: «¡Sí, señores!... ¡Le dio un bofetón!...»

Después era la figura original de Potuguin la que aparecía ante él, y recordaba, por décima o vigésima vez, cada una de sus palabras... Como un muñeco saliendo de una caja de sorpresa, Vorochilov saltaba, súbitamente, con su paletó ceñido como un uniforme. Más allá, Pichtchakin movía gravemente su bienintencionada y bien peinada cabeza. Allá abajo, Bindasov vociferaba y blasfemaba. Aquí Bambaev, fuera de sí, sollozaba... Y por encima de todo aquello, el perfume continuo inevitable, dulce y abrumador de los heliotropos, parecía intensificarse en la oscuridad y, sin permitirle descanso, le recordaba siempre algo que no acertaba a esclarecer.

Litvinov recordó que el aroma de las flores resulta malsano en la habitación donde se duerme. Se levantó, buscó a tientas el ramillete y lo llevó al cuarto vecino, que estaba libre. Pero desde allí también el fatigoso aroma llegaba hasta la almohada de Litvinov, se deslizaba entre las sábanas con que éste se había cubierto la cabeza y le perseguía en las angustiosas vueltas que, buscando vanamente el sueño, daba en la cama.

Comenzaba a sentir fiebre y a sufrir de pesadillas. El sacerdote «conocido por sus remedios contra el mal de ojo» le había aparecido ya bajo la forma de una liebre provista de larga barba y de diminuta cola, y subida en lo alto de un colosal penacho de general, como si fuera un árbol. Y Vorochilov, transformado en ruiseñor, empezaba a cantar..., cuando Litvinov, sentándose de pronto en la cama y dando una palmada, exclamó: «¿Será acaso ella? ¡No es posible!»

Mas para explicar esta exclamación de Litvinov, hemos de rogar al lector que retroceda con nosotros a algunos años atrás.

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