Hotel

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Martes » 7

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Cuando Peter McDermott llegó al vestíbulo de entrada, Curtis O’Keefe había sido eficientemente instalado. Peter decidió no saludarlo; había momentos en que demasiada atención resultaba tan fastidiosa para un huésped, como demasiado poca. Además, la bienvenida oficial del «St. Gregory» sería dada por Warren Trent, y después de comprobar que el propietario del hotel había sido informado de la llegada de O’Keefe, Peter se dirigió a ver a Marsha Preyscott en la 555.

Al abrir la puerta, Marsha dijo:

—Me alegro de que haya venido. Comenzaba a pensar que no lo haría.

Llevaba un vestido sin mangas color damasco; era obvio que lo había mandado buscar esa mañana. Se ajustaba discretamente a su cuerpo. Su pelo oscuro caía suelto sobre sus hombros en contraste con el peinado más sofisticado, aunque desordenado, de la noche anterior. Había algo bastante provocativo, que casi quitaba el aliento en su apariencia: medio mujer, medio niña.

—Lamento haber tardado tanto. —La miró con aprobación—. Pero veo que no ha perdido el tiempo.

Sonrió:

—Pensé que podía necesitar los pijamas.

—Los tengo para una emergencia… como esta habitación. La utilizo muy pocas veces.

—Eso fue lo que me dijo la camarera. De manera que si no se opone, me quedaré aquí esta noche, por lo menos.

—¡Oh! ¿Puedo preguntarle por qué razón?

—No estoy muy segura. —Titubeó, mientras estaban uno frente a otro—. Tal vez sea porque quiero reponerme de lo que sucedió anoche, y el mejor lugar es éste. —Pero la verdadera razón, admitió para sí misma, es que quería retardar el momento de volver a su gran mansión vacía de Garden District.

Él asintió pensativo.

—¿Cómo se siente?

—Mejor.

—Me alegro de que así sea.

—No es una situación de la que una se pueda reponer en pocas horas —admitió Marsha—. Pero temo que fui bastante estúpida al venir aquí… tal como me lo recordó usted.

—Yo no dije eso.

—No, pero lo pensó.

—Si lo hice, debería recordar que todos nos enredamos en situaciones difíciles algunas veces. —Hubo un silencio, que Peter rompió—. Sentémonos.

Cuando estuvieron cómodos dijo:

—Espero que me cuente cómo empezó todo.

—Ya lo sé —en la forma directa a la que ya se estaba acostumbrando Peter, continuó—: Estaba pensando si debería hacerlo.

Anoche, razonaba Marsha, sus sentimientos dominantes habían sido el trauma, su orgullo herido, y el agotamiento físico. Pero ahora el trauma había desaparecido, y su orgullo… sospechaba que su orgullo podría sufrir menos si guardaba silencio que si protestaba. También era probable que a la más sobria luz de la mañana, Lyle Dumaire y sus compinches no estuvieran tan ansiosos de jactarse de lo que habían intentado hacer.

—No puedo obligarla si usted ha decidido mantenerse callada —dijo Peter—. Aun cuando le recuerdo que los que salen incólumes de algo lo intentan otra vez quizá no con usted, pero sí con alguna otra persona. —Los ojos de ella se turbaron mientras él continuaba—: No sé si los hombres que estaban en aquella habitación anoche eran o no amigos suyos. Pero aunque lo fueran, no creo que haya una sola razón para protegerlos.

—Uno era amigo. Por lo menos eso creía.

—Amigo o no —insistió Peter—, el asunto es lo que trataron de hacer y que hubieran llevado a cabo, si no hubiera sido por Royce. Lo que es más, cuando ya iban a ser atrapados, los cuatro echaron a correr como ratas, dejándola sola.

—Anoche le oí decir —dijo Marsha con precaución— que sabía el nombre de dos de ellos.

—La habitación estaba registrada a nombre de Stanley Dixon. El otro es Dumaire. ¿Fueron ellos dos?

Ella asintió.

—¿Quién era el jefe?

—Creo… que Dixon.

—Bien, dígame lo que pasó antes.

Marsha comprendió que en cierta forma le había arrancado la decisión. Tuvo la sensación de que la dominaban. Era un sentimiento nuevo, y lo que era más sorprendente, le gustaba. Con docilidad le describió la secuencia de los hechos comenzando con su salida del piso donde se realizaba el baile y terminando con la liberadora llegada de Aloysius Royce.

La interrumpió sólo dos veces. Peter McDermott preguntó si había visto a las mujeres que estaban en la habitación adyacente y a quienes se habían referido Dixon y los otros. ¿Había visto a alguien perteneciente al personal del hotel? A ambas preguntas negó con la cabeza.

Al final tenía urgencia por contarle más. Todo. Marsha dijo que probablemente nada hubiera pasado de no haber sido su cumpleaños.

Él pareció sorprendido.

—¿Ayer fue su cumpleaños?

—Cumplí diecinueve.

—¿Y estaba usted sola?

Ahora que había revelado tanto, no había objeto en callarlo. Marsha describió la llamada telefónica desde Roma y su desencanto al enterarse de que su padre no podría volver.

—Lo lamento —dijo él cuando Marsha terminó—. Es más fácil comprender una parte de lo que ha pasado.

—Nunca sucederá otra vez. Nunca.

—Estoy completamente seguro de eso. —Y agregó con más seriedad—: Lo que ahora quiero hacer es utilizar lo que usted me ha dicho.

—¿En qué forma? —preguntó pensativa.

—Llamaré a las cuatro personas, Dixon, Dumaire y los otros dos, al hotel para conversar.

—Pueden no venir.

—Vendrán. —Peter ya había decidido qué hacer para asegurarse de su comparecencia.

Todavía incrédula, Marsha preguntó:

—En esa forma ¿no se enterará mucha gente?

—Le prometo que cuando hayamos terminado, habrá aún menos posibilidades de que alguien hable.

—Muy bien —asintió Marsha—. Y gracias por todo lo que usted ha hecho. —Tenía una sensación de alivio que la dejaba extrañamente despreocupada.

Había sido aún más fácil de lo que esperaba, pensó Peter. Y ahora que tenía la información estaba impaciente por utilizarla. Se quedaría unos minutos, aunque no fuera más que para tranquilizar a la muchacha. Le dijo:

—Hay algo que debería explicarle, miss Preyscott.

—Marsha.

—Yo soy Peter. —Supuso que tal confianza no era una incorrección, aun cuando a los ejecutivos del hotel les habían enseñado que debían evitarlo, excepto con los huéspedes que conocieran muy bien.

—Muchas cosas suceden en los hoteles, Marsha, a las cuales cerramos los ojos. Pero cuando sucede algo como esto, podemos ser muy severos. Esto incluye a cualquiera de nuestro personal, si descubrimos que está implicado.

Era un aspecto, Peter lo sabía, que involucraba la reputación del hotel, y en el que Warren Trent se sentiría tan afectado como él mismo. Y cualquier actitud que tomara Peter (siempre que se pudiera fundar en hechos probados) estaría respaldada por el propietario del hotel.

La conversación ya había revelado todo lo que Peter necesitaba saber. Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Desde este lado del hotel podía observar la actitud de una ajetreada mañana en Canal Street. Sus seis canales de tránsito, estaban llenos de vehículos, de marcha lenta, media y rápida; las anchas aceras, llenas de compradores. Grupos de transeúntes esperaban en el centro del bulevar sombreado de palmas, donde los ómnibus con aire acondicionado resplandecían, sus paneles de aluminio brillando al sol. El N.A.A.C.P.[1] estaba promoviendo algo, otra vez, advirtió. Este negocio discrimina. No compre en él, anunciaba un cartel y había otros cuyos portadores caminaban estoicamente entre una marea de peatones que irrumpía entre ellos.

—Es usted nuevo en Nueva Orleáns, ¿no es cierto? —preguntó Marsha. Se le había reunido frente a la ventana. Él percibió su suave y dulce fragancia.

—Bastante nuevo. Espero conocerla mejor con el tiempo.

Ella anunció con repentino entusiasmo.

—Conozco mucho de la historia local. ¿Me deja enseñarle?

—He comprado algunos libros. Sucede que no he tenido tiempo…

—Puede leer los libros después. Es mucho mejor ver las cosas primero, o que se las refiera. Además querría hacer algo para demostrarle cuán agradecida estoy…

—No hay necesidad de eso.

—De todos modos me gustaría. ¡Por favor! —le puso una mano en el brazo.

Preguntándose si sería prudente, contestó:

—Es una oferta interesante.

—Entonces está convenido. Mañana doy una comida en casa. Será una velada al estilo antiguo de Nueva Orleáns. Después podremos hablar de Historia.

—¡Oh…! —protestó él.

—¿Quiere decir que tiene algún compromiso para mañana?

—No exactamente.

—Entonces, esto también está decidido —dijo Marsha con firmeza.

El pasado, la importancia que tenía evitar cualquier relación con una muchacha joven, que además era huésped del hotel, hizo vacilar a Peter. Luego pensó: sería una grosería rehusar. Y no había nada indiscreto en aceptar una invitación para comer. Habría otras personas presentes, después de todo.

—Si voy… querría que hiciera una cosa por mí, ahora.

—¿Qué?

—Vaya a su casa, Marsha. Abandone el hotel y vayase a su casa.

Sus miradas se encontraron. Una vez más él percibió su juventud y fragancia:

—Muy bien —replicó—; si quiere que lo haga, lo haré.

Peter McDermott estaba absorto en sus propios pensamientos cuando entró en su oficina, en el entresuelo principal, pocos minutos más tarde. Le preocupaba que alguien tan joven como Marsha Preyscott, y presumiblemente nacida con una lista de dorados privilegios, estuviera, en apariencia, tan abandonada. Aun con su padre, ausente del país, y su madre alejada (había oído de los múltiples matrimonios de la que una vez fue mistress Preyscott) encontraba increíble que la muchacha no tuviera la menor protección. «Si yo fuera su padre —pensó—, o su hermano…»

Lo interrumpió Flora Yates, su pecosa secretaria privada. Los vigorosos dedos de Flora, que podían danzar sobre una máquina de escribir con más rapidez que cualquiera, sostenían un montón de mensajes telefónicos. Señalándolos, Peter preguntó:

—¿Hay algo urgente?

—Pocas cosas. Pueden esperar hasta la tarde.

—Bien, que esperen entonces. Le pedí al cajero que me mandara la cuenta de la habitación 1126-7. Está a nombre de Stanley Dixon.

—Aquí está —tomó una hoja de entre algunas otras que se hallaban sobre su escritorio—. También hay una estimación de gastos de la carpintería, por daños en la suite. Las puse juntas.

Peter echó una ojeada a ambas. La cuenta que incluía algunos servicios extra a la habitación, era de setenta y cinco dólares; el presupuesto del carpintero, de ciento diez. Indicando la cuenta, Peter dijo:

—Deme el número de teléfono de esta dirección. Supongo que estará a nombre del padre.

Había un periódico doblado en su escritorio, que todavía no había mirado. Era el Times-Picayune de la mañana. Lo abrió mientras salió Flora, y los grandes titulares negros llamaron su atención. El fatal atropello y huida de la noche anterior, se había convertido en una doble tragedia: la madre de la niña también había muerto en el hospital por la mañana temprano. Peter leyó de prisa la crónica que ampliaba lo que el policía les había referido cuando los detuvieron a él y a Christine en el camino. «Hasta ahora —decía el diario— no hay indicios del vehículo que provocó la muerte, ni de su conductor». Sin embargo, la Policía daba crédito al informe de un testigo a quien no se nombraba, de que a un «coche bajo y negro que corría muy de prisa» se le vio dejar el lugar segundos después del accidente. La Policía del Estado y de la ciudad, agregaba el Times-Picayune, colaboraban en la búsqueda, que abarcaba todo el Estado, de un automóvil, presumiblemente dañado, que encuadrara en esa descripción.

Peter se preguntó si Christine habría visto la crónica del periódico. Su impacto parecía mayor a causa de su propio y breve contacto con el lugar del hecho.

El regreso de Flora con el número telefónico que había solicitado, volvió su atención a cosas más inmediatas.

Dejó a un lado el periódico y utilizó la línea directa para marcar personalmente el número. Una voz profunda de hombre, respondió:

—Residencia de la familia Dixon.

—Desearía hablar con míster Stanley Dixon. ¿Está ahí?

—¿Quién habla, señor?

Peter dio su nombre y agregó:

—Del «St. Gregory Hotel».

Hubo una pausa y el sonido de pasos lentos que se alejaban; luego volvieron con el mismo ritmo.

—Lo siento, señor. Míster Dixon, hijo, no puede atenderlo.

Peter dio una entonación especial a su voz.

—Dele este mensaje: dígale que si no quiere ponerse al teléfono, llamaré directamente a su padre.

—Quizá si usted hiciera eso…

—¡Vaya! Dígale lo que acabo de indicarle.

Una vacilación casi audible. Luego:

—Muy bien, señor. —Los pasos volvieron a alejarse.

Hubo un clic en la línea, y una voz adusta anunció:

—Soy Stan Dixon. ¿De qué se trata?

Peter respondió cortante:

—Se trata de lo que sucedió anoche. ¿Le sorprende?

—¿Quién es usted?

Repitió su nombre.

—He hablado con miss Preyscott. Ahora quisiera hablar con usted.

—Ya está hablando —contestó Dixon—. Ha conseguido lo que quería.

—No en esta forma. En mi oficina, en el hotel —hubo una exclamación que Peter desoyó—. Mañana a las cuatro de la tarde, con los otros tres. Tráigalos usted.

La respuesta fue rápida y violenta:

—¡Al infierno con ello! Quienquiera que sea usted, no es más que un despreciable empleado de hotel y no voy a recibir órdenes suyas. Además, tenga cuidado porque mi padre conoce a Warren Trent.

—Para su información, ya he discutido el asunto con míster Trent. Lo dejó en mis manos, incluyendo el iniciar o no un proceso criminal. Pero le diré que usted prefiere que hablemos con su padre. Empezaremos por eso.

—¡Un momento! —Se oyó un suspiro profundo, luego con mucha menos beligerancia—. Tengo una clase mañana a las cuatro.

—Pues falte a la clase —le dijo Peter—, y obligue a los otros a que hagan lo mismo. Mi oficina está en el entresuelo principal. Recuerde: mañana a las cuatro en punto.

Poniendo el auricular en su lugar, sintió que estaba deseando que llegara el momento de la reunión del día siguiente.

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