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Lunes, por la noche » 3

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Peter McDermott llevó el ascensor al noveno piso, dejando a Christine, que subía hasta el decimocuarto, con el botones que la acompañaba. En la puerta abierta del ascensor, vaciló:

—Mándeme llamar si hay alguna dificultad.

—Si es inevitable, gritaré. —Mientras las puertas corredizas se iban cerrando, sus miradas se encontraron. Durante un momento permaneció pensativo, mirando el lugar donde ella había estado; luego, con paso largo y cauteloso, caminó por el corredor alfombrado hacia la Presidential Suite.

El departamento más grande y lujoso del «St. Gregory», conocido familiarmente como la «casa dorada», había albergado en su tiempo a una sucesión de huéspedes distinguidos, incluyendo presidentes y realeza. A la mayoría de la gente le gustaba Nueva Orleáns porque después de la bienvenida inicial, la ciudad tenía la manera de respetar la vida privada de los visitantes, incluyendo sus indiscreciones, si las había. Algo menos que cabezas de Estado, aun cuando distinguidos a su manera, eran los actuales huéspedes de la suite. El duque y la duquesa de Croydon, además de su séquito constituido por un secretario, la doncella de la duquesa, y cinco Bedlington terriers.

En la parte exterior de las dobles puertas, tapizadas de cuero, decoradas con flores de lis doradas, McDermott hizo presión en un timbre de nácar, y oyó un leve zumbido en el interior, seguido por un coro menos leve de ladridos.

Mientras esperaba, reflexionó en lo que había oído y sabido sobre los Croydon.

El duque de Croydon, descendiente de una antigua familia, se había adaptado a la época con tendencia a las cosas vulgares. En la década anterior y ayudado por la duquesa —que era una persona muy conocida y prima de la reina— se había convertido en embajador permanente, y en constante creador de dificultades para el Gobierno británico. A pesar de ello, últimamente se rumoreaba que la carrera del duque había llegado a un punto crítico, quizá porque sus tendencias se habían acentuado por demás en diversos terrenos y en especial en cuanto al alcohol y a las esposas ajenas. Sin embargo, había otras informaciones que decían que las sombras que se proyectaban sobre el duque eran menores y pasajeras; y que la duquesa era quien manejaba la situación. Confirmando este segundo punto de vista, se decía que el duque de Croydon podría ser nombrado, muy pronto, embajador británico en Washington.

Detrás de Peter una voz murmuró:

—Perdóneme, míster McDermott. ¿Puedo hablar con usted?

Volviéndose con rapidez, reconoció a Sol Natchez, uno de los camareros del servicio de habitaciones más antiguo, que había llegado con paso silencioso por el corredor, una figura encorvada y cadavérica, con una corta chaqueta blanca, ribeteada con los colores rojo y oro del hotel. El hombre se peinaba a la antigua, aplastado y hacia delante. Sus ojos eran pálidos y acuosos, y las venas en el reverso de las manos, que frotaba con expresión nerviosa, sobresalían como cuerdas con la piel hundida entre ellas.

—¿Qué sucede, Sol?

Con voz que denotaba su agitación, el camarero respondió:

—Supongo que usted viene por la queja… la queja sobre mí.

McDermott echó una mirada a la puerta doble. Todavía no habían acudido a su llamada, ni se había producido, aparte de los ladridos, ningún otro ruido en el interior.

—Cuénteme qué sucedió.

El otro tragó dos veces. Eludiendo la respuesta, dijo en un rápido susurro plañidero:

—Si pierdo este trabajo, míster McDermott, a mi edad es muy difícil encontrar otro —miró hacia la Presidencial Suite con una expresión mezcla de ansiedad y resentimiento—. No son gente muy difícil de servir… exceptuando esta noche. Exigen mucho, pero a mí no me importa, aun cuando nunca dan una propina.

Peter sonrió involuntariamente. La nobleza británica da propinas muy rara vez, presumiendo quizá que el privilegio de servirlos es ya recompensa en sí mismo.

Interrumpió:

—Todavía no me ha dicho…

—Voy a ello, míster McDermott —por venir de alguien que podía ser padre de Peter, la angustia del hombre resultaba casi embarazosa—. Sucedió hace media hora. El duque y la duquesa ordenaron una cena… ostras, champaña y una Creóle de langostinos.

—El menú no interesa. ¿Qué sucedió?

—Fue la Creóle de langostinos, señor. Cuando la estaba sirviendo… Bien, es algo que en todos estos años ha pasado muy rara vez.

—¡Por amor de Dios! —Peter tenía un ojo en las puertas de la suite, listo para interrumpir la conversación en el momento en que se abrieran.

—Sí, míster McDermott. Bien, cuando estaba sirviendo la Creóle, la duquesa se levantó de la mesa y cuando volvió, me tocó el brazo, empujándome. Si no tuviera experiencia, diría que fue deliberado.

—¡Eso es ridículo!

—Lo sé, señor, lo sé. Pero lo único que sucedió fue que se produjo una pequeña mancha… le juro que no era más de medio centímetro… sobre los pantalones del duque.

Peter, dubitativamente, preguntó:

—¿No se trata de nada más que eso?

—Míster McDermott, le juro a usted que nada más. Pero con el alboroto que armó la duquesa… diría usted que cometí un asesinato. Me disculpé, traje una servilleta limpia y agua para quitar la mancha, pero de nada sirvió. Insistió en llamar a míster Trent…

—Míster Trent no está en el hotel.

Peter decidió oír la otra versión del suceso antes de emitir juicio. Entretanto ordenó:

—Si ya ha terminado por esta noche, será mejor que se vaya a su casa. Preséntese mañana y se le dirá lo que se resuelva.

En tanto se retiraba el camarero, Peter McDermott volvió a tocar el timbre. Apenas hubo tiempo para que se reanudaran los ladridos, cuando abrió la puerta un hombre joven de cara redonda, y lentes montados en la nariz. Peter reconoció al secretario de los Croydon.

Antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, se oyó una voz de mujer desde el interior del apartamento.

—Quienquiera que sea, dígale que no siga tocando el timbre. —A pesar del tono perentorio, Peter pensó que era una voz atractiva, levemente ronca, que despertaba interés.

—Discúlpeme —le dijo al secretario—. Pensé que no habían oído —se presentó y luego agregó—: Entiendo que ha habido algún inconveniente en nuestro servicio. Veré si puedo subsanarlo.

—Estábamos esperando a míster Trent.

—Míster Trent no está en el hotel esta noche.

Mientras hablaban habían pasado desde el pasillo al recibidor del apartamento, un rectángulo arreglado con muy buen gusto y con una gruesa alfombra, dos sillas tapizadas, y una mesa para el teléfono, bajo un grabado que representaba la antigua Nueva Orleáns, de Morris Henry Hobbs. La doble puerta que daba al pasillo formaba un lado del rectángulo. En el otro lado la puerta que daba a la gran sala estaba parcialmente abierta. A derecha e izquierda había otras dos puertas, una que daba a la cocina y la otra a una especie de oficina-sala-dormitorio, que al presente ocupaba el secretario de los Croydon. Los dos dormitorios principales de la suite, comunicados entre sí, eran accesibles tanto desde la cocina como desde la sala. Un arreglo concebido a fin de que un visitante subrepticio de los dormitorios pudiera entrar y salir por la cocina, en caso de necesidad.

—¿Por qué no se le puede llamar? —la pregunta fue formulada sin preámbulos desde la puerta abierta de la sala, y apareció la duquesa de Croydon con tres de sus Bedlington terriers, que la seguían entusiasmados. Con un rápido castañeteo de sus dedos, que fue inmediatamente obedecido, acalló a los perros y volvió sus ojos inquisidores hacia Peter. Éste reconoció el hermoso rostro de pómulos altos, familiar a través de miles de fotografías. Observó que hasta con traje corriente, la duquesa estaba vestida con mucha elegancia.

—Para ser sincero, Su Gracia, no estaba en antecedentes de que usted hubiera requerido a míster Trent, en persona.

Los ojos gris-verdosos lo miraron con expresión apreciativa.

—Aun en ausencia de míster Trent, hubiera esperado que viniera uno de los principales ejecutivos.

A su pesar, Peter se sonrojó. Había una soberbia altivez en la duquesa de Croydon que, en una forma maligna, atraía de manera inexplicable. De pronto, como un relámpago, recordó una fotografía. La había visto en una de las revistas ilustradas… la duquesa en un potro, saltando una alta valla. Desdeñando el peligro, había dominado la situación en forma segura y soberbia. Tenía la impresión en este momento de estar él a pie, y la duquesa montada.

—Soy el subgerente general. Por eso he venido.

Hubo un destello divertido en los ojos que desafiaban los suyos.

—¿No es un poco joven para eso?

—En verdad, no lo creo. Ahora muchos hombres jóvenes están al frente de la administración de hoteles. —Advirtió que el secretario, con gran discreción, había desaparecido.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Treinta y dos.

La duquesa sonrió. Cuando quería, como en este momento, su rostro se animaba y se hacía cordial. No era difícil, pensó Peter, admitir su famoso encanto. Tenía cinco o seis años más que él, calculó, aunque era más joven que el duque, quien se aproximaba a los cincuenta.

Ella preguntó:

—¿Sigue usted algún curso, o algo?

—Me gradué en Cornell University, en el Departamento de Administración de Hoteles. Antes de venir aquí, fui subgerente general del «Waldorf» —le requirió un esfuerzo mencionar el «Waldorf», y estuvo tentado de agregar… «del que fui despedido ignominiosamente y puesto en la lista negra de la cadena de hoteles, de manera que me considero afortunado al trabajar aquí, que es un hotel independiente». Pero no lo dijo, por supuesto, porque un infierno privado es algo que uno vive solo, aun cuando las preguntas fortuitas de alguien reabran las heridas dentro de uno mismo.

—El «Waldorf» nunca hubiera tolerado un incidente como el de esta noche —expresó la duquesa.

—Le aseguro, señora, que si estamos en falta, el «St. Gregory» tampoco lo tolerará. —Pensó que la conversación era como un partido de tenis, con la pelota pasando de un lado a otro. Esperó que volviera.

—¡Si estuviera en falta! ¿Está enterado de que su camarero derramó la Creóle de langostinos sobre mi marido?

Era una exageración tan evidente, que se preguntó el porqué de la misma. Resultaba también muy fuera de lógica, por cuanto las relaciones entre el hotel y los Croydon, hasta ahora, habían sido excelentes.

—Estaba enterado de que había habido un accidente, debido probablemente a una negligencia. En este caso he venido a presentarle las disculpas en nombre del hotel.

—Toda nuestra velada se echó a perder —insistió la duquesa—. Mi marido y yo habíamos decidido pasar una velada tranquila en nuestro apartamento y solos. Salimos unos minutos para dar una vuelta a la manzana, y volvimos para cenar… y ¡luego esto!

Peter asintió con la cabeza, dándole exteriormente la razón, pero confundido ante la actitud de la duquesa. Casi parecía que ella deseaba dejarle impreso este incidente en su memoria para que no lo olvidara.

—Tal vez, si pudiera presentarle nuestras excusas al duque…

—Eso no será necesario —respondió con firmeza la duquesa.

Estaba por marcharse, cuando la puerta de la sala, que había permanecido entornada, se abrió de par en par. Enmarcó al duque de Croydon.

En contraste con la duquesa, el duque estaba vestido con una camisa blanca arrugada y pantalones negros de smoking. En forma instintiva los ojos de Peter McDermott buscaron la mencionada mancha donde Natchez, según las palabras de la duquesa, había «derramado la Creóle de langostinos sobre mi marido». La encontró, aun cuando apenas era visible… una pequeña mancha que un sirviente podría quitar sin la menor dificultad. Detrás del duque, en la sala espaciosa, funcionaba un aparato de televisión.

El rostro del duque estaba congestionado y con más arrugas que las que mostraban sus recientes fotografías. Tenía un vaso en la mano y cuando habló su voz era confusa.

—¡Oh, perdón! —luego dirigiéndose a la duquesa—: Debo de haber dejado mis cigarrillos en el coche.

—Te traeré algunos —respondió con rapidez. Había en el tono de su voz una perentoria orden de despido, y con una inclinación de cabeza el duque se volvió a la sala. Era una escena curiosa e incómoda, y por alguna razón había provocado la cólera de la duquesa.

Volviéndose a Peter, le espetó:

—Insisto en que se informe de esto a míster Trent, y usted puede advertirle que espero una disculpa personal.

Todavía perplejo, Peter salió mientras la puerta del departamento se cerró con firmeza detrás de él. Pero no tuvo tiempo para reflexionar. En el corredor externo, el botones que había acompañado a Christine al piso decimocuarto, estaba esperándolo.

—Míster McDermott —dijo con urgencia—, miss Francis lo necesita en el 1439, y por favor, dese prisa.

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