Hotel

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Lunes, por la noche » 2

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La cara de comadreja de Herbie Chandler delataba una inquietud interior, mientras estaba de pie, pensativo, al lado de su escritorio de jefe de botones, en el vestíbulo del «St. Gregory».

Situado en el centro, próximo a una de las esbeltas columnas de cemento que llegaban hasta el elevado y artesonado cielo, el sitio del jefe de los botones dominaba todas las entradas y salidas del vestíbulo. A la sazón había mucho movimiento. Los congresistas habían entrado y salido durante toda la noche, y a medida que transcurrían las horas, su alegría aumentaba estimulada por las bebidas ingeridas.

Maquinalmente, Chandler observó a un grupo de ruidosos juerguistas que entraban por la puerta de Carondelet Street: tres hombres y dos mujeres; traían en las manos vasos, del tipo que en el bar de Pat O’Brien cobraban a los turistas un dólar más que en el French Quarter, y uno de los hombres que se tambaleaba mucho, era ayudado por los otros. Los tres hombres llevaban distintivos con el nombre de la Convención. Gold Crown Cola decían las tarjetas, y tenían sus respectivos nombres debajo. Las otras personas que se encontraban en el vestíbulo les cedieron el paso con gentileza, y el quinteto se dirigió al bar del piso principal.

Todavía llegaba algún que otro cliente proveniente de los últimos trenes y aviones, y algunos ya eran alojados por el plantel de «muchachos» de Chandler, aunque lo de «muchachos» era sólo una manera de decir, pues ninguno de ellos tenía menos de cuarenta años, y bastantes de los canosos veteranos habían trabajado en el hotel desde hacía más de un cuarto de siglo. Herbie Chandler, que tenía autoridad para contratar y despedir el personal a sus órdenes, prefería hombres maduros. Era probable que los que tenían que luchar y esforzarse con el equipaje pesado, obtuvieran mejores propinas que los jóvenes que manejaban las maletas como si no contuvieran otra cosa que madera de balsa.

Había un veterano que en realidad era fuerte y enjuto como una mula; tenía una manera particular de bajar las maletas, llevándose una mano al corazón, y luego las volvía a levantar con un movimiento de cabeza, para seguir transportándolas. Esta actuación rara vez dejaba de ser retribuida con un dólar por los huéspedes escrupulosos que estaban convencidos de que el viejo tendría un ataque de coronarias a la vuelta de la esquina. Lo que no sabían era que el diez por ciento de sus propinas iba al bolsillo de Herbie Chandler, más los dos dólares diarios que Chandler le cobraba a cada botones como precio para conservar el empleo.

El sistema privado de contribuciones del jefe de botones despertaba mucha resistencia en voz baja, aun cuando un botones diligente podía sacar ciento cincuenta dólares libres por semana cuando el hotel estaba lleno. En ocasiones como la de esta noche, Herbie Chandler permanecía en su puesto mucho más tiempo que su horario habitual. No confiando en nadie, le gustaba vigilar sus porcentajes y tenía una curiosa habilidad para tasar a los clientes, estimando exactamente la propina que rendiría cada viaje a los pisos de arriba. En el pasado, algunos botones individualistas habían tratado de sustraer algo a Herbie, informándole de propinas inferiores a las que habían recibido en realidad. La represalia no fallaba; era rápida y dura: un mes de suspensión por alguna trasgresión imaginaria ponía en línea a los inconformistas.

Además, había otra razón para que Chandler estuviera presente esta noche en el hotel, y se refería a su intranquilidad, que había ido en constante aumento desde que Peter McDermott lo había llamado hacía unos minutos. McDermott le había ordenado: «Investigue una queja en el undécimo piso». Pero Herbie Chandler no tenía necesidad de investigar nada porque sabía grosso modo lo que estaba sucediendo allá arriba. La razón era simple: él mismo lo había arreglado.

Tres horas antes los dos jóvenes habían sido muy explícitos en sus requerimientos. Los había escuchado con respeto, puesto que los padres de ambos eran ricos ciudadanos de la localidad y huéspedes frecuentes del hotel.

—Oiga, Herbie —dijo uno de ellos—, hay un baile de la Fraternidad esta noche… la vieja tontería de siempre… y queremos algo diferente.

Herbie había preguntado, conociendo de antemano la respuesta:

—¿Qué clase de diferencia?

—Hemos tomado una suite —el muchacho se sonrojó—. Queremos un par de muchachas.

Era demasiado arriesgado, decidió Herbie en seguida. Ambos eran poco más que adolescentes, y sospechó que habían estado bebiendo.

—Lo lamento, señores —comenzó a decirles, cuando el otro joven intervino.

—No nos venga con la tontería de que no puede arreglarlo, porque sabemos que usted proporciona muchachas aquí.

Herbie descubrió sus dientes de comadreja en lo que quiso ser una sonrisa.

—No sé de dónde ha sacado esa idea, míster Dixon.

El que había hablado primero, insistió:

—Nosotros podemos pagarle, Herbie. Usted lo sabe.

El jefe de botones titubeó; a pesar de sus dudas, su mente trabajaba estimulada por la codicia. Sus entradas marginales habían mermado últimamente. Quizá, después de todo, el riesgo no fuera grande.

—Dejemos de dar vueltas. ¿Cuánto quiere? —cortó el muchacho llamado Dixon.

Herbie miró a los dos jóvenes, recordó a sus padres y multiplicó la cifra corriente por dos.

—Cien dólares.

Hubo una pausa momentánea. Entonces Dixon dijo con decisión:

—Aceptado —y agregó en forma persuasiva, dirigiéndose a su compañero—: recuerda que ya hemos pagado la bebida. Te prestaré el resto de tu parte.

—Bien…

—Por adelantado, señores. —Herbie se humedeció los delgados labios con la lengua—. Otra cosa más. Tengan cuidado que no haya ruido. Si lo hay y recibimos quejas, puede traernos complicaciones a todos.

No iba a haber ruido, le aseguraron; pero ahora parecía que habían armado un escándalo, y sus temores originales resultaron confirmados, por desgracia.

Hacía una hora que las muchachas habían entrado por la puerta principal, como siempre, y sólo algunos pocos del personal del hotel sabían que no eran huéspedes registradas. Si todo hubiera salido bien, ambas debían haber partido ya, sin complicaciones, como habían entrado.

La queja del undécimo piso formulada a través de McDermott referente a una orgía, significaba que algo había andado francamente mal. ¿Qué? Herbie recordó con intranquilidad las bebidas alcohólicas.

En el vestíbulo se sentía calor y humedad a pesar del aire acondicionado, y Herbie sacó un pañuelo de seda para enjugarse la frente transpirada. Al mismo tiempo maldijo en silencio su propia locura, preguntándose si a esta altura de las cosas, debía subir o quedarse donde estaba.

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