Hotel

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Lunes, por la noche » 5

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—Tienes que haber estado loco —protestó la duquesa de Croydon—. Absoluta, abismalmente loco —había vuelto a la sala de la Presidential Suite después que Peter McDermott se hubo marchado, cerrando con cuidado la puerta interior tras de ella.

El duque se movió incómodo, como hacía siempre que su esposa tenía uno de sus periódicos arrebatos de cólera.

—Lo lamento, mujer. La televisión estaba conectada y no pude oír al hombre. Pensé que se había marchado. —Bebió un largo trago del whisky con soda que sostenía con dificultad; luego agregó—: Además, estoy perturbado con todo lo otro.

—¿Lo lamentas? ¿Estás perturbado…? —Había un tono de histeria que no era común en su mujer—. Lo dices en una forma como si se tratara de un juego. Como si lo que ha sucedido esta noche no pudiera ser la ruina…

—No pienses semejante cosa. Sé que es muy serio, endiabladamente serio —abrumado, se hundió en un amplio sillón de cuero. Parecía un hombre pequeñito, semejante a esos geniecillos con un enorme sombrero, a los que tan afectos son los caricaturistas ingleses.

La duquesa continuó, acusadora:

—Estaba haciendo cuanto podía. Lo mejor, después de tu increíble locura, para dejar establecido que tú y yo pasábamos una noche tranquila en el hotel. Hasta inventé que habíamos salido a caminar por si alguien nos hubiera visto entrar. Y entonces, con torpeza, estúpidamente, entras anunciando que has dejado los cigarrillos en el coche.

—Sólo una persona me oyó. Ese administrador. Ni se habrá fijado.

—Lo advirtió. Observé su cara —con trabajo, la duquesa mantuvo el control de sí misma—. ¿Tienes acaso una ligera noción del embrollo en que estamos?

—Ya te dije que sí —el duque tomó otro trago y quedó contemplando el vaso vacío—. Y bien avergonzado que estoy. Si no me hubieras persuadido… si no hubiera estado bebiendo…

—¡Estabas borracho! Estabas borracho cuando te encontré, y todavía lo estás.

Movió la cabeza como para aclararla.

—Ahora estoy sobrio —le había llegado el turno de acusar—. Tuviste que seguirme, que entrometerte. Hubieras dejado las cosas como estaban…

—Eso no importa. Es lo otro lo que tiene importancia.

me persuadiste… —repitió él.

—No podíamos hacer nada. ¡Nada! Y había una mejor posibilidad como yo decía.

—No estoy tan seguro. Si la Policía mete sus narices en…

—Primero tienen que sospechar de nosotros. Por eso provoqué el incidente con el camarero, y lo continué. No es una coartada, pero a falta de ella, es lo mejor. Quería grabar en sus mentes que estuvimos aquí esta noche… y así habría sido, si tú no lo hubieras echado a perder. Podría ponerme a llorar…

—Eso sería interesante —dijo el duque—. No pensaba que eras tan mujer como para eso. —Se incorporó en el sillón, y en cierta forma se había desprendido de su sumisión, o de la mayor parte de ella. Era una calidad de camaleón que algunas veces desconcertaba a quienes lo trataban, dejándolos sin saber cuál era su verdadera personalidad.

La duquesa se sonrojó, lo que realzó su belleza estatuaria.

—Eso no es necesario.

—Tal vez no. —Levantándose, el duque se dirigió a una mesa lateral, donde se sirvió whisky con generosidad, agregándole un chorro de soda. Dándole la espalda, continuó—: De todos modos, debes admitir que eso es lo que está en el fondo de la mayor parte de nuestros problemas.

—No admito nada semejante. Tus hábitos, quizá, pero no los míos. Ir a ese desagradable lugar de juego esta noche, fue una locura; y llevar a esa mujer…

—Ya te he explicado eso —dijo el duque con cansancio—. Exhaustivamente, cuando volvíamos. Antes de que sucediera aquello.

—No sabía que lo que te dije te hubiera llegado tan a fondo.

—Tus palabras, mujer, penetran las nieblas más profundas. Trato de hacerlas impenetrables. Hasta ahora no lo he conseguido. —El duque tomó un trago—. ¿Por qué te casaste conmigo?

—Supongo que fue porque te destacabas en nuestro círculo como alguien que valía la pena. La gente decía que la aristocracia estaba vencida. Tú parecías probar que no era así.

Sostuvo en alto el vaso, estudiándolo como si fuese una bola de cristal.

—No lo estoy probando ahora, ¿eh?

—Si así lo parece, es porque yo te estoy apoyando.

—¿Washington? —La palabra era una pregunta.

—Podríamos lograrlo —respondió la duquesa—. Si consiguieras mantenerte sobrio y en tu propio lecho.

—¡Ajá! —respondió huecamente su marido—. En verdad, ese lecho es bastante frío.

—Ya te he dicho que no es necesario insistir en eso.

—¿Te has preguntado por qué me casé contigo?

—Tengo mis opiniones.

—Te diré la más importante. —Volvió a beber como buscando valor; luego dijo pesadamente—: Te quería en ese lecho. Con urgencia. Legalmente. Sabía que era la única forma.

—Me sorprende que te hayas incomodado. Con tantas otras para elegir, antes… y desde entonces.

Sus ojos sanguinolentos estaban fijos en el rostro de ella.

—No quería otras. Te quería a ti. Y todavía lo quiero.

—¡Basta ya! Ya es bastante —respondió ella con energía.

Él movió la cabeza.

—Hay algo que debes oír. Tu orgullo, mujer. ¡Magnífico! ¡Salvaje! Siempre me ha atraído. No quería quebrarlo. Compartirlo. Tú de espaldas, los muslos separados. Apasionada. Temblando…

—¡Calla! ¡Calla! ¡Eres… un libertino! —Su rostro estaba pálido y la voz se tornó aguda—. ¡No me importa que la Policía te prenda! ¡Ojalá te condenaran a diez años!

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