Hotel

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Lunes, por la noche » 4

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Quince minutos antes, cuando Peter McDermott había abandonado el ascensor para ir a la Presidential Suite, el botones, sonriendo, le dijo a Christine:

—¿Está haciendo la detective, miss Francis?

—Si estuviera el detective del hotel, no tendría que hacerlo.

El botones, Jimmy Duckworth, hombre calvo y vigoroso, cuyo hijo casado trabajaba en la contaduría del «St. Gregory», dijo con desprecio:

—¡Oh, ése…! —Un momento después el ascensor se detuvo en el piso decimocuarto.

—Es el 1439, Jimmy —dijo Christine, y automáticamente los dos giraron a la derecha. Ella comprendió que había diferencia en la forma en que ambos conocían la geografía del hotel: el botones, a través de años de conducir huéspedes desde el hall de entrada hasta las habitaciones; ella, a través de una serie de imágenes mentales que le había proporcionado su contacto con los planos impresos del «St. Gregory».

Cinco años antes, pensó, si alguien en la Universidad de Wisconsin hubiera preguntado a Chris Francis (brillante alumna con facilidad para los idiomas modernos) qué estaría haciendo un lustro después, ni la más absurda sugerencia la hubiera supuesto trabajando en un hotel de Nueva Orleáns. En aquel entonces, sus conocimientos de la Crescent City eran ínfimos, y su interés aún menor. En la escuela se había enterado de la compra de Luisiana, y había visto Un tranvía llamado Deseo. Pero hasta esto último estaba pasado de moda, cuando eventualmente llegó. El Tranvía se había convertido en un ómnibus diésel, y Deseo era un oscuro callejón en el lado Este de la ciudad, que los turistas veían rara vez.

Suponía que, en cierta forma, fue la falta de conocimiento lo que la había traído a Nueva Orleáns. Después del accidente en Wisconsin, entristecida y sin reflexionarlo mayormente, había buscado un lugar en el que nadie la conociera, y que a la vez le fuera poco familiar. Las cosas familiares: su contacto, su vista, su sonido… hasta el último detalle… se habían convertido en algo doloroso para su corazón, que llenaba toda su vigilia y penetraba su sueño. Era algo extraño, y en cierto modo se avergonzaba de ello, pero nunca tenía pesadillas: sólo era la constante procesión de sucesos, tal como habían ocurrido aquel memorable día en el aeródromo de Madison. Había ido a despedir a su familia que partía para Europa: su madre, alegre y nerviosa, con la orquídea de Bon Voyage que le había enviado una amiga; su padre, descansado y complacido de que las enfermedades reales o imaginarias de sus pacientes, serían problema de algún otro, durante un mes. Había estado fumando su pipa, que golpeó contra el zapato, cuando llamaron para subir al avión. Babs, su hermana mayor, abrazó a Christine, y hasta Tony, dos años menor y que odiaba las expresiones públicas de afecto, consintió en que lo besara.

—¡Hasta la vista, Ham! —Babs y Tony la saludaron, y Christine sonrió al oír el tonto y cariñoso sobrenombre que le daban, porque ella se encontraba en medio de aquel sandwich formado por los tres hermanos. Todos habían prometido escribir, aunque ella se reuniría con el grupo en París, dos semanas después, cuando terminara su período de estudios. En el último momento la madre la había abrazado apretadamente, recomendándole que se cuidara. Poco después el gran jet se había puesto en movimiento, majestuoso, y rugiente, pero apenas despegó de la pista cayó, clavando un ala, girando como una mariposa herida. Durante un momento hubo una nube de polvo; luego una antorcha encendida y, por fin, una silenciosa pila de fragmentos: la máquina y los restos de los cuerpos humanos.

Habían transcurrido cinco años. Poco después de aquello, dejó Wisconsin y no retornó jamás.

Sus pisadas y las del botones eran amortiguadas por la alfombra del corredor. Adelantándose, Jimmy murmuró:

—Habitación 1439, ésa es la del viejo míster Wells. Lo mudamos desde la habitación de la esquina hace un par de días.

Más allá, en el corredor, se abrió una puerta y salió un hombre bien vestido de cuarenta años, poco más o menos. Cerrando la puerta tras de sí y disponiéndose a guardar la llave, titubeó mirando a Christine con franco interés. Parecía que iba a hablar, pero el botones le hizo un gesto negativo con la cabeza. Christine, que no había perdido detalle, supuso que debía sentirse halagada por haber sido confundida con una muchacha galante. Por los rumores que habían llegado a sus oídos, la lista de Herbie Chandler sólo incluía mujeres hermosas.

Cuando hubieron pasado, preguntó:

—¿Por qué se cambió de habitación a míster Wells?

—Según me lo han contado, miss, algún otro había tenido antes la habitación 1439 y se quejó. Entonces hicieron el cambio.

Christine recordó ahora la habitación 1439; había habido quejas con anterioridad. Estaba al lado del ascensor de servicio, y parecía ser el lugar de cita de todas las cañerías del hotel. En consecuencia, el lugar era ruidoso e intolerablemente cálido. Todos los hoteles tienen, por lo menos, una habitación como ésa (algunos la llaman la «habitación ja-ja») que en general no se alquila hasta que el resto del hotel está lleno por completo.

—Si míster Wells tenía una habitación mejor, ¿por qué se le pidió que se mudara?

El botones se encogió de hombros.

—Será mejor que se lo pregunte a los empleados que adjudican las habitaciones.

—Pero usted debe de tener alguna idea —insistió ella.

—Bien, supongo que es porque nunca se queja. Hace muchos años que el anciano viene aquí, sin preocuparse jamás por sus vecinos. Hay algunos que parecen creer que se trata de una broma.

Los labios de Christine se apretaron coléricos, mientras Jimmy Duckworth continuaba.

Christine, molesta, pensó: «A alguno le va a importar mañana por la mañana». Iba a encargarse de que así fuera. Al comprobar que un huésped habitual, que resultaba ser también un señor tranquilo, había sido tratado con tanta desconsideración, sintió que su mal genio se encrespaba. ¡Bien, que así fuera! Su mal genio era conocido en el hotel y sabía que algunos decían que hacía juego con sus cabellos rojos. Si bien por lo general lo controlaba, de vez en cuando servía para que las cosas se hicieran bien.

Doblaron y se detuvieron ante la puerta del 1439. El botones llamó. Esperaron, tratando de escuchar. No hubo ningún ruido que revelara que la llamada había sido oída, y Jimmy Duckworth volvió a golpear, esta vez más fuerte. Al punto hubo una respuesta: un quejido que comenzó como un susurro, y después de un crescendo, terminó tan súbitamente como había empezado.

—Utilice la llave maestra —ordenó Christine—. Abra la puerta, ¡rápido!

Se mantuvo un poco atrás mientras entró el botones; aun en momentos de aparente crisis, el hotel tenía reglas de decoro que debían ser observadas. La habitación estaba a oscuras, y la muchacha vio a Duckworth encender la luz del techo, y luego desaparecer de su vista tras un ángulo de la pared. Casi en seguida, la llamó:

—Miss Francis, es mejor que venga.

La habitación, cuando entró Christine, estaba sofocadamente caliente, aun cuando una mirada al regulador de aire acondicionado le advirtió que marcaba «fresco». Pero eso fue lo único que tuvo tiempo de ver, antes de observar la figura que luchaba, incorporada a medias en la cama. Era el hombrecito, parecido a un pájaro, que conocía como Albert Wells, con la cara gris-ceniza, los ojos saliéndosele de las órbitas y los labios temblorosos, que intentaba, con desesperación, respirar, sin lograrlo del todo.

Se dirigió rápidamente al lado de la cama. Una vez, muchos años antes, había visto en el consultorio de su padre a un paciente in extremis, luchando por respirar. Su padre había hecho cosas que ella no podía hacer ahora, pero recordaba una. Le dijo, con decisión, a Duckworth:

—Abra bien la ventana. Necesitamos aire.

Los ojos del botones estaban fijos en la cara del hombre. Respondió nerviosamente:

—Esta ventana está clausurada. Lo hicieron por el aire acondicionado.

—Entonces, fuércela. Si es necesario, rompa el cristal.

Ya había cogido el teléfono que estaba al lado de la cama. Cuando el telefonista respondió Christine dijo:

—Habla miss Francis. ¿Está el doctor Aarons en el hotel?

—No, miss Francis, pero dejó un número. Si es un caso de emergencia, puedo llamarlo.

—Es un caso de emergencia. Dígale al doctor Aarons que es en la habitación 1439 y que se dé prisa, por favor. Pregúntele cuánto tiempo va a tardar en llegar, y luego infórmeme.

Colgando el receptor, Christine se volvió al hombre que todavía luchaba en la cama. El frágil anciano no respiraba mejor que antes, y advirtió que su rostro, que momentos antes tenía un color gris-ceniza, se estaba volviendo azul. El quejido que ya había oído desde fuera, comenzó de nuevo; era la lucha por respirar, pero resultaba obvio que las energías del paciente se estaban consumiendo en su desesperado esfuerzo físico.

—Míster Wells —le dijo tratando de inspirarle una confianza que estaba lejos de sentir—, creo que podría respirar con más facilidad si se quedara quieto.

Advirtió que el botones conseguía abrir la ventana. Había utilizado una percha para romper el material que sellaba las junturas, y ahora estaba levantando la mitad inferior.

Como en respuesta a las palabras de Christine, la lucha del hombrecito cedió. Tenía puesto un camisón de franela pasado de moda, y Christine, al poner su brazo alrededor de él, sintió a través de la gruesa tela la fragilidad de sus hombros. Buscó unas almohadas y se las colocó detrás, de manera que pudiera recostarse y al mismo tiempo mantenerse derecho. Sus ojos estaban fijos en ella, «se parecen a los de un gamo», pensó Christine, y trataban de expresarle gratitud. Para tranquilizarlo, le dijo:

—He llamado al médico. Estará aquí en seguida.

Mientras ella hablaba, el botones, resoplando y haciendo un esfuerzo mayor, abrió por fin la ventana. En seguida, una ráfaga de aire fresco inundó la habitación. Así que la tormenta se había desplazado hacia el Sur, pensó Christine con alivio, enviando una brisa refrescante como avanzada, y la temperatura exterior debía de ser inferior a la de los días pasados. En el lecho, Albert Wells respiraba con ansia el aire renovado. Sonó el teléfono. Haciéndole una seña al botones para que tornara su lugar al lado de la cama, la muchacha respondió a la llamada.

—El doctor Aarons ya está en camino, miss Francis —le anunció el telefonista—. Se encontraba en el «Paradis» y me dijo que le anunciara que llegará al hotel dentro de veinte minutos.

Christine titubeó. El «Paradis» estaba al otro lado del Mississippi, más allá de Algiers. Aun andando a gran velocidad, veinte minutos era un cálculo optimista. Además, algunas veces tenía dudas sobre la competencia del majestuoso doctor Aarons, amigo de beber «Sazerac», quien como médico del hotel, vivía gratis en él, en retribución de sus servicios. Le dijo al telefonista:

—No creo que podamos esperar tanto. ¿Quiere comprobar en su propia lista de huéspedes si hay algún médico registrado?

—Ya lo he hecho —había una ligera presunción en la respuesta, como si el que hablaba hubiera estudiado heroicas narraciones sobre operadores telefónicos, y estuviera decidido a vivir según su ejemplo—. Está el doctor Koening en el 221, y el doctor Uxbridgeenell203.

Christine anotó los números en un anotador próximo al teléfono.

—Bien, llame al 221, por favor. —Los médicos que se registran en hoteles esperan no ser molestados, y tienen derecho a ello. Sin embargo, de cuando en cuando, una emergencia justifica que se quiebre el protocolo.

Se oyeron algunos «clicks» mientras el teléfono continuaba llamando. Luego una voz adormilada, con acento teutónico, contestó:

—Diga, ¿quién es?

Christine se dio a conocer.

—Lamento molestarlo, doctor Koening, pero uno de nuestros huéspedes está muy enfermo —sus ojos se dirigieron al lecho. Advirtió que, por el momento, el tono azulado del rostro había desaparecido, pero aún estaba con una palidez gris cenicienta, respirando con mucha dificultad. Agregó—: ¿Podría usted venir?

Hubo un silencio, luego la misma voz suave y agradable:

—Mi estimada señorita, sería una enorme alegría para mí ofrecerle mis humildes servicios. Sin embargo, temo no poder hacerlo —se oyó una risita—. Soy doctor en música y estoy aquí, en su hermosa ciudad, como «director invitado», creo que ésa es la palabra, para dirigir su magnífica orquesta sinfónica.

A pesar de su preocupación, Christine tuvo el impulso de reír. Se disculpó.

—Lamento mucho haberlo molestado.

—Por favor, no se preocupe. Por supuesto, si ese infortunado huésped se… ¿cómo podría decirlo?… resulta estar más allá del otro tipo de doctores, puedo llevar mi violín y tocar algo en su honor. —Se oyó un profundo suspiro del otro lado del teléfono—. ¿Qué mejor manera de morir que con un adagio de Vivaldi o Tartini… soberbiamente ejecutado?

—Gracias. Pero espero que eso no sea necesario —estaba impaciente por llamar al otro número.

El doctor Uxbridge en el 1203 respondió al teléfono en seguida, con expresión seria. En respuesta a la primera pregunta de Christine, contestó:

—Sí, soy doctor en Medicina… un clínico —escuchó sin interrumpir mientras ella le describía el problema y luego dijo sucintamente—: Estaré ahí en unos minutos.

El botones todavía estaba al lado del lecho. Christine le dijo:

—Míster McDermott está en la Presidential Suite. Vaya y dígale que en cuanto se desocupe venga aquí lo más aprisa posible —levantó el auricular de nuevo—. El jefe de mecánicos, por favor.

Por suerte había muy pocas dudas con referencia a la disponibilidad del jefe. Doc Vickery era soltero y vivía en el hotel. Tenía una pasión dominante: el equipo mecánico del «St. Gregory», que se extendía desde los cimientos hasta el techo. Durante un cuarto de siglo, desde que había abandonado el mar y su Clydeside nativo, había revisado la mayor parte de la instalación del hotel, y en tiempos de apreturas, cuando el dinero para reemplazar el equipo era escaso, tenía una manera particular de obtener un rendimiento extra de la cansada maquinaria. El jefe era un amigo de Christine, y ésta sabía que era una de sus preferidas. En un instante su acento escocés estuvo en la línea.

¿Helio…?

En pocas palabras le refirió el asunto de míster Albert Wells.

—El médico todavía no ha llegado, pero es probable que necesite oxígeno. Tenemos algunos equipos portátiles, ¿no es cierto?

—Sí, tenemos cilindros de oxígeno, Chris, pero lo utilizamos para las soldaduras de gas.

—Oxígeno es oxígeno —afirmó Christine. Volvía a recordar alguna de las cosas que había oído a su padre—. No importa el envase. ¿Podría ordenar a alguno de sus empleados nocturnos que envíe el que sea necesario?

El jefe asintió con un gruñido.

—Lo haré tan pronto esté listo. Yo mismo lo haré. De lo contrario, probablemente algún gracioso abriría un tanque de acetileno bajo la nariz de su enfermo, y eso terminaría con él.

—Por favor, ¡dese prisa! —Colgó el receptor y se volvió hacia el enfermo.

Los ojos del hombrecito estaban cerrados. Ya no luchaba y parecía no respirar.

Se oyó un ligero golpe en la puerta, que se abrió, y un hombre alto, delgado, entró desde el corredor. Tenía un rostro anguloso y el pelo comenzaba a encanecer en las sienes. El traje azul oscuro, de corte antiguo, no ocultaba del todo el pijama que llevaba debajo.

—Uxbridge —anunció con voz tranquila y firme.

—Doctor, en este mismo momento…

El recién llegado asintió con la cabeza, y del maletín de cuero que puso sobre la cama, extrajo sin perder un minuto un estetoscopio. En seguida, buscó por debajo del camisón de franela, y auscultó brevemente el pecho y la espalda. Luego, volviendo al maletín, en una serie de movimientos eficientes, tomó una jeringa, la armó, y rompió el cuello de una ampolleta de vidrio. Cuando hubo extraído el líquido de la ampolleta pasándolo a la jeringa, se inclinó sobre el enfermo y le levantó la manga del camisón arrollándola como un torniquete.

—Manténgalo así, con fuerza —dijo a Christine.

Con un trozo de algodón, limpió el antebrazo sobre la vena, e insertó la aguja. Hizo una seña afirmativa con respecto al torniquete.

—Ya lo puede aflojar —luego, mirando su reloj, comenzó a inyectar el líquido con lentitud.

Christine volvió los ojos buscando el rostro del médico. Sin mirarla, le informó:

—Aminofilina, para estimularle el corazón —volvió a consultar el reloj, manteniendo una dosis gradual. Pasó un minuto, luego dos. La jeringa estaba ya por la mitad; y todavía no había ninguna reacción en el enfermo.

—¿Qué es lo que tiene? —susurró Christine.

—Una fuerte bronquitis, complicada con asma. Sospecho que antes ha tenido estos ataques.

De pronto, el pecho del hombrecito se levantó. Luego comenzó a respirar más lenta, amplia y profundamente que antes. Abrió los ojos.

La tensión había disminuido en la habitación. El médico retiró la jeringa y comenzó a desarmarla.

—Míster Wells —dijo Christine—, míster Wells… ¿me oye?

Le respondió con una serie de movimientos afirmativos de cabeza. Como antes, los ojos de gamo se fijaron en los de ella.

—Estaba muy enfermo cuando lo encontramos, míster Wells. Éste es el doctor Uxbridge, huésped del hotel, y ha venido a ayudarlo.

Los ojos se dirigieron al médico. Entonces, con un esfuerzo, dijo:

—Muchas gracias —las palabras eran como un susurro, pero eran las primeras que el enfermo pronunciaba. El color le volvía al rostro.

—Si hay alguien a quien dar las gracias, es a la señorita —el médico sonrió apenas, y le dijo a Christine—: Este caballero todavía está muy enfermo y necesita atención médica. Mi consejo es trasladarlo en seguida al hospital.

—¡No, no! ¡No quiero eso! —Las palabras brotaron, en respuesta urgente, rápida, del hombre tendido en la cama. Se inclinaba hacia delante desde las almohadas, los ojos alerta, las manos fuera de las sábanas donde Christine se las había colocado antes. Pensó que el cambio en su condición, en el corto espacio de unos minutos, era extraordinario. Todavía respiraba con un silbido, y algunas veces con esfuerzo, pero el ataque agudo había pasado.

Por primera vez Christine tuvo tiempo de estudiar su aspecto. Originariamente, había pensado que tendría alrededor de sesenta años; ahora le parecía que debía agregarle otros seis más. Era de constitución delgada y bajo, además tenía las facciones marcadas y agudas, y una sugerencia de espalda agobiada, que le daban la apariencia de gorrión, que recordaba de anteriores encuentros. El poco y canoso pelo que le quedaba, lo peinaba partido a un costado, pero ahora estaba desarreglado y húmedo de transpiración. Por lo común su rostro tenía una expresión suave e inofensiva, casi humilde, y sin embargo, ella sospechaba que bajo esa apariencia había una serena determinación.

Conoció a Albert Wells dos años antes. Éste había entrado discretamente en el sector de los ejecutivos del hotel, para quejarse por una diferencia en su cuenta que no había podido solucionar en la oficina de abajo. Christine recordó que la cantidad cuestionada era de setenta y cinco centavos. Como sucedía por lo común cuando los huéspedes discutían por pequeñas sumas, el cajero jefe le había ofrecido anular el cargo; pero Albert Wells quería probar que no correspondía. Después de paciente investigación, Christine comprobó que el hombrecillo tenía razón, y puesto que ella misma tenía algunas veces arrestos de economía, aun cuando alternándolos con extravagancia femenina, simpatizó con él, respetándolo por su actitud. También dedujo por la cuenta del hotel, que acusaba gastos modestos, y por su ropa, que era sin duda de confección, que se trataba de un hombre con medios muy discretos, tal vez un jubilado, cuyas visitas anuales a Nueva Orleáns eran cosa importante en su vida.

—No me gustan los hospitales. Nunca me han gustado —declaró Albert Wells.

—Si se queda aquí —replicó el doctor— necesitará atención médica, y una enfermera durante veinticuatro horas, por lo menos. También se le debería dar oxígeno a intervalos.

El hombrecillo insistió:

—El hotel puede ocuparse de conseguir una enfermera —le urgió a Christine—. Usted puede hacerlo, ¿no es cierto, señorita?

—Supongo que sí —era evidente que el desagrado que sentía Albert Wells por los hospitales era muy fuerte. Por el momento, había superado su actitud habitual de no causar molestias. Se preguntó, sin embargo, si míster Wells tendría idea de lo mucho que le costaría una enfermera privada.

Hubo una interrupción desde el corredor. Entró un operario empujando un cilindro de oxígeno en una carretilla. Lo seguía la figura corpulenta del jefe de mecánicos, trayendo un tubo de goma largo, alambre y una bolsa plástica.

—No es como en el hospital, Chris —dijo el jefe—, pero creo que servirá. —Se había vestido de prisa; una chaqueta vieja de tweed y pantalones sobre una camisa sin abrochar, dejando al descubierto su ancho y velludo pecho. Tenía los pies metidos en unas sandalias amplias. Un poco más abajo de su alta calva, un par de anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se apoyaban en la punta de la nariz. Ahora, utilizando el alambre, estaba haciendo una conexión entre el Tubo y la bolsa plástica. Ordenó al ayudante que se había detenido vacilando—. Coloca el cilindro al lado de la cama, muchacho. Si te mueves con esa lentitud diría que eres tú el que necesita el oxígeno.

El doctor Uxbridge pareció sorprenderse. Christine le explicó su idea de que podría necesitarse oxígeno, y le presentó al jefe de mecánicos. Con las manos todavía ocupadas, éste saludó con la cabeza, mirando brevemente por encima de sus anteojos. Un momento después, ya con el tubo conectado, anunció:

—Estas bolsas plásticas han ahogado a mucha gente. No hay razón para que no sea al revés. ¿Cree usted que servirá, doctor?

Algo de la frialdad que mostró al principio el doctor Uxbridge, había desaparecido.

—Creo que servirá muy bien —miró a Christine—. Este hotel parece tener personal muy competente.

Ella rió.

—Espere a que confundamos las habitaciones que haya reservado. Cambiará de concepto.

El médico se dirigió hacia el lecho.

—El oxígeno lo aliviará, míster Wells. Supongo que ha tenido este problema bronquial otras veces.

Albert Wells asintió. Dijo con voz ronca:

—La bronquitis que contraje siendo minero. Luego, más tarde, el asma. —Sus ojos se dirigieron a Christine—. Siento mucho todo lo que ha pasado, miss.

—Yo también lo siento, pero especialmente porque lo cambiaron de habitación.

El jefe de operarios había conectado el extremo libre del tubo de goma al cilindro pintado de verde. El doctor Uxbridge le dijo:

—Comenzaremos a darle oxígeno durante cinco minutos, y a interrumpir por otros cinco. —Juntos arreglaron la máscara improvisada, sobre la cara del enfermo. Un susurro continuo denotaba que pasaba el oxígeno.

El médico miró su reloj y preguntó:

—¿Ha llamado usted al médico del hotel?

Christine explicó lo del doctor Aarons.

El doctor asintió.

—Él se hará cargo del enfermo cuando llegue. Yo vengo de Illinois y no tengo licencia para ejercer en Luisiana —se inclinó sobre Albert Wells—. ¿Está mejor? —Debajo de la máscara plástica, el hombrecito movió la cabeza afirmando.

Se oyeron firmes pisadas por el corredor y Peter McDermott entró; su corpulenta figura llenaba la puerta.

—Recibí su mensaje —le dijo a Christine. Sus ojos se volvieron hacia la cama—. ¿Mejorará?

—Creo que sí, y le debemos algo a míster Wells —llevando a Peter al corredor, le contó el cambio de habitaciones que el botones le había referido. Como vio que Peter fruncía el ceño, agregó—: Si se queda deberíamos darle otra habitación, e imagino que podríamos conseguir una enfermera sin mucha dificultad.

Peter asintió. Había un teléfono interno en una habitación del servicio, atravesando el pasillo. Se dirigió a él, y pidió con la recepción.

—Estoy en el piso decimocuarto —informó al empleado que respondió—. ¿Hay alguna habitación disponible en este piso?

Hubo un momento de pausa. El empleado nocturno era un veterano, contratado hacía muchos años por Warren Trent. Tenía una manera autoritaria de realizar sus tareas, a la que poca gente se oponía. También había dado a entender a Peter McDermott en un par de ocasiones, que le disgustaban los recién incorporados al personal, especialmente si eran más jóvenes que él, con mayor jerarquía y si procedían del Norte.

—Bien, ¿hay o no una habitación disponible?

—Tengo la 1410 —respondió el empleado con su mejor acento sureño—, pero estoy para dársela a un caballero que acaba de registrarse. —Y agregó—: Le advierto, por si no lo sabe, que el hotel está casi lleno.

La 1410 era una habitación que Peter recordaba. Era grande, aireada y daba sobre St. Charles Avenue.

—Si tomo la 1410, ¿tiene alguna otra que ofrecerle a ese cliente? —preguntó.

—No, míster McDermott. No tengo más que una pequeña suite en el piso quinto, y el caballero no quiere pagar un precio más elevado.

—Dele a su hombre la pequeña suite al precio de una habitación, por esta noche —dispuso Peter—. Puede ser trasladado mañana. Entretanto, usaré la 1410, para una transferencia del número 1439, y, por favor, envíe un muchacho con las llaves, en seguida.

—Un momento, míster McDermott —anteriormente, el tono del empleado había sido distante; ahora era abiertamente agresivo—. Siempre ha sido política de míster Trent…

—En este momento hablamos de mi política —le cortó Peter—. Y otra cosa, antes de dejar el servicio, dígale a los empleados diurnos que mañana quiero una explicación de por qué míster Wells fue cambiado de su habitación original a la 1439, y puede agregarles que será mejor que hayan tenido una buena razón para hacerlo.

Se sonrió con Christine mientras colgaba el receptor.

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