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Lunes, por la noche » 7

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Marsha Preyscott hubiera deseado fervientemente pasar su decimonoveno aniversario de alguna otra forma, o por lo menos haberse quedado en el baile de la fraternidad Alpha Kappa Epsilon, que se celebraba en un salón del hotel, ocho pisos más abajo.

El rumor del baile, atenuado por la distancia y otros ruidos, llegaba hasta ella por las ventanas de la suite del undécimo piso, que uno de los muchachos había abierto hacía unos minutos cuando el calor, el humo de los cigarrillos y el olor de las bebidas en la pequeña habitación, se habían hecho insoportables, hasta para los que podían apreciar, cada vez menos, esos detalles.

Fue un error venir aquí. Pero, con su rebeldía de siempre, había buscado algo diferente, que era lo que Lyle Dumaire le prometió. Había conocido a Lyle años atrás, salía con él de vez en cuando, y su padre era el presidente de uno de los Bancos locales, y muy amigo del suyo. Lyle le había dicho mientras bailaban:

—Esto es para niños, Marsha. Algunos de los muchachos han tomado una suite y hemos estado allí la mayor parte de la tarde. Se están divirtiendo —ensayó una risa de nombre que en cierta forma se convirtió en una risita falsa, y luego le preguntó en forma directa—: ¿Por qué no vienes?

Sin recapacitar, había respondido que sí, y abandonando el baile subieron a la pequeña y repleta suite 1126-7, donde los envolvió una atmósfera pesada y un clamor de agudas voces. Encontró más gente de la que esperaba, y el hecho de que algunos de los muchachos ya estuvieran muy ebrios, era algo con lo que no había contado.

Se hallaban varias jóvenes, a la mayoría de las cuales conocía de manera superficial, y les dirigió algunas palabras a pesar de que era difícil oír o ser oído. Una que no hablaba, Sue Phillippe, aparentaba haberse desmayado, y su compañero, un muchacho de Baton Rouge, le echaba agua encima con un zapato, que llenaba en el cuarto de baño. El vestido de Sue, que era de organza rosa, estaba empapado.

Los muchachos recibieron a Marsha con gran efusión, aunque casi en seguida se volvieron a su improvisado bar, instalado en un botiquín con cristales, colocado de costado y la puerta abierta. Alguien, no sabía quién, le había puesto un vaso, torpemente, en la mano.

Era obvio que algo sucedía en la habitación adyacente, cuya puerta estaba cerrada y en la que se habían reunido como un racimo un grupo de muchachos, entre ellos Lyle Dumaire, dejando sola a Marsha. Oyó retazos de conversación, incluyendo la pregunta:

—¿Qué te ha parecido? —pero la respuesta se perdió en una explosión de risas lascivas.

Cuando algunas otras observaciones le hicieron comprender o suponer lo que estaba sucediendo, el desagrado la determinó a marcharse. Hasta la grande y solitaria mansión de Garden District era preferible a esto, a pesar de que le disgustaba su vacío, pues sólo quedaban ella y los sirvientes cuando su padre se marchaba, como ahora, por seis semanas. Continuaría ausente por dos semanas más, por lo menos.

El pensamiento de su padre recordó a Marsha que si éste hubiese vuelto como lo había pensado y prometido en un principio, ella no estaría ahora aquí, ni hubiera venido al baile de la fraternidad. En cambio, habría tenido una fiesta de cumpleaños, presidida por Mark Preyscott, con su modo fácil y jovial, reuniendo algunas de las amigas de su hija, quienes si se presentaba la alternativa, estaba segura, hubieran rechazado la invitación de Alpha Kappa Epsilon. Pero no había vuelto a su casa. En cambio, telefoneó disculpándose, como siempre lo hacía, y esta vez desde Roma.

—Marsha querida, he tratado de llegar, pero no he podido. El negocio aquí me retendrá dos o tres semanas más, pero te lo compensaré, querida. De veras, lo haré cuando llegue a casa —le preguntó, a manera de tanteo, si Marsha querría visitar a su madre y al último marido de ésta en Los Ángeles, y cuando rehusó, sin tener que pensarlo siquiera, su padre le dijo—: Bien, de todas maneras, que pases un feliz cumpleaños… y va algo en camino que creo te gustará. —Marsha sintió deseos de llorar ante el tono dulce de su voz, pero no lo hizo porque desde hacía mucho tiempo había aprendido a no hacerlo. Tampoco tenía objeto preguntarse por qué el propietario de una gran tienda de Nueva Orleáns, con un plantel de ejecutivos muy bien remunerados, había de estar más inflexiblemente atado a los negocios que cualquiera de sus empleados.

Tal vez hubiera otras cosas en Roma que no le quisiera contar, así como ella jamás le diría lo que estaba sucediendo ahora mismo en la habitación 1126.

Cuando decidió marcharse, fue a dejar el vaso en el borde de la ventana, y ahora, allá abajo, podía oír que estaban tocando Stardust. A esa hora de la noche la música que elegían era más sentimental, especialmente si el director de la banda era Moxie Buchanan con sus All Star Southern Gentlemen que tocaban en la mayoría de las fiestas sociales de categoría del «St. Gregory». Aunque no hubiera estado bailando allí antes, habría reconocido el arreglo… los bronces cálidos y dulces y sin embargo, dominantes, que era la característica de Buchanan.

Titubeando en la ventana, Marsha pensó en volver al piso del baile, aun cuando sabía lo que sería ahora: los muchachos, muy acalorados en sus smokings, algunos incómodos aflojándose el cuello, otros adolescentes deseando estar de nuevo en sus «jeans» y camisas corrientes, y las muchachas yendo y viniendo de las toilettes, cambiando confidencias y risas detrás de la puerta. Todo, como si un grupo de niños se hubiera vestido para jugar a las charadas. La adolescencia es una época insulsa, pensaba Marsha a menudo, en especial cuando se tenía que compartir con otros de la misma edad. Había momentos, y éste era uno de ellos, en que anhelaba una compañía más madura.

No la habría de encontrar, sin embargo, en Lyle Dumaire.

Podía verlo entre el grupo apiñado contra la puerta, con el rostro congestionado, la camisa con la pechera almidonada arrugada, la corbata negra torcida. Marsha se preguntó cómo pudo tomarlo alguna vez en serio.

Otras, como ella misma, comenzaban a abandonar la suite, dirigiéndose a la puerta exterior, en lo que parecía ser un éxodo general. Uno de los muchachos mayores a quien conocía como Stanley Dixon, salió de la otra habitación. Mientras indicaba con la cabeza la puerta que cerró cuidadosamente tras de sí, Marsha pudo oír algunas palabras: «… las muchachas dicen que se marchan… ya han tenido bastante… tienen miedo… están hartas…».

—… les advertí que no debíamos hacer esto… —dijo otro.

—¿Por qué no tomamos algunas de las de aquí? —Era la voz de Lyle Dumaire, con mucho menos control que antes.

—Sí, ¿pero quién? —Los ojos del pequeño grupo recorrieron la habitación apreciativamente. Marsha, deliberadamente, los ignoró.

Algunos amigos de Sue Phillipe, la muchacha que se había desvanecido, trataban de ayudarla a ponerse de pie, sin lograrlo. Uno de ellos, menos ebrio que los demás, la llamó preocupado:

—¡Marsha! Me parece que Sue está bastante mal. ¿Podrías auxiliarla?

Marsha, con desgana, se detuvo, bajando la mirada hacia la muchacha que había abierto los ojos y estaba recostada, con su rosto infantil muy pálido, la boca floja y la pintura de los labios corrida. Con un suspiro interior, Marsha dijo a los otros:

—Ayudadme a llevarla al cuarto de baño —mientras tres de ellos la levantaron, la muchacha ebria comenzó a llorar.

Uno de ellos parecía dispuesto a seguirlas al baño, pero Marsha cerró la puerta con firmeza y echó el cerrojo. Se volvió hacia Sue Phillipe, que se miraba fijamente en el espejo con expresión de horror. Por lo menos, pensó Marsha con satisfacción, el impacto le ha devuelto la sobriedad.

—En tu caso no me preocuparía demasiado —afirmó—. Dicen que a todos nos tiene que suceder alguna vez.

—¡Oh, Dios! Mi madre me matará —las palabras eran un lamento, y terminó dirigiéndose al inodoro para vomitar.

Sentándose en el borde de la bañera, Marsha dijo con sentido práctico:

—Te sentirás mejor después de eso. Cuando termines te lavaré la cara, y podrás maquillarte de nuevo.

Con la cabeza baja, la otra muchacha asintió con desmayo.

Pasaron diez o quince minutos antes de que salieran del cuarto de baño y la suite estaba casi vacía, aun cuando Lyle Dumaire y sus compinches todavía seguían agrupados al lado de la puerta. Si Lyle intentaba llevarla a su casa, pensó Marsha, rehusaría. Otro de los presentes, el que había pedido ayuda, se adelantó explicando con urgencia:

—Hemos arreglado que una amiga de Sue la lleve a su casa, y así podrá pasar la noche algo más tranquila. —Tomó del brazo a la joven, que lo siguió protestando. Por sobre el hombro, el muchacho dijo—: Tenemos un coche esperando abajo. Gracias, Marsha.

Ésta, aliviada, los vio marcharse.

Estaba cogiendo su abrigo, que había dejado para ayudar a Sue Phillipe, cuando oyó cerrarse la puerta exterior. Stanley Dixon estaba en pie frente a ella, con las manos a la espalda. Marsha oyó el «click» del cerrojo, que era corrido con suavidad.

—Eh, Marsha —exclamó Lyle Dumaire—. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Marsha conocía a Lyle desde niños, pero ahora había una diferencia. Éste era un extraño, con la expresión de un bravucón borracho.

—Me voy a casa —respondió.

—Vamos —se tambaleó hacia ella—, no seas aguafiestas… toma una copa.

—No, gracias.

Como si no hubiera oído, insistió:

—No vas a ser una aguafiestas, ¿no es cierto? Es sólo en privado. —Tenía una fuerte voz nasal y una mirada lasciva—. Algunos ya nos hemos divertido. Y eso hace que deseemos más de lo mismo. —Los otros dos cuyos nombres no conocía, sonreían.

—No me interesa lo que vosotros deseéis —aún cuando su voz era firme, en el fondo había una nota de temor. Se dirigió a la puerta, pero Dixon meneó la cabeza.

—Por favor —rogó ella—. ¡Por favor, déjame ir!

—Oye, Marsha —dijo Lyle—. Sabemos que tú lo deseas —rió groseramente—. Todas las chicas lo desean. En el fondo, nunca quieren decir que no; lo que quieren decir es: ven a buscarlo —se dirigió a los otros—. ¿Eh, muchachos?

El tercero de ellos canturreó suavemente:

—Así es, así es… Tienes que entrar y probarlo.

Comenzaron a acercarse.

Marsha giró.

—Os lo advierto… Si me tocáis, gritaré.

—Sería una lástima que hicieras eso —murmuró Stanley Dixon—, podrías perderte toda la diversión. —De improviso, sin parecer moverse, estaba detrás de ella, apretando una mano grande y transpirada contra su boca, y con la otra, sujetando sus brazos. Tenía la cabeza próxima a la de ella, y el olor a whisky de centeno era insoportable.

Ella luchó y trató de morderle la mano, pero sin éxito.

—Mira, Marsha —hablaba Lyle con la cara torcida por una sonrisa—, vas a hacerlo, de manera que es mejor que lo goces. Eso es lo que siempre dicen, ¿no es así? Si Stan te suelta, ¿prometes no hacer ningún ruido?

Movió la cabeza enfurecida.

Uno de los otros la cogió por los brazos.

—Ven, Marsha, Lyle dice que eres una buena chica. ¿Por qué no lo pruebas?

Ahora luchaba con desesperación, pero sin resultado. La garra que la apretaba, no cedía. Lyle la tenía por el otro brazo y juntos la forzaban hacia el dormitorio adyacente.

—Al demonio con ella —dijo Dixon—. Que alguien la coja por los pies.

El muchacho que quedaba se hizo cargo de eso. Ella trató de dar puntapiés, pero lo único que consiguió fue perder los zapatos de tacones altos. Con una sensación de irrealidad, Marsha se sintió cargada al atravesar la puerta del dormitorio.

—Ésta es la última vez —advirtió Lyle. La apariencia de buen humor se había desvanecido—. ¿Vas a cooperar o no?

Su respuesta fue luchar con más violencia.

—Quítale la ropa —dijo alguien.

Y otra voz, que Marsha pensó que provenía del que la tenía por los pies, preguntó, vacilante:

—¿Creéis que debemos hacerlo?

—Deja de preocuparte —era Lyle Dumaire—. Nada pasará. Su padre está en Roma, con alguna mujerzuela.

En la habitación había camas gemelas. Resistiendo con furia salvaje, Marsha fue arrojada sobre la más próxima. Un momento después estaba tendida, con la cabeza cruelmente presionada hacia atrás, al extremo de que no podía ver nada más que el cielo raso, pintado en otro tiempo de blanco, pero ahora más parecido al gris, y ornamentado en el centro donde brillaba una luz. El polvo se había acumulado en el artefacto y al lado había una mancha amarilla de humedad.

De pronto la luz del cielo raso se apagó, pero quedaba un resplandor en la habitación, de otra lámpara encendida. Dixon cambió de postura. Ahora estaba sentado en la cama, próximo a su cabeza, pero los brazos que sujetaban su cuerpo, así como la mano sobre su boca, eran más inflexibles que nunca. Sintió otras manos y la histeria se apoderó de ella. Contorsionándose, intentó dar un puntapié, pero sus piernas estaban sujetas. Trató de girar y hubo un ruido de algo que cedía: su traje de Balenciaga estaba rasgado.

—Yo primero —dijo Stanley Dixon—. Que alguien la sujete en mi lugar. —Marsha podía oír su pesada respiración.

Oyó algunos pasos sobre la alfombra alrededor de la cama. Todavía le aprisionaban las piernas con firmeza, pero la mano que Dixon tenía sobre su cara se estaba moviendo, y otra tomaba su lugar. Era una oportunidad. Cuando llegó la nueva mano, Marsha mordió con fiereza. Sintió que sus dientes atravesaban la carne y encontraban el hueso.

Se oyó un grito de dolor, y la mano se retrajo.

Tomando aliento, Marsha gritó. Gritó tres veces y terminó con un desesperado alarido:

—¡Socorro! ¡Por favor, socorro!

Sólo la última palabra se ahogó cuando la mano de Stanley Dixon cayó de nuevo en su lugar, con una fuerza que casi le hizo perder el sentido. Lo oyó vociferar:

—¡Estúpido, idiota!

—¡Me ha mordido! —dijo una voz en un sollozo de dolor—. ¡Esta perra me ha mordido la mano…!

Dixon replicó furioso:

—Qué esperabas que hiciera… ¿que te la besara? Ahora tendremos a todo el hotel tras de nosotros.

—¡Vayámonos de aquí! —urgió Lyle Dumaire.

—¡Cállate! —ordenó Dixon. Todos guardaron silencio. Y agregó con suavidad—: No hay ruido; supongo que nadie ha oído.

Es verdad, pensó con desesperación Marsha. Más lágrimas le nublaban los ojos. Parecía haber perdido la energía para continuar luchando.

Se oyó llamar a la puerta exterior. Tres golpes, firmes y seguros.

—¡Dios! —exclamó el tercer muchacho—. Alguien ha oído —añadió con un quejido—: ¡Dios… mi mano!

—¿Qué hacemos? —preguntó el cuarto nerviosamente.

Se repitieron otra vez los golpes, esta vez más vigorosos.

Después de un momento, una voz desde afuera, dijo:

—Por favor, abran la puerta. Hemos oído a alguien pidiendo socorro. —El que hablaba tenía un acento sureño, suave.

Lyle Dumaire susurró:

—No hay más que uno; está solo. Quizá podamos dominarlo.

—Vale la pena probarlo —dijo en un susurro Dixon—. Iré yo —y dirigiéndose a los otros, murmuró—: Sujetad, y esta vez no cometáis equivocaciones.

La mano en la boca de Marsha se cambió de prisa, y otra retenía su cuerpo. Se oyó el ruido del cerrojo seguido de un chirrido al abrirse la puerta parcialmente. Stanley Dixon, como sorprendido, dijo:

—¡Oh!

—Perdón, señor. Soy empleado del hotel. —Era la voz que había oído un momento antes—. Pasaba por aquí y oí que alguien gritaba.

—Pasaba, ¿eh? —El tono de Dixon era, sin ninguna duda, hostil. Luego, como si hubiera decidido ser diplomático agregó—: Bien, gracias, de todos modos. Pero sólo se trataba de mi esposa… tenía una pesadilla. Se acostó antes que yo. Ya se le pasó.

—Bien… —el otro parecía vacilar—. Si está seguro que no es nada…

—Absolutamente nada —agregó Dixon—. Sólo una de esas cosas que pasan de vez en cuando. —Era convincente y dominaba la situación. Marsha sabía que, en cualquier momento, la puerta se cerraría.

Como se había relajado algo, advirtió que la presión sobre su cara también había aflojado. Ahora se preparó para un esfuerzo final. Girando el cuerpo, liberó un instante la boca.

—¡Socorro! —gritó—. ¡No crea lo que dice! ¡Socorro! —una vez más fue acallada con rudeza.

Afuera hubo un rápido cuchicheo. Oyó que la nueva voz decía:

—Quisiera entrar, por favor.

—Esto es una habitación privada. Le digo que mi esposa tiene una pesadilla.

—Lo siento, señor. No le creo.

—Muy bien —dijo Dixon—. Entre.

Como si no quisieran testigos, las manos que aprisionaban a Marsha, se retiraron. Entonces ella se dio vuelta, y se levantó en parte, dando frente a la puerta. En ese momento estaba entrando un negro joven. Tendría alrededor de veinte años, el rostro inteligente y vestido con prolijidad; su cabello corto, peinado con raya y bien cepillado.

Comprendió la situación en seguida, y dijo en tono autoritario.

—Dejad salir a la señorita.

—Mirad, muchachos, quién está dando órdenes —comentó Dixon.

De manera confusa, Marsha vio que la puerta que daba al corredor todavía seguía abierta.

—Bien, negro —gruñó Dixon—. Tú lo has querido —su puño derecho salió disparado con pericia, y toda la fuerza de sus anchos hombros hubiera caído sobre el negro, de haber acertado el objetivo. Pero con un solo movimiento, ágil como paso de ballet, el otro se movió al costado en tal forma que el brazo pasó sin tocarlo, con Dixon que se tambaleaba hacia delante. En el mismo instante el puño izquierdo del negro golpeó hacia arriba, pegando con certera rapidez en la cara de su atacante.

En alguna otra parte del corredor, otra puerta se abrió y cerró.

Con la mano sobre su mejilla, Dixon dijo:

—¡Hijo de p…! —y volviéndose hacia los otros, urgió—: ¡Vamos a darle!

Sólo el muchacho con la mano lastimada, se quedó atrás. Como llevados por un mismo impulso los otros tres cayeron sobre el negro, y ante su asalto combinado, éste cayó. Marsha oyó el ruido de los golpes, y un rumor creciente de voces en el corredor.

Los otros oyeron las voces también.

—Se nos viene encima el techo —advirtió con urgencia, Lyle Dumaire—. Os dije que nos marcháramos de aquí.

Hubo una desbandada hacia la puerta encabezada por el muchacho que no había intervenido en la lucha; los otros lo seguían de prisa.

Marsha oyó que Stanley Dixon se detuvo para decir:

—Se ha producido un conflicto. Vamos en busca de ayuda.

El negro se estaba levantando del suelo con la cara ensangrentada.

Afuera, una voz autoritaria se elevó por encima de las otras.

—Por favor, ¿dónde se ha producido el conflicto?

—Hubo gritos y lucha —dijo una mujer muy excitada—. Allí dentro.

—Me quejé hace un rato, pero nadie me hizo caso —agregó otra.

La puerta se abrió por completo. Marsha vislumbró una cantidad de rostros atisbando y una figura alta, imponente, que entraba. Luego la puerta se cerró desde dentro y se encendieron las luces.

Peter McDermott, viendo el desorden de la habitación, preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

El cuerpo de Marsha estaba sacudido por los sollozos. Intentó ponerse de pie, pero cayó hacia atrás, débil, contra la cabecera de la cama, cubriéndose con los restos de su traje. Entre sollozos, sus labios formaron las palabras.

—… intentaron… violar…

La expresión de McDermott se endureció. Sus ojos se volvieron al negro, que ahora se apoyaba contra la pared, utilizando un pañuelo para restañar la sangre de su rostro.

—¡Royce! —una fría cólera brillaba en los ojos de McDermott.

—¡No! ¡No! —apenas con coherencia, Marsha lo llamaba desde el extremo de la habitación—. ¡No fue él! ¡El vino a ayudarme! —Cerró los ojos, la idea de una violencia más la descomponía.

El joven negro se enderezó. Apartando el pañuelo, se burló:

—¿Por qué no me golpea, míster McDermott? Siempre podría decir después que fue una equivocación.

Peter habló secamente:

—He cometido un error, Royce, y le pido disculpas —tenía una profunda antipatía por Aloysius Royce, quien combinaba su trabajo de ayuda de cámara de Warren Trent propietario del hotel, con el estudio de leyes en la Universidad de Loyola. Años antes el padre de Royce, el hijo de un esclavo, se había convertido en el «ayuda de cámara», compañero y confidente de Warren Trent. Veinticinco años después, cuando el anciano murió, su hijo Aloysius que había nacido y crecido en el «St. Gregory», permaneció allí, y ahora vivía en la suite privada del dueño del hotel, con un arreglo muy liberal por el cual iba y venía según lo requerían sus estudios. Pero en opinión de Peter McDermott, Royce era innecesariamente arrogante y altanero, pareciendo combinar una desconfianza de cualquier gesto amistoso, con una perpetua belicosidad.

—Dígame lo que sabe —exigió Peter.

—Eran cuatro. Cuatro jóvenes y agradables caballeros blancos.

—¿Reconoció a alguno?

—A dos —asintió Royce.

—Eso basta —Peter cruzó la habitación hacia el teléfono cerca de la cama más próxima.

—¿A quién llama?

—A la Policía, señorita. No tenemos más remedio que informarla.

Había una débil sonrisa en la cara del negro.

—Si me permite un consejo… yo no lo haría.

—¿Porqué no?

—Por una razón —Aloysius Royce arrastraba las palabras, acentuándolas con deliberación—. Yo tendré que ser testigo. Y déjeme decirle, míster McDermott, que ningún tribunal en este Estado soberano de Luisiana va a creer en la palabra de un negro, en un caso de violación, tentativa o cualquier otra cosa, cometida por blancos. No, señor; no lo harán cuando cuatro destacados jóvenes caballeros blancos digan que el negro está mintiendo. Ni aun cuando miss Preyscott apoye al negro, cosa que dudo que su papá consienta, considerando la publicidad y escándalo que promoverían todos los periódicos.

Peter había levantado el auricular. Lo volvió a bajar.

—Algunas veces parece que usted quiere hacer las cosas más difíciles de lo que son —pero sabía que Royce decía la verdad. Volvió los ojos hacia Marsha, y preguntó—: ¿Dijo usted miss Preyscott?

El negro asintió.

—Su padre es míster Preyscott. El Preyscott. ¿No es verdad, miss?

Con tristeza, Marsha confirmó.

—Miss Preyscott —preguntó Peter—. ¿Conocía usted a la gente responsable de esto?

Apenas pudo oírse la respuesta.

—Sí.

—Creo que todos son miembros de Alpha Kappa Epsilon —informó Royce.

—¿Es verdad eso, miss Preyscott?

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.

—¿Y vino usted aquí con ellos… a esta suite?

Nuevo susurro:

—Sí.

Peter miró a Marsha, como a la expectativa. Por fin dijo:

—Depende de usted, miss Preyscott; si usted quiere o no formular una queja oficial. El hotel hará lo que usted decida. Pero temo que haya mucha verdad en lo que acaba de decir Royce en cuanto a la publicidad. Desde luego que habrá publicidad, me imagino que bastante, y no muy agradable. Por supuesto que es su padre quien debe decidir. ¿No cree usted que debería llamarlo y hacerlo venir?

Marsha levantó la cabeza, y mirando en forma directa a Peter por primera vez, le dijo:

—Mi padre está en Roma. No se lo diga nunca, por favor.

—Estoy seguro de que se puede hacer algo en forma privada. No creo que nadie deba salir completamente impune de esto. —Peter dio vuelta alrededor del lecho. Se sorprendió al ver qué niña era, y cuán hermosa—. ¿Puedo hacer algo por usted, ahora?

—No lo sé. No lo sé —comenzó a llorar de nuevo, algo más calmada.

Con inseguridad, Peter sacó su pañuelo de lino blanco, que Marsha aceptó, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.

—¿Se siente mejor?

Ella asintió:

—Gracias. —Su cabeza era un torbellino de emociones; estaba lastimada, avergonzada, colérica, y tenía urgencia de devolver el golpe a ciegas, cualesquiera que fueran las consecuencias, y un deseo… que la experiencia le decía que no sería satisfecho… de estar cobijada por brazos amorosos y protectores. Pero más allá de las emociones y sobrepasándolas había una insoportable extenuación física.

—Creo que usted debería descansar por un momento. —Peter McDermott levantó el cobertor de la cama que no había sido utilizada y Marsha se acostó sobre la frazada, cubriéndose con el cobertor. El contacto de la almohada refrescaba su rostro.

—No quiero quedarme aquí. No podría.

Él la miró comprensivo.

—Dentro de un momento la llevaremos a su casa.

—¡No! ¡Ni siquiera un momento! Por favor, ¿no hay otra habitación en el hotel?

Peter negó con la cabeza.

—El hotel está lleno.

Aloysius Royce había ido hasta el cuarto de baño para lavarse la sangre de la cara. Volvió y ahora estaba de pie en la puerta de la sala adyacente. Silbaba en tono bajo contemplando el desorden de los muebles, ceniceros sucios, botellas derramadas y vasos rotos.

Cuando McDermott se le reunió, Royce le dijo:

—Creo que ha sido una fiesta mayúscula.

—Así parece. —Peter cerró la puerta de comunicación entre la sala y el dormitorio.

—Tiene que haber algún lugar en el hotel —imploraba Marsha—. No podría soportar ir a casa esta noche.

Peter vaciló.

—Está la 555, supongo —miró a Royce.

La habitación 555 era pequeña y correspondía a la subgerencia general. Peter rara vez la utilizaba, excepto para mudarse de ropa. Ahora estaba vacía.

—Servirá —dijo Marsha—. Siempre que alguien llame por teléfono a casa, llamen a Anna, el ama de llaves.

—Si usted quiere —se ofreció Royce— iré a buscar la llave.

Peter asintió:

—Al volver, pase por la habitación… encontrará una bata. Supongo que debería llamar a la camarera.

—Si usted deja que entre una camarera en este momento, será lo mismo que si pasara la información por radio.

Peter lo consideró. En estas circunstancias, nada detendría la murmuración. Inevitablemente, cuando en cualquier hotel sucede este tipo de incidentes, las escaleras de servicio vibran como un teléfono de la selva. Pero comprendió que no había interés en añadir nada.

—Muy bien. Nosotros mismos llevaremos a miss Preyscott abajo, en el ascensor de servicio.

Cuando el negro abrió la puerta, se filtraron voces con innumerables y ansiosas preguntas. Por el momento, Peter había olvidado el conjunto de huéspedes que se había reunido en el corredor. Oyó las respuestas de Royce muy tranquilizadoras, y las voces se perdieron.

Marsha, con los ojos cerrados, murmuró:

—No me ha dicho quién es usted.

—Lo lamento. Debía habérselo dicho —le dijo su nombre y su cargo en el hotel. Marsha escuchó sin responder, sabiendo lo que se le decía, pero dejando, más bien, que la voz tranquila y reconfortable fluyera sobre ella. Después de un momento, con los ojos todavía cerrados, sus pensamientos vagaron soñolientos. Tuvo una leve idea del retorno de Aloysius, de que la ayudaban a salir de la cama y a ponerse una bata, y de que la acompañaban calladamente por un corredor silencioso. Desde el ascensor había otro corredor, luego otra cama en la que la acostaron con suavidad. La voz tranquilizadora dijo:

—Está agotada.

El ruido del agua que corría. Una voz que le decía que el baño estaba preparado. Se repuso lo suficiente como para arrastrarse hasta el cuarto de baño, donde se encerró con llave.

En el cuarto de baño había pijamas, extendidos profusamente; Marsha se puso uno. Era de hombre, color azul oscuro y muy grande. Las mangas le cubrían las manos, y era muy difícil no pisar los pantalones, a pesar de que éstos estaban doblados hacia arriba.

Salió del cuarto de baño y ella misma se metió en la cama. Acomodándose en las frescas sábanas, tuvo conciencia una vez más de la tranquila y reconfortante voz de Peter McDermott. Era una voz que le placía, pensó Marsha, y su dueño también.

—Royce y yo nos marchamos ahora, miss Preyscott. La puerta de esta habitación queda con llave al cerrarse y la llave está al lado de la cama. No la molestarán.

—Gracias. —Con la voz adormilada, preguntó—: ¿De quién son los pijamas?

—Míos. Lamento que sean tan grandes.

Trató de mover la cabeza, pero estaba demasiado cansada.

—No importa… agradables… —Se alegraba de que los pijamas fueran de él. Tenía la consoladora sensación de estar cobijada, después de todo—. Agradables —repitió con suavidad. Fue el último pensamiento mientras estuvo despierta.

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